Días de lluvia. Peter lo contó todo.
Durante cinco días seguidos, llovió a cántaros. Estuvo sentado durante largas horas a la larga mesa de la tienda de Vorhees, a veces solos los dos, pero casi siempre también con Greer. Les habló de Amy, de la Colonia y de la señal que habían ido a localizar. Les habló de Theo y de Mausami, y del Refugio, y de todo lo acontecido allí. Les contó que, a 1.600 kilómetros de distancia, en la cumbre de una montaña de California, noventa almas estaban esperando a que las luces se apagaran.
—No le voy a mentir —dijo Vorhees, cuando Peter le preguntó si podían enviar soldados allí. Estaba anocheciendo. Alicia se había ido por la mañana a patrullar. De un día para otro se había integrado en la vida de los hombres de Vorhees.
—No es que no le crea —explicó Vorhees—. Y ese búnker del que nos ha hablado merece por sí solo el viaje. Pero tendré que comentar esto con mis superiores, y eso quiere decir la División. Antes de primavera no podremos ni pensar en emprender semejante viaje. Se trata de territorio desconocido.
—No estoy seguro de que puedan esperar tanto.
—Pues tendrán que hacerlo. Mi mayor preocupación es salir de este valle antes de que nieve. La lluvia no mengua, podríamos quedarnos atrapados aquí. Sólo queda combustible para mantener las luces encendidas treinta días más.
—Quiero saber más cosas de ese lugar, el Refugio —dijo Greer. Fuera de las paredes de la tienda, y en presencia de cualquiera de los hombres, la relación de Greer y Vorhees era rígida y formal, pero de puertas adentro, como sucedía en ese momento, se relajaban en su amistad.
Greer miró al general con ojos pensativos.
—Se parece un poco a lo de aquella gente de Oklahoma.
—¿Qué gente?
—Un lugar llamado Homer —contestó Vorhees, retomando el hilo—. El Tercer Batallón se topó con ellos hará unos diez años, en el culo del mundo. Toda una ciudad de supervivientes, más de mil cien hombres, mujeres y niños. Yo no estaba, pero oí los relatos. Era como retroceder cien años. Por lo visto, ni siquiera sabían qué eran los dragones. Se dedicaban a sus asuntos, eran amabilísimos, y vivían sin luces ni verjas, de los que te dicen: «Me alegro de verlos pero no den portazos al salir». El oficial que estaba al mando les ofreció transporte, pero ellos lo rechazaron, y en cualquier caso el Tercero no estaba equipado para transportar tantos cuerpos al sur de Kerrville. Eso fue lo peor. Supervivientes que no querían ser rescatados. El Tercer Batallón dejó un pelotón y continuó hacia el norte, hasta Wichita, donde se armó un gran cirio. Perdió la mitad de sus hombres, y el resto volvió sobre sus pasos. Cuando llegaron a la ciudad, estaba desierta.
—¿Que quiere decir? —preguntó Peter.
Vorhees enarcó las cejas.
—Quiero decir «vacía». Ni un alma, ni cuerpos. Todo limpio como una patena, los platos de la cena puestos en la mesa. Ni rastro tampoco del pelotón que habíamos dejado.
Peter tuvo que admitir que era desconcertante, pero no entendía qué relación podía tener aquello con el Refugio.
—Tal vez decidieron ir a un sitio más seguro —dijo.
—Quizá. Puede que los dragones los exterminaran con tal celeridad que no tuvieron ni tiempo de lavar los platos. Me está preguntando algo cuya respuesta desconozco. Pero le diré esto: hace treinta años, cuando Kerrville envió al Primero de Expedicionarios, no podías andar cien metros sin tropezar con un dragón. El Primero perdió media docena de hombres en un solo día, y cuando la unidad de Coffee desapareció, la gente pensó que todo había terminado. O sea, el tipo era una leyenda. El Cuerpo de Expedicionarios se disolvió más o menos por entonces. Pero ahora, aquí están ustedes, que han llegado desde California. En aquellos tiempos no habrían podido dar ni veinte pasos hasta las letrinas.
Peter miró a Greer, quien reconoció esa verdad con un cabeceo, y después miró atrás, a Vorhees.
—¿Me está diciendo que se están extinguiendo?
—Oh, hay muchos, créame. Basta con saber por dónde buscar. Lo que le estoy diciendo es algo diferente. Las cosas han cambiado. Durante los últimos sesenta meses hemos llevado dos líneas de abastecimientos desde Kerrville, una hasta Hutchinson, en Kansas, y otra a través de Nuevo México hasta Colorado. Lo que hemos visto es que ahora suelen encontrarse en grupos numerosos. Se están escondiendo en lugares más profundos, y utilizan minas y cuevas, lugares como esa montaña que ustedes descubrieron. A veces están tan apelotonados que hace falta una palanca para abrirse paso. Las ciudades todavía están plagadas, con todos esos edificios vacíos, pero puedes recorrer la campiña durante días sin ver ninguno.
—¿Por qué es tan seguro Kerrville?
El general frunció el ceño.
—Bien, no lo es. Al menos al cien por cien. A decir verdad, la mayor parte de Texas es peligrosa. Laredo es un lugar adonde no hay que ir, así como Dallas. Houston, o lo que queda, es como un pantano de putos chupasangres. El lugar está tan contaminado de productos petroquímicos que no sé cómo sobreviven allí, pero lo hacen. San Antonio y Austin fueron casi destruidas durante la primera guerra, y El Paso también. El puto gobierno federal, que intentaba exterminar a los dragones. Eso fue lo que dio pie a la Declaración, al mismo tiempo que California se segregaba.
—¿Se segregaba? —preguntó Peter.
Vorhees asintió.
