63

El soldado Sancho estaba agonizando.

Sara iba en la retaguardia del convoy, a bordo de uno de los camiones grandes. Colgaban catres del compartimento posterior para acoger a los heridos. El espacio estaba abarrotado de cajas de suministros. Sara se abría paso como podía para ofrecer el consuelo que estaba en su mano.

El otro, Withers, no estaba tan grave. Las quemaduras se limitaban a sus brazos y manos. Sobreviviría, con toda probabilidad, si no se producía una sepsis. Pero Sancho no.

Habría ocurrido algo cuando bajaron la bomba con el torno. Un cable se habría atascado. La espoleta no se habría activado. Lo que fuera. Una docena de fuentes diferentes habían informado a Sara de manera fragmentada, en cada caso una versión algo distinta de los acontecimientos. Fue Sancho quien entró en el pozo de la mina y descendió por el cable mediante unas correas de sujeción para reparar la avería. Estaba bajando por el hueco, o saliendo de allí, al tiempo que Withers corría hacia él para sacarlo, cuando los bidones de combustible estallaron.

Las llamas los habían rodeado por completo. Sara vio el sendero que había seguido el fuego, ascendiendo por su cuerpo y fundiendo el uniforme con la piel. El que hubiera sobrevivido era un milagro, pensó Sara, aunque no misericordioso. Aún oía los chillidos que habían brotado de sus labios cuando, con la ayuda de dos soldados, había desprendido del cuerpo los restos ennegrecidos del uniforme, al tiempo que arrancaba la mayor parte de la piel de sus piernas y pecho, y una vez más, había hecho lo imposible por eliminar los restos, hasta dejarlo en carne viva. Las quemaduras de las piernas y los pies ya habían empezado a supurar, mezclado el olor nauseabundo de la piel carbonizada con el hedor de la infección. El fuego le había consumido pecho, brazos, manos y hombros. Su cara era una protuberancia rosácea y lisa, como la goma de un lápiz. Después de que Sara concluyera la escoriación (una odisea terrorífica), el hombre apenas había emitido sonido alguno, y se había zambullido en un sueño inquieto del que sólo despertó para implorar un poco de agua. Sara se quedó sorprendida cuando, por la mañana, comprobó que seguía vivo, y al día siguiente también. La noche anterior a su partida se había ofrecido, en un momento de valentía que la sorprendió, a quedarse a su lado mientras los demás continuaban su camino. Pero Greer no había estado de acuerdo.

—Ya hemos dejado bastantes hombres en este bosque —dijo—. Procure que viaje cómodo.

Durante un rato, el convoy se desplazó hacia el este, pero ahora estaban viajando de nuevo hacia el sur, por lo que Sara consideraba una carretera. Había cesado lo peor de los baches, las oscilaciones violentas y el ruido de la nieve y el barro al salpicar los compartimentos de las ruedas. Tenía ganas de vomitar, el frío se le había metido en los huesos, y le dolían las extremidades debido a las largas horas de travesía en la parte trasera del camión. El convoy de caballos y hombres avanzaba a trancas y barrancas, mientras la partida de exploración de Alicia los iba informando sobre el estado de la situación. El objetivo de su primer día de viaje era Durango, donde aquella noche los acogería un refugio fortificado sito en un antiguo elevador de grano, uno de los nueve refugios similares distribuidos por la carretera que llevaba a Roswell.

Había decidido que no estaba enfadada porque Peter los hubiera abandonado sin comunicárselo. Al principio sí que se había enfurecido, cuando Hollis fue al comedor para darles la noticia. Pero como tuvo que ocuparse de Sancho y Withers, llevaba mucho tiempo sin reflexionar sobre esas cosas. Y la verdad era que ella lo había visto venir; tal vez no la partida de Peter y Amy, pero sí algo por el estilo. Algo definitivo. Cuando Hollis y ella habían hablado de irse con el convoy, siempre como telón de fondo, algo tácito, habían intuido que Peter y Amy no los acompañarían.

Pero Michael sí se había enfadado. Más que enfadarse, se había enfurecido. Hollis tuvo que sujetarlo para que no saliera en persecución de los otros dos, hacia la nieve. Era extraño que Michael se hubiera convertido en una persona tan valiente, casi temeraria, con el paso de los meses. Sara siempre se había sentido una especie de madre adoptiva de Michael, responsable de sus actos sin el menor asomo de duda. En algún momento se había desprendido de dichos sentimientos. Por lo tanto, quizá no era Michael quien había cambiado, sino ella.

