Peter en la oscuridad. Lacey los guiaba lejos de la casa, hacia los bosques. Un aire helado soplaba a través de los árboles, un gemido fantasmal. Un gajo de luna había aparecido y bañaba la escena con una luz temblorosa, con lo cual daba la impresión de que las sombras se tambaleaban y oscilaban a su alrededor. Ascendieron una colina y descendieron otra. La nieve era profunda, apelotonada en ventisqueros con una dura corteza. Se hallaban en la ladera sur de la montaña. Peter oyó abajo el sonido del río.
Lo intuyó antes de verlo: un espacio inmenso se abría ante él, la montaña se desplomaba. Extendió el brazo instintivamente en busca de Amy, pero ella había desaparecido. El borde podía estar en cualquier sitio. Un paso en falso, y la oscuridad le engulliría.
—Por aquí —gritó Lacey desde delante—. Deprisa, deprisa.
Siguió el sonido de su voz. Lo que consideraba una caída en picado era en realidad un declive rocoso, empinado pero transitable. Amy avanzaba por el sendero sinuoso. Tomó una bocanada de aire gélido, dejó atrás sus temores y continuó.
El sendero se hizo más estrecho, y corría en horizontal con relación a la cara de la montaña a medida que descendía, pegado a ella como una pasarela. A su izquierda, la roca brillaba debido al hielo iluminado por la luna. A su derecha había un abismo de negrura, una caída hacia la nada. Bastaba con mirar para sentir la atracción. Peter clavó la vista en el frente. Las mujeres avanzaban a toda velocidad, presencias imprecisas que saltaban en la periferia de su campo de visión. ¿Adónde los conducía Lacey? ¿Cuál era el arma de que había hablado? Oyó la voz del río de nuevo, muy abajo. Las estrellas brillaban sobre su rostro como astillas de hielo.
Dobló una esquina y se detuvo. Lacey y Amy estaban paradas ante una enorme abertura practicada en la cara de la montaña. El agujero era tan alto como él, y su profundidad, un abismo de negrura.
—Por aquí —dijo Lacey.
Dos pasos, tres pasos, cuatro. La oscuridad lo envolvió. Lacey los estaba conduciendo hacia el interior de la montaña. Recordó la lata de cerillas de su chaqueta. Se detuvo y encendió una con dedos casi insensibles, pero en cuanto ésta prendió, las corrientes de aire remolineantes apagaron la llama.
La voz de Lacey, desde delante:
—Deprisa, Peter.
Avanzó muy despacio, cada paso un acto de fe. Después, sintió una mano sobre su brazo, una presión firme. Amy.
—Para.
No veía nada. Pese al frío, había empezado a sudar bajo la parka. ¿Dónde estaba Lacey? Había girado en redondo, en busca de la abertura para orientarse, cuando detrás de él oyó un chirrido metálico y el sonido de una puerta al abrirse.
Todo quedó bañado de luz.
Estaban en un largo pasadizo excavado en la montaña. Las paredes estaban forradas de tuberías y conductos metálicos. Lacey estaba parada ante una caja de fusibles, sujeta a la pared contigua a la entrada. La sala se encontraba iluminada por una hilera de luces fluorescentes colgadas del techo.
—¿Hay electricidad?
—Baterías. El doctor me enseñó a manejarlas.
—Ninguna batería puede durar tanto.
—Éstas son… diferentes.
Lacey cerró la pesada puerta detrás de ellos.
—Lo llamaba nivel 5. Te lo enseñaré. Ven, por favor.
El pasadizo conducía a un espacio más amplio, que estaba sumido en la oscuridad. Lacey avanzó hasta encontrar el interruptor. Peter notó a través de las suelas de sus botas mojadas una especie de zumbido, claramente mecánico.
Las luces zumbaron y cobraron vida.
La sala parecía una especie de hospital. Un aire de abandono lo impregnaba todo: la camilla, el largo y alto banco de trabajo cubierto de aparatos polvorientos, quemadores, vasos de precipitados y palanganas de cromo, deslustradas por la edad. Una bandeja con jeringas, todavía envueltas en plástico, así como una hilera de sondas y escalpelos metálicos que descansaban sobre un largo pedazo de tela, manchado de herrumbre. Al fondo de la sala había lo que parecía un acumulador.
«Si la encontráis, traedla aquí».
Aquí, pensó Peter. No sólo a la montaña, sino aquí. Esta sala.
¿Qué era aquel lugar?
