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El nombramiento de De Libreville

1319

Pedro de Libreville solía aprovechar sus desplazamientos por los largos corredores del palacio de los papas para pensar. Era un hombre apuesto, de estatura superior a la media, de anchas espaldas y brazo fuerte, lo cual, junto a la mirada fuerte de sus ojos grises y su mentón cuadrado y regular, le daba un cierto aire militar. No obstante, en contra de su apariencia, era silencioso y reflexivo por naturaleza y le complacía observar a la gente. La razón de esta constante observación de los demás se debía probablemente a que, desde pequeño, Pedro había tenido el don —él lo llamaba percepción— de saber algunas cosas que iban a pasar sin que hubiera una razón aparente; pero siempre se lo había callado. Era circunspecto por naturaleza. Siendo el hijo segundo de una familia noble enlazada con la importante casa de Artois por una de sus abuelas, había sido educado para la iglesia por un sabio monje que le había enseñado a leer y escribir además de instruirlo en latín.

Ese día andaba con paso mesurado, como casi siempre, por los corredores del palacio papal, mientras se dirigía a los aposentos de Juan XXII, con quien tenía una audiencia privada. Su percepción le decía que el Papa le iba a hacer un ofrecimiento importante esa mañana pero no estaba nada agitado por ello. El ajetreo que siempre había en torno al pontífice parecía que le fuera ajeno, a pesar de que era uno de sus escasos hombres de confianza y que pertenecía a su círculo más íntimo.

Su proximidad al Papa se debía a una de esas aparentes casualidades que hacen la fortuna de algunos seres humanos y que le habían acercado a Jacobo Duèze, pues ése era el nombre del Papa, poco después de ser elegido obispo de Aviñón en 1310. Durante una inspección rutinaria de las murallas de la ciudad del obispo recién nombrado, De Libreville había impedido que se produjera un accidente al tener una de sus percepciones que le hicieron ponerse en el lugar adecuado, para evitar que el nuevo obispo cayera al vacío desde lo alto de un muro, cuando se venció un andamio en el que se apoyaba. Él le sostuvo, arriesgando al hacerlo su vida, pues ambos se tambalearon durante un instante, hasta que el caballero consiguió afirmar su pie y los dos quedaron fuera de peligro. Desde entonces, Duèze quiso que De Libreville estuviera siempre a su lado y le otorgó una amistad incondicional, lo cual le puso a salvo de algunos problemas, dada su difícil situación personal, ya que Pedro de Libreville era en realidad un caballero templario huido y, por tanto, un proscrito en el reino de Francia, aunque, gracias a la previsión de sus superiores, no figurara en las listas de procesados ni de buscados.

Su padrino en la orden había sido el mismo gran maestre del Temple Jacobo de Molay, gran amigo de su padre, Felipe de Libreville, que, comprendiendo el peligro que se cernía sobre la orden, del cual le habían avisado sus espías en el palacio y el consejo del rey Felipe IV de Francia, decidió —con buen criterio— que los nuevos caballeros que habían sido iniciados en 1307 permanecieran en el anonimato para el mundo exterior. Serían templarios secretos. Esto les salvó de ser perseguidos y les permitió perderse por diversos lugares del reino y de afuera del mismo en la dispersión que siguió. El maestre le recomendó en su última reunión en la fortaleza del Temple de París antes de su detención, que fuera a Aviñón, ciudad cosmopolita que pertenecía al rey de Nápoles y donde se había instalado el papa Clemente V. Allí, en esa ciudad de religiosos, comerciantes, peticionarios y mujeres de mal vivir, podría estar tranquilo porque nadie le iba a perseguir. Su nombre no figuraba en ningún registro del Temple, porque el propio maestre se había encargado de destruir todos los que se encontraban en París, ante el peligro inminente de su arresto. Tampoco le dio ninguna obligación concreta; sólo salvarse del arresto y seguir viviendo conforme a las reglas de la milicia del Temple: con honestidad, castidad y velando por el saber verdadero. Y después de darle su bendición, que recibió arrodillado, y de haberle entregado una bolsa bien cargada de monedas de oro para que cubriera sus gastos durante un tiempo, el Gran Maestre le dijo que otros hermanos contactarían con él cuando todo acabara. Luego, le ordenó partir hacia París y no regresar más a la fortaleza de la orden, despojado del manto blanco con la cruz roja y vestido como un simple noble seglar.

