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El secreto de la condesa Leonor

Octubre de 1314

La condesa Leonor de Monclerc estaba aterrada. Sabía que su vida no valía nada si la atrapaban los sicarios del Rey. Miró con desesperación hacia el fondo del corredor y se tranquilizó cuando pensó que había depositado en un lugar seguro, fuera del alcance de aquellos toscos hombres de armas, el envoltorio de terciopelo carmesí que hasta hacía muy poco había llevado en una bolsa pegada a su cuerpo y que guardaba un pesado libro que ella no se había atrevido siquiera a abrir desde que se lo confiaron para que lo escondiera. Era consciente de que muchos hombres se habían sacrificado para evitar que ese libro cayera en manos inadecuadas, y también sabía que había varios poderes que lo ambicionaban; unos, para ponerlo a recaudo seguro y otros, para utilizar su poder en beneficio propio. Y ahora, por una jugada del destino, había caído en sus manos y, ante el peligro inminente de que la atraparan con el valioso volumen, la condesa había decidido esconderlo donde nadie fuera capaz de encontrarlo. Lo había pensado mucho y había decidido que era mejor así. Ya que no podía confiar en nadie, era mejor que el libro desapareciera para siempre a que cayera en manos inadecuadas.

Ella, que parecía una princesa de cuento de hadas, por la belleza de su rostro, sus larguísimos cabellos dorados trenzados de seda que casi alcanzaban su cintura y su figura de delicadas curvas había tenido que dejar su casa, su tranquilidad, todo lo que hasta entonces había sido su mundo tranquilo y sosegado, al erigirse en guardiana del valioso ejemplar y sabía —desde que lo aceptó— que custodiarlo la ponía en peligro mortal. El legado de su tío, el caballero templario Gerardo de Monclerc, había desencadenado un conjunto de tragedias que habían terminado con la familia. Ahora sólo quedaban ella y su anciano tío abuelo, el abad de Loc Dieu. Por eso se había dirigido a este lugar, que había visitado con su padre en varias ocasiones y donde había pasado algunos de los momentos más agradables de su vida, en la serenidad y la paz de este paraje mágico y maravilloso de bosques antiguos y tupidos, que de pequeña le había parecido que escondían secretos de edades antiguas. Y allí fue, en busca de su apoyo y su consejo, y por eso había decidido que Loc Dieu era un refugio seguro, si es que había alguno que lo fuera para ella.

La realidad era que, desde que llegara a casa el hermano de su padre, habían vivido bajo una gran tensión. El caballero Gerardo de Monclerc, con su preciosa carga, había huido del norte por mar, en una nave inglesa que lo había desembarcado en Burdeos. Sintiéndose enfermo en la travesía, decidió desembarcar y, tras pasar unas semanas de fiebres y dolores que no remitían, con el espíritu triste, se había dirigido a la casa que le vio nacer, atravesando el ducado de Aquitania perteneciente al rey de Inglaterra, donde nadie lo persiguió, y, por fin, tras largas y agotadoras jornadas, divisó, a lo lejos la alta torre y las firmes murallas del castillo de Monclerc. Aún estaba muy lejos de la frontera de los territorios del reino de Aragón, que era su meta, donde los templarios no estaban siendo perseguidos con la crudeza que en Francia, pero no se sentía con fuerzas para seguir adelante. La enfermedad que lo acosaba y debilitaba en cuerpo y en alma no le había permitido llegar más allá del solar de sus mayores y lo aceptó. Gerardo era consciente de que su nombre estaba en la lista de personas a capturar y a entregar a la justicia, y, a pesar de que lo conocían bien en el feudo de su familia, supo que no podía arriesgarse a morir solo, dejando su valiosa carga al alcance de los que lo buscaban, que eran los hombres del rey de Francia y otros más oscuros.

