Era primavera y el niño iba a nacer.
Hacía días que Maus sufría contracciones. Estaba limpiando en la cocina, tendida en la cama, o mirando a Theo trabajar en el patio, cuando de repente sentía una rápida tensión en el estómago que la dejaba sin aliento.
—¿Ya viene? —preguntaba Theo—. ¿Va a nacer?
Por un momento, ella apartaba la vista, con la cabeza ladeada, como si escuchara un sonido lejano. Después, le prestaba atención de nuevo y le dedicaba una sonrisa tranquilizadora.
—Ya está, ¿ves? No ha sido nada. Vuelve a tus ocupaciones, Theo.
Pero ahora sí estaba pasando algo. En mitad de la noche. Theo estaba soñando, un sueño sencillo y feliz del sol cayendo sobre un campo dorado, cuando oyó la voz de Maus, que le llamaba. Ella también estaba en su sueño, pero no podía verla. Estaba escondida, jugando. Estaba delante de él, después detrás, no sabía dónde.
—Theo.
Conroy aullaba y ladraba, saltando en la hierba, alejándose de él y volviendo de nuevo, lo animaba a seguirlo.
—¿Dónde estás? —gritaba Theo—, ¿dónde estás?
—Estoy mojada —decía la voz de Mausami—, estoy toda mojada. Despierta, Theo. Creo que he roto aguas.
Entonces despertó y se levantó, tanteó en la oscuridad y trató de ponerse las botas. Conroy también estaba levantado, meneaba la cola, y empujó la cara de Theo cuando se arrodilló para encender el farol. «¿Ya ha amanecido? ¿Vamos de paseo?»
Mausami respiró hondo entre dientes.
—Aaay. —Arqueó la espalda sobre el colchón combado—. Aaay.
Le había explicado a Theo lo que debía hacer, y las cosas que iba a necesitar. Sábanas y toallas para colocar debajo de ella, para la sangre y todo lo demás. Un cuchillo y sedal para el cordón umbilical. Agua para lavar al niño y una manta para envolverlo.
—No te muevas, vuelvo enseguida.
—¡La leche que te han dado! —gimió ella—, ¿adónde quieres que vaya? —Otra contracción recorrió su cuerpo. Cogió la mano de Theo, la apretó con fuerza hasta hundir las uñas en su palma y apretó los dientes para contener el dolor—. Joder.
Entonces se volvió y vomitó en el suelo.
El hedor del vómito impregnó la habitación. Conroy pensó que era para él, un maravilloso regalo. Theo alejó al perro de una patada, y después ayudó a Mausami a tenderse sobre los almohadones.
—Algo va mal. —Tenía el rostro pálido de miedo—. No debería doler así.
—¿Qué debo hacer, Maus?
—¡No lo sé!
Theo bajó corriendo la escalera, seguido de Conroy. El niño, el niño iba a nacer. Había pensado en agrupar todos los útiles en un solo sitio, pero nunca lo había hecho, por supuesto. La casa estaba helada, el fuego se había apagado. Habría que darle calor al niño. Depositó un montón de troncos en el hogar, se arrodilló delante y sopló en las brasas para que prendieran. Sacó trapos y un cubo de la cocina. Le habría gustado hervir agua para esterilizarla, pero pensó que ya no le daría tiempo.
—¿Dónde estás, Theo?
Llenó el cubo, sacó un cuchillo afilado y lo subió todo al dormitorio. Maus estaba sentada, con su cabello largo desparramado sobre la cara, con expresión atemorizada.
—Siento lo del suelo —dijo.
—¿Más contracciones?
Ella negó con la cabeza.
Conroy había vuelto a olisquear el vómito. Theo lo ahuyentó y se puso a cuatro patas para limpiarlo, conteniendo el aliento. Qué ridículo. Ella estaba a punto de tener un hijo, y él se encogía a causa del olor del vómito.
—Aaay —dijo Maus.
Cuando Theo se levantó, ella volvió a tener contracciones. Había subido las piernas con los talones apuntados hacia las nalgas. Las lágrimas se le escapaban por las comisuras de los ojos.
—¡Qué dolor! ¡Qué dolor! —De repente, se puso de costado—. ¡Apriétame la espalda, Theo!
Nunca había dicho nada parecido.
—¿Dónde? ¿Cómo debo apretar?
Ella gritó contra la almohada.
—¡Donde sea!
Él apretó vacilante.
—¡Más abajo, por el amor de Dios!
Theo convirtió su mano en un puño y apretó con los nudillos. Notó que ella reaccionaba con un empujón. Contó los segundos: diez, veinte, treinta.