En Aviñón se había mezclado con la multitud y se había sentido bien allí. Había alquilado una casa agradable, con un pequeño patio, cerca de la catedral de Doms, en una callecita tranquila pero cerca del bullicio de las calles de los mercaderes. En esa ciudad, fortificada y amurallada por su nuevo señor temporal, reinaba el vicario de Cristo en la tierra. Las torres feudales, como la llamada Del rey Felipe IV, que éste había hecho erigir, y que junto a la fortaleza de Villeneuve, al otro lado del río, eran su modo de mostrar a los papas que su poder estaba ahí, vigilante, estaban rodeadas de iglesias, encomiendas de las órdenes, como la espléndida que estaban construyendo los caballeros del Santo Sepulcro, o las palaciegas villas cardenalicias. Desde la llegada del Papa, tanto dentro como fuera de la ciudad se estaban fundando nuevos monasterios y abadías, y algunos se habían traído de diversos lugares de Francia e Italia sus libros, que eran verdaderos tesoros que el caballero De Libreville consiguió leer gracias a su cortesía con los monjes bibliotecarios y los abades.

Pero, aparte de seguir formándose, el caballero De Libreville había de esperar en vano durante los siguientes años las noticias de los preceptores templarios. Sólo siguió un largo silencio, teñido de infaustas nuevas. Hasta su refugio de Aviñón llegaban las noticias de París, que cada vez olían más a fuego y a sangre. De Libreville fue a Vienne en 1311 con su protector, el obispo Duèze, para un concilio de la Iglesia. Allí conoció a muchos de los cardenales que habían de estar en el siguiente cónclave y al mismo papa Clemente V que había sido elegido en 1305 a instancias del rey de Francia y que había aceptado el traslado de la sede papal a Aviñón. Pero, sobre todo, consiguió que ya nadie se hiciera preguntas sobre él. Todos supieron por boca del mismo Duèze cómo le había salvado la vida y, desde entonces, se le asociaba con el obispo de Aviñón.

La ignominiosa muerte del gran maestre Jacobo de Molay y la prisión de muchos de los altos cargos de la orden en marzo de 1314, había sido para De Libreville un duro golpe que hubo de asumir en silencio y en el secreto de su alcoba, mostrando un rostro impasible hacia el mundo. Y descubrió que, como tantos otros caballeros templarios en el exilio, odiaba en lo profundo de su corazón al rey de Francia, al que tanto había admirado en su juventud por la grandeza de su trabajo en pro del reino, y le deseaba la peor de las muertes. En aquellos días estaba desesperado y no sabía qué hacer. Era un caballero templario y se sentía huérfano. Su orden había sido disuelta, sus hermanos estaban muertos, presos o en el exilio y su mentor había sido cruelmente ejecutado. De Libreville pensó que quizá debía huir lejos de Francia, hacia el reino de Aragón, del que sólo oía cosas buenas en la ciudad. Se decía que el rey Jaime II acogía bien a los caballeros templarios y les trataba con honor. Así, el joven De Libreville podría estar tranquilo, lejos de la influencia del rey de Francia.

Dado que su espíritu estaba muy confuso, había decidido jugárselo todo a una carta y, un día, en confesión, le abrió su corazón a su protector, Jacobo Duèze, al que el Papa acababa de nombrar cardenal de Porto, como deferencia por sus venerables setenta años. El nuevo purpurado escuchó al afligido De Libreville sin interrumpirle ni una vez y, tras darle la absolución de sus pecados, le dijo, mirándole fijamente a los ojos, que el hecho de haber sido caballero templario no era ningún baldón, a su entender. El cardenal Duèze era de los que pensaban, que el rey de Francia había acusado falsamente a los caballeros templarios para robarles sus riquezas, y despreciaba secretamente al papa Clemente V por haberle seguido el juego a Felipe IV, dejándole las manos libres para juzgar y condenar a otros hermanos en Cristo. Por eso, aseguró a Pedro de Libreville que seguía contando con toda su confianza y —él, que no era nada dado a las efusiones físicas—, incluso se permitió darle unos golpecitos de ánimo en el hombro, compasivamente, para después pedirle que se quedara con él para siempre, como su hombre de confianza. Desde entonces, ambos supieron que el lazo que había entre ellos no se iba a romper nunca.

De Libreville se sintió mucho mejor cuando, a la muerte del gran Maestre templario, el 18 de marzo de 1314, siguieron las de los tres hombres que habían sido maldecidos por él. Primero caería el papa Clemente V, en abril; luego, en mayo, el guardasellos del rey de Francia, Guillermo de Nogaret, y finalmente, en noviembre de 1314, fallecía Felipe IV, el Rey de Hierro, en Fontainebleau, a los cuarenta y seis años. La maldición de Jacobo de Molay se había cumplido y el espíritu de Pedro de Libreville había hallado la paz perdida y éste había recobrado el orgullo de ser caballero templario.