—De la Unión. Declaró la independencia. Lo de California fue un verdadero baño de sangre, una guerra abierta durante un tiempo, como si no hubiera nada más de lo que preocuparse. Pero, en medio de la confusión, se olvidaron de Texas. Tal vez los federales no querían luchar en dos frentes a la vez. El gobernador se apoderó de todos los recursos militares, lo cual no fue difícil, puesto que el ejército se encontraba en desbandada y todo se estaba yendo al carajo. Trasladaron la capital a Kerrville y se atrincheraron allí. La amurallaron, como su Colonia, pero la diferencia estriba en que nosotros teníamos petróleo, a montones. Cerca de Freeport hay quinientos millones de barriles esperando en bóvedas salinas subterráneas, la antigua Reserva Estratégica de Petróleo. Si tienes petróleo, tienes electricidad. Y si tienes electricidad, tienes luces. Tenemos más de treinta mil almas intramuros, además de unas doce mil hectáreas en irrigación y una línea de abastecimiento fortificada que llega hasta una refinería de la costa.
—La costa —repitió Peter. Sintió el peso de aquella palabra en su boca—. ¿Se refiere al mar?
—El golfo de México, en cualquier caso. —Vorhees se encogió de hombros—. Llamarlo mar es un cumplido. Se trata más bien de una marea negra. Todas esas plataformas marinas siguen bombeando mierda, por no hablar de los vertidos de Nueva Orleans. Las corrientes marinas empujaron montañas de detritos hacia ese punto. Buques cisterna…, cargueros…, de todo. En algunos puntos podías cruzar sin mojarte los pies.
—Pero podrían marcharse si tuvieran barcos —sugirió Peter.
—En teoría. Pero yo no lo recomendaría. El problema es superar la barrera.
—Minas —explicó Greer.
Vorhees asintió.
—A montones. Durante los últimos días de la guerra, la OTAN, nuestros supuestos amigos, llevó a cabo un último esfuerzo por contener la infección. Bombardearon las costas a base de bien, y no lo hicieron sólo con explosivos convencionales. Volaron todo lo que había en el agua. Aún se ven los restos en Corpus. Después pusieron minas, sólo para cerrar la puerta a cal y canto.
Peter recordó las historias que su padre le había contado. Las historias del mar, y la Playa Larga. Las costillas oxidadas de los grandes barcos, que se extendían hasta perderse de vista. Nunca se había preguntado cómo había llegado a suceder. Había vivido en un mundo sin historia, sin causa, un mundo en que las cosas eran como eran, y punto. Hablar con Vorhees y Greer era como mirar las líneas de una página y ver de repente las palabras escritas.
—¿Y más al este? —preguntó—. ¿Han enviado a alguien?
Vorhees negó con la cabeza.
—Hace años que no lo hacemos. El Primero de Expedicionarios envió dos batallones en esa dirección, uno al norte, a Luisiana, a través de Shreveport, y otro a través de Misuri hasta San Luis. No volvieron. —Se encogió de hombros—. Quizá lo hagan algún día. De momento, lo que tenemos es Texas.
—Me gustaría verla —dijo Peter al cabo de un momento—. La ciudad. Kerrville.
—Y lo hará, Peter. —Vorhees se permitió una de sus escasas sonrisas—. Si se une a ese convoy.
Aún tenían que dar una respuesta a Vorhees, y Peter se debatía entre ambas posibilidades. Tenían seguridad, tenían luces, y al fin y al cabo habían encontrado al ejército. Quizá no sería hasta abril, pero Peter estaba convencido de que Vorhees enviaría una expedición a la Colonia y traería a los demás. En otras palabras, habían encontrado lo que habían ido a buscar, y más que eso. Pedir a sus amigos que continuaran se le antojaba un riesgo innecesario. Y sin Alicia, una parte de él deseaba aceptar, sólo para acabar con aquello de una vez por todas.
Pero cada vez que pensaba en ello, su siguiente pensamiento era para Amy. Alicia tenía razón: llegar tan cerca para dar media vuelta era algo de lo que quizá se arrepentirían durante el resto de sus vidas. Michael había intentado localizar la señal de radio en la tienda del general, pero su equipo de radio era de corto alcance, inútil en las montañas. Al final, Vorhees dijo que no existían motivos para dudar de la historia, pero ¿quién sabía lo que significaba la señal?
—Los militares dejaron todo tipo de mierda detrás. Los civiles también. Créame, ya hemos pasado por eso. No podemos ir persiguiendo todos los ruiditos. —Hablaba con el desánimo de un hombre que ha visto muchas cosas, demasiadas—. Esa chica de ustedes, Amy. Tal vez tenga cien años, como afirma usted, y tal vez no. No tengo motivos para dudar de su palabra, salvo por el hecho de que aparenta quince y tiene pinta de estar acojonada todo el rato. Estas cosas no siempre pueden explicarse. Imagino que es una pobre alma traumatizada, que logró sobrevivir y apareció en su campamento por un golpe de suerte.
—¿Y el transmisor injertado en el cuello?
—Bien, ¿qué tiene eso de raro? —El tono de Vorhees no era burlón, sino práctico—. Joder, puede que sea rusa, o china. Hemos estado esperando a que esa gente apareciera, dando por sentado que todavía queda alguien vivo ahí fuera.
—¿Y queda alguien?
Vorhees hizo una pausa. Greer y él intercambiaron una mirada cautelosa.