En ese momento, sólo podía confiar en los suyos. Era el depositario de un tesoro de valor incalculable que no podía perderse, un libro sagrado que, según se decía en susurros, contenía el nombre musical de Dios y que, según contaban las leyendas de la orden, había sido utilizado por los mismos faraones. Luego, tras ser venerado en diversos templos y escondido por un gran rey, había sobrevivido a lo largo de los milenios y, a pesar de que lo habían buscado con mucho empeño soberanos y magos griegos y después varios emperadores romanos e incluso algunos papas, para invocar su poder, nunca habían conseguido hacerse con él. El secreto guardado por una línea de altos iniciados se había perdido, y por un azar el libro había acabado en posesión del primer gran maestre del Temple y había sido guardado hasta el momento del final de la orden, cuando Jacobo de Molay lo había depositado en manos de Monclerc, antes de que los sicarios de Felipe IV se hubieran podido hacer con él. De hecho, incluso se había especulado con que lo que buscaba realmente el Rey de Hierro al procesar a los templarios era este libro, y por eso era de vital importancia custodiarlo en lugar seguro. Lo que el caballero tenía claro es que no le correspondía al rey de Francia usar su poder.

Felipe, conde de Monclerc, no lo había dudado un instante y le había dado cobijo, a pesar de que el Rey tenía puesto precio a su cabeza, como a la de todos los templarios. Pero el fugitivo no era un cualquiera, sino su hermano, y, además de los lazos de sangre, también lo hubiera cobijado porque era el orgulloso heredero de un antiguo linaje cátaro que había perdurado en secreto y que no creía en las acusaciones contra los caballeros del Temple, como la mayoría de los nobles de vieja cuna de Francia, quienes pensaban que el procesamiento y la cruel muerte sufrida por el gran maestre Jacobo de Molay en la hoguera en la Isla de los Judíos, en París, en marzo de 1314, junto al fiel preceptor de Normandía, eran injustas y se debían a las ambiciones de los consejeros del Rey, como Enguerrando de Marigny y su hermano, el taimado obispo de Sens Juan de Marigny. Como el fallecido Nogaret, guardasellos del Rey, éstos seguramente deseaban expoliar las riquezas del Temple, a la par que llenar el exhausto tesoro de Francia para el Rey.

Se decía por toda la cristiandad que el gran maestre les había maldecido desde la misma hoguera y que había emplazado al mismo rey Felipe IV, al guardasellos Nogaret y al papa Clemente V a juicio ante el tribunal de Dios, antes de un año. Y apenas dos meses después de su muerte, el guardasellos Guillermo de Nogaret había fallecido misteriosamente, de repente, y la maldición parecía cobrar vida en el aire.

Pero, dejando aparte lo justo o no de la condena, la realidad era que la presencia de su hermano y su valiosa carga en el castillo que se alzaba cerca de la frontera del ducado de Aquitania, era un verdadero peligro para todos. Por más que el conde se hubiera hecho las consideraciones anteriores, Gerardo de Monclerc era un proscrito, como todos los caballeros templarios. La infame pira encendida en París había provocado una verdadera pasión por acabar con todo lo que oliera a templario en el reino, y se habían producido arrestos, expropiaciones y muchos expolios, aprovechando la caída de la antaño poderosísima orden, que el mismo Papa había acabado disolviendo, aunque sin condenarla formalmente.

Gerardo se sentía acabado. Su corazón no podía resistir mucho tiempo más. Él, que había sido un caballero ejemplar, no podía sufrir al verse perseguido de ese modo ni aceptaba el brutal cambio de estatus que suponía ser un proscrito. Sólo al llegar al castillo de Monclerc se había sentido a salvo, como si los muros que cobijaron su infancia fueran capaces de mantener afuera todo el mal del mundo, y, aunque sabía que esa sensación era ficticia, no podía ni quería evitarla. Su sufrimiento estaba marcado en su rostro, que había perdido todo su color, y en su cuerpo, que se había quedado en los huesos. El antaño orgulloso caballero templario ahora no era más que un deshecho físico, quebrada su resistencia y su salud. Pero seguía vivo mientras guardaba su secreto y se consumía pensando en cómo decirle a su hermano lo que guardaba. Por fin reunió fuerzas para darle al conde de Monclerc las explicaciones necesarias.