—Viene de culo. —Maus jadeó en busca de aliento—. La cabeza del niño me empuja la columna vertebral. Me dan ganas de empujar, pero todavía no puedo hacerlo, Theo. No me dejes empujar.
Se puso a cuatro patas. Sólo llevaba una camiseta. Las sábanas estaban empapadas de líquido, que desprendía un olor dulce y tibio, como heno recién segado. Theo recordó su sueño del campo, cómo ondulaba la dorada luz del sol.
Otra contracción. Mausami gimió y apretó la cara contra el colchón.
—¡No te quedes ahí parado!
Theo se subió a la cama a su lado, apoyó el puño sobre su columna y empujó con todas sus fuerzas.
Pasaron horas y horas. Las contracciones continuaron, fuertes e intensas, durante todo el día. Theo se quedó con ella en la cama, presionando su columna hasta que se le quedaron las manos entumecidas, los brazos con agujetas a causa de la fatiga. Pero comparado con lo que le estaba pasando a Mausami, aquella pequeña incomodidad no era nada. La abandonó sólo dos veces, para llamar a Conroy desde el patio, y después, cuando el día estaba agonizando y lo oyó gimotear en la puerta, para dejarlo salir de nuevo. Siempre que volvía a subir la escalera, Mausami estaba gritando su nombre.
Se preguntó si era así siempre. No lo sabía. Era horrible, interminable, algo que jamás había experimentado. Se preguntó si, cuando llegara el momento, Mausami tendría fuerzas suficientes como para empujar y que el niño saliera. Entre contracción y contracción, parecía como si flotara en una especie de sopor. Sabía que se estaba concentrando para la siguiente oleada de dolor. Lo único que podía hacer él era presionarle la columna, pero esto no parecía ser de gran ayuda. De hecho, no creía que sirviera de nada.
Mientras estaba encendiendo el farol (era la segunda noche, pensó desesperado, ¿cómo podía continuar aquello una segunda noche?), Maus lanzó un grito penetrante. Se volvió y vio que sobre sus muslos resbalaban unos hilillos de sangre aguada.
—Estás sangrando, Maus.
Ella se había tendido de espaldas, con los muslos alzados. Respiraba muy deprisa, con el rostro perlado de sudor.
—Aguanta. Mis piernas —jadeó.
—¿Cómo las aguanto?
—Voy a empujar, Theo.
Se puso al pie de la cama y apoyó las manos contra sus rodillas. Cuando llegó la siguiente contracción, ella se dobló por la cintura y lanzó su peso hacia él.
—Oh, Dios. Ya lo veo.
Se había abierto como una flor, revelando un disco de piel rosácea, cubierto de pelo negro mojado. Después, al instante siguiente, desapareció, los pétalos de la flor se cerraron sobre él y el niño volvió al interior.
Empujó otras tres, cuatro, cinco veces. En cada una de esas ocasiones el niño aparecía y, con la misma rapidez, desaparecía. Theo pensó, por primera vez, que aquel niño no quería nacer, que aquel niño quería quedarse donde estaba.
—Ayúdame, Theo —suplicó ella. Se había quedado sin fuerzas—. Tira de él, sácalo, por favor, sácalo de una vez.
—Debes empujar una vez más, Maus. —Parecía desvalida por completo, al borde del colapso—. ¿Me oyes? ¡Debes empujar!
—¡No puedo, no puedo!
Llegó la siguiente contracción. Ella levantó la cabeza y lanzó un grito de dolor animal.
—¡Empuja, Maus, empuja!
Ella obedeció, y empujó. Cuando apareció la cabeza del niño, Theo deslizó el dedo índice en el interior de Mausami, en su calor y en su humedad. Notó la curva orbital de las cuencas de los ojos, el delicado bulto de una nariz. No podía tirar del niño, no había nada que aferrar, el niño tendría que ir hacia él. Colocó una mano debajo de ella y apoyó el hombro contra sus piernas, con el fin de colaborar con su esfuerzo.
—¡Casi lo tenemos! ¡No pares!
Entonces, como si el tacto de su mano le hubiera conferido la voluntad de nacer, apareció el rostro del niño. Era una visión de una extrañeza prodigiosa, con oídos, nariz, boca y unos ojos saltones, como de rana. Theo colocó la mano bajo la suave curva húmeda de su cráneo. El cordón umbilical, un tubo translúcido lleno de sangre, estaba enrollado alrededor de su cuello. Aunque nadie le había enseñado a hacerlo, Theo colocó un dedo debajo y lo alzó con delicadeza. Entonces introdujo la mano en las entrañas de Mausami, pasó un dedo bajo el brazo del niño y tiró.
