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Algunas revelaciones sobre el libro escondido

El abad había dudado en saludarle abiertamente y el templario le había hecho un gesto para que no lo hiciera. No en vano la Orden había sido disuelta por el Papa y en Francia los antiguos caballeros seguían siendo fugitivos, por más que en 1321 ya no interesara a nadie en verdad continuar su persecución. Al fin y al cabo, la muerte de su principal verdugo, el rey Felipe IV, y los desastres acaecidos en el reino desde entonces, habían hecho que el asunto de los templarios pasara a ser casi algo del pasado, por más que el maestre Molay hubiera muerto sólo hacía cinco años.

Guillermo de Lins había hablado con el abad como si no le conociera, durante unos minutos, ante las otras gentes que se quedaban en la hospedería, y mientras lo hacía, sus oscuros ojos brillaban como carbunclos encendidos con una luz fanática que el abad recordaba haber visto ya en su sobrino, cuando le había ido a visitar, años atrás, en su camino hacia una cercana encomienda templaria. De hecho, Hugo de Monclerc también tenía esa dureza en la mirada, aunque por motivos diferentes. También él era un alma sin paz desde que había muerto su sobrina, y deseaba que le dejaran intentar recuperarla, pero parecía que el mundo entero se había confabulado durante esos siete últimos años para impedirle volver a ser el tranquilo monje que había decidido, cincuenta años atrás, con veinte años, abandonar el mundo y dedicarse a la oración.

En los últimos años, soñaba a menudo con las batallas de su juventud, y luego, durante el día, a veces se sorprendía rememorando aquellos tiempos del final de reinado del rey Luis IX, el glorioso san Luis, abuelo de Felipe IV, que él había vivido. Y recordaba su ardor adolescente, sus entrenamientos militares y su alegría cuando supo que el Rey había convocado una nueva cruzada, en 1267, cuando él acababa de cumplir los dieciocho años y estaba lleno de fuerza y de deseos de servir a Dios conquistando lugares santos. Con el permiso de su padre, el viejo conde de Monclerc, había acudido al mando de veinte lanzas de su condado, orgulloso como un pavo real, recorriendo muchas regiones para asistir al Rey en la cruzada de Túnez. Fue hermoso salir de París con el Rey, los príncipes, el condestable, los duques, los pares, los caballeros, la oriflama, las insignias, los estandartes y los soldados.

Su ser ansiaba combatir, y, durante los días de marcha y la travesía por un mar azul que se le hacía interminable y tedioso, se imaginaba que conquistaría ciudades a los musulmanes y capturaría alguno en el campo de batalla y ganaría fama y honor en los campos de batalla. Pero no fue la gloria lo que iba a encontrar en aquella triste Cruzada, sino la peor fragilidad del ser humano, porque la peste se iba a cebar en el orgulloso ejército cruzado, acabando rápidamente con sus sueños de gloria. Y mientras veía morir a tantos amigos y camaradas en las arenas de los desiertos de Túnez, al lado de las impresionantes y omnipresentes ruinas de su esplendoroso pasado romano, éstas parecían mostrarle irónicamente la futilidad de todo intento del hombre de sobreponerse a su mortalidad y a su pequeñez que le ha llevado tantas veces a procurar dominar la Tierra. Pero ésta es más vieja y más sabia y sabe jugar con los hombres de mil modos. A veces cede, durante un instante de su tiempo, a veces se resiste a los humanos, pero, tarde o temprano, siempre acaba dominándolos, transformándolos en polvo, enterrándolos, cubriendo sus moradas de olvido, una vez detrás de otra, junto a sus mismos sueños de grandeza, hasta que una nueva civilización se posa sobre las ruinas de otra y respira el polvo de los huesos de la anterior y se alimenta con la sustancia de sus cadáveres.

