61

Esperaron todo el día y el siguiente. Con un solo pelotón para vigilar las murallas, el campamento parecía extraño, vacío y solitario. Amy y Sara podían moverse ahora con libertad por la guarnición, pero no tenían adonde ir, ni nada que hacer, salvo esperar. Amy se sumió en un silencio tan profundo que Peter empezó a preguntarse si había soñado su voz. Se quedó todo el día sentada en su camastro de la tienda, con una mirada de intensa concentración. Cuando Peter ya no pudo soportarlo más, le preguntó si sabía lo que estaba sucediendo extramuros.

Cuando contestó, lo hizo con voz vaga. Daba la impresión de que lo estaba mirando sin verlo.

—Se han perdido. Se han perdido en los bosques.

—¿Quién, Amy? ¿Quiénes se han perdido?

Dio la impresión de que reparaba en él en aquel momento.

—¿Nos iremos pronto, Peter? —preguntó de nuevo—. Porque me gustaría irme pronto. —Una sonrisa etérea—. Para hacer ángeles de nieve.

Aquello era más que desconcertante: era enloquecedor. Por primera vez, Peter se enfadó con ella. Nunca se había sentido tan impotente, atrapado en un lugar por culpa de sus vacilaciones y el retraso al que habían dado lugar. Tendrían que haberse marchado hacía días. Ahora estaban atrapados. Era incapaz de marcharse sin saber si Alicia estaba a salvo. Salió como una tromba de la tienda de las mujeres y reanudó sus atormentados paseos alrededor del recinto, con el fin de llenar las horas estériles. No hizo el menor esfuerzo por hablar con los demás, y mantuvo las distancias. El cielo estaba despejado, pero hacia el este brillaba el hielo en los picos montañosos. Había empezado a pensar que era imposible irse de aquella guarnición.

Después, la mañana del tercer día, oyó el ruido de los motores. Peter corrió a la escalera y subió a la pasarela, donde el jefe del pelotón, llamado Eustace, estaba escudriñando el sur con unos prismáticos. Sólo Eustace se dignaba hablar con ellos, aunque de forma breve y sucinta.

—Son ellos —anunció Eustace—. Algunos, al menos.

—¿Cuántos? —preguntó Peter.

—Parecen dos pelotones.

Los hombres que atravesaron la puerta estaban sucios, agotados. Su porte proclamaba la derrota. Alicia no se contaba entre ellos. A la retaguardia, todavía a caballo, iba el comandante Greer. Hollis y Michael llegaron disparados desde su tienda. Greer desmontó. Parecía aturdido. Tomó un largo sorbo de agua antes de hablar.

—¿Somos los primeros? —preguntó a Peter. No parecía saber muy bien dónde estaba.

—¿Dónde está Alicia? —preguntó Peter.

—Hostia, qué desastre. Toda la puta ladera se hundió. Nos atacaron desde todos lados. Rodeados por completo.

Peter fue incapaz de contenerse más y agarró a Greer por los hombros, obligándolo a mirarlo a los ojos.

—¡Dígame dónde está ella, maldita sea!

Greer no opuso resistencia.

—No lo sé, Peter. Lo siento. Todo el mundo se dispersó en la oscuridad. Ella iba con Vorhees. Esperamos un día en la posición de repliegue, pero no aparecieron.

Más esperas. Era insoportable e indignante. Peter nunca se había sentido tan impotente. Tres horas después se oyó un grito en la muralla.

—¡Dos pelotones más!

Peter estaba sentado en el comedor, envuelto en una neblina de preocupación. Salió disparado y llegó a la puerta cuando el primer camión entró en el recinto. Era el que iba cargado con los explosivos. El torno continuaba sujeto a la base, y el gancho vacío oscilaba. Veinticuatro hombres, tres pelotones reagrupados en dos. Peter buscó a Alicia entre los rostros confusos.

—¡Soldado Donadio! ¿Alguien sabe qué ha sido de la soldado Donadio?

Nadie lo sabía. Todo el mundo contaba la misma historia: las bombas que explotaban, el suelo que se abría bajo sus pies, el ataque de los virales, y todo el mundo desperdigado, perdido en la oscuridad. Alguien afirmaba haber visto morir a Vorhees, y otros, que iba con el pelotón azul. Pero nadie había visto a Alicia.

