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Era la hora que precede al amanecer. Amy salió con sigilo de la casa, sola. La casa de la mujer llamada Tía, que había muerto. La habían enterrado donde se había sentado, envolviendo su cuerpo en un edredón de la cama. Peter había depositado sobre su pecho una fotografía que había cogido de su dormitorio. La tierra era dura, habían cavado durante muchas horas, y cuando terminaron, habían decidido dormir en la casa. La casa de la mujer, había dicho Peter, sería tan buena como cualquier otro lugar. Amy sabía que él tenía una casa propia, pero por lo visto no quería volver a ella.

Peter había estado levantado casi toda la noche, sentado en la cocina de la anciana, leyendo su libro. Entornaba los ojos a la luz del farol cuando pasaba las páginas de letra apretada y hermosa. Preparó una taza de té, pero no se lo bebió. Lo dejó a su lado sobre la mesa, sin tocar, olvidado mientras leía.

Al final, Peter durmió algo, y Michael, y Greer, quien había cambiado la guardia con Alicia pasada la medianoche. Ella estaba ahora en la pasarela. Amy salió al porche y sujetó la puerta para que no golpeara al salir. La tierra estaba fría a causa del rocío bajo sus pies descalzos, blanda debido a la almohada de agujas que cubría el suelo. Localizó sin dificultad el túnel que pasaba por debajo de la línea eléctrica, atravesó la escotilla y avanzó.

Lo había presentido desde hacía días, semanas, meses. Ahora lo sabía. Lo había presentido durante años, desde el principio. Desde Milagro y el día sin hablar y el gran barco y mucho antes, durante todos los años que se extendían en su interior. El que la había seguido, el que siempre estaba cerca, cuya tristeza era la tristeza que ella sentía en su corazón. La tristeza de echarla de menos.

Siempre volvían a casa, y la casa estaba donde estaba Amy.

Salió del túnel. Faltaban unos instantes para que amaneciera. Había empezado a clarear, y la oscuridad se disolvía a su alrededor como vapor. Se alejó de las murallas, entró en la protección de los árboles, abrió la mente y cerró los ojos.

—Ven a mí. Ven a mí.

Silencio.

—Ven a mí, ven a mí, ven a mí.

Percibió entonces un crujido. No lo oyó, sino que lo sintió, deslizarse sobre todas las superficies, todo su cuerpo, la besaba como una brisa. La piel de sus manos, cuello y cara, el cuero cabelludo, los extremos de sus pestañas. Un suave viento de anhelo que respiraba su nombre.

«Amy».

—Sabía que estabas aquí —dijo Amy, y lloró, al igual que él estaba llorando en su corazón, pues sus ojos no podían destilar lágrimas—. Sabía que estabas aquí.

«Amy. Amy. Amy».

Abrió los ojos y lo vio acuclillado ante ella. Avanzó hacia él, y tocó su cara donde habían resbalado las lágrimas. Lo rodeó entre sus brazos. Y mientras le abrazaba, sintió la presencia de su espíritu dentro de ella, diferente de todos los demás que portaba, porque también era el de ella. Los recuerdos se vertieron sobre ella como si fueran agua. De una casa en la nieve y un lago y un tiovivo con luces y el tacto de su mano grande alrededor de la suya una noche cuando volaron juntos bajo el alero del cielo.

—Lo sabía, lo sabía, siempre lo supe. Tú eras el que me amaba.

El alba estaba rompiendo sobre la montaña. El sol se estaba deslizando hacia ellos como una espada de luz sobre la tierra. Y no obstante, ella lo retuvo tanto tiempo como se atrevió. Lo albergó en su corazón. Encima de ella, en la pasarela, Alicia estaba mirando. Amy lo sabía. Pero daba igual. Lo que estaba presenciando sería un secreto entre ellas, una cosa sabida pero de la que nunca se hablaría. Como Peter, era lo que era. Pues Amy creía que Alicia también lo sabía.

—Recuerda —le dijo—. Recuerda.

Pero se había ido. Sus brazos sólo retenían el espacio. Wolgast se estaba elevando, se estaba alejando.

Se produjo un temblor de luz en los árboles.