La peste que acabó con la vida de san Luis, rey de Francia, fue un duro golpe para las ansias de gloria y sueños militares del joven caballero de Monclerc y una prueba de hierro para su carácter fuerte pero sensible. En aquellas largas noches solitarias de tristes meditaciones bajo la luz de una luna roída y enferma, sintiéndose un miserable, mientras a su alrededor la muerte tejía un red de vació, decidió que él no era nada sino una miserable mota de polvo con la que el destino jugaba a su antojo y que no merecía la pena luchar por nada de esta tierra porque todo estaba destinado a desaparecer. Eso, unido al terrible viaje que seguiría después, acompañando los restos mortales del rey santo desde África hasta Francia, con el ataúd real sellado, temiendo en secreto el contagio de la terrible enfermedad que había acabado con la última cruzada tan eficazmente como el mejor de los ejércitos, fue algo tan duro y tan alejado de toda grandeza, que el joven caballero Hugo de Monclerc lo recordaría siempre como una pesadilla.

Para él, aquélla fue la cruzada de las esperanzas rotas, de los estandartes a media asta, de los soldados que acabaron siendo penitentes. Esta expedición derrotada por la misma voluntad divina, en forma de mortal enfermedad, terminaba tristemente con un ciclo que se había iniciado brillantemente doscientos años antes e hizo que muchos perdieran para siempre su fe y que otros la buscaran en lo profundo de sus corazones y en el silencio de los claustros de las abadías cistercienses, que se vieron de repente sorprendidas por la entrada de numerosos caballeros de buenos y bravos linajes que querían, repentinamente, dejar el mundo y sus vanidades. Monclerc había sido uno de ellos y había conseguido mantener a raya sus fantasmas durante treinta y cinco años, hasta la muerte de su sobrina; pero, desde entonces, su paz se había pulverizado en pedazos.

La llegada del templario De Lins a su abadía perdida en el medio de la nada, parecía ser el final de los restos de su paz monacal.

El mundo estaba invadiendo su terreno y ya no le dejaba sitio para seguir escapando y manteniendo a la par la ficción de que todo estaba bien. Sabiendo que no había escapatoria, el abad aceptó con valentía enfrentarse a lo que viniera, como una prueba más que le enviaba el Señor, ahora que su vida se acercaba a su fin, y, curiosamente, al hacerlo, volvió a sentir que la paz perdida regresaba entonces a su espíritu y por primera vez en siete años se rió abiertamente —y de sí mismo— con una carcajada tan fuerte que sobresaltó al monje que esperaba fuera del despacho de Monclerc y que entró sin llamar, preocupado por la fuerte e inesperada risa que le dejó boquiabierto.

Cuando Hugo de Monclerc dejó de reír, sacó un pañuelo blanco de un escondido bolsillo del interior de la manga del hábito y le pidió al monje, que le miraba atónito, que fuera hasta la hospedería y le dijera al jefe de los huéspedes nuevos que se dirigiera a su despacho, si no tenía inconveniente. Estaba comenzando a ser hora de aclarar, en la medida de lo posible, el misterio del libro que le había tenido tan obsesionado durante los últimos siete años y estaba completamente seguro de que la presencia del caballero Guillermo de Lins en su monasterio no se debía a otra cosa que al intento de recuperar ese valioso tesoro.

Mientras esperaba la llegada del templario, hizo un examen rutinario interior de su persona y se sorprendió al ver que todo se había encajado de nuevo en su sitio. Habían acabado el dolor, la angustia y la duda. El abad anhelaba saber. Había muchas cuestiones no respondidas que le molestaban y, dado que el asunto del libro escondido había costado la vida de toda su familia, estaba seguro de que tenía todo el derecho a recibir algunas respuestas. Estaba seguro de que Dios Todopoderoso le había mantenido con vida y puesto allí por algo; de eso estaba seguro; sólo tenía que dejar de luchar contra sus mandatos y aceptar ser su vehículo.

Los pensamientos del abad fueron sorprendidos por los golpes nerviosos que los nudillos del caballero dieron a la puerta de su despacho.

—Adelante, amigo mío —dijo—. Pasad y sentíos como en vuestra casa. Llevo mucho tiempo esperando esta visita vuestra.