El día avanzó con lentitud. Peter paseaba de un lado a otro de la plaza de armas sin hablar con nadie. Como oficial de mayor rango, Greer estaba ahora al mando. Habló un momento con Peter y le dijo que no abandonara la esperanza. El general sabía lo que estaba haciendo: si alguien podía insuflar vida de nuevo a la unidad, ése era Curtis Vorhees. Pero Peter leyó en la cara de Greer que también él había empezado a creer que no iba a regresar nadie más.

Sus esperanzas murieron con la caída de la oscuridad. Volvió a la tienda, donde Hollis y Michael estaban jugando a las cartas. Ambos alzaron la vista cuando entró.

—Sólo para matar el rato —dijo Hollis.

—No he dicho nada.

Peter se tumbó en su catre y se tapó con una manta, sin ni siquiera tomarse la molestia de quitarse las botas embarradas. Estaba sucio, muerto de cansancio. Tenía la impresión de haber pasado las últimas e irreales horas en estado de trance. Hacía días que no comía apenas, pero le resultaba imposible pensar en comer. Un viento frío, un viento invernal, estaba sacudiendo las paredes de la tienda. Sus últimos pensamientos antes de caer dormido fueron las últimas palabras que Alicia le había dirigido: «Lárgate de aquí, Peter».

Un grito lejano lo despertó y se incorporó al instante. El rostro de Hollis asomó por la abertura de la tienda.

—Hay alguien en la puerta.

Tiró la manta a un lado y salió corriendo a la luz de los focos. Sus dudas se convirtieron en certidumbre, y cuando estaba a mitad de la plaza de armas, sabía quién lo estaba esperando.

Alicia. Alicia había vuelto.

Estaba parada delante de la puerta. La primera impresión de Peter, cuando avanzó hacia ella, fue que estaba sola. Pero cuando se abrió paso a empujones entre los hombres congregados, vio a un segundo soldado, que estaba arrodillado en el polvo. Era Muncey. Tenía las muñecas atadas delante de él. Bajo el resplandor de los focos, Peter vio su cara perlada de sudor. Estaba temblando, pero no de frío. Tenía una mano envuelta en un trapo empapado en sangre.

Ambos estaban rodeados de soldados, pero todo el mundo se mantenía alejado. Reinaba un silencio sepulcral. Greer avanzó hacia Alicia.

—¿El general?

Ella negó con la cabeza.

El soldado mantenía la mano herida alejada del cuerpo y respiraba con rapidez. Greer se acuclilló ante él.

—Cabo Muncey.

Su voz era calma, tranquilizadora.

—Sí, señor. —Muncey se humedeció los labios poco a poco—. Lo siento, señor.

—No pasa nada, hijo. Te has portado bien.

—No sé cómo fallé al que lo hizo. Me mordió como un perro antes de que Donadio acabara con él. —Alzó la cabeza hacia Alicia—. Viendo cómo combate, nadie diría que es una chica. Espero que no le importe, pero le pedí que me atara y me devolviera a casa.

—Estabas en tu derecho, Muncey. Es tu derecho como soldado del Cuerpo de Expedicionarios.

El cuerpo de Muncey se estremeció, con tres espasmos violentos. Sus labios se curvaron y dejaron al descubierto los dientes que faltaban. Peter notó la tensión de los soldados. Dejaron caer las manos sobre los cuchillos, un movimiento veloz e inconsciente. Pero Greer, acuclillado delante del soldado herido, ni siquiera se inmutó.

—Bien, supongo que ha llegado el momento —dijo Muncey. Cuando los espasmos pasaron, Peter no vio miedo en los ojos del soldado, tan sólo una serena aceptación. Todo el color había abandonado su cara, como agua por un desagüe. Alzó las manos atadas para secarse el sudor de la frente con el trapo ensangrentado—. Es tal como dicen. Como viene se va. Si no le importa, me gustaría a cuchillo, comandante. Quiero sentir cómo sale de mi interior.

Greer asintió en señal de aprobación.

—Eres un buen hombre, Muncey.