El cuerpo se liberó y llenó las manos de Theo con su calor resbaladizo de piel azulina. Era un varón. El bebé era un varón. Aún no había respirado, ni emitido el menor sonido. Su llegada al mundo estaba incompleta, pero Maus le había explicado bastante bien lo que debía hacer a continuación. Theo dio la vuelta al niño en sus manos, lo depositó sobre su antebrazo y sostuvo su cara vuelta hacia abajo con la palma. Empezó a masajearle la espalda, describiendo círculos con los dedos de la mano libre. El corazón le martilleaba en el pecho, pero estaba tranquilo. Tenía la mente lúcida y concentrada en esta nueva tarea.
—Vamos —le decía—, respira. Después de todo lo que has pasado, ¿cómo puede costarte tanto? —El niño acababa de nacer, pero Theo ya percibía en qué medida influía en él. Por el mero hecho de existir, aquella cosita gris que sostenía en brazos había borrado todas las demás maneras de vivir que Theo habría podido elegir—. Vamos, cariño. Hazlo. Abre los pulmones y respira.
Y entonces lo hizo. Theo sintió que su diminuto pecho se hinchaba, un chasquido perfectamente distinguible, y después algo tibio y pegajoso que se derramaba sobre su mano, como un ronquido. El niño emitió un segundo suspiro, llenó los pulmones, y Theo sintió que la fuerza de la vida penetraba en él. Theo le dio la vuelta y cogió un paño. El niño había empezado a llorar, no las potentes protestas que había esperado, sino una especie de maullido. Le secó la nariz, la boca y las mejillas, y recogió con un dedo los restos de mocos de sus labios; a continuación lo depositó, todavía sujeto al cordón, sobre el pecho de Mausami.
Ella tenía el rostro extenuado, abotargado y ojeroso. Observó en las comisuras de sus ojos un abanico de arrugas que un día antes no existían. Forzó una débil sonrisa de agradecimiento. Todo había terminado. El niño había nacido por fin.
Theo cubrió al bebé con una manta, los tapó a los dos, se sentó a su lado en la cama y lloró.
Era noche cerrada cuando Theo despertó y se preguntó dónde estaría Conroy.
Maus y el niño estaban dormidos. Habían decidido llamarlo Caleb (o, mejor dicho, Maus lo había decidido, y Theo había accedido al instante). Lo habían envuelto en una manta y depositado sobre el colchón al lado de ella. El aire de la habitación seguía impregnado de un intenso olor terrenal, a sangre, sudor y parto. Había dado de mamar al niño, o al menos lo había intentado (pues la leche tardaría uno o dos días en subirle), y comido algo, un puré de patatas hervidas del sótano y unos bocados de una manzana de sus provisiones de invierno. Theo sabía que pronto necesitaría proteínas, pero las temperaturas estaban subiendo y eso significaba que pronto habría mucha caza menor por los alrededores. En cuanto se tranquilizaran, saldría a cazar.
De pronto pensó que jamás abandonarían aquel lugar. Tenían todo lo que necesitaban para vivir. La casa había aguantado el paso de los años, a la espera de que alguien la convirtiera de nuevo en un hogar. Se preguntó por qué había tardado tanto tiempo en darse cuenta. Eso era lo que Theo le diría a Peter cuando éste regresara. Tal vez había algo en la montaña, y tal vez no. Daba igual. Ése era su hogar. Nunca se marcharían de allí.
Se sentó un rato, reflexionando sobre esas cosas, inmerso en un silencioso asombro, en una satisfacción inesperada que parecía alojada en lo más remoto de su ser. Pero el agotamiento pudo más que él. Se acurrucó a su lado y no tardó en dormirse.
Una vez despierto, cayó en la cuenta de que se había olvidado por completo de Conroy. Intentó recordar la última vez que había sido consciente de la presencia del perro. Por la tarde, cerca del ocaso, se había puesto a gimotear para pedir que lo dejara salir. Theo lo había hecho enseguida, pues no quería abandonar a Maus ni un instante. Conroy nunca se alejaba mucho, y en cuanto terminaba de hacer sus necesidades, ya estaba arañando la puerta. Theo había estado tan preocupado que había cerrado la puerta, corrido escaleras arriba y olvidado al animal.
Hasta entonces. Pensó que era raro que no hubiera oído ni un ladrido. Ni arañazos en la puerta, ni aullidos fuera. Durante los días posteriores al hallazgo de las huellas en el granero, Theo se había mantenido ojo avizor, sin alejarse mucho de la casa y con la escopeta a mano. No había dicho nada a Mausami, pues no quería preocuparla. Pero a medida que transcurría el tiempo sin más indicios, había preferido concentrarse en el asunto, mucho más urgente, del niño. Se descubrió preguntándose si habría malinterpretado las huellas. Las pisadas bien podían ser de él, al fin y al cabo, y la lata algo que Conroy hubiera sacado de la basura.