—Bien, la verdad es que no lo sabemos. Algunos dicen que la cuarentena funcionó, y que el resto del mundo se las está arreglando de coña sin nosotros. Esto nos lleva a la cuestión de por qué no hemos captado nada por las ondas, pero creo posible que montaran una especie de barricada electrónica, además de las minas. Según otros, y creo que el comandante y yo compartimos esa opinión, todo el mundo ha muerto. Todo esto son conjeturas, no lo olvide, pero se dice que la cuarentena no fue tan estricta como pensaba la gente. Cinco años después del brote, Estados Unidos continental estaba prácticamente despoblado, a punto de caramelo para el saqueo. Los depósitos de oro de Fort Knox. La cámara acorazada de la Reserva Federal de Nueva York. Todos los museos, joyerías y bancos, hasta la caja de ahorros de la esquina, todos esperando sin que nadie vigilara la tienda. Pero el auténtico botín eran todas las armas militares diseminadas, entre ellas diez mil cabezas nucleares, cualquiera de las cuales podía alterar el equilibrio del poder en un mundo desprovisto de los cuidados paternales de Estados Unidos. La verdad, creo que la pregunta no es si desembarcó alguien, sino cuántos y quiénes. Es probable que se llevaran el virus con ellos.
Peter se concedió un momento para asimilar toda esa información. Vorhees le estaba diciendo que el mundo era un lugar desierto.
—No creo que Amy haya venido a robar nada —dijo por fin.
—Si le sirve de ayuda, yo tampoco lo creo. No es más que una cría, Peter. Es un misterio cómo logró sobrevivir. Tal vez descubrirá una forma de contárselo.
—Creo que ya lo ha hecho.
—Eso cree usted, y no pienso llevarle la contraria. Pero le diré algo más: conocí a una mujer, una vieja loca que vivía en una cabaña detrás de nuestra sección de alojamiento, un antro que se caía a pedazos. Estaba arrugada como una pasa, tenía unos cien gatos, y toda la casa olía a meados de gato. Esa mujer afirmaba que podía oír los pensamientos de los dragones. Los chicos le tomábamos el pelo sin parar, aunque no había para tanto. Son esas cosas que luego te saben mal, pero no en aquel momento. Era lo que ustedes llaman una caminante, que apareció un día delante de las puertas. —Vorhees concluyó con un encogimiento de hombros—. De vez en cuando escuchas historias como ésa. Sobre todo de viejos, de místicos medio chiflados, nunca de gente joven como esa chica. Pero no es ninguna novedad.
Greer se inclinó hacia adelante, De repente parecía interesado.
—¿Qué fue de ella?
—¿De la mujer? —El general se masajeó la barbilla mientras rebuscaba en la memoria—. Si no recuerdo mal, se marchó de viaje. Se ahorcó en la casa que olía a pis de gato. —Como ni Peter ni Greer dijeron nada, el general continuó—. No hay que dar muchas vueltas a estas cosas. Nosotros no podemos, al menos. Estoy seguro de que el comandante estará de acuerdo conmigo. Hemos venido a eliminar la mayor cantidad de dragones posible, aprovisionarnos, encontrar sus escondites y quemarlos. Quizá algún día todo esto sirva para algo. Pero estoy seguro de que no viviré para verlo.
El general se apartó de la mesa, y Greer también. La hora de hablar había terminado, al menos aquel día.
—Entretanto, piense en mi oferta, Jaxon. La vuelta a casa. Se la ha ganado.
Cuando Peter llegó a la puerta, Greer y Vorhees ya estaban inclinados sobre la mesa, donde habían desenrollado un mapa grande. Vorhees alzó la vista, frunciendo el ceño.
—¿Algo más?
—Es que… —¿Qué quería decir?—. Me estaba preguntando cómo le va a Alicia.
—Está bien, Peter. No sé cómo Coffee lo consiguió, pero fue un buen maestro. Ni siquiera la reconocería.
Se sintió herido.
—Me gustaría verla.
—Lo sé, pero en este momento no es una buena idea. —Como Peter no se movió de la puerta, Vorhees prosiguió con impaciencia disimulada—. ¿Eso es todo?
Peter negó con la cabeza.
—Dígale que he preguntado por ella.
—Lo haré, hijo.
Peter salió a la tarde. Comenzaba a oscurecer. La lluvia había cesado, pero el aire estaba saturado de una humedad que calaba los huesos. Al otro lado de los muros de la guarnición, un espeso banco de niebla se estaba alzando sobre la loma. Todo estaba sembrado de barro. Se ciñó la chaqueta alrededor del cuerpo cuando cruzó el espacio abierto que había entre la tienda de Vorhees y el comedor. Allí vio a Hollis, que estaba sentado a una de las largas mesas y comía judías de una bandeja de plástico baqueteada. Había más soldados diseminados por la sala, que hablaban en voz baja. Peter fue a buscar una bandeja de una pila, se sirvió de la olla y se acercó a Hollis.
—¿Está ocupado este asiento?
—Todos están ocupados —dijo Hollis en tono lúgubre—. Me han dejado ocupar éste.
Peter se sentó en el banco. Sabía a qué se refería Hollis. Allí eran miembros sobrantes, y no tenían nada que hacer, ningún papel que jugar. Sara y Amy habían sido relegadas a su tienda. Pese a su relativa libertad de movimientos, Peter se sentía atrapado. Y ningún soldado quería relacionarse con ellos. Daban por sentado que no tenían nada valioso que decir, y que de todos modos pronto se marcharían.
Puso a Hollis al corriente de todo lo que había averiguado, y después hizo la pregunta que en realidad le interesaba.
—¿La has visto?
—La vi partir esta mañana, con el pelotón de Raimey.
La unidad de Raimey, compuesta de seis miembros, estaba realizando breves patrullas hacia el sudeste. Cuando Peter preguntó a Vorhees cuánto tiempo estarían ausentes, su respuesta fue enigmática.
—El que haga falta.
—¿Qué aspecto tenía?
—El que tienen ellos. —Hollis hizo una pausa—. La saludé, pero creo que ni siquiera me vio. ¿Sabes cómo la llaman?
Peter negó con la cabeza.
—La Última Expedicionaria. —Hollis frunció el ceño—. Una grosería, si quieres saber mi opinión.
