Extraños sucesos en Loc Dieu
La abadía de Nôtre Dame de Loc Dieu era rica, incluso podría decirse que muy rica. Había acabado siendo cisterciense por la culpable negligencia de sus fundadores de la orden benedictina. Nacida durante el inicio del siglo XII, sobre un ramal del camino de Santiago francés, cuando los benedictinos y los monjes del Cister se extendían por Francia, se erigía en un paraje dotado de una belleza sin par en las lindes de unos bosques antiguos de robles y especies de hoja caduca, cerca del pueblo de Villafranca de Rouerge, que era de los típicos construidos en bastida, es decir, con calles rectas que doblaban en ángulo y que morían en torno a una plaza central, donde se ejercía el comercio y se erigía la hermosa iglesia de Santiago, haciendo honor al patrón del camino que le daba su riqueza.
Apenas veinte años después de la fundación de la abadía, en 1159, cuando ya se habían levantado la mayoría de sus edificios, los monjes benedictinos tuvieron que pedir préstamos para poder continuar y levantar la capilla y, dado que no encontraron prestamistas privados, tuvieron que asociarse a la abadía de Bonneval para subsistir y Nôtre Dame de Loc Dieu pasó a ser en adelante de la orden del Cister. Desde entonces las cosas habían ido bien. Eso se veía en los buenos edificios, en torno a la importante capilla y el rico claustro. La elegancia de la construcción era evidente, con buenos sillares de cantería, altas y espirituales bóvedas que habían colocado expertos canteros para la eternidad, bajo la dirección de un maestro constructor de cierto renombre en su tiempo. Las celdas eran numerosas, amplias y alegres y permitían a los monjes vivir con bastante contento la no tan austera vida monástica. Incluso tenía una biblioteca de casi veinte ejemplares, importante y muy valiosa.
En los campos de los alrededores, que bordeaban los ricos bosques, había buenos rebaños de ovejas y, adosados a la abadía, había unos establos con vacas lecheras, cerdos y gallinas y unos ricos huertos bien cultivados, con todo tipo de hortalizas de temporada, de modo que podía decirse que en Loc Dieu nunca se pasaba hambre. El gran estanque que había frente a la abadía, que se había hecho para darle un aire nostálgico y meditativo, no cumplía su función porque era el ruidoso lugar de disfrute de un buen centenar de ocas que los monjes engordaban para luego comer en ocasiones especiales.
Para cualquiera que viniera de fuera, allí se vivía bien, bajo el báculo del viejo abad de Monclerc, que mantenía todo en perfecto orden, y eran muchos los aspirantes que querían entrar en la abadía pero su abad era muy selectivo a la hora de elegir a los hermanos monjes. No quería allí holgazanes ni personas de catadura moral dudosa, y eso había hecho de la abadía, a lo largo de los años, un lugar agradable y pacífico, hasta que aconteció el triste suceso de la muerte de la hermosa condesa de Monclerc, sobrina nieta del abad, siete años atrás, en trágicas circunstancias, cuando huía de los esbirros del rey Felipe IV, que iba a fallecer poco después de un ataque de apoplejía.
El abad, que era algo distante de naturaleza debido a su origen aristocrático que le hacía mantenerse erguido siempre, marcando, sin quererlo, una distancia que él consideraba necesaria entre los demás y su persona, sufrió en silencio su pena. Los monjes, que consideraban al abad una persona excelente, habían visto que en los últimos años se había vuelto triste de espíritu, porque ya nunca reía abiertamente. En la abadía de Nôtre Dame de Loc Dieu, muchos de los hermanos achacaban esa seriedad creciente a la muerte de la sobrina nieta del abad, y la verdad es que tenían razón en parte.
Nunca, en los largos años que llevaba como abad, que eran más de treinta y cinco, se le había visto con un ataque de rabia y de ira como el que le hizo encarar —con un rostro que metía verdadero miedo— a Maleflot, el sargento del Rey que había dado la orden de vigilar las salidas del monasterio. Con voz tonante, como si fuera un Moisés enrabietado con los elementos, recordando los tiempos en que, antes que abad, en su juventud, había sido capellán castrense, prohibió la entrada en la abadía al cabo que había ordenado disparar sobre su sobrina y a cualquiera de los hombres que la habían asesinado. El sargento real, comprendiendo que el anciano estaba hablando muy en serio y que, si continuaban allí, él y sus hombres se hallaban en peligro, tuvo a bien alejarse del lugar sin haber conseguido encontrar lo que buscaba, y furioso y ofuscado por la muerte de la guardiana del tesoro que ya no iba a ser capaz de encontrar. Los que vieron a Hugo de Monclerc en ese día aciago se santiguaron, pensando que había perdido el juicio o que lo había poseído un demonio, porque su furia desatada fue, cuanto menos, muy poco cristiana y totalmente inadecuada para un hombre de Dios que tenía encomendada a su cuidado una comunidad de monjes. Pero ese momento pasó; el fuego avasallador se hizo brasas y, después, todo pareció volver poco a poco a su cauce.
