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El aprendizaje de De Libreville

Junio de 1321

Pedro de Libreville se levantaba cada mañana muy temprano, casi al alba, para aprovechar bien la luz del día. Aunque seguía manteniendo su casa fuera del palacio papal, cada vez pasaba menos tiempo en ella, lo justo para dormir y regresar al palacio del Papa, donde pasaba largas horas y cuyas puertas se abrían para él cada mañana a horas casi intempestivas.

La ciudad de Aviñón seguía creciendo de modo asombroso con la prosperidad que le estaba dando la buena gestión de las indulgencias y de los ingresos de la Iglesia por parte del Papa, que mantenía las arcas del tesoro papal llenas, a pesar de los muchos miles de florines que se estaban utilizando en el embellecimiento de la ciudad.

De hecho, cuando De Libreville salía de casa, había muy poca gente en la calle. Sólo los proveedores, los comerciantes que entraban en la ciudad y los obreros y sus maestros que se dirigían a las numerosas obras que estaban cambiando el perfil de la urbe, que cada vez era más impresionante. La encomienda de los caballeros del Santo Sepulcro, orden que el Papa controlaba muy de cerca, estaba ya completamente acabada, con su grandioso templo, sus lujosas estancias, su rico claustro y su gran sala capitular, y se había reconstruido por completo la iglesia de Saint Agricole, de modo que había cobrado proporciones basilicales. Por doquier había obras y casas nuevas, que eran más grandes que las anteriores, por ese deseo humano tan frecuente de impresionar, y el suelo estaba carísimo porque cada vez había menos espacio dentro de la ciudad, y algunas de las nuevas villas, muy suntuosas y dotadas de hermosos jardines de tipo italiano, se estaban edificando fuera de las murallas, que estaban siendo reforzadas y enriquecidas por el arquitecto papal Coucouron, con nuevas y fuertes torres que estaban cambiando completamente el perfil de la ciudad.

Se notaba mucho cómo, en los siete años que habían trascurrido desde la elección del papa, todos se habían asentado definitivamente en Aviñón y ya nadie hablaba de un regreso a Roma, donde las luchas de facciones seguían ensangrentando la antigua capital imperial. De hecho, la nueva curia era en su mayor parte francesa, ya que de los 16 cardenales que se habían nombrado, 12 eran de esta nacionalidad y sólo cuatro italianos. Y la nueva nobleza que sustituía al viejo patriciado romano había surgido en torno a la larga familia del Papa, que estaba presente en todos los niveles de la administración de la Iglesia. De sus sobrinos, aparte del canciller de la Iglesia y el arzobispo de la ciudad, que eran los más inteligentes y afectos al Papa destacaba el cardenal Raimundo de Le Roux, hombre muy versado en la antigüedad romana y que conocía bien la astrología, ciencia que entusiasmaba a Juan XXII, que le encargaba de mirar los astros en ocasiones importantes. También estaba como administrador de la casa del Papa su sobrino Pedro de Vichy, un hombre alto, meticuloso y buen administrador que llevaba las cuentas del palacio con mano firme, procurando que los gastos no se descontrolaran. En cargos relevantes y bien dotados, incluyendo abadías y curatos, había un nutrido grupo de parientes del Papa, como Felipe de Le Roux o el supuesto hijo de Juan XXII, Bertrand Du Pouget, legado del Papa en Italia, que, con su rostro enormemente parecido al del pontífice, recordaba a todos que el Papa antes fue un gran pecador, pero, al fin y al cabo, ¿quién no lo era? Y como el poder ayuda mucho a que se olviden los pecados del que lo detenta, tanto más cuanto más importante sea éste, incluso el rey de Francia, Felipe V, ahora un triste leproso, así como Carlos II de Nápoles, habían tenido a bien ennoblecer a los parientes del supremo pontífice, que moraban en sus respectivos reinos, de modo que el linaje de Jacobo Duèze se había ensalzado y elevado al rango de la alta nobleza y estaba aprovechando para enlazar con las mejores familias, sobre todo en el reino de Francia. Y toda esta vasta familia que tenía una parcela muy grande de poder era gobernada y dirigida por el Papa como si fuera una más de las instituciones de la Iglesia a su cargo.