Lacey se había acercado a una vitrina metálica, como un armario ropero, sujeta con tornillos la pared. Delante tenía una manija y, al lado, un teclado numérico. Vio que la mujer tecleaba una serie de números, y después giró la manija con un ruido.
Al principio pensó que la vitrina estaba vacía. Entonces vio, en la estantería de abajo. Una caja metálica. Lacey la levantó y se la entregó.
La caja, que era lo bastante pequeña para caber en una mano, resultaba sorprendentemente liviana. Daba la impresión de que carecía de junturas, pero había un pestillo, con un botón diminuto al lado del tamaño de su pulgar. Peter lo oprimió. La caja se dividió al instante en dos mitades iguales. Dentro, descansando sobre espuma, había dos filas de diminutos frascos de cristal, los cuales contenían un líquido verde centelleante. Contó once. El duodécimo compartimento estaba vacío.
—Es el último virus —explicó Lacey—. El que dio a Amy. Lo extrajo a partir de su sangre.
Buscó el rostro de ella y vio la verdad plasmada en él. Pero ya sabía la verdad; más que eso, la presentía.
—La vacía es la de usted, ¿verdad? La que le inyectó Lear.
Lacey asintió.
—Creo que sí.
Peter cerró la tapa con un potente chasquido. Se quitó la mochila y sacó una manta, que utilizó para envolver la caja, y después lo puso todo dentro. Del banco de trabajo recuperó un puñado de jeringas aisladas y también las guardó en la mochila. Lo mejor sería aguantar hasta el amanecer y bajar la montaña. Después de eso, ¿quién sabía? Se volvió hacia Amy.
—¿Cuánto tiempo nos queda?
Ella sacudió la cabeza. Poco.
—Está cerca.
—¿Puede pasar por esa puerta, Lacey?
La mujer no dijo nada.
—¿Lacey?
—Espero que sí —contestó.
Estaban en el campo, por encima del río. El rastro de Peter y Amy había desaparecido, cubierto por la nieve. Alicia se había adelantado. Michael pensó que ya tendría que haber amanecido. Pero sólo veía la misma palidez gris hacia la que se dirigían desde lo que se le antojaban varias horas.
—¿Dónde coño están? —preguntó Hollis.
Michael no supo si se refería a Peter y Amy, o a los virales. Le vino a la cabeza la vaga aceptación de que todos iban a morir allí, de que ninguno abandonaría jamás aquel lugar helado y yermo. Sara y Greer guardaban silencio, pensando lo mismo, supuso Michael, o quizá tenían demasiado frío para hablar. Sus manos estaban tan entumecidas que dudaba de que pudiera disparar, y mucho menos recargar el rifle. Intentó beber de su cantimplora para tranquilizarse, pero el agua se había congelado.
Oyeron en la oscuridad el sonido del caballo de Alicia, que regresaba al trote. Se detuvo a su lado.
—Huellas —dijo, y señaló con un veloz movimiento de cabeza—. Hay un hueco en la valla.
Espoleó a su montura sin esperarlos, y volvió por donde había venido. Greer le siguió sin decir palabra, con los otros en la retaguardia. Volvían a estar en los árboles. Alicia cabalgaba más deprisa. Michael espoleó a su montura. A su lado, Sara se agachaba sobre su montura para esquivar las ramas.
Algo se estaba moviendo sobre ellos, en los árboles.
Michael levantó la cara a tiempo de oír el disparo de un rifle detrás de él. Tan pronto sucedió eso, una violenta fuerza lo alcanzó por detrás, le hizo expulsar el aire de sus pulmones y lo catapultó de cabeza sobre el cuello del caballo, al tiempo que el rifle oscilaba en su mano como un látigo. Por un solo instante se sintió suspendido sin dolor sobre la tierra (una parte de su mente se detuvo a registrar aquel hecho sorprendente), pero la sensación no se prolongó. Cayó de espaldas en el suelo con un golpe tremendo, pero tenía otras cosas en que pensar. Vio que había aterrizado en el camino de su caballo. Rodó de costado y se cubrió la nuca con las manos, como si pudiera servirle de algo. Sintió el salvaje torrente de aire cuando el animal, presa del pánico, saltó sobre él. También sintió el impacto de sus cascos, seguido de un golpe en el suelo a escasos centímetros de su oído.
Entonces desapareció. Todo desapareció.