Felipe de Monclerc, que era de una religiosidad profunda y verdadera, anteponía a todo lo demás el servicio a Dios y, como caballero, seguía el código antiguo. Por eso, al saber la importancia de lo que su hermano le entregaba, el conde comprendió que no debía dudar y aceptó la carga a pesar del riesgo que suponía para él y los suyos. Se ponía en las manos de Dios. Su hermano Gerardo sabía que podía confiar en él, que él guardaría el libro sin disponerlo para su beneficio personal, como lo había hecho él mismo. Entonces supo que podía morir tranquilo y dejó de luchar con su enfermedad.

Ahora, el precioso libro estaba en manos de Leonor, como consecuencia de la muerte de su tío y de la de su hermano mayor, seguida de la de su propio padre. La responsabilidad era tremenda, pero ella no era una pusilánime. Leonor era un espíritu fuerte. Había sido educada esmeradamente, pero con ciertas licencias. No sólo sabía cantar y bordar hermosos tapices, sino que era capaz de montar a caballo sin desfallecer durante muchas horas y tenía una excelente puntería con la ballesta, que había hecho que los juglares y trovadores la ensalzaran como a una Diana cazadora con la belleza de Venus. Pero la joven, que apenas tenía diecinueve años, no estaba pegada de sí misma, y, aparte de ser una cristiana ejemplar, su carácter templado y firme le había permitido tomar las rápidas decisiones que habían sido necesarias en ese momento.

Había sabido hacerse cargo de todo; del peso del linaje y el del secreto del libro cuando su padre y su hermano faltaron. De hecho, nadie podía imaginarse que ambos iban a seguirle al poco de morir su tío, como si el caballero templario hubiera viajado con la desgracia como equipaje y la muerte como compañera. Lo que estaba claro es que la felicidad de los Monclerc se había quebrado para siempre.

Lo que había seguido era como una pieza de tragedia griega. Sabiendo que los esbirros de Marigny estaban rastreando cada casa y cada castillo en nombre del Rey, Felipe de Monclerc había decidido enfrentarlos, antes de que lo sitiaran, y le impidieran moverse. Valientemente, les dio batalla en campo abierto, acompañado de su hijo Felipe de veinte años y de sus mesnadas de guerra. Tras un duro combate en que las armas de los Monclerc ondearon al viento en gallardetes y estandartes en su última victoria, los soldados del conde acabaron con casi todos los hombres del Rey. Pero la victoria era demasiado cara. El noble conde, que había sido herido de gravedad, tuvo que sufrir allí mismo, en el campo de batalla, la visión de su hijo y heredero muerto, que había sido alcanzado por una saeta en el ojo derecho. El conde Felipe de Monclerc, convertido por esa acción contra su señor, el rey de Francia, en proscrito, consiguió a duras penas regresar al castillo, con unos pocos hombres fieles. Sus heridas eran tan graves que moría dos días después en brazos de su hija, no antes de haberla hecho depositaria del libro y pedirle que no lo dejara caer en manos de los hombres del Rey bajo ningún concepto.

Así, tras enterrar cristianamente a su padre, sabiendo que los esbirros de Marigny conseguirían refuerzos rápidamente y que asaltarían el castillo, la condesa había decidido irse de Monclerc, esperando que la celeridad de su huida confundiera a sus perseguidores y le permitiera escaparse. Seguida por una pequeña escolta de tan sólo diez hombres de toda confianza, que sabía darían sus mismas vidas por ella, cabalgó sin descanso hacia la abadía de Loc Dieu, que se hallaba a muchas leguas de distancia, cerca del pueblo de Villafranca de Rouerge sabiendo que en aquel lugar, moraba el único familiar superviviente que le quedaba y que podía esconderla.