De Libreville observaba, como siempre, el movimiento en torno a la figura de su protector Juan XXII, que era frenético, con el canciller, los secretarios, el colegio cardenalicio, las comisiones, los mensajeros siempre entrando y saliendo al ritmo que el Papa les marcaba. El palacio era protegido por una guardia que dirigía un mariscal y que tenía cuatro capitanes, 60 sargentos y 1000 soldados fijos. Y en medio de todo ese zafarrancho cada vez más complejo, De Libreville, con su serenidad y su silencio, seguía gozando del mismo favor de siempre con el Papa, que encontraba muy agradable la compañía de este caballero de tan pocas palabras, que compensaba el exceso de verborrea de tantos como pretendían sacar algo del santo padre; por eso, seguía estando en el círculo más íntimo del Papa, donde sólo había miembros de su familia más cercana.

A diferencia de otros, que se habían ensoberbecido con sus nuevos cargos o dignidades, Pedro de Libreville se había vuelto, desde su nombramiento, más silencioso que antes, y sólo se mostraba en público cuando el Papa le requería para almorzar o para algún evento concreto, como las festividades mayores de la Iglesia o las celebraciones privadas del pontífice o del gordo y amable canciller Gauzelin Duèze o el cardenal Da Via, con quienes tenía una relación más cercana por ser los únicos que conocían el trabajo que él desempeñaba. Le gustaba ser muy discreto y pasar desapercibido por los pasillos de palacio, casi como si fuera una sombra. Para ello vestía siempre con colores neutros, con largas capas con capucha que le protegían del frío y que le permitían al calársela hacerse casi invisible, como si fuera uno más de los monjes orantes que recorren la ciudad.

Ésa era una costumbre que había adoptado desde que había aceptado el nombramiento de guardián de los libros secretos. Su fama de huraño había crecido, pero a él no le importaba; incluso la cultivaba, porque así le dejaban en paz y no le hacían preguntas que no iba a poder responder.

Cuando De Libreville metía cada mañana la llave de hierro en la cerradura que daba paso a su reducto, el mundo privado donde se guardaban los libros prohibidos, para él era como si entrara en el templo más venerado de la Tierra. La torre, tal y como había ordenado que se construyera el Papa, estaba sólidamente construido, en piedra de sillería; era cuadrada, de seis por seis metros, tenía tres alturas, lo justo para no sobrepasar la altura del resto de la edificación, y estaba dentro de un pequeño patio cerrado sin ventanas que la miraran, exenta, salvo por el pequeño pasillo que la conectaba con el palacio papal. Al otro lado de la puerta, tras el pasillo cubierto que continuaba abriéndose paso en el grueso muro de la torre —del que era la única posible entrada— había un pequeño vestíbulo que era un repartidor. Había dos puertas, que daban a la sala de lectura y al despacho del guardián, y de allí partía una escalera de caracol que subía a las dos plantas superiores, embutida en una de las esquinas de la torre, con pequeñas aberturas que daban luz y ventilación a su reducido espacio.

Las dos plantas eran sendos depósitos de libros. La primera era una gran sala abierta y espaciosa, cuyas paredes estaban cubiertas de estantes de piedra horizontales separados por gruesas baldas verticales de piedra, que formaban cuadrados de cincuenta centímetros de lado, como cubículos, donde sólo cabía un máximo de diez o doce libros por balda y que nunca estaban demasiado apretados. Además, estaban colocados sobre terciopelos, para evitar que la piedra los rozara. También había cuatro grandes atriles de madera chapada de plata, que eran un hermoso adorno, donde estaban colocados cuatro libros que, si no hubieran estado allí hubieran parecido cantorales normales, por su gran tamaño, pero que eran los libros de liturgia de una vieja secta extinguida siglos atrás.