Michael vio al viral (el mismo, supuso, que lo había derribado del caballo) en cuanto se puso de rodillas. Estaba acuclillado a unos metros de él, acuclillado como una rana. Sus antebrazos estaban sepultados en la nieve, que brillaba con la luz orgánica de su bioluminiscencia, como si el ser estuviera inmerso en un charco de agua verde azulada. Un polvo reluciente, más nieve, se aferraba a su pecho y sus brazos. Riachuelos de humedad corrían sobre su cara. Se dio cuenta de que estaba escuchando disparos, un eco repetido en lo alto de la colina, y mezclado con eso, como la letra de una canción, voces que gritaban su nombre. Pero esas señales bien podían proceder de una estrella lejana. Como la inmensa extensión de oscuridad que lo rodeaba (porque eso también se había borrado de su mente, disperso como las moléculas de un gas al expandirse), podrían haber pertenecido a otra persona. El viral estaba chasqueando la lengua, sacudiendo los músculos de la mandíbula. Con un movimiento de la cabeza hizo entrechocar los dientes como con desgana, como si no tuviera prisa, como si ambos tuvieran todo el tiempo del mundo. Y en aquel momento, Michael tomó conciencia de que el lugar donde residía su miedo estaba vacío. Él, Michael el Circuito, no tenía miedo. Lo que más sentía era ira, una gigantesca y cansada irritación, como la que habría sentido hacia una mosca que hubiera estado zumbando alrededor de su cara durante demasiado rato. «Maldita sea», pensó, mientras se llevaba una mano hacia la funda del cinto. Estaba tan harto de aquello…
«Puede que seáis cuarenta millones o no. Pero dentro de dos segundos habrá uno menos».
Cuando Michael se levantó, el viral saltó hacia adelante, con los brazos y las piernas extendidos como los dedos de una mano abierta. Apenas tuvo tiempo de extender el cuchillo, al tiempo que cerraba los ojos en un acto reflejo. Sintió la mordedura del metal mientras el viral se estrellaba contra él, se doblaba sobre el cuerpo de Michael y daba una voltereta hacia atrás.
Rodó y vio que el viral yacía boca arriba sobre la nieve. Tenía el cuchillo hundido en el pecho. Sus brazos y piernas arañaban el aire. Un par de figuras se alzaban sobre el cuerpo. Peter y, a su lado, Amy. ¿De dónde habían salido? Amy sostenía un rifle, el rifle de Michael, cubierto de nieve. A sus pies, el ser emitió un sonido que habría podido ser un gemido o un suspiro. Amy apoyó la culata del rifle contra el hombro, bajó el cañón y lo introdujo en la boca abierta del viral.
—Lo siento —dijo, y apretó el gatillo.
Michael se levantó. El viral yacía inmóvil. Sus estertores habían cesado. Un reguero de sangre manchaba la nieve. Amy entregó el arma a Peter.
—Cógelo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Peter a Michael.
Sólo entonces se dio cuenta Michael de que estaba temblando. Asintió.
—Vamos.
Oyeron más disparos en el puente. Corrieron.
Lacey sabía que no era justo lo que había hecho. Dejar que Peter y Amy creyeran que iba a acompañarlos. Disponer el temporizador de la bomba y conducirlos hasta la puerta del túnel, para después ordenarles que se pararan al otro lado. Cerrar la puerta mientras miraban, y después echar los cerrojos.
Oyó sus golpes al otro lado de la puerta. Oyó la voz de Amy por última vez, resonando en su interior.
«¡No te vayas, Lacey!»
«Corred. Llegará de un momento a otro».
«¡Lacey, por favor!»
«Tenéis que ayudarlos. Tendrán miedo. No saben qué está pasando. Ayúdalos, Amy».
Era necesario borrar de la memoria todo lo que había ocurrido allí, en ese lugar. Tal como Dios había borrado la tierra en tiempos de Noé, para que el gran bajel pudiera navegar y crear el mundo de nuevo.
Ella sería Sus aguas.
Qué cosa tan horrible, la bomba. Era pequeña, había explicado Jonas, de sólo medio kilotón, lo bastante grande como para destruir el Chalé y sus plantas subterráneas, con el fin de ocultar las pruebas de lo que habían hecho, pero no tanto como para que la detectaran los satélites. Era un mecanismo de seguridad por si los virales lo invadían alguna vez. Pero entonces, la corriente había fallado en los niveles superiores, y Sykes había desaparecido o muerto. Y aunque Jonas habría podido detonarla y volar en mil pedazos, no se decidió, pues Amy estaba allí.
