A lo lejos, lo vieron relucir: un inmenso campo de palas que giraban al viento.
Las turbinas.
Se habían mantenido pegados a los desiertos, a los lugares secos y calurosos, se refugiaban donde podían, y también donde no podían, encendían un fuego y esperaban a que pasara la noche. Una vez, y sólo una vez, vieron virales vivos. Un grupo de tres. Fue en Arizona, un lugar que el plano denominaba «El Desierto Pintado». Los seres estaban dormitando a la sombra bajo un puente, colgados de las vigas. Amy los había intuido al acercarse.
—Dejádmelos a mí —dijo Alicia.
Alicia los había liquidado a todos. Los tres, a cuchillo. La encontraron en la alcantarilla, extrayendo su cuchillo del pecho del último. Ya habían empezado a echar humo. Había sido fácil, dijo. Ni siquiera se dieron cuenta de que era ella. Tal vez pensaron que se trataba de otra viral.
Hubo más. Cadáveres, apenas unos restos. La forma de una caja torácica ennegrecida, los huesos de un cráneo o una mano casi convertidos en ceniza. La huella insinuada en un cuadrado de asfalto, como algo que se hubiera quemado en una sartén. Por lo general se topaban con ellos en las escasas ciudades que atravesaban. La mayoría estaban tendidos no lejos de los edificios donde habían dormido, para luego marchar, cuando se habían tumbado al sol para morir.
Peter y los otros habían esquivado Las Vegas y escogido una ruta que los llevaba por el sur. Creían que la ciudad estaría desierta, pero era mejor prevenir que curar. Para entonces el verano estaba en pleno apogeo, y los días sin sombra eran largos y brutales. Decidieron rodear el búnker, tomando la ruta más corta posible, para ir directamente hacia casa.
Se desplegaron mientras avanzaban hacia la central eléctrica. Vieron que la verja estaba abierta. Michael se puso a trabajar en la escotilla, desatornilló la placa que cubría el mecanismo y giró manualmente los interruptores de resorte con la punta del cuchillo.
Peter entró el primero. Un tintineo metálico bajo sus pies. Se agachó para mirar: había cartuchos de rifle.
Las paredes del pozo de la escalera estaban destrozadas a disparos. Unos pedazos de hormigón abarrotaban los peldaños. Habían volado la luz. Alicia se internó en el frío y la oscuridad, al tiempo que se quitaba las gafas. La oscuridad no suponía ningún problema para ella. Peter y los demás esperaron mientras bajaba a la sala de control, con el rifle apuntado hacia adelante. Oyeron el silbido, la señal de que todo estaba despejado.
Cuando llegaron al fondo, Lish había encontrado un farol y encendido la mecha. En la sala reinaba el caos. Habían volcado la larga mesa central, con la evidente intención de utilizarla como defensa. El suelo estaba sembrado de más cartuchos y cargadores vacíos. Pero el panel de control parecía intacto, y los contadores brillaban. Avanzaron hacia los trasteros y los barracones.
No había nadie. Ningún cadáver.
—Amy —dijo Peter—, ¿sabes qué pasó aquí?
Como todos ellos, estaba contemplando atónita y callada el alcance de la destrucción.
—¿Nada? ¿No percibes nada?
Ella negó con la cabeza.
—Creo… que esto lo hizo gente.
Habían apartado la estantería que ocultaba los rifles. Los rifles del tejado también habían desaparecido. ¿Qué estaban viendo? Una batalla, pero ¿quién había luchado contra quién? Se habían disparado cientos de balas en el pasillo y en la sala de control, y muchas más en los barracones. Aquello era un caos. ¿Dónde estaban los cadáveres? ¿Dónde estaba la sangre?
—Bien, hay corriente —anunció Michael, sentado ante el panel de control. El pelo le caía hasta los hombros. Tenía la piel bronceada por el sol, y se le estaba pelando en los pómulos. Estaba pulsando teclas, leyendo los números que desfilaban por la pantalla—. Los valores de los contadores son positivos. Tendría que subir mucha corriente montaña arriba. A menos que… —Hizo una pausa, se dio unos golpecitos en los labios con un dedo. Empezó a teclear de nuevo furiosamente, se levantó para echar un vistazo a los contadores y volvió a sentarse. Dio unos golpecitos en la pantalla con la larga uña de un dedo—. Aquí.
—Explícate, Michael —lo urgió Peter.