Se levantó con sigilo, cogió el farol, sus botas y la escopeta, y bajó a la sala de estar. Se sentó en la escalera para calzarse las botas, sin molestarse en anudarse los cordones. Encendió una ramita con las ascuas del fuego, la acercó a la mecha del farol y abrió la puerta.
Esperaba encontrarse a Conroy dormido en el porche, pero no había nadie. Alzó el farol para que la luz lo invadiera todo, y bajó al patio. No había luna ni estrellas. Soplaba un húmedo viento primaveral que presagiaba lluvia. Alzó la vista hacia la niebla, y la luz le bañó la frente y las mejillas. El perro se alegraría de verlo. Querría entrar en la casa, refugiarse de la lluvia.
—¡Conroy! —llamó—. ¿Dónde estás, Conroy?
Las demás casas estaban en silencio. Conroy nunca había demostrado otra cosa que un interés pasajero por aquellas construcciones, como si, guiándose por su instinto canino, supiera que carecían de todo valor. Había cosas dentro, y el hombre y la mujer las utilizaban. ¿Qué más le importaban a él?
Theo avanzó poco a poco por el sendero, la escopeta apretada bajo el brazo, mientras con el otro barría la zona con la luz del farol. Si empezaba a llover con fuerza, no sería difícil mantenerlo encendido. «Maldito perro», pensó. No era momento de irse de parranda así.
—Conroy, maldita sea, ¿dónde te has metido?
Theo lo encontró tendido en la base de la última casa. Supo al instante que el perro estaba muerto. Su cuerpo esbelto se hallaba inmóvil, su pelaje plateado empapado en sangre.
Entonces, procedente de la casa, un sonido que se propagó a la velocidad de una flecha para llenar de terror sus pensamientos, llegó el grito de Mausami.
Treinta pasos, cincuenta, cien: el farol cayó al suelo junto al cuerpo de Conroy, mientras él corría en la oscuridad con las botas sin atar, y primero una, y después la otra, salieron despedidas de sus pies. Subió al porche de un salto, abrió la puerta de un portazo y salió disparado escaleras arriba.
El dormitorio estaba vacío.
Recorrió la casa gritando su nombre. Ninguna señal de lucha. Pero Maus y el niño habían desaparecido. Atravesó la cocina y salió por la puerta de atrás, justo cuando la oyó gritar de nuevo, un sonido extrañamente apagado, como si le llegara a través de una milla de agua.
Estaba en el granero.
Entró corriendo por la puerta y dio vueltas para barrer el interior a oscuras con la escopeta. Maus estaba en el asiento trasero del viejo Volvo, con el niño apretado contra el pecho. Hacía frenéticas señales con las manos, sus palabras ahogadas por el grueso cristal.
—¡Theo, detrás de ti!
Se volvió, y en ese momento le arrebataron la escopeta de las manos como si fuera una ramita. Algo lo agarró, no un miembro, sino todo el cuerpo. Sintió que le alzaban en el aire. El coche, con Mausami y el niño en su interior, estaba debajo de él, y él volaba en la oscuridad. Se estrelló contra el capó del coche con un estruendo de metal abollado, rodó y cayó dando tumbos. Aterrizó cabeza abajo en el suelo y se quedó inmóvil, pero algo, el mismo algo, lo agarró, y voló de nuevo. Esta vez, contra la pared, con sus estantes llenos de herramientas, pertrechos y latas de combustible. La golpeó con la cara, el cristal estalló, la madera se astilló, cayó una lluvia de escombros. Cuando el suelo se alzó a su encuentro, poco a poco, después a toda prisa, y por fin de repente, sintió un crujido de huesos.
Dolor. Empezó a ver estrellas, estrellas de verdad. Le llegó el pensamiento, como si fuera un mensaje procedente de algún lugar lejano, de que estaba a punto de morir. Ya debería estar muerto. El viral tendría que haberlo matado. Pero no tardaría en hacerlo. Notó el sabor de la sangre en su boca, notó los ojos escocidos. Estaba tendido cabeza abajo en el suelo del establo, con una pierna, la que tenía rota, torcida bajo el cuerpo. El ser estaba encima de él, una sombra ominosa que se preparaba para atacar. «Mejor así», pensó Theo. Sería mejor que el viral se lo llevara primero a él. No quería ver lo que le iba a pasar a Mausami y el bebé. A través de las tinieblas de su cerebro maltrecho, oyó que ella lo llamaba.
«No mires, Maus —pensó—. Te quiero. No mires».