A mediodía Bajaron de la montaña cuando el río se estaba descongelando, surcando la nieve. Bajaron como un solo hombre, cargados con las mochilas, armados con cuchillos. Bajaron al valle, Michael al volante del autonieve con Greer al lado y los demás arriba, el viento y el sol dándoles de cara. Bajaron por fin al país salvaje que habían reconquistado.
Volvían a casa.
Habían estado ciento doce días en la montaña. En todo aquel tiempo no habían visto ni un solo viral. Durante días seguidos, después de cruzar las colinas, había nevado, y se habían quedado aislados en el viejo hotel. Un gran edificio de piedra, con las puertas y las ventanas cubiertas de planchas de contrachapado, sujetas a la estructura mediante pesados tornillos. Habían esperado encontrar cadáveres en el hotel, pero estaba vacío, con los muebles dispuestos alrededor de la chimenea de su cavernosa sala cubiertos con espectrales sábanas blancas, la despensa de la inmensa cocina provista de todo tipo de latas, muchas de ellas todavía con sus etiquetas. Arriba, un laberinto de habitaciones, y en el sótano, una enorme y silenciosa caldera, además de largas rejillas que forraban las paredes, llenas de esquís. El lugar estaba frío como una tumba. No sabían si la chimenea estaba atascada. Como mínimo estaría llena de hojas y nidos de pájaros. Lo único que cabía hacer era encender un fuego y esperar lo mejor. En la oficina encontraron cajas de papel guardadas en un armario. Las subieron para encender el fuego, y con el hacha de Peter cortaron un par de sillas del comedor. Después de unos minutos de humo, la sala se inundó de luz y calor. Bajaron colchones del segundo piso y durmieron al lado del fuego, mientras la nieve se amontonaba fuera.
Habían encontrado los autonieves a la mañana siguiente. Eran tres, y descansaban sobre sus rodaduras en un garaje situado detrás del hotel.
—¿Crees que puedes poner en marcha estos trastos? —preguntó Peter a Michael.
Había tardado casi todo el invierno. Para entonces todo el mundo se había vuelto medio loco, ansioso por partir. Los días eran más largos, y daba la impresión de que el sol albergaba un calor lejano y recordado, pero la nieve aún era profunda, y se elevaba en grandes ventisqueros contra las paredes del hotel. Habían quemado casi todos los muebles y las barandillas del porche. Michael había aprovechado suficientes piezas de los autonieves para lograr que funcionara uno, o eso creía él. El problema residía en el combustible. El depósito grande que había detrás del cobertizo estaba vacío, agrietado a causa de la podredumbre. Sólo contaba con lo que contenían los autonieves, unos cuantos litros, muy contaminados por la herrumbre. Lo transvasó a cubos de plástico, y luego lo introdujo mediante un embudo forrado de trapos. Dejó que se asentara una noche, y después repitió el proceso, para ir eliminando cada vez más restos, aunque al mismo tiempo menguaba la cantidad. Cuando estuvo satisfecho, quedaban 18 litros, con los que alimentó el autonieve.
—No prometo nada —advirtió a todo el mundo. Había hecho lo posible por limpiar el depósito de combustible, con litros y litros de nieve derretida, pero no costaría mucho estropear una manguera—. El maldito trasto podría dejarnos tirados a cien metros de aquí —dijo. Aunque sabía que no se iban a tomar muy en serio aquella advertencia.
Era una mañana soleada cuando sacaron el autonieve del cobertizo y cargaron los bártulos. Del alero del pabellón colgaban gigantescos carámbanos, similares a largos dientes enjoyados. Greer había ayudado a Michael con las reparaciones; resultó que había sido engrasador, y sabía una o dos cosas de motores. Ambos se acomodaron juntos. Los demás viajarían arriba, sobre una amplia plataforma metálica provista de una barandilla. Habían quitado el arado para disminuir peso, con la esperanza de arrancar unos cuantos kilómetros más al escaso combustible de que disponían.
Michael abrió la ventanilla y habló en dirección a la parte posterior del vehículo.
—¿Todo el mundo a bordo?
Peter estaba atando los últimos pertrechos a la parte posterior del autonieve. Amy había ocupado su puesto junto a la barandilla. Hollis y Sara estaban debajo de él, pasando los esquíes.