Quería ver Kerrville. El nombre colgaba en su mente con una ingravidez centelleante. ¡Treinta mil almas! Le inyectaba una esperanza que no había sentido desde el día en que Profesora la había sacado por la puerta del Asilo para enfrentarse al mundo destrozado. Porque, a fin de cuentas, no estaba destrozado. La niña que Sara había sido, la que durmió en la Sala Grande, jugó con sus amigas y sintió el sol sobre la cara mientras se columpiaba sobre el neumático en el patio, convencida de que el mundo era un lugar estupendo al que podía pertenecer, aquella niña había estado en lo cierto desde el primer momento. Deseaba algo muy sencillo. Ser una persona. Vivir como un ser humano. Eso era lo que conseguiría en Kerrville, con Hollis. Hollis, quien la amaba, y se lo repetía una y otra vez. Era como si hubiera abierto algo en su interior, algo que llevaba mucho tiempo atascado. Pues la sensación la había henchido al instante, aquella primera noche de guardia en Utah, cuando él había bajado el rifle y la había besado, y siempre repetía las mismas palabras a su manera serena y algo avergonzada, con sus rostros tan cerca que ella podía sentir su barba enmarañada sobre las mejillas, como si estuviera confesando la verdad más profunda de su ser. Le había dicho que la amaba y ella lo amó a su vez, al instante, infinitamente. No creía en el destino, el mundo parecía mucho más azaroso que todo eso, una serie de contratiempos y salvarse por los pelos a los que conseguías sobrevivir, hasta que un día dejabas de hacerlo. Sin embargo, eso era lo que el amar a Hollis le parecía: el destino. Como si las palabras ya estuvieran escritas en algún sitio, y todo cuanto debía hacer fuera vivir la historia. Se preguntó si sus padres habrían experimentado lo mismo. Aunque no le gustaba pensar en ellos, y lo evitaba siempre que podía, descubrió, en la parte posterior del gélido camión, que le habría gustado que siguieran vivos para hacerles esa pregunta.

Fue Michael, el pobre Michael, quien los encontró en el cobertizo aquella terrible mañana. Él tenía once años. Sara acababa de cumplir los quince. En parte, siempre había creído que sus padres esperaron a que ella fuera lo suficiente mayor para cuidar de su hermano, que su edad explicaba en parte lo que habían hecho. Cuando los gritos de Michael consiguieron que saltara de la cama, bajara la escalera y cruzara el patio en dirección al cobertizo que había detrás de la casa, él había abrazado las piernas de ambos con la intención de empujarlos hacia arriba. Ella se quedó inmóvil en la puerta, muda y estupefacta, mientras Michael lloraba y le pedía ayuda, y comprendió que estaban muertos. Lo que sintió en aquel momento no fue horror ni pesar, sino algo así como asombro, una muda estupefacción producto de la naturaleza definitiva de la escena, de su mecánica implacable. Habían utilizado cuerdas y un par de taburetes de madera. Se habían atado las cuerdas alrededor de los cuellos, ciñendo bien los nudos, y empujado el taburete a un lado de una patada, empleando el peso de sus cuerpos para estrangularse. Se preguntó si lo habían hecho juntos, si habían contado hasta tres, si se había adelantado uno y el otro lo había seguido. Michael estaba suplicando: «Por favor, Sara, ayúdame, ayúdame a salvarlos», pero eso era lo que ella veía. La noche anterior, su madre había preparado tarta de harina de maíz. La sartén todavía estaba sobre la mesa de la cocina cuando, más tarde, después de hacer lo que debían (fue el tío Walt quien lo dispuso todo para deshacerse de los cuerpos y llevárselos de allí), los dos regresaron a casa. Sara había ahondado en la memoria en busca de alguna prueba de que su madre se hubiera dedicado a aquella tarea de una manera diferente, sabiendo que estaba preparando un desayuno que no tomaría, para unos hijos a quienes no volvería a ver. Sin embargo, Sara no pudo recordar nada.