—Donadio debería hacerlo, si no le importa. Mi mamá siempre decía que debes bailar con la que te sepa llevar, y ella ha sido tan amable de traerme a casa. No tenía por qué hacerlo. —Estaba parpadeando debido al sudor que caía sobre sus ojos—. Sólo quería decir que ha sido un honor, señor. El general también. Quería volver a casa para decir eso. Pero creo que será mejor proceder, comandante.

Greer se puso en pie y retrocedió. Todo el mundo se puso firmes. Alzó la voz.

—¡Este hombre es un soldado del Cuerpo de Expedicionarios! ¡Ha llegado el momento de que emprenda el viaje! Aclamemos al cabo Muncey. Hip hip…

—¡Hurra!

—Hip hip…

—¡Hurra!

—Hip hip…

—¡Hurra!

Greer desenvainó su cuchillo y lo entregó a Alicia. El rostro de la joven no demostraba la menor emoción, como el rostro de un soldado, el rostro del deber. Tomó el cuchillo y se arrodilló delante de Muncey, quien había inclinado la cabeza, a la espera, con las manos encadenadas en el regazo. Alicia inclinó la cabeza hacia la de Muncey, hasta que sus frentes se tocaron. Peter vio que sus labios se movían, le murmuraban palabras en voz baja. No sintió horror, sólo estupor. El momento parecía congelado en el tiempo, no era parte del curso de los acontecimientos, sino algo fijo y singular, una línea que, una vez cruzada, no admitiría la vuelta atrás. Que Muncey iba a morir sólo era una parte de su significado. El cuchillo llevó a cabo su obra casi sin que Peter se diera cuenta. Cuando Alicia dejó caer la mano, estaba sepultado hasta la empuñadura en el pecho de Muncey. Tenía los ojos abiertos de par en par y húmedos, los labios entreabiertos. Alicia le sostenía la cara con ternura, como haría una madre con su hijo.

—Vete tranquilo, Muncey —dijo—. Vete tranquilo.

A sus labios había ascendido un poco de sangre. Respiró una vez más, y retuvo el aire en el pecho, como si no fuera aire sino algo más: el dulce sabor de la libertad, el fin de las preocupaciones, y todo estuviera dicho y hecho. Entonces, su vida lo abandonó y se derrumbó hacia adelante. Alicia lo recibió con los brazos para suavizar la caída del cuerpo sobre el suelo embarrado de la guarnición.

Peter estuvo dos días sin verla. Pensó en enviarle un mensaje por mediación de Greer, pero no sabía qué decir. En el fondo, sabía la verdad: Alicia se había ido. Se había integrado en una vida a la que él no pertenecía.

Habían perdido un total de cuarenta y seis hombres, incluido el general Vorhees. Era lógico pensar que no todos estaban muertos, sino secuestrados. Los hombres hablaban de enviar partidas de búsqueda. Pero Greer se negó. El plazo de la partida se estaba acercando, si querían reunirse con el Tercer Batallón. Setenta y dos horas, anunció, y nada más.

Al final del segundo día, el campamento estaba casi levantado. Comida, armas, pertrechos, y casi todas las tiendas grandes, salvo el comedor. Todo estaba empaquetado y preparado para la marcha. Las luces se quedarían, al igual que los camiones cisterna, ahora casi vacíos, y un solo Humvee. El batallón se desplazaría hacia el sur en dos grupos, una pequeña partida de reconocimiento a caballo, al mando de Alicia, mientras que el resto los seguiría a pie y en camiones. Alicia era ahora oficial. Con tantos hombres perdidos, incluidos los jefes de dos pelotones, los rangos habían disminuido, y Greer la había nombrado oficial. Ahora era la teniente Donadio.