Mientras Peter y Amy miraban, Lacey se había arrodillado ante el artilugio. Era un pequeño objeto en forma de maleta, con el acabado mate de las cosas militares. Jonas le había enseñado los pasos que tenía que seguir. Apretó una hendidura en un lado y bajó un panel, que reveló un teclado con una pequeña pantalla, lo bastante grande para albergar una sola línea de texto. Tecleó:
ELIZABETH
La pantalla cobró vida.
¿ARM? S/N
Pulsó la S.
¿Hora?
Hizo una pausa. Después pulsó «5».
5:00 ¿CONFIRMAR? S/N
Pulsó la S otra vez. En la pantalla, un reloj empezó a correr.
4:59
4:58
4:57
Cerró el panel y se levantó.
—Deprisa —dijo a los dos, y los precedió a toda prisa por el pasillo—. Tenemos que salir de aquí.
Después los había dejado fuera.
«¡Lacey, por favor! ¡No sé qué hacer! ¡Dime qué he de hacer!»
«Lo sabrás, Amy, cuando llegue el momento. Entonces sabrás lo que hay dentro de ti. Sabrás cómo liberarlos, para que lleven a cabo el pasaje final».
Estaba sola. Su trabajo casi había terminado. Cuando estuvo segura de que Peter y Amy se habían marchado, liberó los cerrojos y abrió la puerta de par en par.
«Venid a mí —pensó. Parada en el umbral, respiró hondo, se serenó y expandió su mente—. Venid al lugar donde fuisteis creados».
Lacey esperó. Cinco minutos. Después de tantos años, se le antojó una nimiedad, porque eso era.
La aurora estaba rompiendo sobre la montaña.
Los tres corrían hacia los disparos. Coronaron una loma. Abajo, Michael vio una casa, con caballos fuera. Sara y Alicia les hacían señales desde la puerta.
Los seres estaban detrás de ellos, en los árboles. Bajaron corriendo el terraplén y entraron. Greer y Hollis aparecieron desde detrás de una cortina, cargados con una cómoda.
—Están justo detrás de nosotros —anunció Michael.
Apoyaron la cómoda contra la puerta. Un gesto inútil, pensó Michael, pero tal vez les concedería uno o dos segundos.
—¿Y esas ventanas? —estaba diciendo Alicia—. ¿Algo que podamos utilizar?
Intentaron mover el armario, pero pesaba demasiado.
—Olvídalo —dijo Alicia. Sacó una pistola del cinto y la apretó contra las manos de Michael—. Greer, usted y Hollis encárguense de la ventana del dormitorio. Que todos los demás se queden aquí. Dos en la puerta, uno en cada ventana, la de delante y la de atrás. Circuito, vigila la chimenea. Lo primero que harán será atacar a los caballos.
Todo el mundo tomó posiciones.
—¡Ya vienen! —gritó Hollis desde el dormitorio.
Lacey pensó que algo no iba bien. Ya tendrían que haber llegado. Los presentía, a su alrededor, invadiendo su mente de ansia, el ansia y la pregunta.
«¿Quién soy?
¿Quién soy?
¿Quién soy?»
Entró en el túnel.
«Venid a mí —contestó—. Venid a mí. Venid a mí».
Avanzó a toda prisa. Ya distinguía la abertura, un círculo gris claro, el amanecer alargado de la montaña. La primera luz verdadera del sol los alcanzaría desde el oeste, y se reflejaría al otro lado del valle, en los campos de hielo y nieve.
Llegó a la boca del túnel y saltó afuera. Vio en el suelo las huellas y los restos de la ascensión de los virales por la pendiente del valle. Había un millar, un millar largo, e incluso más.
Habían pasado de largo.
La desesperación se adueñó de ella. «¿Dónde estás?», pensó, y después lo dijo en voz alta, y oyó que la furia de su voz resonaba en el valle.
—¿Dónde estás?
Pero desde el refugio sólo llegó el silencio.
Entonces, lo oyó, procedente del silencio.
«Estoy aquí».
Los virales atacaron las puertas y las ventanas al mismo tiempo, un furioso estallido de cristales rotos y madera astillada. Peter, que empujaba la cómoda con el hombro, salió lanzado hacia atrás y se estrelló contra Amy. Oyó que Hollis y Greer disparaban desde el dormitorio, Alicia, Michael y Sara, e incluso Amy, todos disparaban.
—¡Atrás! —estaba gritando Alicia—. ¡La puerta se va a venir abajo!
Peter agarró a Amy del brazo y la empujó hacia el dormitorio. Hollis estaba en la ventana. Greer había caído al suelo, junto la cama, con un corte en la cabeza que sangraba en abundancia.