Como si obedecieran una última orden tácita, Michael y ella se lo habían comido todo, hasta la última miga. Y cuando terminaron, Sara supo, al igual que Michael, que a partir de aquel día cuidaría de su hermano, y que esos cuidados implicaban el acuerdo tácito de no volver a hablar de sus padres.

El convoy había aminorado la velocidad. Sara oyó un grito desde delante, ordenando que se detuvieran, y después el sonido de un solo caballo, que pasó galopando sobre la nieve. Se puso en pie y vio que Withers había abierto los ojos y estaba paseando la vista a su alrededor. Tenía los brazos vendados sobre el pecho, encima de las mantas; la cara congestionada, perlada de sudor.

—¿Ya hemos llegado?

Sara tocó su frente con la muñeca. No parecía tener fiebre. De hecho, su piel estaba fría. Recogió una cantimplora del suelo y mojó la boca que la esperaba. No tenía fiebre, pero parecía haber empeorado mucho. Ni siquiera podía levantar la cabeza.

—No lo creo.

—Estos picores me están volviendo loco. Es como si un ejército de hormigas se me estuviera paseando por el brazo.

Sara tapó la cantimplora y la dejó a un lado. Se tratase o no de la fiebre, su color la preocupaba.

—Es una buena señal. Significa que te estás curando.

—A mí no me lo parece.

Withers aspiró aire y lo expulsó poco a poco.

—Joder.

Sancho iba en una camilla debajo de él, cubierto de vendajes. Sólo asomaba el pequeño círculo rosado de su cara. Sara se arrodilló y sacó un estetoscopio del maletín para auscultar su pecho. Oyó un ruido húmedo, como de agua que se agitase en el interior de una lata. Era la deshidratación lo que lo estaba matando. No obstante, se estaba ahogando en sus propios pulmones. Sus mejillas quemaban al tacto. El aire que lo rodeaba olía a infección. Lo tapó con las mantas, humedeció un trapo y lo apoyó sobre sus labios.

—¿Cómo está? —preguntó Withers desde arriba.

Sara se levantó.

—Le queda poco, ¿verdad? Lo leo en tu cara.

Ella asintió.

—Creo que no tardará mucho.

Withers cerró los ojos de nuevo.

Sara se puso la parka y bajó del camión a la nieve y la luz del sol. Las hileras ordenadas de soldados se habían disuelto en grupos de tres o cuatro hombres, con gestos de impaciencia y aburrimiento en las caras, las capuchas subidas sobre las cabezas, y las narices destilando mocos a causa del frío. Más adelante vio el problema. Uno de los camiones estaba parado con el capó abierto, y proyectaba una nube de humo al aire. Estaba rodeado de un grupo de soldados, que lo estaban contemplando con perplejidad, como si fuera el cadáver de un animal gigantesco que hubieran encontrado en la carretera.

Michael estaba de pie sobre el parachoques, con los brazos enterrados hasta los codos en el motor.

—¿Puede arreglarlo? —preguntó Greer desde su caballo.

La cabeza de Michael emergió de debajo del capó.

—Creo que es un manguito. Podré sustituirlo si el tubo no está roto. También necesitaremos más refrigerante.

—¿Cuánto más?

—No más de medio palmo.

Greer levantó la cabeza y gritó a sus hombres.

—¡Reforzad ese perímetro! ¡Azul delante, y cuidado con la línea de árboles! ¡Donadio! ¿Dónde demonios está Donadio?

Alicia llegó al galope desde la vanguardia, el rifle colgado al hombro, su cara rodeada de una guirnalda de vapor. Pese al frío se había quitado la parca y sólo llevaba un chaleco con bolsillos encima del jersey.

—Parece que nos vamos a quedar un rato parados aquí —dijo Greer—. No estaría mal echar un vistazo al camino que nos aguarda. Habrá que recuperar el tiempo perdido.

Alicia espoleó su caballo y se alejó al galope, y pasó al lado de Hollis sin mirarlo. Greer lo había asignado a uno de los camiones de suministros para que distribuyera comida y agua a los hombres.

—¿Qué pasa? —preguntó a Sara.

—Espera un momento. Comandante Greer —llamó.

Greer ya estaba avanzando por la línea. Se volvió hacia ella.

—Se trata de Sancho, señor. Creo que se está muriendo.

Greer asintió.

—Entiendo. Gracias por avisarme.