El templario Guillermo de Lins entró y se quitó la capa, que tenía una capucha de peregrino, con la que iba tapado casi todo el rato para no llamar la atención. Al hacerlo, recuperaba la estampa marcial que había caracterizado a la mayoría de aquellos caballeros templarios que habían sido el orgullo de Francia y de su orden, hasta el proceso. De Lins era alto, tanto como el mismo abad. Su rostro bien formado y fuerte estaba marcado por surcos profundos del sufrimiento; sus cabellos castaños, bastante largos, le tapaban los hombros y estaban llenos de canas; lo mismo que la rizada y noble barba que cubría su rostro.

—He sufrido mucho, Hugo de Monclerc.

—Vuestro rostro lo muestra, caballero De Lins. Imagino que habéis venido en busca del libro que costó la vida a mi sobrina —dijo sin más preámbulos.

—Así es. Ésa es la razón de que haya salido de mi escondite y me haya arriesgado a venir hasta aquí. Fiaba en vuestra discreción, abad.

—Podéis contar con ella. Nada le debo al rey de Francia, puesto que ordenó la expropiación del condado de Monclerc tras la muerte de mi sobrino el conde y de su hijo.

—Sé que Felipe murió por dar asilo a su hermano, que era el guardián del libro, y asumir, tras su muerte, la pesada carga. Y que con él cayó vuestro sobrino nieto. Imagino que le darían el libro a la joven condesa, que llegó hasta aquí huyendo, para morir cruelmente a manos de los hombres del Rey.

—Así es. Pero habladme del libro, Guillermo de Lins.

—¿No lo tenéis vos? —preguntó el templario con preocupación.

—No, caballero. El libro está perdido.

—¡Qué terrible noticia! ¿Cómo es posible? ¿Acaso lo encontraron los hombres del Rey que la seguían?

—No es eso. No me habéis dejado acabar. Quizá me haya expresado mal. Disculpadme. Más que perdido, el libro está escondido —la alarmada expresión del caballero pasó a ser de alivio al oír esto—. Mi sobrina quiso entregármelo cuando llegó a la abadía, pero yo me negué. Algo dentro de mí me impulsó a hacerlo y sabe Dios que me he arrepentido una y mil veces durante estos años en que lo he buscado por todos los rincones de la abadía. Ya que yo no he sido capaz de encontrarlo, por más que sabía lo que buscaba, sólo sé que debe seguir aquí.

—También yo lo pienso —dijo el templario—. No pasa nada. Lo encontraremos.

—Os aseguro que no os va a ser fácil.

—Creo que más de lo que creéis, abad. El libro que vuestra sobrina guardó es muy especial.

—¿A qué os referís?

—¿Puedo confiar en vos?

—¿Acaso lo dudáis? Me estáis ofendiendo caballero. Se ha vertido demasiada sangre de mi familia para proteger ese tesoro. ¿No creéis que eso es prueba suficiente de la lealtad de los Monclerc?

—Disculpadme, abad. Tenéis toda la razón. Es que vivo en un mundo donde hay tan pocas personas confiables…

—Pues olvidadlo mientras estéis aquí. Consideraos aquí tan seguros como si estuvierais en una de vuestras antiguas encomiendas. Esta santa casa os acogerá mientras lo necesitéis.

—Os agradezco la deferencia y la cortesía.

—Es lo menos que puedo hacer. Los dos estamos en el bando de los perseguidos, aunque yo no tenga puesto precio a mi cabeza. Y no olvido el mal que los Capetos han causado a mi casa, que está tan extinguida por su culpa como vuestra venerada orden.

Guillermo de Lins se quedó pensando unos momentos. No tenía más remedio que confiar en el abad. Era menester estar allí y poder trabajar con tranquilidad en los terrenos de la abadía, si quería encontrar el libro. El precio a pagar era revelarle al abad el secreto del libro y, dado que en efecto toda su familia había pagado con la vida el que el preciado volumen no cayera en las manos del Rey de Francia, Monclerc se merecía saber algo más.

—Y yo os daré unas explicaciones —comenzó a decir el templario— que creo que os debemos.

—Os escucho, De Lins.

—Pues bien. ¿Qué sabéis del libro que escondió vuestra sobrina?

—Poco, en verdad. Sólo que era de un tamaño de gran folio, porque vi el envoltorio carmesí que lo guardaba. Nada más. Y ella tampoco sabía mucho más, porque me dijo que jamás había desenvuelto el libro desde que lo recibiera; era como si le produjera un respeto reverente.