A modo de ventanas había cuatro pequeñas aberturas ojivales a unos tres metros de altura. Eran de poco más de un palmo, una en cada cara de la pared, por donde no podía pasar una persona. Sus vidrieras emplomadas con dibujos de estrellas de siete puntas de colores dejaban pasar una luz suave y tamizada a la hermosa cámara que sostenía una columna central muy sólida, a modo de gran tronco de palmera, cuyas ramas eran los arranques de las ricas nerviaciones de las cuatro bóvedas góticas que sostenían artísticamente el piso superior. Éste, que no tenía ninguna abertura hacia arriba, estaba dividido en dos salas. La primera, que ocupaba la mitad del espacio, tenía estantes como los de la sala del piso primero, que guardaban libros, hasta diez en cada balda, y dos ventanas, como las del piso primero. La última, a la que se accedía por una puerta de hierro que tenía un resorte secreto para abrirla, que le había enseñado Alberto de Burgos el primer día, era donde se guardaban los libros más valiosos y peligrosos, en cubículos individuales, algunos en sus envoltorios originales, que eran muy hermosos, como guardarrollos de plata y oro con piedras preciosas y ricos labrados o cofres de materiales preciosos, como oro, plata, marfil o bronce, con esmaltes o maderas incrustadas, que habían asombrado a Pedro de Libreville por su riqueza la primera vez que los contempló, pero cuyo contenido era todavía más valioso y terrible. La misma habitación tenía una atmósfera opresiva que Pedro encontraba incómoda.

La planta baja, que era donde el guardián pasaba más tiempo, contenía un pequeño despacho para el guardián, que tenía un ventanuco largo y estrecho, a modo de saetera, por donde entraba, suficiente y clara, la luz del día. Su mobiliario era escaso. Tenía unos estantes de madera adosados a la pared donde estaban depositados los libros escritos por los anteriores guardianes, en número que rondaba la veintena, y algunos papeles con notas sobre los libros guardados o sobre posibles adquisiciones. La mesa de trabajo era sólida y grande, de roble bien tallado, y la acompañaba un sitial de hermosa factura, así como un arca, que contenía mantas, y una cama se escondía a un lado de la cámara, tras un pequeño biombo de madera con un rico cordobán de cuero labrado, de cuatro hojas, que la tapaba, por si en algún momento tenía que quedarse a dormir allí o deseaba descansar. En la pared, frente a la mesa, había un tapiz de hermosa factura, de vivos colores, que recogía una amable escena de campo, con una dama sentada en un prado de rica vegetación, rodeada de animales del bosque. Había sido un regalo que le hizo el papa Juan XXII y él lo quiso colgar en el austero lugar de su trabajo para darle un toque de alegría y de vida. Le recordaba, aunque éste era algo más tosco de factura, a los de Cluny, que estaban inspirados en los que había tejido con sus propias manos la reina de Inglaterra, Leonor de Aquitania, madre de Ricardo Corazón de León, durante los largos años que su esposo la mantuvo prisionera en un castillo y que habían revolucionado ese arte.

La otra gran sala que tenía la torre en la planta baja era la de lectura. El nuevo guardián gustaba de pasar muchas horas en la confortable y silenciosa sala de lectura, la sala estrellada, que era como llamaba al lugar, por su hermosa bóveda pintada de estrellas de oro sobre un cielo azul de Francia. Prefería leer con la luz del día que entraba por las ventanas que eran como las del despacho, de tipo saetera, que hacerlo a la vacilante luz del gran candelabro que había en el centro de la estancia, frente a la pequeña mesa de lectura y trabajo, aunque la realidad era que Pedro tenía verdadero pánico de que se produjera un incendio por casualidad o por negligencia suya en el depósito de los libros secretos. Pero esta posibilidad, en verdad, era muy remota, porque las paredes del recinto eran de piedra e, incluso, si por un azar se hubiera incendiado una balda, era evidente que el fuego tendría dificultades en saltar a otra, porque la piedra misma lo evitaría y aislaría del resto. De Libreville sabía esto, pero no podía evitar sentir el peso de su reciente responsabilidad sobre el tesoro que guardaba, que para él era mayor que el de los ornamentos sagrados de la Iglesia, y le parecía que toda precaución era poca y estaba pensando incluso en poner cristales que protegieran los estantes donde se guardaban lo libros más frágiles y pensaba hacer copias de los que estuvieran próximos a la desintegración. Así entendía él que era su labor, innovando respecto a los anteriores que se habían limitado a guardar y a recopilar, sin restaurar ni copiar nada.