—Esperad un momento —dijo. Se levantó e hizo bocina con las manos—. ¡Vámonos, Lish!
La joven salió del pabellón. Como todos los demás, llevaba una chaqueta de nailon roja con las palabras PATRULLA DE ESQUÍ impresas en la espalda, y unas botas de piel pequeñas sujetas a los esquís, las mallas protegidas hasta las rodillas por un par de polainas de lona. Le había vuelto a crecer el pelo, con un tono rojizo todavía más intenso que antes, casi oculto bajo la cinta de la gorra de ala larga. Se protegía los ojos con unas gafas de sol con piezas de piel sujetas a los cristales, que colgaban a los lados de su cara como un par de anteojos.
—Da la impresión de que siempre nos estamos yendo de algún sitio —contestó—. Sólo quería despedirme del lugar.
Estaba parada en el borde del porche, a unos diez metros de distancia, a la altura de la plataforma del autonieve. A juzgar por la repentina sonrisa y la forma de ladear la cabeza, primero a un lado y después al otro, Peter supuso lo que estaba a punto de intentar. Estaba calculando la distancia y el ángulo. Se quitó la gorra, dejó en libertad su pelo bajo la luz del sol y la guardó dentro de su chaqueta. Retrocedió tres pasos y flexionó las rodillas. Sacudió un poco las manos, caídas a los costados, y después las dejó inmóviles. Se puso de puntillas.
—Lish…
Demasiado tarde. Dos veloces brincos y saltó. El porche estaba desierto. Alicia surcó el aire. Era algo digno de verse, pensó Peter. Alicia Cuchillos, la Capitana Más Joven Desde el Día; Alicia Donadio, la Última Expedicionaria, estaba volando. Pasó por delante del sol con los brazos extendidos, los pies juntos. En el punto máximo de su ascensión apoyó la barbilla contra el pecho y dio una voltereta, dirigiendo las suelas de sus botas hacia el autonieve, los brazos alzados, el cuerpo descendiendo hacia ellos como una flecha. Aterrizó en la plataforma con un ruido metálico estremecedor, y quedó acuclillada para absorber la fuerza del impacto.
—¡Joder! —Michael se dio la vuelta—. ¿Qué ha sido eso?
—Nada —dijo Peter. Aún notaba la vibración metálica del aterrizaje, que resonaba en sus huesos—. Sólo Alicia.
—¡La leche, pensé que el motor había estallado!
Hollis y Sara subieron a bordo. Alicia ocupó su puesto junto a la barandilla y se volvió hacia Peter. Pese a los cristales ahumados, Peter percibió el brillo anaranjado de sus ojos.
—Lo siento —dijo ella con una sonrisa de culpabilidad—. Pensé que podría conseguirlo.
—Creo que nunca me acostumbraré a que hagas eso —dijo Peter.
El cuchillo no había llegado a caer. Mejor dicho, sí lo había hecho, pero de repente se detuvo.
Todo se había detenido.
Fue Alicia quien lo hizo, al agarrar las muñecas de Peter. Inmovilizó el cuchillo en su arco descendente, apenas a unos centímetros de su pecho. Las ligaduras se habían roto como papel. Peter notó el poder de sus brazos, una fuerza titánica, más que humana, y supo que era demasiado tarde.
Pero cuando ella abrió los ojos, vio a Alicia.
—Si no te molesta, Peter —dijo—, ¿te importaría cerrar las persianas? Porque aquí hay demasiada luz.
La Nueva Cosa. Así la llamaban. No era ni una ni otra, sino todo lo contrario. No podía presentir a los virales, como Amy. No podía oír la pregunta, la gran tristeza del mundo. Parecía la misma de siempre en todos los sentidos, la misma Alicia de siempre, salvo por una cosa.
Cuando quería, podía hacer las cosas más asombrosas.
Pero, pensó Peter, ¿cuándo no lo había hecho?
El autonieve murió cuando ya se veía el fondo del valle. Tosió y resopló, y por fin surgió una explosión de humo del tubo de escape. Avanzaron unos cuantos metros más sobre las rodaduras y se detuvieron.