La historia de los sucesos de la abadía comenzó a ser parte de las que llenaban el lugar. Muy pronto, los más aventurados y atrevidos de los monjes, así como los habituales de la taberna del Caballo Blanco del cercano pueblo de Villafranca de Rouerge, dijeron que la saeta que había matado a la hermosísima joven también había partido el corazón del abad, porque cuando los hombres de armas se quitaron de delante, sus ojos no cesaron de verter lágrimas sentidas ante el bellísimo cadáver que estuvo en la capilla, donde la veló como si hubiera sido una verdadera hija, durante tres días. Lo que ellos no sabían es que el abad no sólo se dolía por su sobrina sino por la terrible responsabilidad de saber que en sus dominios había escondido un libro que codiciaba el mismo rey de Francia y que había costado la muerte no sólo de su sobrina nieta sino la de todo el resto de su familia.
Pero lo que parecía un mero episodio desgraciado de una serie de persecuciones reales que se había cebado en la familia del abad, acabó transformándose en un hecho que dio fama a la abadía en lugares muy lejanos. El primero de los hechos notorios que aconteció fue que la capilla ardiente de la joven condesa comenzó a oler a rosas de modo muy intenso durante el primer día después de su muerte, y el aroma siguió llenando la capilla y extendiéndose a los espacios exteriores durante los días siguientes, mientras la hermosa condesa Leonor de Monclerc seguía en su catafalco florido, sin dar señal alguna de descomposición, para admiración de los monjes y de los visitantes del monasterio que, ante la asombrosa belleza de la doncella muerta, reaccionaban rezando ante sus restos mortales como si la condesa fuera una más de las estatuas de los santos que había en el lugar.
De hecho, se hizo tan famosa en los alrededores que comenzaron a decir que la doncella fallecida era una santa, basándose en el aroma a flores y en su aparente incorruptibilidad. Para evitar a los fanáticos, el abad Hugo de Monclerc decidió enterrar a su sobrina en una pequeña y escondida cripta que había bajo la capilla, donde sólo los monjes podían entrar. Pero ya era tarde. El rumor de la santidad de Leonor de Monclerc se había extendido como la pólvora por los alrededores y cuando, al cabo de unos meses, comenzaron a atribuirle milagrosas curaciones, la capilla de la abadía comenzó a ser objeto de veneración por los lugareños, que iban a llevar ofrendas de flores y velas y exvotos a la condesa.
A duras penas toleraba el abad aquello que le parecía una denigrante superstición popular, además de un peligro para el libro que estaba escondido en algún lugar de Loc Dieu y que, por más que lo había buscado en los lugares más escondidos y privados de la abadía, no había conseguido encontrar. Para colmo de sus preocupaciones, el aroma a rosas seguía presente en el lugar desde que su sobrina Leonor entró en la capilla de cuerpo presente y no se quitaba por más que se hubiera ventilado. Así pues, dos años después, decidió abrir la tumba de su sobrina para comprobar su estado y acabar así con los rumores de su santidad. Para sorpresa suya y de los dos monjes que hicieron el trabajo de retirar la lápida, la condesa Leonor seguía estando como el día que la enterraron, con la misma expresión serena en su hermoso rostro, enmarcado por su magnífica cabellera trenzada de hilos de seda azul y de oro, incorrupta y con flexibilidad en los miembros, casi como si estuviera viva.
La noticia impresionó vivamente a toda la abadía, porque la dama seguía siendo de una belleza arrebatadora en su palidez alabastrina, tanto que su contemplación incitaba a la piedad y a la devoción. Para evitar que la tocaran, porque habían sorprendido a algunos atrevidos haciéndolo, intentando comprobar su flexibilidad y el tacto de su piel, el abad había ordenado poner un cristal delante de su nicho, en un lateral de la cripta, para que la joven pudiera descansar en paz, sin ser molestada. En aquel entonces, Hugo de Monclerc tomó la costumbre de bajar allí a verla, en el silencio de aquel espacio destinado a la muerte, donde cavilaba sobre dónde podía haber escondido su sobrina el precioso libro; se le pasaban las horas, sin darse cuenta, mientras contemplaba el hermoso rostro de la muerta.