Salvo cuando el antiguo guardián estaba con De Libreville, éste pasaba muchas horas solo en la torre, examinado las obras y los registros de trabajo de los anteriores guardianes, lo cual le encantaba. Le gustaba esa parte de sus funciones, que le permitía estar en completa soledad, donde entregaba su espíritu al conocimiento y la conservación de unos textos que estaban fuera del alcance del resto de los hombres, incluidos los reyes de la Tierra. Sólo el Papa compartía el privilegio de poder leer sus contenidos, pero los textos prohibidos o secretos no le interesaban demasiado, salvo un tratado de astrología egipcia muy complicado y difícil de interpretar, y por eso aquella torre cuadrada y austera era su solitario feudo.

Muy pronto se había dado cuenta de lo bien que funcionaba el sistema de información de los Papas. En cada corte importante de Europa había personas que trabajaban en cuerpo y alma para la Iglesia y su pontífice. Unos lo hacían de modo abierto, ante el mundo como legados, y otros, mucho más eficaces, de modo encubierto. Pero unos y otros tenían el encargo de estar siempre ojo avizor no sólo sobre las intrigas de las cortes, para estar al tanto de cualquier asunto que no entrara dentro de la política pero que pudiera ser de interés para la Iglesia. Así, por ejemplo, el descubrimiento de alguna tumba antigua, el desenterramiento de ruinas de otro tiempo, en casos de obras en ciudades, castillos y palacios, y, desde luego, debían informar del hallazgo de todos los textos raros que aparecieran, en manos privadas o en el mercado.

Desde hacía tiempo, los papas utilizaban también a sus prestamistas, los lombardos, como vehículo de recogida de valiosos volúmenes y era así como se habían hecho con más de la mitad de los fondos del depósito secreto. Pero, a veces, había que utilizar la fuerza para hacerse con algunos textos peligrosos. Así había sido con un texto de caracteres rúnicos que el viejo guardián había traído, como su último trofeo, de las tierras del Rin, tras pasar graves peligros.

Sólo la ayuda de los caballeros teutónicos, ante la petición del Papa consiguió que el hereje margrave que lo poseía lo entregara, no sin antes luchar hasta ser severamente derrotado.

Pero lo que era una constante —comprendió enseguida el nuevo guardián— era que, muy raras veces, el poseedor de uno de esos libros o documentos intentaba destruirlo antes de entregarlo. A veces, eso sí, los escondían de modo que eran difíciles de encontrar. Ni siquiera pasaba con los libros de hechicería, como uno que había conseguido el anterior guardián en el Tirol y cuya posesión supuso la hoguera para una baronesa que gustaba de jugar con los poderes de la oscuridad. La realidad probada era que los libros antiguos provocaban respeto y, cuanto más importante y más antiguo fuera el libro, mayor era la reverencia con que eran tratados por sus propietarios o depositarios.

Una vez acostumbrado a su nuevo cargo, vio que había un fluido constante de información indirecta que iba hacia él. Los listados de obras que enviaban a Aviñón los espías de las cortes de los reyes y príncipes eran cribados por una terna de eruditos dedicados enteramente a eso, que eliminaban de la lista todos aquellos que eran meras rarezas bibliográficas, dejándolos prácticamente en nada, porque en realidad había muy pocos libros que se pudieran considerar peligrosos de verdad o dignos de ser perseguidos por la Iglesia. Sólo cuando pasaban esta criba, los listados iban al canciller de la Iglesia, que los examinaba con el Papa y el cardenal arzobispo de la ciudad, y, si consideraban que había alguno de posible interés para el depósito secreto, entonces llamaban al guardián, que tenía voz y voto para decidir si se consideraba adecuado hacerse con él y el método más adecuado para hacerlo. Si le eran menester, el guardián sabía que podía contar con tres ayudantes fijos para cualquier misión, incluidos lances peligrosos, y eso le tranquilizaba.

Sus «buscadores de tesoros», como daban en llamarse a sí mismos, eran tres caballeros papales que habían jurado obediencia al guardián y que estaban permanentemente disponibles para acompañarle y cuidar de él en cualquier misión que tuviera lugar fuera de los muros protectores de Aviñón. El que llevaba más tiempo al servicio del Papa tenía alrededor de treinta años y era un caballero francés llamado Marc d’Auverne. De estatura media, complexión atlética y espaldas muy anchas, tenía rostro vivaz y simpático, con una nariz y una boca finas y unos ojos pardos inteligentes que se movían inquietos en su rostro de militar. Nacido en París, se sentía orgulloso de ello y era de lengua rápida y mordaz con quien se atrevía a batirse con él en duelo dialéctico.