Guardaron silencio, pues no había nada más que decir. Si ellos eran miembros sobrantes, Alicia se le antojaba a Peter un miembro amputado. Seguía buscándola en su recuerdo, pensaba en dónde podría encontrarse. Creía que nunca se iba a acostumbrar a la idea.
—Me parece que no se creen lo de Amy —dijo Peter.
—¿Y tú?
Peter meneó la cabeza, como si reconociera que tenía razón.
—Supongo que no.
Se hizo otro silencio.
—¿Y tú qué opinas? —preguntó Hollis—. De la evacuación.
Con tanta lluvia, la partida del batallón se había retrasado otra semana.
—Vorhees sigue animándonos a ir con ellos. Puede que tenga razón.
—Pero tú no lo crees así. —Como Peter vacilara, Hollis dejó el tenedor encima de la mesa y miró a aquél a los ojos—. Ya me conoces, Peter. Haré lo que tú quieras.
—¿Por qué estoy al mando? No quiero decidir por todos.
—No he dicho que fueras el jefe. Pero esto es lo que hay, Peter. Si aún no lo sabes, no lo sabes. Será así hasta que la lluvia amaine.
Peter sintió una punzada de culpa. Desde que habían llegado a la guarnición, nunca había encontrado el momento de decirle a Hollis que sabía lo de él y Sara. Ahora que Alicia se había ido, en parte no quería afrontar el hecho de que la fuerza que los había mantenido unidos se estaba disolviendo. Los tres hombres se alojaban en una tienda contigua a la de Sara y Amy, donde jugaban a las cartas y esperaban a que la lluvia amainara. Durante dos noches seguidas, Peter había despertado y descubierto que el camastro de Hollis estaba vacío. Pero siempre lo veía por la mañana, roncando. Peter se preguntó si Hollis y Sara estaban montando esa comedia en su honor, o en el de Michael, quien, al fin y al cabo, era su hermano. En cuanto a Amy, tras un período de tiempo, uno o dos días, durante los cuales había parecido nerviosa, e incluso un poco asustada de los soldados que les llevaban las comidas y las acompañaban a las letrinas, daba la impresión de que se hallaba en un estado de espera optimista, incluso jovial, contenta de la situación pero al mismo tiempo impaciente por el desenlace.
—¿Nos iremos pronto? —había preguntado a Peter en tono perentorio—. Porque me gustaría ver la nieve.
A lo que Peter había contestado:
—No lo sé, Amy. Ya veremos, cuando pare la lluvia.
La verdad era que, incluso mientras las pronunciaba, las palabras le habían sabido a mentira.
Hollis ladeó la cabeza hacia el plato de Peter.
—Deberías comer.
Peter empujó a un lado la bandeja.
—No tengo hambre.
Michael se sumó a ellos. Llegó a la mesa cubierto con un poncho mojado de lluvia y una bandeja llena de comida. Era el único que había sabido aprovechar el tiempo: Vorhees lo había destinado al parque móvil, para que colaborara en la puesta a punto de los vehículos en vistas del viaje al sur. Dejó la bandeja sobre la mesa delante de él y comió con avidez, utilizando un trozo de pan de maíz para llevarse las judías a la boca con las manos manchadas de aceite.
—¿Qué pasa? —preguntó cuando levantó la vista. Tragó un bocado de pan con judías—. Los dos me miráis como si se hubiera muerto alguien.
Uno de los soldados pasó junto a su mesa con una bandeja. Era un soldado con orejas de soplillo, en cuya cabeza calva brillaba un principio de pelusa.
—Eh, Lugnut[4] —dijo a Michael.
Michael sonrió.
—Sancho. ¿Qué hay de nuevo?
—Nada. Escucha, mis amigos y yo estábamos hablando, y creímos que tal vez te gustaría reunirte con nosotros más tarde.
Michael sonrió alrededor de un bocado de judías.
—Claro.
—A las siete en el comedor. —El soldado miró a Peter y Hollis, como si reparara en ellos por primera vez—. Vosotros también podéis venir si queréis, «rezas».
Peter todavía no se había acostumbrado a aquel término. Siempre transmitía una nota de rechifla.
—¿Ir adónde?
—Gracias, Sancho —dijo Michael—. Ya habré terminado para entonces.
Cuando el soldado siguió su camino, Peter miró a Michael con los ojos entornados.
—¿Lugnut?
Michael había continuado comiendo.
—Se inventan muchos nombres así. Me gusta más que Circuito. —Trasegó las últimas judías del plato—. No es mala gente, Peter.
—Yo no he dicho que lo fueran.
—¿Qué pasa esta noche? —preguntó Hollis al cabo de un momento.
—Ah, eso. —Michael se encogió de hombros, como avergonzado—. Me sorprende que nadie os lo haya dicho. Esta noche hay cine.
A las seis y media habían sacado las mesas del comedor y formado filas con los bancos. La caída de la noche había traído consigo una bajada de temperaturas, y el aire se notaba más seco. El viento se había llevado la lluvia. Todos los soldados se habían congregado fuera, y hablaban a grito pelado entre ellos de una forma que Peter no había visto nunca. Reían, bromeaban y se pasaban botellas de brillo. Se sentó con Hollis en la parte posterior del comedor, de cara a la pantalla, una hoja de contrachapado cubierta de cal. Michael estaba más adelante, entre sus nuevos amigos del parque móvil.
Michael se había esforzado por explicarles en qué consistiría la proyección de la película, pero Peter aún no sabía qué esperar, y consideraba la idea vagamente preocupante, ajena a ninguna lógica física que él comprendiera. El proyector, que descansaba sobre una mesa alta detrás de ellos, lanzaría una corriente de imágenes en movimiento sobre la pantalla. Pero si eso era cierto, ¿de dónde procedían aquellas imágenes? Si eran reflejos, ¿qué reflejaban? Un largo cable eléctrico corría desde el proyector, salía por la puerta del comedor y se conectaba con uno de los generadores. Peter no pudo por menos que pensar en el desperdicio de valioso combustible para el simple propósito de divertir al personal. Pero cuando el comandante Greer avanzó hacia las carcajadas de sesenta hombres, Peter la sintió también: era impaciencia en estado puro, una emoción casi infantil.