—Así es. El libro en sí es algo más que un mero texto.

—¿Qué quiere decir eso?

—Pues que tiene poder propio.

El abad se quedó en silencio. No entendía a qué se refería el caballero.

—Sí, aunque os parezca raro, así es. El libro que guardaba vuestra sobrina es de los más antiguos y poderosos que jamás han estado en poder del hombre, si es que de hecho fue escrito por alguno, cosa que dudo.

—¿Qué queréis decir?

—Que es un libro sagrado entre muchos libros sagrados y que probablemente fue dado directamente por Dios al hombre en el pasado, algo así como las mismas tablas de Moisés. Y está en poder de los templarios desde el principio. Fue uno de los primeros caballeros, Godofredo de Saint Omer, quien lo encontró en 1120, cuando, como consecuencia de un sueño muy vivido que había tenido varias noches seguidas, decidió excavar en secreto en el suelo del lugar que el rey de Jerusalén les había dado como casa, que estaba en un ala de su palacio, edificada sobre el antiguo Templo del rey Salomón. Junto al libro encontró un viejo rollo de pergamino hebreo metido en un estuche de plata y algunos de los famosos tesoros del Templo de Salomón.

El abad seguía las explicaciones en absoluto silencio. El otro, al ver que el anciano no le interrumpía, tras una mirada intensa, siguió hablando.

—Dejando aparte el resto del tesoro, os diré que el libro despertó el inmediato interés de los primeros nueve templarios. Había algo especial en él. Estaba guardado en una bolsa, la que habéis visto, de la que no lo hicieron salir, porque parecía como si una fuerza invisible quisiera mantenerlo guardado. Pero, como tenían una gran curiosidad, el caballero Montbard, tío de Bernardo de Claraval, que tenía una úlcera dolorosa en un brazo desde hacía días, metió la mano en la bolsa para sacarlo. No llegó a hacerlo porque al tocarlo sintió una energía extraña que le recorrió el cuerpo asustándole y haciéndole volver a dejar el libro en su cobijo.

—¿Y qué ocurrió entonces? —preguntó el abad totalmente encandilado con la historia.

—Pues que la úlcera de Montbard había sanado milagrosamente por el solo contacto.

—¿Es verdad eso?

—Así lo recoge la tradición oral de los templarios. El libro era pues algo así como un talismán con propiedades milagrosas y los nueve caballeros que estaban en torno a Hugo de Payens lo veneraron como si fuera una reliquia divina, mientras averiguaban algo más de él. Imaginaron que el pergamino que acompañaba al libro explicaba qué era, pero, como estaba en una lengua que ninguno de ellos entendía decidieron que lo examinara un hombre sabio, antiguo rabino, que se había convertido al cristianismo y que pertenecía al consejo del rey de Jerusalén. Cuando el hombre recibió el texto, preguntó con curiosidad que de dónde lo habían sacado. Mostrando mucha cautela, Payens le dijo que se lo habían ofrecido en el mercado, dentro de su hermoso estuche, y que deseaba saber si, además del meritorio trabajo de plata que lo guardaba, era antiguo de verdad y si tenía algún valor.

»El antiguo rabino cogió el pergamino con veneración, pues comprendió que estaba ante una reliquia del más remoto pasado sólo con verlo y se volcó en su desciframiento. Los caballeros tuvieron que esperar muchos días, mientras el anciano descifraba el rollo de pergamino. El sabio anciano estaba nervioso, emocionado, cuando por fin consiguió descifrar por completo el rollo, que era muy frágil por sus muchos años y, tras escribir el texto traducido, lo más próximo al original que supo hacerlo, convocó a Hugo de Payens a su presencia.

»El templario supo de inmediato, sólo por la expresión del anciano, que el texto era importante, pero no podía ni imaginarse la revelación que iba a recibir. El texto traducido venía a decir que acompañaba a un libro sagrado entre los libros de Dios, que estaba en el tesoro del Templo y que venía del remoto pasado. Según parece, el libro había sido otorgado por el Creador a un poderoso faraón que, dejando de lado las supersticiones del pasado, creyó en un solo Dios, se hizo monoteísta, e intentó que su pueblo lo fuera. El libro, verdadero regalo del Cielo, contenía el nombre verdadero de Dios.