Y así había sido durante unas semanas. En verdad, estuvo a punto de conseguirlo. Durante muchos días los esbirros del Rey buscaron sin éxito su rastro y, por más que torturaron a los servidores de la joven condesa, éstos no supieron decirles nada, porque, de hecho, no sabían dónde estaba. Cuando estaban a punto de abandonar, la casualidad les dio una hebra que no habían conseguido por métodos violentos. Sería la asombrosa belleza de la dama la que les daría de nuevo la pista de dónde se encontraba. En aquellos valles y montañas del Rouerge occidental, la belleza de Leonor era legendaria y, al verla de cerca, paseando por el bosque de Loc Dieu, un trovador que se enamoró de ella, al cantarla con especial inspiración, sin quererlo, la perdió; pues la trova, pasando de lugar en lugar, alcanzó fama y llegó a oídos que no debieron haberla escuchado nunca y que comprendieron que su presa estaba de nuevo a la vista y a su alcance.

Inmediatamente, sin perder un minuto, el sargento del Rey encargado de capturar a la joven condesa y a una posible misteriosa carga, se había dirigido a la abadía de Nuestra Señora de Loc Dieu con una fuerza de cincuenta hombres, aporreando las puertas del sagrado lugar sin ningún tipo de contemplación. Cuando le abrió el monje portero, con ojos sorprendidos, el sargento invadió el espacio sagrado destinado a la oración y a la meditación, ordenando al monje que le llevara inmediatamente ante su superior. El abad Hugo de Monclerc recibió al sargento con cara compungida. El militar le impidió pronunciar palabra. Le exigió, en nombre del Rey, que le entregara a la fugitiva, como dando por sentado que sabía que estaba allí y que no pensaba dejarse engañar.

El viejo abad procuró contemporizar para dar tiempo a que su sobrina se escondiera bien. Con la sabiduría y la sangre fría que dan la venerable edad y la falta de miedo a la muerte, recriminó al sargento su actitud e intentó hacerle ver que sus informaciones eran equivocadas. Pero el sargento, que era perro viejo, le había apartado a un lado y ordenado a sus hombres la inspección de los edificios, mandándoles que atacaran a los que se resistieran y que no dudasen en emplear la fuerza si la condesa intentaba escapar, lo cual era algo casi impensable en aquellos tiempos, ya que el respeto a la mujer y, más aún, a una dama de tan alta alcurnia y belleza, era general. Pero el sargento era un hombre avezado en persecuciones, a pesar de su apariencia tosca, al que raramente se le escapaba una presa, y probablemente por eso lo habían elegido para su desagradable cargo.

* * *

La condesa Leonor dejó sus pensamientos que la distraían. Sabía que la perseguían de cerca. Lo podía sentir perfectamente en los pasos amenazadores y rápidos que percibía cada vez más cerca. No había dónde esconderse. Los hombres del Rey estaban allí, cercándola. Sabía que la iban a capturar. Se había equivocado al penetrar en una habitación e intuía que sus pasos la dirigían a un corredor sin salida. Las ricas bóvedas de piedra de origen benedictino, habitualmente receptoras de jaculatorias, reproducían el eco, escandalosamente, de los pasos de los hombres de armas. Leonor de Monclerc dejó de huir. Comprendió que era inútil seguir haciéndolo cuando se dio cuenta de que los pasos de detrás recibían eco de otros de delante. Se detuvo y miró hacia arriba. Estaba en una cámara totalmente austera, cuya única decoración eran las nerviaciones de piedra de las bien construidas bóvedas. Si así debía de ser, lo aceptaba. Ahora debía recuperar su aplomo y no mostrar temor. Eso era lo más importante. Nadie la vería suplicar. Recitó en voz alta las oraciones que su madre le había enseñado de pequeña y, mientras su hermosa voz acariciaba los sillares de la sala que se llenó de dulces ecos, sintió que su espíritu se aquietaba. Así estaba mejor. Esperó a que llegaran hasta ella, con la mayor dignidad que pudo. Los hombres del Rey ya estaban casi encima. Los sentía al otro lado de la puerta de la cámara, hasta que ésta se abrió con brusquedad, rompiendo la serenidad de la estancia.