Greer había levantado la orden de mantener segregadas a Sara y Amy. Un cuerpo era un cuerpo, y a esas alturas era absurdo buscarle tres pies al gato. Muchos hombres habían resultado heridos en el ataque, en su mayor parte con heridas de escasa importancia, cortes, rasguños y esguinces, pero un soldado se había roto la clavícula, y dos más, Sancho y Withers, habían recibido quemaduras graves durante la explosión. Los dos médicos militares del batallón habían muerto, de modo que, con la ayuda de Amy, Sara se ocupaba de los heridos y los preparaba lo mejor posible para el viaje al sur. Peter y Hollis habían sido asignados a los equipos de embalaje, cuyo trabajo consistía en distribuir el contenido de dos grandes tiendas de suministros, apartando lo que viajaría con ellos y trasladando el resto a una serie de escondrijos distribuidos por el recinto. Michael había más o menos desaparecido en el parque móvil. Dormía en los barracones, comía codo con codo con los demás engrasadores. Incluso su nombre había desaparecido, sustituido por Lugnut.

Por encima de todo, el asunto de la evacuación pendía como una espada sobre ellos. Peter aún no había dado su respuesta a Greer, porque la verdad era que no la sabía. Los demás (Sara, Hollis, Michael, e incluso Amy, a su manera silenciosa y reservada) estaban esperando, le concedían margen para decidir. El que no hubieran dicho nada sobre el tema subrayaba ese hecho. O tal vez se estaban limitando a evitarlo. En cualquier caso, abandonar la seguridad de la guarnición parecía más peligroso que nunca. Greer le había advertido de que, después del ataque a la mina, los bosques bullirían de virales. Tal vez, sugirió, lo mejor sería esperar a que regresaran el verano siguiente. Hablaría con la División, y los convencería de que organizaran una expedición con cara y ojos. Hubiera lo que hubiera en la montaña, dijo Greer, llevaba en ella mucho tiempo. Podría esperar un año más.

La noche del segundo día posterior al regreso de Alicia, Peter entró en su tienda y encontró a Hollis solo, sentado en su camastro. Una parka de invierno le cubría los hombros. Sostenía una guitarra en el regazo.

—¿Dónde has encontrado eso?

Hollis estaba pulsando las cuerdas, con el rostro concentrado. Levantó la vista y sonrió a través de su espesa barba, que ahora trepaba hasta sus mejillas.

—Era de un engrasador. Un amigo de Michael. —Se sopló las manos y pulsó unas notas más, insinuando una melodía que Peter no pudo identificar—. Ha pasado tanto tiempo que pensaba que me había olvidado de tocar.

—No sabía que tocabas.

—La verdad es que no sé. Siempre lo hacía Arlo.

Peter se sentó en el camastro frente a él.

—Adelante. Toca algo.

—No recuerdo gran cosa. Una o dos canciones.

—Pues tócalas. Toca lo que quieras.

Hollis se encogió de hombros, pero Peter adivinó que estaba contento de que se lo hubiera pedido.

—No digas que no te avisé.

Hollis hizo algo con las cuerdas, las tensó y probó, después respiró hondo y se puso a tocar. Peter tardó un momento en identificar lo que estaba oyendo: una de las divertidas canciones compuestas por Arlo, las que tocaba para los Pequeños en el Asilo, pero diferente. Era la misma, pero diferente. Bajo los dedos de Hollis, era más profunda y rica, henchida de una tristeza dolorosa. Peter se tumbó en el catre y dejó que las notas se derramaran sobre él. Incluso cuando la canción terminó, percibió las notas en su interior, como un dolor prolongado en el pecho.

—De acuerdo —dijo Peter. Llenó el pecho de aire, los ojos clavados en el techo combado de la tienda—. Sara y tú deberíais uniros a ese convoy. Michael también. Dudo que ella se vaya sin él.

Hollis guardó silencio durante un buen rato. Las notas de la canción todavía flotaban en el aire.

—Es lo que dijo Vorhees cuando llegamos aquí. Sobre sus hombres, sobre el juramento que prestan. Tenía razón. Yo ya no sirvo para esto, si es que alguna vez serví. La quiero de verdad, Peter.

—No tienes por qué darme explicaciones. Me alegro por los dos. Me alegro de que hayáis aprovechado esta oportunidad.

—¿Y tú qué harás? —preguntó Hollis.

La respuesta era obvia. Pero había que verbalizarla.

—Lo que vinimos a hacer.