El segundo, que debía andar por los veintiocho años, era un inglés que se llamaba sir Arthur de Limmerick. Cuando se lo presentación, De Libreville lo asoció inmediatamente con uno de esos caballeros que se pueden ver retratados por los artistas del emplomado, en las vidrieras de las catedrales, por su alta estatura, sus cabellos rubios ensortijados, sus ojos azules y su rostro hermoso y regular. Al parecer, se había exiliado de Inglaterra ante el acoso del rey Eduardo II, que, prendado de su belleza masculina, había intentado hacerle sin éxito su amante. En la corte de Aviñón había encontrado refugio y un trabajo que placía a su espíritu sensible y caballeroso.

El más joven era un español llamado Alfonso de Haro, natural de Burgos, que tenía veinticinco años y pertenecía a una noble casa castellana. Era pequeño de estatura pero muy ancho de espaldas y con unos brazos y piernas que parecían columnas. Debía de ser muy mal enemigo en un combate, por lo que se decía de él, y llevaba sólo cuatro años al servicio del Papa. Según le contó el antiguo guardián, el joven español había acudido a Aviñón acompañando a su hermano, que llevaba un mensaje del rey de Castilla y se había quedado en la ciudad al prendarse de una hermosa dama, con la que había acabado casándose, que resultó ser una de tantas sobrinas lejanas del Papa; y eso había llevado al ofrecimiento de este trabajo, que aceptó sin dudarlo un instante y donde el riesgo a veces acompañaba a los viajes.

De Libreville se sintió cómodo desde el principio con los tres. Eran hombres de una educación similar a la suya, inteligentes, disciplinados y dispuestos a servir al guardián de los libros secretos. En las largas conversaciones que tuvo con el antiguo guardián, Alberto de Burgos había contado a Pedro de Libreville lo más destacado de sus años de trabajo y como, cada uno de ellos, había sido de gran utilidad en la búsqueda de algunos de los libros que ahora estaban a buen recaudo en la torre.

Casi le parecía mentira cuando lo pensaba, pero habían pasado ya dos años desde su nombramiento y, al ver los libros secretos, seguía sintiendo lo mismo que la primera vez que entró en la torre. Vivir en aquel mundo escondido y recóndito, de papiros antiguos, pergaminos de más de mil años y obras tan fascinantes como aterradoras, seguía provocándole una mezcla de placer y de prevención. Aquello era como una cueva guardada silenciosa y tranquila en medio del maremagno de movimiento que era la residencia papal, y para él, entrar en el reducto de su trabajo era un acto verdaderamente gozoso para él, porque cada vez le molestaba más el ajetreo del mundo exterior, acostumbrado al callado pasar de las horas en su mundo privado, donde sólo tenía la ocasional compañía de Alberto de Burgos, cuando necesitaba alguna ayuda, aunque cada vez las visitas del anciano eran menos frecuentes.

El viejo guardián había estado con él durante todo el primer año y De Libreville seguía consultándole siempre, cuando tenía alguna duda. Se había forjado entre ellos una sólida amistad, que arrancaba del hecho que Alberto de Burgos había encontrado en su sucesor en el cargo un discípulo ávido de saber. Él, que en el fondo era un maestro frustrado, descubrió el placer de enseñar a alguien que bebía de su saber como si tuviera una sed inagotable de conocimientos. Y sus enseñanzas habían ido un poco más lejos, porque incluso le había enseñado castellano, su lengua materna, que tenía cierto parecido con el francés porque, como éste, venía del tronco común del latín, y el anciano se vio sorprendido por la facilidad de De Libreville, que rápidamente consiguió hacerse con el idioma y lo pronunciaba bastante correctamente.

