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Cabalgaron mientras el día agonizaba, un grupo de cinco, con Alicia al mando. El rastro de los Muchos era un amplio sendero de destrucción: la nieve pateada, ramas rotas, y el suelo sembrado de restos. Daba la impresión de que se hacía más espeso y ancho a cada kilómetro que avanzaban, como si más seres se estuvieran sumando al grupo, como si los hubieran llamado para ocupar su lugar entre los de su especie. De vez en cuando veían manchas de sangre en la nieve, donde algún animal indefenso, un ciervo, un conejo o una ardilla, había encontrado su veloz final. Las huellas tenían menos de doce horas. Más adelante, en algún lugar, agazapados a la sombra de los árboles y bajo los salientes rocosos, y tal vez incluso debajo de la nieve, esperaban, dormitando de día, un gran grupo de virales, miles de ellos.

Avanzada la tarde, se vieron forzados a tomar una decisión: seguir el rastro de los seres, la ruta más corta que ascendía la montaña, pero que también los conduciría al corazón del grupo, o desviarse al norte, encontrar de nuevo el río y acercarse desde el oeste. Michael vio desde su caballo que Alicia y Greer conferenciaban. Hollis y Sara estaban a su lado, con los rifles sobre el regazo, la cremallera de las parkas subida hasta la barbilla. El aire era atrozmente frío. En el inmenso silencio, cualquier sonido parecía magnificado, el viento era como una corriente de estática sobre la tierra helada.

—Vamos al norte —anunció Alicia—. Ojo avizor.

No hubo discusión sobre quiénes irían. La única sorpresa fue Greer. Cuando los cuatro hubieron montado para partir, se adelantó en su caballo para reunirse con ellos sin una palabra de explicación, dejando el mando a Eustace. Michael se preguntó si eso significaría que Greer se ponía al mando, pero en cuanto salieron de las colinas, el comandante se volvió hacia Alicia.

—Usted manda, teniente. ¿Lo ha comprendido todo el mundo? —dijo.

Todos dijeron que sí, y eso fue todo.

Continuaron adelante. Mientras caía la noche, Michael oyó hacia arriba las vibrantes notas del río. Salieron del bosque a su orilla sur y se desviaron hacia el este en paralelo a las aguas, utilizándolas para guiarse en la oscuridad cada vez más espesa. Ahora formaban una sola hilera, con Alicia delante y Greer en la retaguardia. De vez en cuando, uno de los caballos tropezaba, o Alicia se detenía y hacía señas de que aguzaran el oído, al tiempo que escudriñaba la oscura forma de los árboles. Después, reemprendían el camino. Nadie había hablado desde hacía horas. No había luna.

Después, cuando un gajo de luz se elevó sobre las colinas, el valle se abrió a su alrededor. Hacia el este se distinguía la forma de la montaña, recortada contra el cielo estrellado, y delante, una especie de edificio, una forma negra siniestra, que cuando se acercaron resultó ser un puente, que salvaba el río helado sobre pilares de hormigón. Alicia desmontó y se arrodilló en el suelo.

—Hay dos grupos de huellas —dijo, y señaló con su rifle—. Cruzan el puente desde el otro lado.

Empezaron a subir.

No mucho después encontraron el caballo. Greer confirmó con un brusco cabeceo que era el que se habían llevado Peter y Amy. Todos desmontaron y rodearon al animal muerto. Le habían abierto la garganta, una mancha brillante, y su cuerpo se veía rígido y encogido, caído de costado sobre la nieve. Había conseguido cruzar el río, tal vez aprovechando un punto poco profundo. Vieron las huellas de su último y aterrorizado galope, procedente del oeste.

Sara se arrodilló y tocó el costado del animal.

—Aún está caliente —dijo.

Nadie hizo comentarios. No tardaría en amanecer. Hacia el este, el cielo había empezado a clarear.