Era extraño. Peter se sentía triste, pero también algo más. Se sentía en paz. Ya había tomado la decisión. Se sentía liberado de ella. Se preguntó si su padre se habría sentido así la noche anterior a su última marcha. Mientras veía el techo de la tienda temblar a causa del viento, Peter recordó las palabras de Theo aquella noche en la central eléctrica, cuando todos estaban sentados alrededor de la mesa de la sala de control, bebiendo brillo. «Nuestro padre no se marchó para rendirse. Quien piense eso es que no sabe nada de él. Se marchó porque no podía soportar la ignorancia, ni un minuto más de su vida». Lo que Peter sentía era la paz de verdad, y se alegraba de ello hasta lo más íntimo de su ser.

Al otro lado de las paredes de la tienda, Peter oyó el estruendo de los generadores, las llamadas de los hombres de Greer en los piquetes, ojo avizor. Una noche más, y reinaría el silencio.

—No va a haber manera de convencerte, ¿verdad? —preguntó Hollis.

Peter sacudió la cabeza.

—Tan sólo hazme un favor.

—Lo que quieras.

—No me sigáis.

Encontró al comandante en la tienda que antes había sido de Vorhees. Peter y Greer apenas habían hablado desde el regreso de Alicia. Daba la impresión de que el comandante se sentía abrumado desde que se había producido el ataque fallido, y Peter había mantenido las distancias. Peter estaba seguro de que lo que lo agobiaba era algo más que el peso del mando. Durante las largas horas que había pasado con los dos hombres, Peter había notado cuán profundo era su vínculo. Lo que Greer sentía ahora era dolor, dolor por su amigo perdido.

Una lámpara brillaba en la tienda.

—¿Comandante Greer?

—Entre.

Peter obedeció. La tienda brillaba con el resplandor de la estufa. El comandante, con pantalones de camuflaje y camiseta de color verde oliva, estaba sentado a la mesa de Vorhees, examinando papeles a la luz del farol. Un baúl abierto, medio lleno de diversas pertenencias, descansaba en el suelo a sus pies.

—Jaxon. Me estaba preguntando cuándo lo vería de nuevo. —Greer se reclinó en la silla y se frotó los ojos con movimientos cansados—. Venga aquí y eche un vistazo.

Sobre la mesa había una pila de papeles. Encima había una sola hoja con la imagen de tres figuras, una mujer y dos niñas. La imagen estaba plasmada con tal precisión que Peter pensó al principio que estaba mirando una fotografía, algo procedente del Tiempo de Antes. Pero después se dio cuenta de que era un dibujo realizado a carboncillo. Un retrato, de la cintura hacia arriba. La parte inferior parecía diluirse en la nada. La mujer sostenía a la niña pequeña, que no debía de contar más de tres años, con sus mejillas de bebé, en el regazo. La otra, tan sólo un par de años mayor que su hermana, se alzaba detrás de ellas, sobre el hombro izquierdo de la mujer. Greer sacó más hojas de la pila: las mismas tres figuras en idéntica pose.

—¿Los hizo Vorhees?

Greer asintió.

—Curt no era un soldado profesional, como la mayoría de nosotros. Tenía otra vida antes del Cuerpo de Expedicionarios, una esposa y dos hijas pequeñas. Era granjero, aunque no se lo crea.

—¿Qué les pasó?

Greer contestó con un encogimiento de hombros.

—Lo que siempre sucede, cuando sucede.

Peter se inclinó para volver a examinar los dibujos. Percibió el meticuloso esmero del acto creativo, la fuerza de concentración detrás de cada detalle. La sonrisa irónica de la mujer; los ojos de la niña más pequeña, grandes y expresivos como los de su madre; el movimiento del pelo de la mayor, sacudido por una brisa repentina. Una pizca de polvo gris flotaba todavía sobre la superficie del papel, como cenizas, empujadas por este viento recordado.

—Supongo que hizo todos estos dibujos para no olvidarlas —dijo Greer.

Peter experimentó una vergüenza repentina. Con independencia de lo que aquellas imágenes significaran para el general, Peter sabía que eran privadas.

—Si no le importa que se lo pregunte, comandante, ¿por qué me los enseña?

Greer las guardó con cuidado en una carpeta de cartón y las dejó en el baúl que había a sus pies.