La verdad es que el nuevo guardián deseaba aprender todo lo que el viejo monje pudiera enseñarle y mucho más. Pronto se dio cuenta de que tenía ambiciones intelectuales propias, cuando comprendió que no descansaría hasta conseguir un maestro que le enseñara el griego para poder leer algunos de los viejos manuscritos que se guardaban y que no sabían qué contenían. Pasó muchas horas y muchos meses aprendiendo de un viejo monje griego que además era capaz de interpretar con acierto los giros antiguos del idioma de sus antepasados, y, cuando por fin se consideró preparado, se puso a leer con fruición los textos de los filósofos Aristóteles y Platón, algunas de cuyas obras teóricamente perdidas para el mundo se cobijaban en el depósito de los libros secretos, así como las de Anaximandro y Anaxímenes, los textos de numerología de los pitagóricos, y su interpretación matemática del Universo, claramente herética, y muchos otros más que provenían de bibliotecas del pasado imperial romano que habían sobrevivido a la terrible destrucción de los bárbaros y en las que se habían conservado copias únicas o incluso manuscritos originales de algunos de los más importantes pensadores de la humanidad, que la Iglesia había ido secuestrando después, discretamente, a lo largo de los siglos. Entre los libros griegos, el que más le llamó la atención fue un pequeño volumen llamado Del movimiento celeste, de un tal Lisipo de Tebas, totalmente desconocido para el mundo exterior y cuyo pensamiento inteligente, vivaz y profundamente inquisitivo le llevó a plantearse muchas dudas sobre cuestiones que siempre había considerado evidentes. Eso era probablemente a lo que se había referido el Papa cuando le dijo que la lectura de estos libros podía ser peligrosa para su alma; los libros guardado estaban tan bellamente escritos y tan bien argumentados que le hacían pensar como nunca antes lo había hecho, y eso le iba alejando cada vez más de la gente, casi sin darse cuenta, porque su pensamiento iba afinándose y elevándose.

Pero Pedro sabía muy bien que su cargo tenía una función que no debía descuidar. Era evidente que tenía que esforzarse para añadir nuevos manuscritos a los que había en la torre. El primero que consiguió fue relativamente fácil. Sólo le costó dinero para los informadores y un escaso trabajo de localización, ya que los espías de la Iglesia habían trabajado bien. Se trataba de un viejo libro que recogía algunas de las enseñanzas de los antiguos celtas y que estaba en poder de una anciana que tenía fama de sanadora y de vidente, que no se resistió cuando el caballero Marc d’Auverne fue hasta su morada, perdida en medio de un profundo bosque de Bretaña. Como luego le dijo Auverne, le pareció como si le estuviera esperando. Sin pronunciar una palabra, le miró con unos ojos profundos y poderosos que le helaron la sangre y, sin pronunciar una sola palabra ni dejar que él hablara, le ofreció con un gesto el pesado libro con tapas de madera tallada con extraños signos. Luego, según le contó Auverne al guardián, la anciana le dio la espalda, sin ningún temor, como si no existiera. Era evidente que no tenía nada que decirle. El guía que les acompañó, le dijo luego que la vieja debía haber tenido una visión anunciándole su llegada y propósito y debió de sentir que era el tiempo de que el libro pasara a otras manos y lo cedió como si hubiera sido algo sin ningún valor, porque desde luego no hubiera sido fácil encontrarla si se hubiera escondido en la espesura del bosque o en alguna cueva secreta, de las muchas que, según parece, había en aquel umbrío lugar.

El segundo que consiguió fue un viejo volumen de hechicería, adquirido de un lombardo en la misma ciudad de Aviñón. El mercader no supo o no quiso decirle la procedencia, pero se veía en sus tapas de pergamino manoseado que había sido muy leído y usado, y cuando el guardián lo examinó se dio cuenta de que era uno de esos libros negros, de los que el depósito secreto guardaba unos veinte, que contenía rituales muy variados, incluyendo algunos para la invocación de demonios.

* * *

Pero la calma en que vivía el guardián se iba a ver de repente alterada cuando menos lo esperaba. Un día como tantos en que coincidía en un almuerzo del Papa con el cardenal arzobispo de Aviñón Arnaldo da Via, éste mencionó durante la comida, de pasada, un asunto que lo cambiaría todo. Se trataba de la historia de la hermosa condesa de Monclerc, sobrina nieta de su amigo de la juventud, el abad de Loc Dieu, que había muerto durante una estancia en su abadía y a la que el pueblo quería hacer santa. Y aunque parecía un asunto bastante banal y que no tenía nada que ver con el depósito, De Libreville sintió que su percepción —ese extraño don que tenía desde niño— se disparaba y le ponía en tensión. No comprendía la razón de ello, pero puso mucha atención en las palabras del cardenal, porque siempre que le había pasado algo similar anteriormente, había sido por una razón importante y sentía que aquella historia, que había surgido como una banal conversación para entretener al Papa, encerraba algo más de lo que parecía.