El tiempo había pasado deprisa y el nuevo rey, Luis X, había fallecido también y le había sucedido, tras el efímero reinado de unos días de su hijo póstumo, su hermano el conde de Poitiers, con el nombre de Felipe V, en noviembre de 1316.
El nuevo Papa, Juan XXII, que también había sido elegido en agosto de ese mismo año, ya se había asentado también en el trono de san Pedro y se estaba mostrando un vicario de Cristo muy activo y eficiente. Tomando con mano firme las riendas de la Iglesia, había establecido un sistema recaudatorio excelente a base de multas a los pecadores a cambio de indulgencias, que había hecho que las vacías arcas de la Iglesia rebosaran a costa del arrepentimiento de los ricos pecadores, que lavaban con el oro entregado al tesoro papal sus deudas con el Cielo. Aprovechando la prosperidad creciente, Aviñón crecía como una nueva Roma, para admirar al mundo.
Tras la muerte del heredero del rey Felipe V, al que el pueblo llamaba «el largo» por su alta estatura y su aire desgarbado, poco después de la coronación del monarca, los rumores acerca de la maldición que afligía la casa de los Capetos se extendía por Francia. Tras aquel invierno, que fue especialmente frío y duro, con vientos del norte que hacían duro incluso el caminar, se produjo un fenómeno que iba a conmover los cimientos del reino francés cuando, como salida de la nada, se congregó una masa de mendigos, arrieros, labriegos, jóvenes del campo, gañanes y peones que, para preocupación del Rey, recorría las provincias, hablando de ir a conquistar Jerusalén; aunque la incipiente cruzada acabó en pillajes y desmanes, porque esta multitud, que iba engrosándose cada semana, acababa arrasando todo lo que encontraban a su paso. Los hombres del Rey les dieron batalla donde los encontraban, pero tenían la facilidad de dispersarse y luego volverse a juntar, como si obedecieran a una voz única, y cada vez había más.
Se decía en las aldeas y en las ciudades pequeñas que todo esto acontecía a Francia por haber destruido a los templarios, y lo que muchos de los franceses no sabían es que algunos de los preceptores de la orden que habían sobrevivido y escapado a la prisión estaban detrás de tales marchas y querían provocar el hambre y la rebelión general en el reino. Los llamados «pastorcillos» asolaron a su paso primero las regiones del norte del reino, Borgoña, Flandes, Normandía, el Poitou y Bretaña. Parecía que nada podía detenerlos, por más que el Rey enviara contra ellos cada vez más tropas y que el Papa ordenara que cesaran tales marchas, prohibiéndolas.
Al sur, más tranquilo, llegaban todas estas noticias, como la toma de París por las hordas de jóvenes desarrapados, mendigos, desertores, putas, herejes de toda índole y bandoleros que componían este devastador ejército que era como una plaga bíblica que invadió la ciudad, y se atrevieron a ir bajo los balcones de palacio pidiendo audiencia al mismo Rey, que procuró echarlos lo antes posible de su atemorizada capital. Entonces comenzaron a preocuparse en Loc Dieu, como en todas las abadías meridionales de Francia, cuando la horda de pastorcillos dejó la capital para dirigirse al sur. Primero asaltaron Orleáns y luego, en cuestión de semanas, fueron bajando hasta Aquitania y el Midi, pero, tras haber devastado Burdeos y Agen, asaltaron todos los parajes cercanos del Rouerge y el Aveyron; pero no se acercaron a la abadía de Loc Dieu que estaba indefensa, aunque pasaron cerca cuando viraron hacia el este para dirigirse a Aviñón, donde el asustado Papa, temiendo la devastación que podían provocar estas hordas de descontrolados en su ciudad, los amenazó con la excomunión si seguían avanzando hacia la nueva sede de la cabeza de la cristiandad.
Después de destrozar en toda la comarca del Languedoc, acabaron disolviéndose tras ser derrotados por el conde de Tolosa, cuyos señoríos habían asolado, en una terrible y cruel batalla en Aigües Mortes, donde perecieron decenas de millares de estos miserables, en los pantanos que dan nombre al lugar.
Y cuando esto acabó, el reino tuvo que recibir la noticia de que su buen rey Felipe V estaba enfermo de lepra. Definitivamente algo había de cierto en que la maldición de Molay estaba acabando con la casa de Francia, porque el Rey no tenía tampoco herederos varones. Sólo quedaba un hermano, Carlos, que era el último de los hijos de Felipe IV.