—Daos prisa, señora —dijo el sargento Luis Maleflot, que la miró con gesto duro, sin inmutarse por la hermosura y el desvalimiento de la dama que hubiera conmovido a cualquier otro.

La brusquedad del tono del sargento encendió la cólera de Leonor, que le miró de frente con sus limpísimos ojos azules, que eran como saetas afiladas clavadas en su coraza.

—¿Cómo te atreves a ordenar mi detención, villano? Soy la condesa de Monclerc y estoy en un lugar sagrado. Veo por la librea que llevas que eres hombre del Rey y él nada tiene contra mí.

—Lo tiene, os lo aseguro. Bien lo sabéis, condesa. Y eso se lo debéis a vuestro padre y a vuestro hermano, fallecidos en enfrentamiento contra los hombres del Rey. Y, como sabéis, Felipe IV, al que por algo llaman el Rey de Hierro, no perdona las rebeldías y por ello ha ordenado la expropiación de vuestro condado y, además, vuestra prisión.

—¿Mi prisión? ¿En base a qué? ¿Cómo te atreves a hablarme así, inmundo chacal? Seguro que esto es uno más de los enredos de Marigny y tú seguramente serás uno de sus esbirros. Pues que sepas que no te temo.

—Hacéis mal, señora.

—No oses amenazarme, villano. Los Monclerc…

—No son nadie ya, señora —la interrumpió con tono frío, delectándose en ello—. Sólo una casa noble extinguida y desacreditada por traicionar al Rey y vos, sólo sois mi prisionera.

—Me quejaré al Rey en persona.

—No creo que lleguéis nunca ante su majestad. No son ésas las órdenes que tengo. Os vamos a llevar hasta el castillo de Chinon, donde se alojaron tantos de los compañeros de vuestro tío el caballero templario, incluido el maestre de la desaparecida orden y algunos de los principales preceptores de las provincias. Allí os esperan unas personas preparadas para haceros un interrogatorio en condiciones. Por cierto, os adelanto que os ahorraríais muchas penalidades si nos entregarais de buena gana el tesoro que llevabais.

—¿De qué tesoro me hablas, perro? Vosotros siempre husmeando por si hay algo de oro que meteros en el bolsillo.

—No es oro lo que buscamos y lo sabéis muy bien, condesa. Todos dicen haberos visto custodiando algo en una bolsa.

—¿Quiénes son todos? ¿De qué me habláis? Nadie os ha dicho nada. Yo no custodio nada, salvo mi honra y mi nombre. Esto es una verdadera conspiración que denunciaré ante todos y mi voz se oirá en el reino. Soy una doncella noble desarmada y no tolero este trato por parte de un servidor del Rey. Has de saber que sólo he venido a Loc Dieu a ver a mi anciano tío abuelo, para sentirme arropada por mi familia, después de las muertes de mi padre y de mi hermano, atacados por las fuerzas del Rey.

—Veo que sois sagaz tergiversando los hechos, señora. Pero no penséis que vais a conseguir saliros con la vuestra. Aunque el maestro Nogaret haya muerto, sigue habiendo en Francia quienes saben sacar cualquier secreto de los que los guardan.

—¡Otro perro sarnoso del que nos hemos librado por misericordia del Altísimo! Pero nada temo y nada tengo que ocultar. Mi tío abuelo el abad os lo puede confirmar. De todos modos, sé que no es eso lo que deseáis. Os gustaría verme suplicaros, como probablemente hacen muchos de los inocentes a los que perseguís, hiena carroñera, pero nunca conseguirás eso de mí. Quítate de mi presencia, que me asqueas.