»Sus poderes eran enormes y por eso se guardaba en el Sancta Santorum del templo del Dios único, en una ciudad nueva que el faraón había hecho construir para honrar a Dios. Pero, cuando los egipcios volvieron al politeísmo y el faraón murió, sus sucesores lucharon por hacerse con el libro, no por la palabra de Dios que contenía, sino por los poderes que se le atribuían.

»La lucha por el libro provocó la caída de la dinastía y la llegada de otra nueva, y cuando Moisés recibió de Yahvé la orden de irse de Egipto, también recibió la orden de llevarse el libro sagrado. Parece que la apertura de las aguas del mar que permitió la fuga de los judíos del reino del faraón se hizo invocando el nombre de Dios contenido en el libro, que Dios le había permitido leer al patriarca, y luego, Salomón había vuelto a leerlo para saber cómo construir el Templo y decidió guardarlo para siempre allí, porque el poder del libro arrancaba del mismo Dios y no debía ser objeto de ambiciones materiales ni ser usado en vano. El sabio monarca era consciente de que hacerlo sin el expreso consentimiento de la divinidad sólo podía provocar un gran mal sobre la tierra porque su poder era demasiado grande y difícil de controlar por un ser humano que no estuviera actuando bajo la misma dirección del Altísimo. Y para saber si corresponde a un ser humano poseerlo, hay un ritual que permite invocar al mismo libro y a su guardián para que se pronuncie y se manifieste.

»Aquí acababa la traducción, y en la mirada del rabino estaba una pregunta no formulada que Payens contestó sin titubear, diciéndole que él no tenía ninguna noticia del libro; que sólo había comprado el pergamino. El buen hombre le creyó.

»Pasaron tres años y, en 1123, los nueve caballeros pronunciaron sus votos de pobreza, obediencia y castidad ante Garimond, patriarca de Jerusalén, siendo llamados Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Jerusalén, por el lugar que el Rey les había dado como sede, aunque el pueblo acabó conociéndoles como los caballeros templarios. Y el libro sagrado era el objeto más venerado de cuantos poseían y parecía inspirar a los caballeros en sus obras.

»Cuando se perdió Jerusalén, el libro fue a San Juan de Acre y, poco antes de su caída, en 1175, el maestre templario se lo llevó a Francia. Luego, cuando se construyó la fortaleza del Temple en París, fue guardado allí, en la secreta cámara de los misterios, hasta que el maestre Molay, pensando que el libro no estaba seguro en la fortaleza, lo depositó en manos de vuestro sobrino poco antes de su detención. Estuvo guardado en París, hasta unos meses después de la muerte del Maestre, hasta que el nuevo Gran Maestre en la clandestinidad, le ordenó que lo sacara de París y lo llevara a Aragón, donde iba a ser custodiado en adelante.

—Pero nunca llegó a su destino —dijo el abad.

—Así es. El resto de la historia, ya la conocéis.

Hugo de Monclerc asintió. Sí. El resto de la historia la conocía bien. Ahora comprendía por qué no había querido ni tocar el libro. Aquél era un tesoro que le sobrepasaba por completo y no se sentía digno de rozar siquiera sus tapas.

—¿Y cómo pensáis encontrarlo, caballero De Lins? Imagino que pensáis invocarlo con ese ritual que mencionaba el rabino.

—Así es, abad de Monclerc.

—¿Y no sería mejor dejar que el libro se quede escondido donde está para siempre?

—No lo creemos así. No olvidéis que, si yo he seguido la pista, otros pueden hacerlo y, además, tampoco debéis olvidar las circunstancias que provocaron su desaparición. Sólo la muerte del rey Felipe IV evitó seguramente el saqueo de esta abadía. No dudo que, si Luis X hubiera sido un hombre de otro talante y de mucho más talento, ahora no estaríamos hablando nosotros, tan tranquilamente aquí. Seguramente vos estaríais criando malvas hace años, y yo también estaría muerto. Y el nuevo rey, Felipe V, es mucho más parecido a su padre que el anterior, y está muy enfermo. Y no olvidéis que el libro tiene en sí el poder de sanar el cuerpo. Si el Rey llega a saberlo, no parará hasta encontrarlo, porque le va la vida en ello y eso suele hacer mortalmente peligroso a un ser humano y más aún a un rey, y también el Papa lo ambicionará si se entera de su existencia. Entre los templarios siempre ha habido rumores de que la Iglesia tiene un depósito secreto de libros prohibidos y si eso es cierto, seguro que intentarán hacerse con él.