—¿Y cómo murió la condesa? —se oyó a sí mismo preguntar con voz de urgencia.

—Pues, en realidad, no te lo puedo decir, Pedro. Ahora que lo pienso, el viejo Hugo de Monclerc no me dijo nada al respecto de cómo murió, sólo mencionó el hecho de que ésta se había producido —dijo el cardenal con el mismo tono ligero, asombrado de que un asunto como ése interesara al severo y callado guardián. Pero el Papa, que sabía que De Libreville nunca intervenía en una conversación si no era por una razón de peso, porque cada vez que hablaba lo hacía por una razón, le miró con ojos inquisitivos, que eran en sí una pregunta.

—Me ha parecido, santidad, que esta historia encierra un misterio.

—¿En qué sentido, De Libreville?

No puedo decíroslo pero creo que sería conveniente que su eminencia el cardenal Da Via, vuestro sobrino, escribiera al abad pidiéndole más detalles y deberíamos pedir a nuestra gente en el Rouergue occidental y en el Aveyron qué saben al respecto. Quizá la historia que parece tan inocente esconda algo más. Al menos eso me dice mi percepción.

—¡Qué interesante! —dijo el cardenal, sin percibir la profunda seriedad con la que había hablado el guardián—. ¿Esconderá la historia un asesinato? Le voy a escribir hoy mismo al abad y os mantendré informados de su respuesta.

El Papa se había quedado pensando en las palabras de De Libreville y casi no había oído a su sobrino.

—¿Crees que el asunto es importante de verdad, De Libreville? —dijo Juan XXII.

—Pienso que sí. No sé por qué, santidad, pero percibo que en este asunto hay mucho más de lo que parece y, conforme hablamos de ello, mi sensación no hace sino crecer.

Da Via miró entonces a De Libreville y al Papa, dándose por fin cuenta de que el asunto les preocupaba a ambos.

—No entiendo qué puedes ver en esa historia. Mi amigo no me ha hablado de ningún libro, Pedro. Sólo de la belleza sin par de la muerta y de que sigue incorrupta allí, en la abadía. ¿No te estarás equivocando?

—No puedo deciros más que lo que percibo, eminencia. Yo tengo un extraño don, como sabe bien su santidad, que me hace saber cosas, algunas veces, sin razón aparente. Y ésta es una de esas ocasiones.

—Te lo puedo corroborar, sobrino. Ese don suyo le hizo percibir que yo me iba a caer de la muralla el día que nos conocimos y por eso se puso en el lugar adecuado, para impedirlo. Y luego, he visto cómo funcionaba, en otras ocasiones, como cuando el cónclave que me eligió. Es un don que Dios ha dado a De Libreville y te aseguro que es mejor hacerle caso.

—Pues no se hable más. Me pongo inmediatamente manos a la obra. La abadía es cisterciense. Podéis pedirle a su superior por un camino más oficial que nos diga cuanto sepa del caso.

—No creo que eso nos sirva de nada —dijo Pedro de Libreville—. Mejor será poner en marcha a nuestros informadores de allí. Ya veremos lo que nos cuentan y, si os parece bien, en base a ello podremos saber a qué atenernos y comprobar si hay algo más de lo que parece o si mi percepción se ha equivocado por una vez. Pero, a pesar de estas palabras modestas, el guardián sabía perfectamente mientras hablaba que allí había algo importante oculto y le entró una inquietud interior que ya no le iba a abandonar hasta que lograra aclarar ese misterio.

—¿Dónde está Loc Dieu? Me suena pero no lo recuerdo ahora —dijo el Papa.

Está un poco encima de Toulouse, en el Rouergue occidental, muy cerca del pueblo de Villafranca, y es una de las abadías más ricas del Cister en el Midi pirenaico.

—¿A quién tenemos allí? —dijo el Papa.

—No puedo responderos así de pronto, santidad —dijo el cardenal—. Habrá que hablar con Gauzelin, que controla nuestra red de informadores, pero tengo la sensación de que no tenemos a nadie relevante por allí. No es un lugar donde haya pasado nunca nada.