—Ya está —dijo Michael desde la cabina—. A partir de aquí seguiremos a pie.
Todo el mundo bajó. Peter oyó el ruido del río más abajo, alimentado por el deshielo. Su destino era la guarnición, dos días de viaje como mínimo en la pegajosa nieve primaveral. Descargaron sus pertrechos y se ciñeron los esquíes. Habían aprendido los principios básicos en un libro que habían encontrado en el pabellón, un volumen delgado y amarillento que llevaba por título Principios del esquí nórdico, si bien las palabras y las fotos de su interior conseguían que la actividad pareciera más fácil de lo que era en realidad. Greer apenas podía mantenerse erguido, e incluso cuando lo lograba, siempre acababa estampándose contra los árboles. Amy hacía lo posible por ayudarlo (había aprendido enseguida, y se deslizaba con gracia y agilidad), y le enseñaba lo que debía hacer.
—Así —decía—. Tienes que volar sobre la nieve. Es fácil.
No era fácil, ni por asomo, y los demás habían padecido su ración de caídas, pero con la práctica habían adquirido cierta destreza.
—¿Todos preparados? —preguntó Peter, al tiempo que ataba las correas. El grupo murmuró un asentimiento. Era casi mediodía, y el sol estaba alto en el cielo—. ¿Amy?
La chica asintió.
—Creo que estamos preparados.
—Muy bien. Ojo avizor.
Cruzaron el río por un viejo puente de hierro, se desviaron al oeste, pasaron una noche al raso y llegaron a la guarnición al final del segundo día. La primavera había irrumpido en el valle. En esas altitudes inferiores se había fundido casi toda la nieve, y la tierra estaba sembrada de barro. Cambiaron los esquís por el Humvee que había dejado el batallón, cogieron comida, combustible y armas del depósito subterráneo y se pusieron en marcha de nuevo.
Podían cargar diésel suficiente como para llegar hasta la frontera de Utah. Tal vez un poco más. Después de eso, a menos que encontraran más, tendrían que seguir a pie de nuevo. Se encaminaron hacia el sur, rodeando las colinas, y penetraron en una tierra seca de rocas de color rojo sangre que se alzaban a su alrededor en fantásticas formaciones. Por las noches se refugiaban donde podían, un elevador de grano, la parte posterior de un semirremolque vacío, o una gasolinera en forma de tipi.
Sabían que corrían peligro. Los de Babcock estaban muertos, pero sabían que había más. Los de Sosa. Los de Lambright. Los de Baffes, Morrison, Carter y los demás. Eso habían averiguado. Eso era lo que Lacey les había enseñado cuando había detonado la bomba, y Amy, cuando se había parado entre los Muchos, muertos sobre la nieve. Lo que eran los Doce, pero más todavía: cómo liberar a los demás.
—Creo que la analogía más cercana serían las abejas —había dicho Michael. Durante los largos días que habían pasado en la montaña, Peter les había distribuido los expedientes de Lacey para que los leyeran. El grupo había dedicado muchas horas a debatir sobre aquella información. Pero al final fue Michael quien avanzó la hipótesis que ordenó todos los datos.
—Estos doce sujetos originales —prosiguió, mientras señalaba los expedientes— son como las abejas reinas, y cada uno de ellos posee una variedad diferente del virus. Los portadores de cada una de esas variantes forman parte de una mente colectiva, que está vinculada con el anfitrión original.
—¿Cómo lo has deducido? —preguntó Hollis. Era el más escéptico del grupo, y siempre discutía sus ideas.
—Por su forma de moverse, para empezar. ¿No te ha intrigado nunca? Todo lo que hacen parece coordinado, porque lo está, como dijo Olson. Cuanto más pienso en ello, más lógico me parece. Eso explica por qué secuestran a una persona de cada diez. Considéralo una especie de reproducción, una forma de continuar la estirpe de los virales.
—¿Cómo una familia? —dijo Sara.
—Bien, eso sería una manera de dulcificar la realidad. No olvidéis que estamos hablando de virales. Pero sí, supongo que podríamos considerarlos una familia.
Peter recordó algo que Vorhees le había dicho, que los virales se estaban…, ¿cuál era la palabra?…, agrupando. Se lo contó al grupo.