Y, mientras el caballero se sentía un hombre nuevo, el mundo veía que el equilibrio de poderes en que Francia había sido el reino más importante de Europa iba a comenzar a variar sustancialmente. No había que olvidar que, aunque en el trono de Castilla y León se sentaba Alfonso XI, un niño rey de dos años, su abuela doña María de Molina, la reina regente, iba a sofocar las rebeliones de los ricohombres de Castilla y mantener intacto el reino de su nieto. Se decían cosas extraordinarias de ella en Aviñón porque, aparte de una reina fuerte, era una dama de alta piedad, algo de lo que carecían los reinos de Occidente, salvo en la península Ibérica.

De hecho, en el trono de Aragón el rey Jaime II, tras más de veinte años de reinado, se mostraba como un hábil diplomático y creaba la orden de Montesa, con su patrimonio personal, donde se refugiarían muchos caballeros templarios franceses exiliados y algunos de los que lo fueron en su propio reino. Éstos, agradecidos, le servirían con devoción y le ayudarían a expandir su poder por el Mediterráneo, mientras, al otro lado del Canal de La Mancha, Eduardo II Plantagenet ultrajaba a su esposa, la reina Isabel de Francia, gobernando con su amante, Hugo Despenser, y el consentidor padre de éste, escandalizando a la conservadora Inglaterra con sus venalidades y sus costumbres como lo hacía Aviñón con la cristiandad.

De Libreville conocía bien la ciudad en la que vivía desde hacía años. Aviñón, como antes lo había sido Roma, era el centro del poder de la cristiandad y era considerada por muchos como una nueva Babilonia, donde todos los vicios tenían lugar. La riqueza se veía por doquier. El Papa había ordenado un embellecimiento completo de la ciudad, como en su tiempo hiciera Augusto con Roma. La ciudad debía mostrar al mundo que era el espléndido hogar de los papas y para eso Guillermo de Coucouron, como arquitecto jefe, estaba empleando todo su arte construyendo más y mejores murallas, nuevas iglesias, nuevas abadías, altos campanarios y orgullosas y aguerridas torres; todo, evidentemente, en honor de Cristo y de su vicario en la tierra.

El palacio de Juan XXII estaba siendo agrandado y embellecido en el hermoso estilo gótico triunfante en Europa y una cohorte de artistas, entre los que destacaban los maestros Pedro Gaudrac, Pedro de Puy y Pedro de Carmelère, habían sido llamados para dar a las paredes y techos el esplendor necesario. Y, a pesar de que en las calles se podía ver a multitud de sacerdotes y monjas caminando y a obispos, abades y cardenales en literas y con ricas escoltas, la ciudad también era un hervidero de vicio. Las meretrices, prostitutas y cortesanas hacían su agosto en la ciudad y se mostraban en todo su esplendor, paseando en litera por las calles de la ciudad cabeza de la cristiandad. Los rufianes de toda índole moraban en los arrabales y vivían de lo ajeno con holgura e incluso en alguna calleja oscura había tiendas dudosas, escondidas, regentadas por viejas arrugadas de ojos malignos, donde algún que otro cardenal recogía remedios para recuperar su virilidad perdida o venenos para eliminar a algún enemigo que molestara demasiado.

Eso era lo que se susurraba que había acontecido con el débil Luis X, sucesor del poderoso Felipe IV, que carecía de todo talento para reinar. En los dieciocho meses de su nefasto reinado, cerrado por el veneno en junio de 1316, había sentado las bases de la destrucción del gran edificio de poder creado por su padre al haber ordenado la muerte, la prisión o la destitución de la mayoría de los leales miembros del consejo de su padre. Éstos habían sido sustituidos por incapaces, liderados por su propio tío, Carlos de Valois. Aparte de atribuírsele la muerte en prisión de su primera esposa, Margarita de Borgoña, reina de Navarra, este penoso rey dejaba a Francia sin heredero varón, por primera vez en más de trescientos años, aunque su viuda, la reina Clemencia de Hungría estuviera embarazada.

Y fue entonces —apenas hacía tres años— cuando ascendió definitivamente la estrella del futuro Juan XXII y, con él, la de De Libreville. El caballero recordaba muy bien aquella truculenta elección forzada por un príncipe de Francia. Y es que más de dos años desde la muerte de Clemente V, y muerto también el nuevo rey de Francia Luis X, seguía sin que hubiera Papa. Al inicio de su reinado, los cardenales se habían dispersado, dejando Aviñón para evitar las presiones del rey de Francia y repartiéndose por diversos lugares. Incluso si hubieran conseguido reunirse, cosa que no habían deseado hacer, la elección hubiera sido difícil. Los cardenales italianos eran suficientes en número para bloquear una elección y además querían el regreso del papado a Roma, y los franceses no se ponían de acuerdo en quién deseaban elegir. Y mientras la Iglesia seguía sin cabeza para escándalo de la cristiandad y alegría de los herejes, a Felipe, conde de Poitiers, hermano de Luis X, se le ocurrió una estratagema para reunir a los cardenales, sabiendo que todos estaban en Lyon, aprovechando la muerte de su hermano, que le hacía, de facto, regente de Francia, mientras no se supiera el sexo del hijo que llevaba en su vientre la reina Clemencia de Hungría.