Pero, aunque el asunto fuera importante para el reino, tras el final de los «pastorcillos» todo el reino respiró tranquilo. El peligro parecía haber pasado y, en los alrededores, muchos atribuían a la mediación de la condesa Leonor el que Villafranca y la abadía no habían sufrido saqueo alguno por los pastorcillos, y, con la paz, habían llegado a Loc Dieu nuevos peregrinos que iban a visitarla con la esperanza de que el abad les dejara ver a la «santa condesa» y que se iban siempre del lugar con el deseo insatisfecho, porque éste veía mi regalo de Dios en la incorruptibilidad de su sobrina, aunque no creía en ninguno de los supuestos milagros acontecidos ni había sentido nada en su presencia —el que se pasaba tanto tiempo a su lado— que le hubiera convencido de su santidad. De hecho, ¿qué no hubiera dado él por una aparición de su sobrina diciéndole dónde había guardado el libro o una mera indicación…? Pero la realidad era que, al menos a él, su sobrina nieta no parecía tener nada que decirle y seguía, como siempre, en su hermosa quietud, impenetrable e impasible, como si se riera de los esfuerzos de su tío para averiguar el lugar donde ella había depositado el libro secreto.
Y como el caso de Leonor estaba siendo demasiado notorio y con el paso del tiempo parecía ir a más, el abad había acabado escribiendo al cardenal Arnaldo da Via, arzobispo de Aviñón, que aparte de ser sobrino del papa era un viejo amigo de la juventud. Con la confianza de un viejo camarada, le contó el caso de su sobrina Leonor de Monclerc sin mencionarle las razones que llevaron a su trágico fin por no considerarlas relevantes para el asunto. El cardenal había recibido la carta con la alegría que produce el tener nuevas de un viejo amigo al que hacía muchos años que tenía perdido, y había pasado el tema, que consideró poco relevante, la comisión que recibía noticias de milagros, como uno más de esos casos curiosos en los que la Iglesia no entraba a juzgar, salvo posteriores milagros o prodigios.
Pero el caso de la hermosa condesa incorrupta no iba a acabar perdido, como uno más en un montón de legajos de causas de posibles santos en Aviñón, sino que iba a llegar mucho más allá muy pronto y de un modo mucho menos pío. De hecho, por esos azares de la vida, pasados los peores momentos de los asaltos de los «pastorcillos», el sargento Maleflot, que había servido fielmente a tres reyes ya, incluyendo a Felipe V, fue licenciado, junto a muchos otros servidores públicos, para aligerar las cargas del exhausto tesoro de Francia. Éste estaba al límite, tras los terribles desastres y devastaciones de los pastorcillos que habían herido de gravedad el mismo tejido productivo del país, arrasando ciudades, pueblos y aldeas y llevando la miseria para generaciones a regiones enteras, antaño prósperas.
A Luis Maleflot le dio por instalarse en la cercana Villafranca de Rouerge, donde había encontrado una moza ya entrada en años que le miraba con ojos dulces en la posada y que le quitó muchos de los pesares que colgaban de su pellejo de viejo perro guardián que todos sacuden cuando están disgustados. Y aunque la mujer que le gustaba ni era joven ni demasiado bella ni tenía ninguna dote que ofrecer, en un momento de decisión y valor, el antiguo sargento del Rey la pidió en matrimonio y la mujer, que no tenía dónde caerse muerta, aceptó sin dudarlo, porque además el militar le atraía, a pesar de su rostro poco agraciado y su tosquedad.
Maleflot, que había reunido algunos sueldos en su vida al servicio de la corona, compró una casa con pequeño patio, y se transformó en un pilar de la comunidad cuando capturó a cuatro pastorcillos del ejército disperso que estaban atacando una granja donde sólo estaban un anciano y su nieto, demasiado joven, a los que ayudó a evitar un desastre a golpe de espada, hiriendo de muerte a dos de los fugitivos y permitiendo que capturaran a los otros dos.