Greer levantó una mano para acallar a los hombres, lo cual sólo consiguió que aullaran con más fuerza.
—¡Cerrad el pico, sacos de sangre!
—¡Traed al conde! —gritó alguien.
Más gritos y aullidos. De pie delante de la pantalla, Greer exhibía una sonrisa apenas disimulada. Por un momento, había permitido que apareciera una grieta en el duro caparazón de la disciplina militar. Peter había pasado tiempo suficiente en compañía de Greer como para saber que no era accidental.
Greer dejó que el entusiasmo se calmara por sí solo, carraspeó y habló.
—Muy bien, chicos, basta ya. Primero, un anuncio. Sé que habéis disfrutado de vuestra estancia en estos bosques del norte…
—¡Y una mierda!
Greer miró con el ceño fruncido al hombre que había hablado.
—Si me vuelves a interrumpir, Muncey, te chuparás las letrinas durante un mes.
—¡Sólo decía lo contento que estoy aquí, señor, persiguiendo dragones!
Más carcajadas. Greer hizo oídos sordos.
—Como estaba diciendo, con el cambio de tiempo han llegado noticias. ¿General?
Vorhees apareció por un lado del cine improvisado.
—Gracias, comandante. Buenas noches, Segundo Batallón.
Un coro de gritos:
—¡Buenas noches, señor!
—Parece que el tiempo nos ha dado un respiro, de modo que vamos a aprovecharlo. A las cinco de la mañana, preséntense a sus jefes de pelotón después del desayuno. Queremos que todo esté preparado cuando amanezca. Cuando vuelva el pelotón azul, nos encaminaremos hacia el sur. ¿Alguna pregunta?
—¿Qué vamos a hacer con los vehículos pesados, señor? No podrán avanzar en el barro.
—Se ha tomado la decisión de dejarlos aquí. Viajaremos ligeros de equipaje. Vuestros jefes de pelotón lo comentarán con vosotros. ¿Alguien más?
Silencio entre la multitud.
—Muy bien. Disfruten del espectáculo.
Se apagaron los faroles. Al fondo de la sala, las ruedas del proyector empezaron a girar. «Ya está», pensó Peter: había llegado el momento de decidir. De pronto, una semana de tiempo se había convertido en nada. Peter notó que alguien se sentaba a su lado en el banco: era Sara. Junto a ella estaba Amy, con una manta de lana oscura sobre los hombros para protegerse del frío.
—No deberíais estar aquí —susurró Peter.
—A la mierda —dijo Sara en voz baja—. ¿Creías que me iba a perder esto?
La pantalla se iluminó. Números rodeados de un círculo, que iban en descenso. 5, 4, 3, 2, 1. Después:
CARL LAEMMLE
PRESENTA
«DRÁCULA»
DE BRAM STOKER
SEGÚN LA OBRA ADAPTADA POR
HAMILTON DEANE Y JOHN L. BALDERSTON
UNA PELÍCULA DE TOD BROWNING
Un coro de vítores se elevó de los bancos cuando, aunque pareciera increíble, la pantalla se llenó con la imagen en movimiento de un carruaje tirado por caballos, que corría por una carretera de montaña. La fotografía estaba desprovista de todo color, compuesta por tonos del gris, la paleta de un sueño a medio recordar.
—Dragones —dijo Hollis. Se volvió hacia Peter con el ceño fruncido—. ¿Drácula?
—¡No se oye! —bramó un soldado, seguido por otros—. ¡No se oye, no se oye!
El soldado que se ocupaba del proyector estaba comprobando frenéticamente las conexiones, girando botones. Corrió hacia adelante y se arrodilló junto a una caja situada debajo de la pantalla.
—Esperad, creo que es…
Un estruendo de estática. Peter, hipnotizado por la imagen en movimiento de la pantalla (el carruaje estaba entrando ahora en un pueblo y la gente corría a su encuentro), pegó un bote en la silla. Pero entonces comprendió lo que había ocurrido, qué era la caja situada bajo la pantalla. Los cascos de los caballos, el crujido del carruaje sobre sus muelles y las voces de los aldeanos, que hablaban entre sí en un idioma extraño que nunca había oído. Las imágenes eran más que fotos, más que luz. Eran como algo vivo, vivo y que respiraba de forma sonora.
En la pantalla, un hombre con un sombrero blanco estaba agitando un bastón en dirección al hombre del carruaje. Cuando abrió la boca para hablar, todos los soldados le hicieron coro:
—No baje mi equipaje. ¡Esta noche voy al paso de Borgo!
Una explosión de hilaridad general. Peter miró de reojo a Hollis, pero los ojos de su amigo, en los que se reflejaba la luz, estaban concentrados en las imágenes móviles que desfilaban ante ellos. Se volvió hacia Sara y Amy. Les pasaba lo mismo.
En la pantalla, un hombre corpulento estaba hablando al conductor del carruaje, una burbuja de sonidos carentes de significado. Se volvió hacia el primer sujeto, el del sombrero, y el recitado a gritos de los hombres amplificó sus palabras.
—El conductor… tiene miedo. Es un buen hombre. Quiere que le pregunte si puede esperar, para ir después del amanecer.
El primer hombre agitó su bastón con arrogancia para mostrar su desacuerdo.
—Bien, lo siento, pero un carruaje me espera a medianoche en el paso de Borgo.
—¿El paso de Borgo? ¿De quién es el carruaje?
—Del conde Drácula.
Los ojos del hombre bigotudo se desorbitaron a causa del terror.