—Es lógico —convino Michael—. Queda muy poca caza mayor, y muy poca gente. Se están quedando sin comida, y sin nuevos anfitriones a los que infectar. Constituyen una especie como cualquier otra, programada para sobrevivir. Juntarse así podría ser una especie de adaptación, con el fin de conservar su energía.
—¿Eso significa… que ahora son más débiles? —sondeó Hollis.
Michael meditó un momento, al tiempo que se mesaba la barba rala.
—«Más débiles» es algo relativo —contestó con cautela—, pero sí, yo diría que sí. Volveré a la analogía de las abejas. Todo cuanto hace una colmena, lo hace para proteger a la reina. Si Vorhees estaba en lo cierto, lo que estás viendo es una consolidación alrededor de los Doce originales. Creo que eso fue lo que encontramos en el Refugio. Nos necesitan, y nos necesitan vivos. Apuesto a que hay once colmenas más por ahí.
—¿Qué pasaría si pudiéramos encontrarlas? —preguntó Peter.
Michael frunció el ceño.
—Pues te diría que ha sido un placer conocerte.
Peter se inclinó hacia adelante en la silla.
—Pero ¿y si pudiéramos? ¿Y si pudiéramos encontrar a los Doce y matarlos?
—Cuando la reina muere, la colmena muere con ella.
—Como Babcock. Como los Muchos.
Michael miró con cautela a los demás, y después, volvió la vista de nuevo hacia Peter.
—Escucha, sólo es una teoría. Vimos lo que vimos, pero pudimos habernos equivocado. Y eso no resuelve el primer problema, que es localizarlos. El continente es grande. Podrían estar en cualquier sitio.
De pronto, Peter fue consciente de que todo el mundo lo estaba mirando.
—¿Peter? —Era Sara, sentada a su lado—. ¿Qué pasa?
«Siempre vuelven a casa», pensó.
—Creo que sé dónde están —dijo Peter.
Siguieron adelante. Fue durante la quinta noche. Se encontraban en Arizona, cerca de la frontera con Utah. Greer se volvió hacia Peter.
—Lo más curioso es que siempre pensé que era una invención.
Estaban sentados junto a un fuego de mezquite chisporroteante, una concesión al frío. Alicia y Hollis estaban de guardia, patrullando el perímetro. Los demás se habían dormido. Habían llegado a un valle ancho y desierto, y se habían refugiado bajo un puente que salvaba un arroyo seco para pasar la noche.
—¿El qué?
—La película. Drácula. —Greer había adelgazado con el paso de las semanas. Le había crecido el pelo, una tonsura gris, y se había dejado barba. Era difícil recordar la época en que no era uno de ellos—. No viste el final, ¿verdad?
La noche del desastre. A Peter se le antojaba muy lejana. Intentó recordar el orden de los acontecimientos.
—Tienes razón —dijo por fin—. Iban a matar a la chica cuando regresó el pelotón azul. Harker y el otro. Van Helsing. —Se encogió de hombros—. Me alegré de no tener que ver esa parte.
—Ésa es la cuestión. No matan a la chica. Matan al vampiro. Al hijo de puta le clavan una estaca en el punto débil. Mina se despierta, como si no hubiera pasado nada, como nueva. —Greer se encogió de hombros—. Nunca me tragué eso, si quieres que te diga la verdad. Ahora ya no estoy tan seguro. Sobre todo después de lo que vi en aquella montaña. —Hizo una pausa—. ¿De veras crees que recordaron quiénes eran? ¿Qué no podían morir hasta que lo hicieran?
—Eso dice Amy.
—Y tú la crees.
—Sí.
Greer asintió y dejó que pasara un momento.
—Es curioso. Me he pasado toda la vida intentando matarlos. Nunca pensé en las personas que habían sido. Por algún motivo, nunca me pareció importante. Ahora descubro que me dan pena.
Peter sabía a qué se refería. Él había pensado lo mismo.
—Sólo soy un soldado, Peter. O al menos lo era. Técnicamente soy un desertor. Pero todo lo que ha ocurrido significa algo. Incluso el hecho de que esté aquí contigo. Creo que es algo más que el fruto del azar.