—Potentes y nobles palabras, que el viento se ha de llevar. Ya suplicaréis, condesa, cuando os corten vuestra hermosa cabellera y arrasen vuestra belleza desfigurándoos el rostro con hierros candentes. ¡Oh, sí! Entonces suplicaréis. Y luego os pondrán en el potro y os quebrarán los miembros, os mutilarán los dedos.

—Eres repulsivo e indigno de usar el uniforme del Rey que manchas con tu vileza. Me entristece que nuestro gran rey esté cayendo tan bajo como para ordenar la prisión de damas que nada han hecho contra él. Pero, si es su voluntad, la acepto.

—O me dais lo que habéis escondido o sufriréis el tormento…

—No tengo nada que entregarte. Veo que te gusta pensar en el dolor y en el mal que se le puede hacer a otro ser humano y se te nota en el porte. Tu repugnante rostro, sargento, es el espejo de un alma miserable y malvada. Te duele verme noble, valiente y hermosa, quizá porque no estoy al alcance de tus groseras manos. Has de saber, mezquino, que mi belleza es un don de Dios y si él lo quiere yo aceptaré perderla, como la misma vida que Él me dio —dijo sin titubear, mirando de frente al sargento, que se sorprendió al comprender que la condesa era algo más que una desvalida doncella—. Y no perdamos más tiempo con palabras inútiles. Nada más tengo que decirte. Somos muy diferentes y hablamos idiomas diferentes. Además, vuestra mera presencia aquí, está alterando demasiado la paz de estos sagrados lugares.

—Pues habremos de seguir haciéndolo durante un tiempo, porque vamos a revolverlo todo por si acaso os dejáis aquí algo olvidado.

—Haz lo que debas, sargento, pero, por favor, líbrame de tu vista. No soporto ni un minuto más tu rostro soez.

El sargento Maleflot encajó mal el nuevo exabrupto de la condesa. Dentro de su desagradable físico había un buen cerebro y había comprendido que él nunca conseguiría nada de aquella dama, por lo cual era inútil seguir intentando su colaboración. Leonor de Monclerc nunca cooperaría con ellos.

—Llevaos a la condesa —dijo dirigiéndose al cabo Cresson, un grueso hombretón que tenía el rostro malicioso—. Que vayan contigo dos hombres, Cresson. Decidle al abad que su sobrina es prisionera del rey de Francia y que será custodiada en una celda que sólo tenga un tragaluz, para impedir que pueda escapar. ¡Ah!, y no os descuidéis. Me respondéis con la vida de su seguridad y de su aislamiento. Y antes de que entre en la celda, comprobad que no tiene otra salida que la puerta que custodiéis.

—Así se hará, mi sargento.

—Ve pues. Yo continuaré la inspección —dijo, dándole la espalda a la condesa con un gesto casi infantil que la dama supo interpretar correctamente. El sargento no podía con ella y se retiraba furioso.

—Buscad, buscad, sabueso —dijo, con sorna—. Ya me contaréis si halláis algo de interés, aparte de las vituallas, las telas y los aperos del trabajo de los monjes. Y no les robéis los copones y los candelabros en un descuido.

El sargento masculló una maldición pero no se dio la vuelta. En lugar de ello, se alejó hacia la biblioteca de la abadía. Imaginaba que aquél era el lugar idóneo para esconder algo. En realidad no sabía lo que buscaba. Sólo que era posible que fuera un pergamino o un libro o un paquete de tamaño no superior a un libro en gran folio, lo cual hacía que, sin la colaboración de la condesa, supiera que la búsqueda era inútil de antemano.