—¿El conde… Drácula?
—¡No lo hagas, Renfield! —gritó uno de los soldados, y todo el mundo rió.
Era un cuento, comprendió Peter. Una historia, como los libros antiguos del Asilo, los que Profesora les había leído, sentados en círculo, hacía muchos años. Daba la impresión de que la gente de la pantalla estaba fingiendo, porque así era. Sus movimientos y expresiones exagerados recordaban la forma en que Profesora imitaba las voces de los personajes de los libros que leía. El hombre corpulento del bigote sabía algo que el hombre del sombrero ignoraba. El peligro le acechaba. Pese a su advertencia, el viajero reanudaba su viaje, coreado por los gritos burlones de los soldados. En la oscuridad, el carruaje ascendía una carretera de montaña y se acercaba a un enorme edificio erizado de torrecillas y murallas, bañado por una luz de luna siniestra. Lo que aguardaba era evidente: el hombre del bigote lo había explicado a grandes rasgos. Vampiros. Un mundo antiguo, pero que Peter conocía. Esperó a que aparecieran los virales, a que cayeran sobre el carruaje e hicieran trizas al viajero, pero no sucedió así. El carruaje atravesó la puerta. El hombre, Renfield, bajó y descubrió que estaba solo, pues el conductor se había ido. Una puerta que crujía al abrirse, que se abría motu proprio, lo invitaba a entrar, y el viajero se encontraba en una gran sala cavernosa casi en ruinas. Renfield, ignorante, de una inocencia casi risible, retrocedía hacia un inmenso tramo de escaleras que bajaba una figura con una capa oscura y que sostenía una sola vela. Cuando la figura de la capa llegó al pie, Renfield se volvió, y los blancos de sus ojos se dilataron a causa de un terror enorme, como si hubiera caído entre un grupo de pitillos, en lugar de enfrentarse a un solo hombre con capa.
—Yo soy… Drrrrác-ulaaaa.
Otro estallido de silbidos, alaridos y vítores. Uno de los soldados de la primera fila se levantó como impulsado por un resorte.
—¡Eh, conde, chúpate ésta!
Un destello del acero al girar en el chorro de luz procedente del proyector: la punta de la hoja hizo impacto en la pantalla con un golpe sordo y se hundió en el pecho del hombre de la capa, quien no pareció darse cuenta de lo que había sucedido.
—¡Joder, Muncey! —gritó el operador.
—¡Tu cuchillo estorba! —gritó otro.
Pero las voces no eran airadas. Todo el mundo pensaba que hacía gracia. Bajo una lluvia de silbidos, Muncey saltó hacia la pantalla, mientras las imágenes se derramaban sobre él, para recuperar el cuchillo. Se volvió, sonrió e hizo una reverencia.
Pese a todo (las caóticas interrupciones, las risas y los recitados burlones de los soldados, quienes se sabían los diálogos de memoria), Peter no tardó en zambullirse en la historia. Intuyó que faltaban algunos fragmentos de la película: la narración avanzaba a trompicones, un barco en el mar seguía a continuación del castillo, y después un lugar llamado Londres. Una ciudad, comprendió. Una ciudad del Tiempo de Antes. El conde (una especie de viral, aunque no lo parecía) mataba mujeres. Primero a una niña que vendía flores en la calle, después a una joven dormida en su cama, con grandes rizos y una cara tan serena que parecía una muñeca. Los movimientos del conde eran de una lentitud cómica, al igual que los de su víctima. Todos los personajes de la película parecían atrapados en un sueño en el que no podían desplazarse más deprisa. El propio Drácula tenía una cara pálida, casi femenina, con los labios pintados para que parecieran arqueados como las alas de un murciélago. Siempre que estaba a punto de morder a alguien, la pantalla se demoraba un buen rato en sus ojos, iluminados desde abajo, para que brillaran como llamas gemelas de velas.
En parte, Peter sabía que era una superchería, nada que pudiera tomarse en serio, y no obstante, a medida que la historia continuaba, se sintió preocupado por la chica, Mina, la hija del médico (el doctor Sewell, propietario del manicomio, fuera lo que fuera eso), y cuyo marido, el poco afectuoso Harker, no parecía tener ni idea de cómo ayudarla, siempre holgazaneando con las manos en los bolsillos, con aspecto impotente y perdido. Ninguno de ellos sabía qué hacer, excepto Van Helsing, el cazador de vampiros. No se parecía a ningún cazador a quien Peter hubiera visto: era un anciano, con gafas gruesas, proclive a larguísimas declaraciones aterradoras que eran objeto del sarcasmo de los soldados: «¡Caballeros, nos enfrentamos a algo impensable!» y «¡Las supersticiones de mañana pueden convertirse en la realidad científica de hoy!». Los silbidos se desataban en cada ocasión, aunque casi todo lo que Van Helsing decía le parecía cierto a Peter, sobre todo aquello de que un vampiro era «un ser cuya vida se ha prolongado de forma anormal». Si eso no describía a un pitillo, a ver qué podía hacerlo. Se preguntó si el truco de Van Helsing con el espejo del joyero no era una versión de lo que había sucedido en Las Vegas con las sartenes, y si, como afirmaba Van Helsing, un vampiro «ha de dormir todas las noches en su suelo natal». ¿No era ése el motivo por el que los afectados siempre acababan volviendo a casa? En algunos momentos, la película casi parecía ser una especie de manual. Peter se preguntó si, en lugar de ser una historia ficticia, no sería la narración de un hecho real.
Secuestraba a Mina. Parker y Van Helsing perseguían al vampiro hasta su guarida, un húmedo sótano. Peter comprendió adónde quería ir a parar el cuento: iban a llevar cabo la Misericordia. Iban a cazar a Mina y matarla, y era Harker, el marido de Mina, quien se encargaría de llevar a cabo aquella terrible tarea. Peter se preparó. Los soldados habían enmudecido por fin, atrapados sin querer en el triste desenlace de la historia.