—Alguien me dijo en cierta ocasión que una parte de nosotros vive mientras alguien nos recuerda. Ahora, usted también las recordará. —Cerró el baúl con una llave que colgaba alrededor de su cuello y se reclinó en la silla—. Pero no ha venido a verme para eso, ¿verdad? Ha tomado una decisión.

—Sí, señor. Me iré por la mañana.

—Bien. —Un cabeceo pensativo, como ante algo esperado—. ¿Los cinco, o sólo usted?

—Hollis y Sara irán con el convoy. Michael también, aunque no lo sabe todavía.

—Entonces, sólo los dos. Usted y la chica misteriosa.

—Amy.

Greer asintió de nuevo.

—Amy. —Peter esperaba que Greer intentara disuadirlo, pero no lo hizo—. Tome mi montura. Es un buen caballo, no lo dejará tirado. Ordenaré a la puerta que los dejen pasar. ¿Necesita armas?

—Las que me pueda dar.

—Me ocuparé también de eso.

—Se lo agradezco, señor. Gracias por todo.

—Creo que es lo mínimo que puedo hacer. —Greer contempló sus manos enlazadas sobre el regazo—. Sabe que es casi un suicidio, ¿verdad? Subir a la montaña solo. Me veo en la obligación de decírselo.

—Tal vez lo sea. Pero es lo mejor que se me ha ocurrido.

Un momento de silencioso agradecimiento pasó entre ellos. Peter pensó que echaría de menos a Greer, su presencia serena y firme.

—Bien, así que esto es la despedida. —Greer se levantó y extendió la mano a Peter—. Si alguna vez va a Kerrville, búsqueme. Quiero saber cómo termina.

—¿Cómo termina qué?

El comandante sonrió, con su manaza rodeando todavía la de Peter.

—El sueño, Peter.

Había una luz encendida en los barracones. Peter oyó murmullos detrás de las paredes de lona. No había puerta, ni forma de llamar con los nudillos. Pero cuando se acercó, un soldado apareció por la abertura, envuelto en su parka. El que se llamaba Wilco, uno de los engrasadores.

—Jaxon. —Lo miró sobresaltado—. Si estás buscando a Lugnut, está con los demás, extrayendo el combustible del camión cisterna. Yo voy hacia allí.

—Estoy buscando a Lish. —Como Wilco le miró sin comprender, Peter rectificó—. La teniente Donadio.

—No estoy seguro…

—Dile que estoy aquí.

Wilco se encogió de hombros y volvió a entrar en la tienda. Peter aguzó los oídos para escuchar lo que se decía dentro, pero todas las voces habían enmudecido de repente. Esperó, lo suficiente para preguntarse si Alicia se negaría a salir. Pero entonces apareció en la puerta.

Peter pensó que afirmar que parecía cambiada era un error: había cambiado. La mujer que se erguía ante él ahora era la misma Alicia que siempre había conocido y, al mismo tiempo, una persona diferente por completo. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Sobre el torso no llevaba nada más que una camiseta, pese al frío. Le había crecido un poco el pelo, una pelusa fantasmal que se aferraba a su cráneo como una gorra brillante bajo las luces. Pero no fue nada de esto lo que confirió extrañeza al momento. Fue su forma de mantenerse alejada de él.

—Me he enterado de tu ascenso —dijo—. Felicidades.

Alicia no dijo nada.

—Lish…

—No deberías estar aquí, Peter. Yo no debería hablar contigo.

—Sólo he venido a decirte que lo entiendo. No pude durante unos días. Pero ahora sí.

—Bien. —Ella hizo una pausa y se rodeó el cuerpo con los brazos para protegerse del frío—. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

Peter no sabía muy bien qué decir. De golpe, todo lo que había querido decirle se había esfumado de su mente. La muerte de Muncey estaba relacionada con ello, y su padre, y Amy. Pero él no encontraba las palabras para expresar el verdadero motivo.

Dijo lo único que se le ocurrió.

—La guitarra de Hollis.

Alicia lo miró sin comprender.

—¿Hollis tiene una guitarra?

—Un soldado se la regaló. —Peter calló. No había forma de explicarlo—. Lo siento. No hago más que decir tonterías.