El abad Hugo de Monclerc había sido muy listo. Previendo que el cabo Cresson no iba a querer meter a su sobrina en la celda que él le ordenara, le recomendó con mucho interés una que no tenía ninguna salida. El otro se negó, pensando que el abad quería tenderle una trampa. Siguieron adelante y, al pasar delante de otra, la que él pretendía en verdad que su sobrina ocupara, el abad fingió que aquélla no era conveniente e intentó seguir adelante. Cresson, haciendo uso de su autoridad, se detuvo. Ante su insistencia, el abad le enseñó, como de mala gana, la habitación que parecía ser perfecta, porque tenía un camastro de tabla, una silla que parecía muy incómoda y, a buena altura, una ventana pequeña por la que no cabía un ser humano, y una pequeña alacena que el cabo abrió y que no tenía más que un par de estantes vacíos. Las paredes eran de sillería.

—La condesa permanecerá aquí.

—No es un lugar confortable para mi sobrina —insistió el abad.

—No busco su confort sino la seguridad de su prisión —dijo el cabo, inflándose y mostrando su autoridad.

El abad inclinó la cabeza, aparentemente abatido, escondiendo una sonrisa que hubiera preocupado mucho a Cresson si éste la hubiera visto.

—Sea como deseáis —replicó.

Luego, mirando a su sobrina, se disculpó por no haber conseguido que le dieran un alojamiento mejor. La condesa, que conocía bien a su tío, comprendió que el taimado anciano quería que ella estuviera allí y no dijo nada. Sólo les dio la espalda como se suponía que debía hacer. Cresson y sus hombres salieron detrás del abad y el cabo se quedó delante de la puerta, guardando la habitación.

—Si no me necesitáis más, he de ir a tranquilizar a la comunidad. La presencia de tantos hombres de armas debe de haber alterado la paz de muchos espíritus.

—Id donde querías, abad. Pero no enviéis a nadie a ver a la condesa. No entraréis ni siquiera vos mismo. Son mis órdenes.

—¡Qué crueldad, cabo! ¿Ni siquiera vais a permitir que se le lleve un brasero para calentarse, una jarra de agua y un plato de comida?

—El sargento ha dicho que nada. Nadie debe entrar ni salir de esa habitación y nadie lo hará.

El abad bajó la cabeza y se dio la vuelta. Anduvo con paso cansino mientras estaba a la vista del cabo, luego, cuando dobló por el primer corredor, su aspecto cambió. Su figura recuperó la vertical y su paso se tornó firme. El anciano estaba maquinando la liberación de su sobrina. Desde luego no podía dejar que se la llevaran a prisión. No quería ni imaginar lo que podían hacerle a una dama de su belleza unos rudos torturadores como los que tenía el Rey.

Se dirigió al huerto, donde estaban escondidos, con hábitos de estameña, los soldados de su sobrina, y les adoctrinó sobre lo que tenían que hacer y dónde debían apostarse. Todo tenía que hacerse a la perfección. Luego fue al establo y ordenó que se ensillaran con discreción los caballos de la escolta de su sobrina y que estuvieran preparados para abrir el portón al atardecer. El hermano René que era un buen jinete, les acompañaría. Había que aprovechar que los hombres del Rey se concentraban en la búsqueda de un objeto dentro de la abadía para que la condesa escapara.

Se dirigió a la capilla a rezar una oración ante la imagen de Nuestra Señora, que era la patrona del lugar y que lo observaba con su hieratismo lejano, y, a continuación, se metió por la sacristía, abrió el armario y, tras mover un resorte secreto, la pared del fondo del mismo cedió abriéndose a un túnel frío, iluminado por una saetera que estaba a varios metros de alto pero que daba luz suficiente para avanzar por el estrecho pasillo entre la pared exterior de la abadía y la de las celdas. Anduvo con paso ligero hasta encontrar la pequeña puerta de madera y la abrió sin hacer ruido, entrando en la parte de dentro de la alacena de la habitación donde su sobrina estaba prisionera. Se asomó por la rejilla de la puerta para comprobar que seguía sola y, al ver que sí, dio un suave golpe para llamar la atención de la condesa.