No llegó a ver el final. Un solo soldado entró en la tienda como una exhalación.
—¡Encended las luces! ¡Extracción en la puerta!
La película quedó olvidada al instante. Todos los soldados saltaron de sus sillas. Sacaron armas, pistolas, rifles y cuchillos. Con las prisas por llegar a la puerta, alguien tropezó con el cable del proyector y dejó la sala en tinieblas. Todo el mundo estaba empujando, gritando y dando órdenes. Peter oyó disparos de rifle en el exterior. Mientras salía de la tienda, vio un par de bengalas que volaban sobre los muros en dirección al campo embarrado del otro lado de la puerta. Michael lo adelantó con Sancho. Peter lo agarró del brazo.
—¿Qué pasa?
Michael apenas aminoró su velocidad.
—¡Es el pelotón azul! —dijo—. ¡Vamos!
Del caos del comedor había surgido un orden repentino. Todo el mundo sabía lo que debía hacer. Los soldados habían formado diversos grupos. Algunos subían a toda prisa por las escaleras hasta la pasarela que corría en lo alto, y otros tomaban posiciones detrás de una barricada de sacos de arena que había ante la puerta. Otros hombres hacían girar los focos hacia el campo embarrado.
—¡Aquí vienen!
—¡Abrid la puerta! —ordenó Greer desde la base del muro—. ¡Abrid la puta puerta!
Se produjo una descarga ensordecedora de fuego de cobertura procedente de la pasarela, mientras media docena de soldados saltaba al patio y agarraba las cuerdas conectadas mediante un sistema de bloques y poleas con los goznes de la puerta. Peter se quedó un momento fascinado por la coordinación elegante de la maniobra, la belleza experta de aquellos movimientos sincronizados. Mientras los soldados bajaban, las puertas empezaron a abrirse y revelaron el terreno iluminado por los focos que había al otro lado de los muros, y también a un grupo de figuras que corrían hacia ellos. Alicia iba al frente. Seis llegaron a la puerta, se dejaron caer y rodaron en el polvo, al tiempo que los hombres apostados detrás de los sacos de arena abrían fuego y lanzaban un torrente de balas por encima de sus cabezas. Si había virales detrás, Peter no vio a ninguno. Todo fue demasiado rápido, demasiado ruidoso, y después, en un abrir y cerrar de ojos, todo terminó: las puertas se cerraron a su espalda.
Peter corrió hacia Alicia. Estaba a cuatro patas sobre el suelo, respirando con dificultad. La pintura se estaba desprendiendo de su cara, y su cabeza calva brillaba como metal pulido bajo el áspero destello de los faros.
Mientras se ponía de rodillas, sus ojos se encontraron un instante.
—Peter, lárgate de aquí.
Sonaron los últimos disparos lanzados desde los muros. Los virales se habían dispersado y huían de las luces.
—Hablo en serio —dijo con fiereza. Todo su cuerpo parecía tenso—. Vete.
Más gente se estaba congregando a su alrededor.
—¿Dónde está Raimey? —vociferó Vorhees, mientras se abría paso entre los hombres—. ¿Dónde coño está Raimey?
—Está muerto, señor.
Vorhees se volvió hacia Alicia, arrodillada en el barro. Cuando vio a Peter, sus ojos lanzaron destellos de ira.
—Jaxon, usted no debería estar aquí.
—Lo encontramos, señor —dijo Alicia—. Nos topamos con él. Un auténtico avispero. Hay cientos de ellos.
Vorhees hizo una señal a Hollis y los demás.
—Vuelvan a sus aposentos, ahora mismo. —Sin esperar la respuesta, se volvió hacia Alicia—. Informe, soldado Donadio.
—La mina, general —dijo Alicia—. Hemos encontrado la mina.
Los hombres de Vorhees la habían estado buscando durante todo aquel verano. Era el pozo de entrada a una antigua mina de cobre, escondida en las colinas. Creían que era uno de los escondrijos de los que Vorhees había hablado, un nido donde dormían los virales. Utilizando antiguos mapas topográficos, y siguiendo los movimientos de los seres con las redes, habían estrechado su búsqueda al cuadrante sudeste, una zona de unos veinte kilómetros cuadrados sobre el río. La misión del pelotón azul era el último intento de localizarlo antes de que se produjera la evacuación. Lo habían logrado por pura casualidad. Cuando Michael contó la historia a Peter, se enteró de que el pelotón azul se había metido en él por pura chiripa, justo antes de ponerse el sol, una suave depresión en la tierra en la cual había desaparecido el hombre que iba en cabeza con un alarido. El primer viral que salió liquidó a dos hombres más antes de que le dispararan. El resto del pelotón pudo formar una especie de línea de tiro, pero los virales no paraban de revolotear, desafiando a los últimos rayos del sol impelidos por su ansia de sangre, y en cuanto el sol se puso, la unidad no tardó en ser barrida y perdieron la pista del pozo de entrada. Las bengalas que llevaban les concedieron unos minutos, pero eso fue todo. Se dividieron en dos grupos. El primero intentaría huir, mientras que el segundo, al mando del teniente Raimey, los cubriría y repelería a los seres durante el máximo de tiempo posible, hasta que el sol se pusiera y las bengalas se hubieran terminado, y ése sería el final.