Tras varios encuentros, el conde de Poitiers había entablado gran amistad con el cardenal Duèze, a quien consideraba como el más adecuado para ser elegido y, apoyándose en él, consiguió reunir a los cardenales para un funeral de estado a Luis X en la fortificada y hermosa iglesia de los jacobinos de Lyon. Todos los cardenales asistieron a las honras fúnebres acompañados de sus séquitos, mostrando al mundo su pompa. No se sentían en peligro. Poitiers había anunciado su partida para el día anterior y la muerte del rey de Francia les había hecho bajar la guardia. Además, como hacía meses que algunos no se veían, aquellos que eran mucho más maestros de la intriga que padres de la Iglesia, querían volver a verse las caras.

Cuando el conde Poitiers supo que todos estaban dentro de la iglesia, se frotó las manos. La misa de difuntos fue cantada de principio a fin. Cuando acabó la misma y se abrieron las puertas, los cardenales vieron que habían caído en una trampa y que todas las salidas estaban tapiadas. Por la puerta principal, observaron que había un hueco por el que cabía un hombre y por él entró el conde De Forez, emisario del regente, que les conminó a elegir Papa, amenazándoles con que no saldrían de la iglesia hasta que lo consiguieran. Para asegurar la elección, la iglesia estaba rodeada de soldados del regente de Francia.

El cardenal Duèze estuvo brillante y jugó con inteligencia sus bazas. En primer lugar, demostró que le molestaba tanto como a los demás el encierro. Durante el cónclave que siguió se mostró como un anciano espiritual, más cerca del otro mundo que de éste, ayudado por su venerable edad y la asistencia de su fiel De Libreville, que, siguiéndole el juego, iba dando a los otros cardenales falsas noticias de la progresiva debilidad de Duèze, que se mostraba en público cada día más flojo y decrépito. Hartos, tras casi meses de encierro, en agosto de 1316 los cardenales decidieron elegir al moribundo Jacobo Duèze, pensando que muy pronto moriría y que así quedaban libres, burlando, además, al regente de Francia. Pero la situación se volvió en su contra. Jacobo Duèze, nada más ser elegido Papa con el nombre de Juan XXII, se irguió, como si la elección le hubiera fortalecido, y desde entonces guiaría la cristiandad con mano de hierro e inteligencia, de acuerdo con el nuevo rey de Francia, que era el antiguo conde de Portier, con el nombre de Felipe V, tras el nacimiento y la muerte del hijo póstumo de su hermano Luis X, de nombre Juan I, y que sólo viviría unos días.

Habían pasado tres años desde la elección y las cosas habían cambiado mucho para el caballero De Libreville. Su afición a los libros, su natural modestia y su templanza y discreción le habían hecho caer bien en el cónclave familiar del Papa, que lo rodeaba porque no había pedido nada para él desde la elección de Juan XXII y eso era algo que llamaba la atención en un mundo en que todos luchaban por algún cargo o beneficio.

Se estaba acercando a la antesala del gabinete privado del Papa y vio que salían del lugar el cardenal arzobispo de Aviñón, Arnaldo da Via, y el canciller de la Iglesia cardenal Gauzelin Duèze, ambos sobrinos carnales del Papa, que mostraron amplias sonrisas en el rostro al verle.

—Buenos días, eminencias —dijo el caballero besando los anillos de ambos prelados—. Voy a ver a su santidad, que me ha honrado llamándome a audiencia privada.

—Sí, caballero De Libreville. Lo sabemos. Parece ser que estáis de enhorabuena.

—Si vos lo decís, eminencia. Yo no sé por qué me la dais.

—Quizá he hablado demasiado y me he anticipado un poco —dijo el canciller—. Os dejamos proseguir para que su santidad pueda daros la noticia en persona. Ya hablaremos después.

—Como digáis, eminencia. Sigo, pues, con vuestra venia. No quiero hacer esperar al Papa.

—Id con Dios, hijo —repuso el cardenal, benevolentemente—. El Papa está deseando veros.

Los prelados siguieron su camino y el caballero entró en la antesala de la cámara del Papa tras recibir el saludo del jefe de la guardia. Se sentía cómodo allí. Todos le apreciaban y respetaban. Traspuso el umbral del gabinete privado de Juan XXII y entró en la cálida habitación del Papa. Su santidad le recibió con una sonrisa cariñosa. Tenía especial afecto al caballero.