—¡Es cristal! —gritó por encima de los disparos de Hollis—. ¡Sólo es cristal!
—¡Hollis, quédate en esa ventana! —gritó Alicia. Tiró el cargador vacío, puso uno nuevo y amartilló el arma. Iban a resistir fuera como fuera—. ¡Preparados todos!
Oyeron que la puerta delantera cedía. Alicia, que era quien estaba más cerca de la cortina del dormitorio, giró en redondo y empezó a disparar.
El que la cazó no fue el primero, ni el segundo, ni el tercero, sino el cuarto. Cuando su arma se quedó sin municiones. Más tarde, Peter recordaría la escena como una secuencia de detalles diferentes. El sonido de los casquillos al caer y rebotar en el suelo. El remolino de humo de pólvora en el aire y la caída del cargador vacío de Alicia cuando lanzó la mano hacia el chaleco para sacar uno nuevo. El viral que se lanzaba hacia ella a través de la cortina raída, la suavidad implacable de su rostro, el destello de sus ojos y las mandíbulas abiertas. El cañón del arma inútil de Alicia que se alzaba, la mano lanzada hacia el cuchillo, demasiado tarde. El momento del impacto, cuando Alicia cayó de espaldas al suelo y las mandíbulas abiertas del viral encontraron la curva de su cuello.
Fue Hollis quien disparó, avanzó cuando el viral levantó la cara, introdujo el cañón del rifle en su boca y disparó, y la parte posterior de su cabeza roció la pared del dormitorio. Peter avanzó a cuatro patas y cogió a Alicia por debajo de los brazos para alejarla de la puerta. La sangre manaba a borbotones de su cuello, y tenía un color púrpura intenso que le empapaba el chaleco. Alguien gritaba su nombre una y otra vez, quizá él. Apoyado contra la pared, apretó a Alicia contra su pecho, la sostuvo erguida entre sus piernas, apoyó las manos sobre la herida para intentar detener la hemorragia. Amy y Sara también estaban en el suelo, acurrucadas contra la pared. Otro ser atravesó la cortina, Peter levantó su arma y disparó las dos últimas balas. La primera erró, no así la segunda. En sus brazos, Alicia estaba respirando de una manera extraña, entre hipidos y jadeos. Había sangre, mucha sangre.
Cerró los ojos y la apretó contra él.
Lacey miró hacia atrás. Babcock se había posado junto a ella, en la boca del túnel. Era lo más terrible y grandioso que Dios había creado. Lacey no sentía miedo, sólo admiración por aquella magnífica obra de Dios. Por el hecho de que Él hubiera creado un ser con un diseño tan perfecto, preparado para devorar el mundo. Y mientras ella lo miraba y él proyectaba su gran y terrible brillo (una luz sagrada, como la que desprenden los ángeles), el corazón de Lacey se inflamó con la certeza de que no se había equivocado, de que la larga noche de su vigilia concluiría tal como ella había previsto. Una vigilia que se había iniciado muchos años antes, una húmeda mañana de primavera, cuando abrió la puerta del convento de las Hermanas de la Misericordia en Memphis, en Tennessee, y acogió a una niña.
«Jonas —pensó—, ¿ves como tenía razón? Todo está perdonado. Todo lo que se ha perdido puede reencontrarse. Jonas, voy a decírtelo. Ya estoy contigo».
Se precipitó hacia el túnel.
«Ven a mí. Ven a mí ven a mí ven a mí».
Corrió. Estaba en aquel lugar, pero también en otro. Estaba corriendo por el túnel, arrastrando a Babcock al interior, pero también volvía a ser aquella niña, la del campo. Percibió el dulce olor a tierra, y sintió el frío aire de la noche sobre las mejillas. Oyó la voz de sus hermanas y su madre, que la llamaban desde la puerta.
«Corre, hija, corre lo más deprisa que puedas».
Llegó a la puerta y siguió corriendo, por el pasillo con sus luces zumbantes, hasta la sala de la camilla, vasos de precipitación y baterías, todas las cositas del viejo mundo y sus terribles sueños de sangre.
Se detuvo y giró sobres sus talones hacia la puerta. Y allí estaba.
«Soy Babcock. Uno de los Doce».
«Al igual que yo», pensó la hermana Lacey cuando, detrás de ella, el temporizador de la bomba llegó a las 0:00, los átomos de su núcleo se derrumbaron unos sobre otros, y su mente se llenó para siempre de la luz blanca y pura del cielo.