—Es usted su comandante en jefe, señor. Creo que le agradecería una visita.

El rostro del hombre no demostró la menor emoción.

—Enfermera Fisher, nos quedan cuatro horas de luz y debemos recorrer sesenta kilómetros de terreno despejado. Eso es lo que me preocupa en este momento. Haga lo que pueda. ¿Es eso todo?

—¿Tenía algún amigo íntimo,? ¿Alguien que pueda acompañarlo?

—Lo siento, ahora no puedo desprenderme de ningún hombre. Estoy seguro de que él lo comprendería. Le ruego me disculpe.

Se alejó a caballo.

Sara se dio cuenta de que estaba reprimiendo las lágrimas.

—Vamos —dijo Hollis, y la tomó del brazo—. Yo te ayudaré.

Volvieron al camión. Withers se había dormido de nuevo. Empujaron un par de cajas al lado de la litera de Sancho. Su respiración era más entrecortada. Se había formado un poco de espuma en sus labios, que estaban azules a causa de la hipoxia. Sara no tuvo que tomarle el pulso para saber que tenía el corazón acelerado.

—¿Qué podemos hacer por él? —preguntó Hollis.

—Hacerle compañía, supongo. —Sancho iba a morir, lo había sabido desde el primer momento, pero ahora estaba sucediendo, y todos sus esfuerzos se le antojaban demasiado pobres—. No creo que le quede mucho.

En efecto. Mientras miraban, la respiración del hombre se acompasó. Sus párpados se agitaron. Sara había oído que, en los últimos momentos, la vida de una persona desfila ante sus ojos. Si eso era cierto, ¿qué estaba viendo Sancho? ¿Qué vería ella si estuviera en su lugar? Sara tomó la mano vendada e intentó pensar en algo que decir, en algo que le sirviera de consuelo. Pero no se le ocurrió nada. No sabía nada de él, sólo su nombre.

Cuando todo terminó, Hollis tapó la cara del soldado con la manta. Oyeron que Withers se despertaba. Sara se detuvo y vio que tenía los ojos abiertos y estaba parpadeando, con el rostro grisáceo cubierto de sudor.

—¿Ha…?

Sara asintió.

—Lo siento. Sé que era su amigo.

Pero el hombre no hizo nada por darle la razón. Tenía la cabeza en otra parte.

—Maldita sea —gruñó—. Vaya sueño de mierda. Como si estuviera allí.

Hollis se había puesto también de pie.

—¿Qué ha dicho?

—¿De qué sueño habla, sargento? —preguntó Sara angustiada.

El hombre se estremeció, como si intentara expulsarlo de la memoria.

—Fue horrible. Su voz. Y aquel hedor.

—¿La voz de quién, sargento?

—Una mujer gorda —contestó Withers—. Una mujer gorda y fea, que respiraba humo.

Al frente de la hilera, cuando levantó la cabeza del motor, Michael vio a Alicia, que descendía de las colinas a través de la nieve. Pasó a su lado en dirección a la retaguardia, mientras llamaba a Greer.

¿Qué coño estaba pasando?

Wilco estaba parado al lado de Michael, boquiabierto, mientras sus ojos seguían al caballo de Alicia. El resto del escuadrón de Alicia estaba corriendo también hacia ellos.

—Acaba esto —dijo Michael, y como Wilco no contestó, le puso la llave inglesa en la mano—. Hazlo, y deprisa. Creo que vamos a movernos.

Michael corrió tras ella, siguiendo las huellas que había dejado en la nieve. A cada paso que daba, la certeza aumentaba: Alicia había visto algo, algo malo, en las colinas. Hollis y Sara bajaron del camión, y todos se dirigían hacia Greer y Alicia, que ya habían desmontado. Alicia estaba señalando hacia las colinas, su brazo describió una amplia franja, después se arrodilló y dibujó frenéticamente en la nieve. Cuando Michael llegó, oyó a Greer decir:

—¿Son muchos?

—Habrán avanzado durante la noche. Las huellas todavía están frescas.

—Comandante Greer… —empezó Sara.

Greer alzó una mano para interrumpirla.

—¿Son muchos, maldita sea?

Alicia se levantó.

—No, no son muchos —contestó—. Son los Muchos. Y se dirigen hacia aquella montaña.