—Buenos días, santidad —saludó De Libreville mientras se acercaba a besar la mano del Papa, que estaba vestido por completo de blanco y tenía delante una bandeja con un tazón de leche, una manzana pelada y troceada y un poco de queso blanco—. ¿Aún no habéis desayunado? Seguro que no os han dejado. Debéis comer a vuestras horas.

—No te preocupes de eso. A mi edad, yo necesito muy poco alimento. Sólo unas migajas de pan me bastan. No tengo siquiera un mínimo de apetito.

—Pues del aire no os podéis alimentar. Y tenéis demasiadas responsabilidades.

—Está bien, hijo. Luego comeré algo —dijo concesivo—. No te he llamado tan temprano para eso. La verdad es que tengo algo que proponerte que espero te gustará.

—Sabéis que no necesito nada más que vuestra buena voluntad hacia mí.

—Desde luego, en eso eres como un mirlo blanco en medio de una bandada de urracas, porque no te puedes imaginar la cantidad de peticiones que recibo cada día de gentes a las que no debo absolutamente nada y que se creen con derecho a mucho más de lo que merecen.

—Pero ya estáis vos para no ceder, santidad —dijo De Libreville con sonrisa pícara que hizo reír al Papa.

—No sé por qué, pero tu presencia siempre me provoca buen humor. ¿Cuántos años hace que estás conmigo, Pedro?

—Son ya nueve, santidad, si no recuerdo mal, desde aquel día en que os conocí.

—Y me salvaste la vida.

—Fue la voluntad de Dios.

—Sí. Hubiera sido triste perderse todo esto, ¿verdad? Morir por una tonta caída de una muralla. En fin. No divaguemos. Sabes que no me gusta que no tengas ningún beneficio. Todas las personas que aprecio se han colocado en los más importantes cargos de la Iglesia y tú, que eres de mis mayores afectos, debes de tener también un lugar en este mundo por si yo falto un día. Pero como tú no estás ordenado, aunque seas mucho más célibe que la mayoría de mis obispos y cardenales, no puedo darte beneficios eclesiásticos.

—Así es, santidad.

—¿Y no querrías que te ordenara sacerdote? Si te ordenas, primero te haré abad y después obispo.

—No es mi vocación, santidad. Ya lo sabéis. Yo sólo soy un estudioso de los saberes del pasado y de las lenguas vivas.

—Sea como deseas. Visto que, en efecto, lo que más te gusta son los libros y los pergaminos antiguos, creo que he encontrado un cargo especialmente adecuado para ti y estoy seguro de que te va a complacer. Como el anciano guardián de los libros secretos me ha pedido que le encuentre sucesor, he pensado en ti para ese cargo que sólo se le da a alguien de la máxima confianza.

—Desconocía que existiera ese guardián.

—Es natural. Es un altísimo cargo, pero secreto. Sólo el canciller, el cardenal arzobispo de la ciudad donde se guardan y el Papa saben de su existencia.

—Y, si me lo permitís, santidad, puedo preguntaros qué tipo de libros tiene a su cargo.

—Puedes preguntarme, hijo mío. Yo te aclararé todo lo que esté en mi conocimiento y luego el viejo guardián te aclarará mullías de las dudas que tengas al respecto del desempeño diario de tu deber. Grosso modo te diré que el guardián de los libros secretos tiene la importante misión de recopilar, estudiar, guardar o incluso, en casos muy extremos y graves, destruir algunos de esos manuscritos, pergaminos y libros que han pervivido desde el pasado y que se hallan dispersos por la tierra, provocando confusión, malestar o llevando la oscuridad a las almas de los creyentes.

—No entiendo qué tipo de escritos son éstos.

—Pues todos los que son contrarios a la santa madre Iglesia. Textos considerados sagrados por las diferentes sectas, textos de brujería, textos antiguos con conocimientos que no son para los hombres de hoy; libros con poderes especiales. El viejo guardián te pondrá al corriente. Él ha encontrado diez o doce en los treinta años que ha desempeñado su tarea.

—¿Y nadie lo sabe?

—Sólo los tres que te he mencionado y, de los tres, sólo el Papa tiene el derecho de examinar los textos y decidir qué se hace con ellos.

—¿Son muchos los libros secretos?

—Más de los que imaginas. El hombre es gran pecador y ha procurado que sus yerros queden por escrito, muchas veces. Tenemos algunos papiros egipcios, textos hebreos, varios centenares de obras de la Antigüedad, griega y latina; de filósofos, de pensadores, de magos del pasado, de rituales de los antiguos misterios; libros que se creen destruidos o perdidos y que la Iglesia custodia para que no caigan en manos inadecuadas que les den un uso que dañe nuestro prestigio o las enseñanzas del cristianismo.

—¿Y dónde se guardan?