Peter recordó la historia que le había contado Lacey, la de Noé y el barco, y cayó en la cuenta de que había algo que no se le había ocurrido antes. Noé no estaba solo. Estaban los animales, por supuesto, pero eso no era todo. Se había llevado a su familia.
—¿Qué crees que debemos hacer? —preguntó.
Greer sacudió la cabeza.
—Creo que no me corresponde a mí decidir. Tú eres quien lleva los frascos en la mochila. Esa mujer te los dio a ti, y a nadie más. Por lo que a mí respecta, amigo mío, quien decide eres tú. —Se levantó y cogió su rifle—. Pero, y te digo esto como soldado, diez Donadios más serían un arma del copón.
No hablaron más aquella noche. Moab se hallaba a dos días de distancia.
Se acercaron a la alquería desde el sur, con Sara al volante del Humvee, y Peter arriba con los prismáticos.
—¿Ves algo? —preguntó Sara.
Era a última hora de la tarde. Sara había detenido el vehículo en la amplia llanura del valle. Se había levantado un viento fuerte y cargado de polvo que entorpecía la visión a Peter. Después de cuatro días calurosos, la temperatura había caído de nuevo, y hacía un frío invernal.
Peter bajó y se sopló las manos. Los demás estaban apelotonados en los bancos con sus pertrechos.
—Veo los edificios. No hay ningún movimiento. El polvo es demasiado espeso.
Todos guardaban silencio, temerosos de lo que iban a encontrar. Al menos, tenían combustible. Al sur de la ciudad de Blanding habían topado (de hecho, habían ido a parar directamente) con un inmenso depósito de combustible, dos docenas de tanques cubiertos de herrumbre que asomaban del suelo como un campo de setas gigantescas. Se dieron cuenta de que, si habían planificado bien la ruta, en busca de aeródromos y ciudades grandes, sobre todo las que contaban con estaciones de tren, podrían encontrar y utilizar el combustible suficiente como para llegar hasta casa, siempre que el Humvee aguantara.
—Sigue adelante —dijo Peter.
Sara obedeció y entró en la calle de las casas pequeñas. Peter pensó con desazón en que todo estaba tal como lo habían dejado, vacío y abandonado. Theo y Mausami habrían oído sin duda el sonido del motor y ya habrían salido de casa. Sara llegó ante el porche de la casa principal y silenció el motor. Todo el mundo bajó. Todavía no se habían producido sonidos ni movimientos en el interior.
Alicia fue la primera en hablar, al tiempo que daba una palmada en el hombro a Peter.
—Déjame ir.
Pero él negó con la cabeza. La tarea le correspondía a él.
—No. Lo haré yo.
Subió al porche y abrió la puerta. Vio al instante que todo estaba cambiado. Habían cambiado de sitio los muebles, y convertido la casa en una vivienda más cómoda, incluso más acogedora. Había una colección de fotografías antiguas sobre el hogar repleto de cenizas. Avanzó, esperando calor, pero el fuego llevaba mucho rato apagado.
—¿Theo?
No hubo respuesta. Entró en la cocina, y todo estaba limpio, fregado y recogido. Recordó con un escalofrío la historia de Vorhees sobre la ciudad desaparecida, ¿cómo se llamaba? Homer. Homer, en Oklahoma. Platos en la mesa, todo limpio como una patena, toda la gente desaparecida sin dejar rastro.
La escalera daba a un angosto vestíbulo con dos puertas, cada una de las cuales daba a un dormitorio. Peter abrió la primera con cautela. La habitación estaba intacta.
Sin perder las esperanzas, Peter abrió la segunda puerta. Theo y Maus estaban en una cama grande. Dormían profundamente. Maus dormía boca abajo, una manta tapándole los hombros y el cabello negro derramado sobre la almohada. Theo dormía rígido boca arriba, con la pierna izquierda entablillada desde el tobillo hasta la cadera. Entre ellos, envuelto entre las mantas, vio la diminuta cara de un bebé.
—Bien, que me aspen —dijo Theo. Abrió los ojos y sonrió, mostrando una hilera de dientes rotos.
Lo que el viento no se pudo llevar.