Peter experimentó la sensación de que se había abierto un espacio en su pecho, y se dio cuenta de qué era: el dolor de echar de menos a alguien que aún no se había marchado.

—Bien, gracias por decírmelo, pero la verdad es que debo volver dentro.

—Espera, Lish.

Alicia se volvió para mirarlo de nuevo, con las cejas arqueadas.

—¿Por qué no me lo contaste nunca? Lo del Coronel.

—¿Para eso has venido? ¿Para interrogarme acerca del Coronel? —Suspiró y apartó la mirada. No quería hablar del asunto—. Porque no quería que nadie supiera quién era.

—Pero ¿por qué?

—¿Qué habría dicho, Peter? Llegó solo. Había perdido a sus hombres. Él consideraba que habría debido morir con ellos.

Hizo una pausa para respirar.

—En cuanto al resto, creo que me crió de la única manera que sabía. Durante mucho tiempo pensé que era divertido, si quieres que te diga la verdad. Historias de hombres valientes que cruzaban las Tierras Oscuras para luchar y morir. Prestar juramento. Un galimatías que no significaba nada para mí. Sólo eran palabras. Después me enfadé. Tenía ocho años, Peter. Ocho años, y me llevó extramuros, bajo la línea eléctrica, y me dejó tirada allí. Toda la noche, sin nada, ni siquiera un cuchillo. Eso no lo sabías.

—¿Qué pasó?

—Nada. Si hubiera pasado, estaría muerta. Me quedé sentada bajo un árbol y lloré toda la noche. A día de hoy, aún no sé si estaba poniendo a prueba mi valentía o mi suerte.

—Seguro que te perdiste parte de la historia. Él no andaría lejos. Estaría vigilándote.

—Quizá. —Alicia miró hacia un lado, hacia el cielo invernal—. A veces creo que sí, y otras que no. Tú no lo conocías como yo. Lo odié después de eso, durante mucho tiempo. Lo odié con todas mis fuerzas. Pero sólo se puede odiar a alguien por un tiempo limitado. —Respiró de nuevo, un suspiro profundo y resignado—. Espero que sea cierto en tu caso, Peter. Que algún día consigas perdonarme. —Sorbió por la nariz y se secó los ojos—. Eso es todo. Ya he hablado demasiado. Me alegro de haber estado contigo todo este tiempo.

Él la miró con rostro compungido, y entonces lo supo.

El Coronel no era el verdadero secreto. Lo era él. Él era el secreto que ella había ocultado. Que se habían ocultado mutuamente, incluso a ellos mismos.

Extendió la mano.

—Escucha, Alicia…

—No lo hagas. No.

Pero no retrocedió.

—Esos últimos tres días, cuando pensé que ibas a morir y yo no iba a estar contigo. —Un nudo del tamaño de un puño se había formado en su garganta—. Siempre pensé que estaría contigo.

—Maldita sea, Peter. —Estaba temblando. Peter intuyó la magnitud de su lucha—. No puedes hacerme esto ahora. Es demasiado tarde, Peter. Es demasiado tarde.

—Lo sé.

—No lo digas. Por favor. Dijiste que lo habías entendido.

Sí, lo entendía. Todo aquello que parecía contenido en aquel sencillo dato. No sintió sorpresa, ni siquiera arrepentimiento, sino una repentina y profunda gratitud, acompañada de una gran lucidez que le atravesó como una ráfaga de aire invernal. Se preguntó cuál era aquel sentimiento, y entonces lo supo: estaba renunciando a ella.

Ella dejó que la rodeara entre sus brazos, atrayéndola hacia su pecho. La retuvo, tal como ella lo había retenido en la tienda de Vorhees, tantos días antes. Era el mismo adiós, pero al revés. Notó que se tensaba, y después se relajaba, contra él, y sentía como si encogiera entre sus brazos.

—Te vas —dijo Alicia.

—Necesito que me prometas algo. Mantén a salvo a los demás. Llévalos a Roswell.

Sintió un leve pero perceptible asentimiento contra su pecho.

—¿Y tú?

Cómo la amaba. Y sin embargo, no podía pronunciar las palabras. Cerró los ojos y trató de grabar en la memoria los sentimientos que ella le inspiraba, para poder llevárselos.