—Siempre en la misma ciudad donde estén los papas. Primero estuvieron en una cámara sellada de una catacumba de Roma. Luego, se trasladaron a otro lugar dentro de la ciudad eterna y después, cuando Clemente V se instaló en Aviñón, ordenó que se trajeran aquí, siguiendo la vieja costumbre, siendo custodiados durante el viaje por el viejo guardián. Y ahora están en una pequeña torre cuadrada de este palacio, que no tiene vista exterior y a la que se accede por ese lateral —dijo señalando un hueco.

De Libreville no pudo evitar mirar en la dirección que el Papa señalaba y, por más que se esforzó, siguió sin ver nada.

—La puerta está disimulada detrás de aquel pilar, Pedro.

—Nunca me había dado cuenta de que allí hubiera algo más que piedra.

—Ésa era mi idea. Disimular bien la entrada y hacer de ese lugar un sitio discreto. Ya que somos muy pocos los que conocemos su existencia, es mejor que la entrada no provoque preguntas. El anonimato ayuda a aumentar la seguridad. Y cuando te acerques allí, verás que parece muy poco importante; como si fuera una alacena o un pequeño trastero. Nadie se imaginaría que detrás de su inocente apariencia están guardados los libros más peligrosos del mundo. ¿Aceptarás la responsabilidad de sustituir al viejo guardián?

De Libreville se quedó pensando unos instantes. Era muy poco impulsivo y no le gustaba decidir las cosas demasiado deprisa. Aunque esta vez su percepción le decía que eso podía muy bien ser su misión en la tierra. Aquella pregunta que tantas veces se había hecho a sí mismo en el silencio de su morada —el porqué estaba en el mundo— venía a responderla de un modo diferente al que hasta entonces había creído, este ofrecimiento del Papa. Era como si, de golpe, lo hubieran sacado de una cámara oscura sin ventanas que no le permitía ver nada más allá de sus cuatro paredes, por más que se hubiera esforzado, para dejarle ante un paisaje abierto con un horizonte lejano y hermoso.

Juan XXII, que le conocía muy bien, dejó que su cerebro rumiara durante unos minutos en silencio mientras comenzaba a desayunar tranquilamente. El anciano vicario de Cristo, pequeño de cuerpo, delgado y de rostro fino e inteligente, estaba sentado en el alto sitial que consideraba adecuado a su rango, rico de talla, con brazos rígidos y sólidos y con un pequeño baldaquino encima. El Papa era como un águila benevolente, pero su mirada era firme y podía ser fiera si la ocasión lo requería. A pesar de sus setenta y cinco años, Juan XXII aún estaba dispuesto a sostener las riendas de la Iglesia durante muchos años más y sabía que tenía las fuerzas para hacerlo.

«Está muy rica esa manzana», pensó. Debía averiguar de qué huerto provenía para que se las trajeran siempre de allí. En adelante, sólo pensaba comer alimentos blancos, como correspondía a un santo padre. Viviría a base de pescados hervidos, manzanas y peras peladas, y los vegetales blancos. Él era el representante de Cristo en la Tierra y, por tanto, debía diferenciarse del común de los mortales en algo más que en el uso de las vestiduras blancas.

—Acepto el cargo, santidad —dijo De Libreville, con firmeza, distrayendo a Juan XXII de sus pensamientos—. Y os agradezco de todo corazón la confianza que ponéis en mi humilde persona. Os aseguro que no os defraudaré.

—De eso estoy absolutamente convencido, De Libreville. Te conozco mejor de lo que te conoces tú mismo y, desde que me salvaste la vida, confío plenamente en ti y puedo decirte que en estos largos años de movimientos, concilios, huidas y triunfos, jamás he tenido queja de tus servicios. Eres inteligente, diligente y discreto, cualidades poco frecuentes en los seres humanos, y por eso, no sólo por el favor en que te tengo, he pensado en ti para este cargo. Sé que lo harás lo mejor que sepas y con eso me vale.

—Pues entonces tenéis nuevo guardián de los libros secretos. ¿Cuándo queréis que comience mi labor? —dijo, intentando que no se trasluciera la impaciencia que le estaba invadiendo por conocer el guardado lugar y tener al alcance de la mano los tesoros que estaban fuera del alcance de la inmensa mayoría de los hombres.