Leonor comprendió que era su tío, porque estaba esperando algo, y abrió la puerta. Sin decir una palabra, tras retirar la segunda balda, se introdujo en el túnel que la llevaba a la libertad. Cerraron la puerta de la pared de la alacena después de volver a colocar la balda y se dirigieron con premura hacia la sacristía. La urgencia era total. El anciano la condujo por pasadizos secretos hasta un lugar que consideró seguro, cerca de los establos. Miró hacia todos lados antes de permitir que su sobrina saliera a descubierto y pensó que nadie les había observado mientras se dirigían con sigilo hacia donde sus hombres esperaban, con los caballos preparados.

El sol, de un amarillo frío muy hermoso, comenzaba a desplomarse de un cielo emborregado de nubes panzudas de un blanco que no prometía lluvia, y se estaba levantando un aire frío, que hizo a Leonor estremecerse bajo el manto de grueso terciopelo que el abad le había dado para que se cobijara. El bosque, que iba a ser su refugio esa noche, se teñía de reflejos dorados y naranjas, rojos y amarillos, vencidos por los vientos fríos del norte.

Cuando la dejó entre sus hombres, el viejo Hugo de Monclerc se sintió tranquilo. Lo peor ya había pasado. Apenas se dieron un abrazo de despedida. Sobraban las palabras. El abad la bendijo y ella le regaló una de sus maravillosas sonrisas que iluminaban su hermoso rostro.

¡Qué pena le daba que aquella hermosa mujer tuviera que huir!

Se dio la vuelta y regresó con paso sereno a sus quehaceres. Que revolvieran todo lo que quisieran. No iban a encontrar nada. Ni siquiera él sabía donde había escondido Leonor su tesoro. Allí había múltiples lugares posibles y él no había hecho preguntas. No quería siquiera saberlo.

Minutos después, con la luz difusa del atardecer, los caballos de la escolta de su sobrina salían de los establos haciendo el menor ruido posible. Para ello habían envuelto las patas de los nobles animales con telas que amortiguaban el golpeteo de las herraduras en el enlosado patio. El monje que los guiaba iba delante y otro se encargó de abrir el pesado portón, que no hizo ruido por estar bien engrasado.

Estaban todos montados y no había señales de los hombres del Rey. Leonor se sintió triunfar sobre el maldito sargento Maleflot y le entraron ganas de reír. Con paso ligero se dirigieron por el camino del antiguo y hermoso bosque, cuyos volúmenes se iban deshaciendo en las sombras del atardecer, mientras el viento frío del norte les golpeaba el rostro. El último rayo del sol hiriente se metió en sus ojos e iba a comenzar a galopar cuando una barrera de flechas les cortó el camino en seco. Hombres y caballos cayeron a su alrededor y una saeta traicionera le atravesó el corazón y segó su joven vida sin que ella se diera siquiera cuenta de ello. El caballo se quedó quieto, como embrujado, y ella cayó hacia delante quedando apoyada sobre el cuello del nervioso palafrén.

El cabo Martin, que había quedado fuera con veinte hombres por orden del sargento, estaba muy ufano. No se había escapado ni uno. Había acabado con todos los que intentaban escapar. Seguro que el sargento le felicitaría.

Nunca comprendió por qué, unos minutos después, el sargento le abofeteó con una saña espantosa ante todos, al ver el cadáver de la condesa. ¿Acaso no había intentado huir y él lo había impedido? El mundo era muy injusto.

El rostro de la hermosa Leonor de Monclerc en la muerte era de una belleza sobrenatural. Ninguno de los que la vieron sería capaz de olvidarla jamás. Pálida como una estatua del más fino mármol italiano, allí, en la capilla, rodeada de ramas de espino blanco, con sus bayas rojizas y de brezos en flor que los monjes habían cortado para ella, era como una de esas reinas de leyenda que cantan las viejas sagas bretonas y germanas, y su serenidad se debía probablemente a su triunfo, porque se había llevado consigo a la tumba el secreto mejor guardado.

¿Qué iba a decirle ahora el sargento al severo Enguerrando de Marigny? Sólo de pensar en su reacción se ponía a temblar.