—Creo que ya me has cuidado bastante tiempo, ¿verdad? —La apartó para ver su cara por última vez—. Esto es todo —dijo—. Sólo quería darte las gracias.

Dio media vuelta y se fue dejándola sola en el viento gélido, delante de los silenciosos barracones.

Se esforzó por dormir, dio vueltas sin cesar toda la noche, y en la última hora antes del amanecer, cuando ya no pudo esperar más, se levantó y recogió a toda prisa sus pertenencias. Estaba pensando en el frío. Necesitarían mantas, calcetines de sobra, y cualquier cosa que pudiera mantenerlos calientes y secos. Sacos de dormir, ponchos y una lona con una cuerda robusta. La noche anterior, cuando volvía de los barracones, entró en la tienda de suministros y robó una pala y un hacha, además de un par de parkas gruesas. Hollis estaba roncando en su camastro, la cabeza sepultada en las mantas, ajeno a todo. Cuando despertara, Peter ya se habría marchado.

Se colgó la mochila al hombro y salió a un frío tan intenso que lo sorprendió, pues le arrebató el aire de los pulmones. La guarnición se encontraba en silencio, y sólo deambulaban algunos hombres en las cercanías. Los olores de humo de leña y comida caliente le llegaron desde el comedor, y le rugió el estómago. Pero no había tiempo para eso. En la tienda de las mujeres encontró a Amy sentada en su jergón, con su pequeña mochila sobre el regazo. No le había dicho nada. Estaba sola. Sara seguía con Sancho y los demás, en el hospital.

—¿Es la hora? —preguntó la chica. Tenía los ojos muy brillantes.

—Sí, es la hora.

Cruzaron juntos el prado. El caballo de Greer, un potro negro de gran tamaño, estaba pastando con los demás, la nariz alzada hacia el viento. Peter cogió unas riendas del cobertizo y lo condujo hasta la valla. Ojalá pudiera utilizar la silla, pero no iría bien para los dos. Ató sus mochilas juntas y las dejó caer sobre las ancas del animal. Ya tenía los dedos entumecidos a causa del frío. Levantó a Amy, y después utilizó la valla para izarse delante de ella. Cabalgaron por el lindero del prado hacia las sombras, bajo los piquetes, en dirección a la puerta. Estaba amaneciendo, un tenue resplandor gris, como si la oscuridad no se estuviera alzando, sino disolviéndose. Había empezado a caer una nieve pálida, casi invisible, copos que parecían materializarse en el aire delante de sus caras.

Un solo centinela salió a su encuentro. Era Eustace, el teniente que había alertado a Peter del regreso de la partida.

—El comandante ha dicho que los deje pasar. También me pidió que les entregara esto. —Eustace sacó a rastras un saco de lona de la garita del centinela y lo dejó en el suelo delante del caballo—. Dice que cojan lo que necesiten.

Peter bajó y se arrodilló para abrirlo. Había rifles, cargadores, un par de pistolas y un cinturón de granadas. Peter lo examinó todo, mientras decidía qué hacer.

—Gracias de todos modos —dijo, al tiempo que se enderezaba. Extrajo el cuchillo del cinto y lo extendió hacia Eustace—. Tome. Un regalo para el comandante.

Eustace frunció el ceño.

—No lo entiendo. ¿Quiere darle su cuchillo?

Peter lo empujó hacia él.

—Cójalo —dijo.

Eustace aceptó la hoja a regañadientes. La miró un momento, como si se tratara de un artefacto extraño que hubiera encontrado en el bosque.

—Déselo al comandante Greer —dijo Peter—. Creo que él lo entenderá.

Se volvió y vio a Amy sentada en el caballo. Había alzado la barbilla hacia la nieve que caía.

—¿Preparada?

La chica asintió. Una leve sonrisa brillaba en su cara. Habían caído copos sobre sus pestañas, en su pelo, como polvo de joyas. Eustace ayudó a Peter a montar. La puerta se abrió ante ellos. Se permitió una última mirada hacia los barracones, pero todo estaba en silencio, nada había cambiado. «Adiós —pensó—, adiós».

Entonces, espoleó a su montura y se alejaron mientras amanecía.