—Es el registro de seguridad del sistema. Todas las noches, cuando las baterías descienden por debajo del cuarenta por ciento, envía una señal a la central y solicita más corriente. Todo está automatizado, y esto no debería pasar nunca. La primera vez que ocurrió fue hace seis años, y desde entonces ha sucedido casi todas las noches. Hasta ahora. Hasta hace, veamos, trescientos veintitrés ciclos.
—Ciclos.
—Días, Peter.
—No sé qué significa eso, Michael.
—Significa que o bien alguien consiguió arreglar esas baterías, cosa que dudo, o bien no generan corriente.
Alicia frunció el ceño.
—Pero eso es absurdo. ¿Por qué no van a generar corriente?
Michael vaciló. Peter leyó la verdad en su rostro.
—Porque alguien apagó las luces —contestó.
Pasaron una noche inquieta en el búnker y partieron por la mañana. A mediodía habían atravesado Banning e iniciado el ascenso. Cuando pararon a descansar, a la sombra de un pino alto, Alicia se volvió hacia Peter.
—Por si acaso Michael se ha equivocado y nos detienen, quiero que sepas que voy a acusarme de haber matado a aquellos hombres. Aceptaré lo que me caiga, pero no voy a permitir que os acusen. Y no van a tocar ni a Amy ni al Circuito.
Era más o menos lo que él había esperado.
—No será necesario, Lish. Dudo que Sanjay haga algo en este momento.
—Puede que no, pero ya lo hemos dejado claro. Yo tampoco voy a preguntar. Estad preparados. ¿Comprendido, Greer?
El comandante asintió.
Pero esta advertencia no valió de nada. Cuando llegaron a la última curva de la carretera, por encima del Campo de Arriba, lo supieron. Vieron la muralla, que se alzaba entre los árboles, con las pasarelas desocupadas, sin la menor señal de la Guardia. Un silencio siniestro flotaba sobre el recinto. Las puertas estaban abiertas y sin guardias.
La Colonia estaba desierta.
Encontraron dos cadáveres.
El primero fue el de Gloria Patel. Se había ahorcado en la Sala Grande, entre los catres y cunas vacíos. Había utilizado una escalerilla larga y subido para fijar una cuerda a una de las vigas, cerca de la puerta. La escalerilla estaba caída de lado bajo sus pies, congelando el momento en el que ella se había pasado el nudo alrededor del cuello y empujado la escalera al suelo.
El otro cadáver era el de Tía. Fue Peter quien la encontró, sentada en una silla de la cocina en el pequeño claro abierto delante de su casa. Llevaba muchos meses muerta, pero su apariencia apenas se había alterado. Cuando tocó la mano que descansaba sobre su regazo, sólo sintió la fría rigidez de la muerte. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás. Una expresión plácida adornaba su rostro, como si se hubiera dormido. Sabía que había salido al caer la oscuridad y las luces no se encendieron. Había sacado una silla al patio para sentarse y contemplar las estrellas.
—Peter. —Alicia le tocó el brazo mientras él se arrodillaba junto al cuerpo—. Peter, ¿qué quieres hacer?
Él apartó la vista, y sólo entonces se dio cuenta de que sus ojos estaban anegados en lágrimas. Los demás estaban parados detrás de él, un silencioso coro de testigos.
—Deberíamos enterrarla aquí. Cerca de su casa, de su jardín.
—Lo haremos —contestó Alicia—. Me refiero a las luces. No tardará en oscurecer. Michael dice que tenemos una carga entera, si queremos.
Miró a Michael, y éste asintió.
—De acuerdo —dijo.
Cerraron la puerta y se congregaron en el Solárium, todos excepto Michael, que había vuelto al Faro. Caía el crepúsculo, y el cielo se estaba tiñendo de púrpura. Todo parecía en estado de suspensión. Ni los pájaros cantaban. Después, se oyó el chasquido de las luces al encenderse, que los bañó de un resplandor intenso y definitivo.
Michael llegó a su lado.
—Esta noche no tendría que haber problemas.
Peter asintió. Guardaron silencio un rato en presencia de esta verdad tácita: una noche más, y las luces de la Colonia se apagarían para siempre.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Alicia.
En el silencio, Peter sintió la presencia de sus amigos a su alrededor. Alicia, cuya valentía le daba fuerzas. Michael, delgado y curtido, un hombre ya. Greer, de semblante sabio y marcial. Y Amy. Pensó en todo lo que había visto, y en aquéllos a quienes había perdido (no sólo a quienes conocía, sino a todos los demás), y supo cuál iba a ser su respuesta.
—Ahora iremos a la guerra —dijo.