La fama ganada en el lance —donde, en verdad, estuvo muy valiente— hizo que, al poco tiempo fuera escuchado con reverencia por muchos, dado que además era hombre viajado y con un barniz de mundo para los patanes y campesinos del lugar. Pero donde brillaba más Luis Maleflot era en la taberna, los días de fiesta y vísperas, ya que, cuando bebía un buen cuartillo de vino del país, gustaba de contar relatos de su vida militar, entre los que destacaba por su éxito de público el de la persecución de la condesa Leonor por la abadía y su triste muerte, que con los años ya le producía hasta pena. Y como era un buen narrador, que podía haberse dedicado a ello y haberse ganado la vida de ese modo, tanto o mejor que con las armas, acababa aderezando el relato de la muerte de la condesa de Monclerc con todo tipo de detalles, entre los que no faltaba el del famoso tesoro secreto que la condesa había escondido, que, en realidad, consideraba ya como algo de fábula, pero que en las mentes simples de unos provocaba admiración y estupor y en las más retorcidas y maliciosas, deseos de descubrirlo y poseerlo.
Parecía que todo se quedaba en cuentos de taberna, pero un día eso cambió, cuando, al abrir las puertas de la capilla, como cada día, los monjes descubrieron con sorpresa y malestar que alguien había entrado y revuelto todo, buscando algo que parecía no haber encontrado. Incluso habían bajado a la cripta y habían intentado quitar el grueso cristal que protegía a la condesa muerta, que se había rachado con el intento, pero que no había acabado de romperse. El abad, furioso por el ultraje, que sintió como una violación de suelo sagrado, y asustado por si se trataba de otros desertores del ejército de pastorcillos, ordenó que se vigilara en adelante de noche el lugar y lo que aconteció fue que, dos noches después, de nuevo penetraron en la abadía saltando el muro y, al ser sorprendidos los intrusos por el hermano Juan de Arles, que era un hombre corpulento, al intentar bloquearles, en su intento de escapar, le dieron un par de cuchilladas en mal lugar y le hicieron desangrarse sin remedio. Así acabaron con la vida del buen hermano, no sin que éste despertara antes a toda la abadía con sus gritos de alarma y de muerte y el abad ordenara el toque a rebato de la campana de la iglesia, que hizo saber a los granjeros más cercano, que algo malo había pasado en Loc Dieu. Temiendo un asalto de una banda de escapados de los ejércitos de pastorcillos, hubo varios granjeros que, acompañados de sus hijos y armados con palos y horcas o con alguna espada y cuchillo, se acercaron hasta la abadía para ver qué pasaba y, al oír la noticia del crimen se condolieron mucho porque hasta entonces la abadía de Loc Dieu había sido lugar seguro para todos y jamás había habido violencia dentro de sus muros, porque incluso la muerte de la santa condesa había sido fuera de la misma. Y se quedaron muy preocupados al ver que la santa señora no había hecho nada para impedir ni el asalto primero ni la muerte del monje, lo cual hizo que la fe de muchos en sus milagrosos dones, flaqueara.
El abad denunció los hechos ante la autoridad y los hombres del Rey consiguieron capturar a los delincuentes que habían intentado asaltar la capilla buscando el supuesto tesoro de la condesa Leonor y acabaron colgándolos de una cuerda en el patíbulo de Villafranca, para solaz de los vecinos, que no estaban acostumbrados a ver ejecuciones públicas. No obstante, dado el cariz que habían tomado las cosas, el viejo abad, sabiendo que había un libro muy valioso guardado en algún lugar de la abadía, decidió contratar de modo permanente una guardia de cuatro hombres, que, aunque era onerosa, le daba la tranquilidad de saber que de noche podían descansar tranquilos.
Las semanas siguientes pasaron sin que se sucedieran nuevas desgracias y la abadía de Loc Dieu estaba en aparente calma. De nuevo los monjes se levantaban con alegría, cantaban la misa alegremente en la gran capilla, cada mañana, llenos de devoción, y luego se dedicaban con gusto a las tareas que cada uno tenía encomendadas. Había feria en el pueblo de Villafranca, como cada año, en el mes de septiembre, lo cual hacía que la hospedería de los mojes se llenara de gente. Viajeros de otras partes de la región venían a la feria a intercambiar productos o a comprar algunos de los excelentes quesos que se producían en los alrededores y los ricos caldos de los viñedos de la Guyena, que encontraban buen mercado entre los mismos monjes, y entonces llegaron a la abadía pidiendo acomodo un grupo de peregrinos diferentes a los de siempre, porque venían a caballo, tenían cierto aire altanero, como de nobles encubiertos, y se interesaron por la historia de la condesa de un modo muy peculiar.
El abad, que fue informado de ello, acudió a la hospedería para ver quiénes eran aquellos viajeros y, cuando vio al jefe de los mismos, se quedó helado, porque reconoció al caballero templario Guillermo de Lins, íntimo amigo de su sobrino Gerardo de Monclerc, e intuyó que con él llegaban nuevos problemas.