—¿De verdad lo creéis?

—Sí. Creo que los hombres del Rey pueden acabar regresando. De hecho, me extraña que no lo hayan hecho ya. ¿Sabéis que el sargento que ordenó la muerte de vuestra sobrina vive ahora en Villafranca de Rouergue? Parece que es una especie de héroe local. Se ha casado con la antigua moza de la taberna y cuenta como una anécdota de su vida la historia de la muere de vuestra sobrina en la taberna.

—No lo sabía.

—Pues ya veis. Probablemente, el asalto que habéis sufrido hace no demasiado tiempo y que costó la vida de uno de vuestros monjes, se deba a eso.

—Veo que estáis bien informado de todo lo que ha acontecido por aquí, incluso mejor que yo.

—Debía hacerlo. Ahora el recuperar el libro es mi tarea y a ello entregaré mi vida para ponerlo a buen recaudo. Pero necesito vuestro permiso para llevar a cabo el ritual en la capilla.

—Lo tenéis, Guillermo. Y si me necesitáis os asistiré.

El templario asintió. La cooperación del abad era vital para poder llevar a cabo el ritual sin ser molestados.

—¿Necesitáis algo especial que yo pueda ofreceros?

—Sólo el cadáver de vuestra sobrina. Vamos a pedirle que nos muestre el lugar del escondite.

—Pero eso es sacrílego. No se puede molestar el descanso de los muertos y los que se han ido de este mundo no regresarán hasta el Juicio Final.

—Hay bajo el Cielo muchos misterios que vos y yo no conocemos, abad. Pero os puedo garantizar que el caballero que va a realizar el ritual es un verdadero místico y será capaz de hacer hablar a los muertos. La llamada se hará en nombre de Dios Todopoderoso y para su servicio y no podrá ser desatendida.

—Caballero De Lins, no me gusta nada de lo que estoy oyendo.

—No vamos a ofender los restos de vuestra sobrina. Sólo a pedirle su concurso, abad. Y ella regresará voluntariamente de entre los muertos a entregarnos lo que buscamos. No creo que esté descansando en paz al haberse ido sin decirle a nadie dónde está escondido el libro. Probablemente ésa sea la causa de su incorruptibilidad. Quería permanecer en la Tierra y mostrarse para que pudiéramos llegar hasta ella.

—Decís cosas extrañas y poco cristianas, Guillermo.

—Nosotros, los caballeros del Temple, conocemos secretos que harían tambalearse la fe de muchos y hemos visto prodigios que no tienen explicación terrenal.

—Pues no sé si yo deseo verlos aquí, en Loc Dieu.

—Si queréis que encontremos el libro y os dejemos en paz, debéis aceptar nuestros métodos. Creo que es la única manera de hallar el volumen. Sino, un día, alguien lo encontrará por azar y puede provocarse un gran mal si alguien lo abre sin conocimiento y procura utilizar su poder.

—Qué horribles cosas me toca vivir al final de mi vida. Estoy escandalizado y, aun así, me veo forzado a permitiros realizar ese trabajo. Sólo os pido que lo hagáis lo antes posible.

—Tengo que enviar a buscar a la persona que puede hacerlo. Tardará por los menos diez días en llegar.

—Está bien. Eso me permite dar alguna explicación de por qué vais a quedaros en la capilla; quizá una promesa de velación nocturna de Nuestra Señora la patrona de la abadía. Pero los monjes deben saberlo desde ahora. Así se verá como un acto más de culto y no habrá murmuraciones. Hay que evitarlas todo lo que podamos.

—En eso estamos todos de acuerdo. Ya se ha hablado demasiado de esta abadía.