—Ya has comenzado, hijo. Ahora vamos a hacerlo formal. Has de saber que éste, a diferencia de otros, es un cargo vitalicio. La labor que ahora comienzas, en la flor de tu vida, durará hasta que tus fuerzas te abandonen, y, entonces, deberás comunicárselo al Papa que reine en ese tiempo para que pueda encontrar a otro a quien tú puedas traspasar tus conocimientos y la llave del lugar. Como comprobarás, en momentos difíciles de la Iglesia, hubo algunos antecesores tuyos que, ante el miedo de perecer sin continuador, escribieron libros con sus memorias en el puesto, por si les alcanzaba la muerte antes de comunicar a otro sus conocimientos y tareas. Y, en los últimos siglos, parece que el escribir un libro con el día a día de la tarea desempeñada, se ha hecho costumbre en los guardianes. Cada uno de los anteriores ha escrito una crónica que narra lo acontecido durante sus años en el cargo. Creo que es una buena idea hacerlo, para evitar pérdidas de información.

—Yo también lo pienso, santidad. Lo primero que haré es leerlas todas.

—No dudo que lo harás. Y te autorizo a que leas también todos los volúmenes guardados que seas capaz de comprender, aunque te aviso que los contenidos de algunos son francamente heréticos y su lectura es poco recomendable, peligrosa y, a veces, escandalizadora, y puede afectar incluso a espíritus tan ecuánimes como el tuyo.

—Lo tendré en cuenta, santidad.

—Hazlo, y ve con mucho cuidado al leer los libros que ahora te encomiendo guardar, si no quieres poner tu alma en peligro, hijo. Hubo algunos guardianes que enloquecieron…

—¿Por qué?

—No lo sabemos, pero uno de ellos intentó destruir los libros, en el año 1081.

—¿Y cómo es que no lo consiguió?

—Pues verás, aconteció que el Papa de su tiempo, que era san Gregorio VII, un Papa que tenía visiones, tuvo un sueño premonitorio al respecto y, preocupado, entró con su llave, acompañado de dos guardias, en el secreto lugar, justo cuando el guardián iba a comenzar a quemarlos. Se salvaron de puro milagro, aunque quizá hubiera sido mejor que desaparecieran… Es una gran responsabilidad y un gran riesgo que estén ahí. A veces se ha pensado en su destrucción…

—Es mejor que estén ahí. Si se escribieron seguro que también se hizo con la voluntad del Altísimo. No os preocupéis más de ello. Yo sabré guardarlos, santidad.

—Pues que así sea. Y tendrás que buscar los que están por ahí dispersos, haciendo mal a las criaturas de Dios.

—Así lo haré, santidad. No flaquearé.

—Te creo, Pedro, y eso me tranquiliza. Éste es probablemente el cargo más difícil de asignar para un Papa y yo sé que contigo he acertado.

—Habéis dado una nueva razón a mi vida, santidad.

El Papa asintió y Pedro de Libreville se quedó un instante completamente absorto en sus pensamientos. Nada en la Tierra podía ambicionar que superara lo que el santo padre acababa de darle. Tenía la sensación de que iba a recibir la llave del saber de la humanidad y en su interior sintió una alegría como no había conocido en toda su vida y su rostro se distendió en una sonrisa abierta, perdiendo su habitual contención. Y Juan XXII, que le observaba con detenimiento, supo también que había acertado plenamente al ofrecer a su protegido el terrible cargo. Le iba como anillo al dedo. La única prevención que tenía al respecto era la corta edad de De Libreville, que lo hacía el más joven de los guardianes de los libros secretos de la historia; pero el Papa lo había meditado bien antes de decidirse a nombrarle. Sabía que De Libreville, a sus treinta y un años, era un hombre hecho y derecho, sin debilidades de la carne ni del espíritu, porque además había sido su confesor hasta que recibió la tiara de sucesor de Pedro.

—Entonces, ¿puedo entrar en la torre ahora, santidad? —preguntó De Libreville, volviendo de sus meditaciones y distrayendo al Papa de sus pensamientos.

—Luego podrás hacerlo. El viejo guardián está prevenido de lo que hablamos. Ahora voy a presentártelo y a llevar a cabo la sencilla ceremonia con la que él dejará el cargo y te lo traspasará —dijo mientras tocaba una campanilla de oro, que tintineó con alegría.

Sin hacer apenas ruido, de detrás del gran pilar que escondía la entrada a la torre secreta, como si hubiera estado esperando allí todo el rato, se acercó un monje muy encorvado, vestido con el hábito de los dominicos. Su paso era lento y cansino; el de un hombre acabado y exhausto.

El santo padre y Pedro de Libreville le miraron mientras se acercaba. Sólo al estar junto a ellos levantó la cabeza, para mostrar un rostro muy anciano —mucho más que el del Papa— y muy arrugado, de una palidez cadavérica, que contrastaba con la luz que aún brillaba en unos ojos azules que tenían el hermoso color del cielo en un día de primavera.

—Santidad; aquí estoy como me ordenasteis —saludó con una voz cavernosa, mientras tomaba su mano que llevó a los labios exangües.