Una actividad frenética reinó en el campamento durante toda la noche. Peter notó el cambio. Los días de espera y de misiones de exploración en el bosque habían llegado a su fin. Los hombres de Vorhees se estaban preparando para la batalla. Michael se había ido para ayudar a preparar los vehículos que transportarían los explosivos, bidones de diésel y nitrato de amonio con un ignitor de granadas, conocido como «sonrojador». Lo bajarían al pozo mediante un torno. Sin duda, la explosión mataría a todos los virales que hubiera dentro. La pregunta era por dónde saldrían los supervivientes. La topografía había cambiado en los últimos cien años, y por lo que Vorhees y los demás sabían, un corrimiento de tierras o un terremoto habrían abierto un nuevo punto de acceso. Mientras un pelotón colocaba los explosivos, el resto de los hombres haría lo posible por localizar las otras entradas. Si tenían suerte, todo el mundo estaría en sus puestos cuando la bomba detonara.
Los focos dieron paso a un amanecer grisáceo. La temperatura había bajado por la noche, y todos los charcos del patio presentaban una delgada costra de hielo. Estaban cargando los vehículos. Los soldados de Vorhees se habían congregado ante la puerta, todos salvo un solo pelotón, que se quedaría para custodiar la guarnición. Alicia había pasado muchas de las horas anteriores en la tienda de Vorhees. Era ella quien había guiado a los supervivientes del grupo hasta la guarnición, utilizando la ruta paralela al río que habían seguido antes. Peter la vio parada delante del general, los dos con un mapa desplegado sobre el capó de un Humvee. Greer, montado a caballo, estaba supervisando el cargamento final de suministros. Peter sentía una creciente inquietud, pero también algo más: una poderosa fuerza de atracción, tan instintiva como el respirar. Durante días había derivado entre los polos de su incertidumbre, a sabiendas de que debía continuar adelante, pero incapaz de abandonar a Alicia. Ahora, mientras veía a los soldados terminar sus preparativos delante de la puerta, y a Alicia entre ellos, se manifestó en él un único deseo. Los hombres de Vorhees iban a la guerra. Él quería formar parte de aquello.
Mientras Greer avanzaba, Peter dio un paso adelante.
—Me gustaría hablar con usted, comandante.
El rostro y la voz de Greer traslucían prisa, distracción. Tenía la mirada perdida en el infinito.
—¿Qué pasa, Jaxon?
—Me gustaría ir, señor.
Greer lo contempló un momento.
—No podemos aceptar civiles.
—Déjeme en la retaguardia. Habrá algo que pueda hacer. No lo sé, puedo servir de corredor o algo por el estilo.
La mirada de Greer se desvió hacia uno de los camiones, donde un grupo de cuatro hombres, incluido Michael, estaban colocando los bidones de combustible con la ayuda del torno.
—Sargento —ladró Greer al sargento del pelotón, un hombre llamado Withers—, ¿puede venir aquí? Sancho, vigila esa cadena, se ha enredado.
—Sí, señor. Lo siento, señor.
—Son bombas, hijo. Ve con cuidado, por el amor de Dios. —Se volvió hacia Peter—. Venga conmigo.
El comandante desmontó y se llevó a un lado a Peter para que nadie los oyera.
—Sé que está preocupado por ella —dijo—. Lo entiendo. Si de mí dependiera, es probable que lo dejara venir.
—Quizá si habláramos con el general…
—Eso no va a ser posible. Lo siento. —Una curiosa expresión apareció en el rostro de Greer, una indecisión fugaz—. Escuche, acerca de lo que me dijo sobre esa chica, Amy… Debería saber algo. —Sacudió la cabeza y apartó la mirada—. No puedo creer que vaya a decirle esto. Tal vez llevo en los bosques demasiado tiempo. ¿Cómo se llama eso? Cuando crees que algo ya ha sucedido antes, como si lo hubieras soñado. Tiene un nombre.
—¿Señor?
Greer seguía sin mirarlo.
—Déjà vu. Eso es. Tengo esa sensación desde que los vi por primera vez. Un gran caso de déjà vu. Sé que ahora no lo parece, pero de niño era muy esmirriado, siempre estaba enfermo. Mis padres murieron cuando yo era pequeño, nunca llegué a conocerlos, así que debió de ser por culpa del orfanato en el que me crié, cincuenta críos apretujados, tantos mocos y manos sucias. Lo pillaba todo. Una docena de veces, las hermanas estuvieron a punto de darme por perdido. Y, como propina, tenía unos sueños producto de la fiebre. No se los podría describir, ni siquiera me acuerdo de ellos. Tan sólo conservo la sensación que me producían, como de llevar mil años perdido en la oscuridad. La cuestión era que no estaba solo. En el sueño. Hacía mucho tiempo que no pensaba en eso, hasta que aparecieron ustedes. Esa chica. Esos ojos. ¿Cree que no me he dado cuenta? Jesús, es como volver a tener seis años, cuando la fiebre me devoraba. Era ella, se lo aseguro. Sé que parece una locura. Ella estaba en el sueño conmigo.
Un silencio expectante quedó flotando sobre sus últimas palabras. Peter sintió un escalofrío.
—¿Se lo ha contado a Vorhees?
—¿Bromea? ¿Qué iba a decirle? Hijo, ni siquiera se lo he contado a usted.
Para demostrar a Peter que la conversación había terminado, Greer tomó a su caballo por las riendas y montó de nuevo.
—Eso es todo. Pero como me ha preguntado por qué no puede venir, ahí va mi respuesta. No volveremos, el pelotón rojo tiene órdenes de evacuarlos a Roswell. Eso es oficial. Extraoficialmente, le diré que no le pondré impedimentos si decide insistir.
Espoleó a su caballo para colocarse al frente de la línea. Un rugido de motores: las puertas se abrieron. Peter vio que los hombres, cinco pelotones más los caballos y los vehículos, las atravesaban poco a poco. Alicia tenía que estar entre ellos, pensó Peter, tal vez delante, con Vorhees. Pero no la vio por ninguna parte.
Hacía mucho rato que la línea había pasado, cuando Michael apareció a su lado.
—No te ha dejado ir, ¿eh?
Peter se limitó a negar con la cabeza.
—A mí tampoco —dijo Michael.