—Pues habla con tu primo Gauzelin y entérate, sobrino. Y sé diligente, como buen hijo de la Iglesia. Ya sabes, mejor hoy que mañana.

—Iré ahora mismo, si queréis, a ver a mi primo.

—Me parece buena idea. Que partan rápido los correos. Quiero información rápida de todo lo que haya acontecido por la abadía en los últimos tiempos. Y también información sobre la familia de la condesa.

—Esa os la puedo dar yo, santidad. Su tío el abad, que era mi amigo, a pesar de ser bastante mayor que yo, fue cruzado con san Luis, y dejó el mundo como tantos de los caballeros de aquella empresa fracasada, para meterse en el Cister, y parece que, con los años, le hicieron abad de Loc Dieu. Su padre era Felipe, conde de Monclerc, un gran caballero con poderoso feudo, con buenas y ricas tierras no demasiado lejos de la frontera del ducado de Aquitania, y su tío Gerardo de Monclerc fue un afamado caballero templario.

Las palabras de Da Via dispararon de nuevo la alerta en el espíritu de De Libreville.

—¿Decís que era templario, eminencia?

—Sí, Pedro. Pero no consiguieron capturarle. Por lo que sé, huyó de París antes de la orden de detención.

Y entonces, De Libreville tuvo un flashback de su pasado que fue como un fogonazo y recordó cómo, en uno de aquellos últimos días como caballero en el Temple, en 1307, había visto al maestre Jacobo de Molay hablando con un caballero alto, de barba enjuta y buen porte. Era Gerardo de Monclerc. Se lo había presentado, y al mirarle, había sentido algo extraño que no había podido definir, como si fueran a compartir algo, pero no sabía de qué se trataba. La incómoda sensación le había durado bastante tiempo y ahora la recordaba con la misma intensidad de entonces. Pocos días después de aquel encuentro, De Libreville se había ido de París. Al poco se había producido la detención de los templarios y ya no había vuelto a verle ni había oído de él, durante los últimos catorce años, de modo que lo había olvidado por completo, hasta ese instante.

El Papa le había mirado un instante con intensidad. Juan XXII había notado que el guardián conocía al caballero, pero no dijo nada. No podía hacerlo sin desvelar el secreto, porque nadie, ni siquiera sus sobrinos, sabían que De Libreville había sido antaño caballero templario. Era algo que sólo sabía el Papa y era mejor que todos siguieran ignorándolo.

Juan XXII siguió preguntando a su sobrino, para que Da Viano concentrara su atención en De Libreville, que estaba absorto en sus recuerdos.

—¿Y cómo es que la joven condesa acabó muriendo en la abadía? Eso no parece tener sentido.

—Tenéis razón, santidad —dijo el inteligente cardenal, comprendiendo que había una importante laguna en el relato que le había hecho su amigo. No era lógica ni natural la muerte de una joven doncella en una abadía de monjes, lejos de su casa—. Pero no os preocupéis, que muy pronto os daré cumplida respuesta a esa pregunta.

—Pues para que puedas hacerlo te doy mi venia para que vayas a reunirte con Gauzelin.

—Parto presto, santidad. Adiós, Pedro.

El guardián hizo el gesto de incorporarse e ir a besarle el anillo, pero el otro le excusó. Una vez puesto en marcha, Arnaldo da Via era un hombre muy activo y el asunto le había picado en su curiosidad.

El Papa se quedó a solas con De Libreville.

—Le conocías, ¿verdad?

—Sí. Le vi una vez, santidad.

—¿Y crees que este asunto de la condesa puede tener que ver con el Temple?

—Es posible, santidad. Es posible —dijo con un tono neutro que ocultaba su preocupación.

—Te recuerdo que la orden del Temple está disuelta desde 1314, por bula de mi antecesor, Clemente V, y tú estás liberado de toda obligación hacia sus antiguos miembros, tus antiguos hermanos. No tengo que recordarte tu juramento como guardián.

—No, santidad. No tenéis que hacerlo. Sé cuál es mi sitio y cuál es mi obligación.

—No sufras, pues. Acepta tus recuerdos con serenidad, como una prueba que te permitirá saber que el pasado está superado.

El guardián asintió e inclinó la cabeza. A él no le parecía todo tan fácil como al Papa. Su espíritu aún tenía viejas cicatrices que no habían acabado de sanar.