—Gracias, hermano. Muy pronto podréis descansar. Ahora, quiero presentaros a vuestro sucesor, el caballero Pedro de Libreville. —Y luego, dirigiéndose a su protegido, le dijo—: Éste es el viejo guardián de los libros secretos, Alberto de Burgos, al que vas a sustituir en adelante. Ha entregado su vida a la tarea que ahora va a abandonar y tiene mucho que enseñarte.

Los dos hombres se quedaron mirándose un instante. El contraste entre ellos era absoluto. El viejo guardián era un hombre acabado, mientras que De Libreville estaba en la plenitud de sus fuerzas.

—Es un placer para mí conoceros, caballero —dijo el viejo castellano con perfecto acento francés, haciendo una leve inclinación.

—También lo es para mí, hermano —le respondió De Libreville, sintiendo por el anciano una inmediata simpatía e interés, como solía ocurrirle con los hombres que guardaban tesoros de conocimiento.

Juan XXII tomó las riendas de la conversación. Aquello no era una mera presentación sino un verdadero traspaso de funciones y todo debía dejarse arreglado en ese momento y lugar.

—Estamos aquí reunidos los tres para que vos, hermano Alberto de Burgos, podáis quedar liberado de toda obligación como guardián de los libros secretos. ¿Estáis convencido de que ha llegado vuestro momento, hermano?

—Sí, santidad. Lo estoy. Mi tiempo ya se ha cumplido con creces y, para confirmároslo, os devuelvo ahora la llave de hierro de la torre, que es la insignia de mi cargo, que me fuera confiada por vuestro antecesor en el sitial de san Pedro, el papa Martín IV, en 1284. Durante treinta y cinco años he servido como guardián de los libros secretos, bajo el reinado de ocho papas —dijo, mientras sacaba con dificultad de un bolsillo oculto una llave bastante pequeña colgada de una cadenilla de oro, que soltó de su cintura para depositarla en manos de Juan XXII.

—Puesto que así lo deseas, Alberto de Burgos, por tu propia voluntad, te relevo de la obligación asumida como guardián de los libros secretos. En adelante podrás retomar tu vida cuando enseñes al nuevo guardián todo lo que consideres que debe conocer. Sólo quedas atado por el juramento de secreto acerca del contenido de la torre.

—Así sea, santo padre. Estaré a la disposición del nuevo guardián mientras me necesite y jamás revelaré nada acerca del trabajo que he desempeñado ni del guardado contenido de la torre —dijo Alberto de Burgos con voz firme.

Entonces el Papa se volvió hacia su protegido y, mirándole a los ojos con gran severidad, le dirigió las palabras del ritual de nombramiento.

—Tú, Pedro de Libreville, noble caballero de Francia, ¿estás dispuesto a dejar todo lazo familiar y a asumir la obligación que deja el hermano Alberto de Burgos y te comprometes, en adelante, a entregar tu vida al servicio de la Iglesia como guardián de los libros secretos y juras por tu honor y tu vida guardar el secreto de su existencia y custodiarlos, mantenerlos y protegerlos de todo mal, para evitar que caigan en manos inadecuadas?

Pedro se arrodilló ante el Papa y, devolviendo a Juan XXII la firme mirada, dijo:

—Sí, lo juro, santidad.

—¿Y juras también dedicar tus esfuerzos a buscar todos aquellos textos peligrosos que aún están dispersos por el mundo y guardarlos, una vez que estén en tu poder, para evitar que conocimientos peligrosos o heréticos se expandan por el mundo?

—Sí, lo juro, santidad.

—Entonces, Pedro de Libreville, te nombro guardián de los libros secretos y eres responsable ante Dios y ante mí de tus juramentos —dijo tendiéndole la pequeña llave que el otro aceptó con emoción y se colgó de una trabilla del cinturón—. Si cumples con tu obligación, Dios te lo premiará; si no lo haces, recibirás el castigo de los perjuros en la otra vida.

—Que así sea —dijo De Libreville, que comprendió que con aquella sencilla ceremonia su vida acababa de dar un completo vuelco. En adelante, su mayor compromiso en esta vida era con el cargo que acababa de asumir y sentía que le venía como anillo al dedo.

—No hay marcha atrás, hijo —dijo el Papa.

—Lo sé, santidad. Creo que estoy preparado para este cargo. Siento como si toda mi vida hubiera estado preparándome para ello.

—También yo lo había pensado. Por eso te lo he ofrecido.

Y se hizo un silencio en que cada uno de los tres hombres se entregó a sus pensamientos. El Papa estaba contento de que su protegido hubiera aceptado la responsabilidad que le colocaba a su lado para siempre. El español se sentía aliviado al dejar de tener la tremenda carga de los libros secretos y De Libreville estaba soñando despierto con el posible contenido de los volúmenes que le había tocado proteger.