Cuando llegaron a la guarnición, era media tarde. Les habían devuelto las mochilas, pero no así las armas. No eran prisioneros, pero tampoco tan libres de ir y venir como habrían deseado. El término que el comandante había utilizado era «bajo protección». Desde el río habían marchado hacia el norte, atravesando la cordillera. Al pie del segundo valle habían llegado a una senda embarrada, sembrada de huellas de cascos de caballos y neumáticos. Que las hubieran confundido con las de ellos había sido una pura casualidad. Se habían formado nubes espesas hacia el oeste. El aire presagiaba lluvia. Cuando las primeras gotas de lluvia empezaron a caer, Peter percibió el humo de leña en el viento.
El comandante Greer se puso a su lado. Era alto y corpulento, con una frente tan arrugada que parecía como si la hubiesen arado. Tendría unos cuarenta años. Iba vestido con uniforme de camuflaje holgado, con una mezcla de colores verde y marrón, ceñido en la cintura por un ancho cinturón y los bolsillos llenos de bártulos. Llevaba afeitada la cabeza, que estaba cubierta con una gorra de lana. Como todos sus hombres, un pelotón de quince soldados, se había pintado la cara con franjas de barro y carbón, lo cual dotaba a los blancos de sus ojos de una viveza sorprendente. Parecían lobos, animales de los bosques. Parecían el bosque. Una patrulla de largo alcance, llevaban semanas en el bosque.
Greer se detuvo en el sendero y se colgó el rifle al hombro. Portaba una pistola negra en el cinto. Tomó un largo sorbo de su cantimplora y movió la mano en dirección a la ladera. Ya estaban cerca. Peter lo notó en que los hombres de Greer habían apretado el paso. Una comida caliente, un catre donde dormir y un techo sobre la cabeza.
—Al otro lado de la siguiente loma —dijo Greer.
Durante las horas anteriores habían forjado algo que, en opinión de Peter, podía ser el principio de una amistad. Después de la confusión inicial de su captura, una situación complicada por el hecho de que ningún grupo quiso identificarse hasta que el otro desembuchara, fue Michael quien puso fin al punto muerto, cuando levantó su cara manchada de vómito de la tierra donde los había depositado la red, y anunció: «Joder, me rindo. Somos de California, ¿vale? Que alguien me pegue un tiro para que el suelo deje de dar vueltas».
Mientras Greer tapaba la cantimplora, Alicia los alcanzó. Desde el principio había guardado un silencio poco habitual en ella. No había protestado cuando Greer ordenó que viajaran desarmados, un hecho que a Peter se le antojó incompatible con su carácter. Pero debía de estar conmocionada, como todos los demás. Durante la marcha hacia el campamento no se había apartado del lado de Amy. Tal vez, pensó Peter, se sentía avergonzada por haberlos conducido a la trampa que les habían tendido los soldados. En cuanto a Amy, la muchacha parecía haber asimilado el nuevo giro de los acontecimientos como lo asimilaba todo, con un comportamiento neutro y vigilante.
—¿Cómo es? —preguntó Peter a Greer.
El comandante se encogió de hombros.
—Tal como sospechas. Una gran letrina. Es peor estar a merced de la lluvia.
Cuando subieron a lo alto de la colina, la guarnición apareció ante sus ojos: enclavada en un valle en forma de cuenco, estaba formada por un grupo de tiendas de lona y vehículos, rodeados por una valla de estacas puntiagudas, de unos quince metros de altura como mínimo. Peter vio entre los vehículos al menos media docena de Humvees, dos camiones cisterna y algunos camiones más pequeños, así como furgonetas y otros vehículos provistos de neumáticos gruesos y embarrados. En el perímetro había una docena de grandes focos situados en los extremos de unos postes altos. En un corral situado al fondo del recinto pastaban los caballos. Había más soldados moviéndose entre los edificios y en una pasarela situada en la parte superior de los muros. En el centro del recinto se alzaba una bandera que ondeaba al viento, bloques rojos, blancos y azules con una sola estrella blanca. En conjunto, el recinto no mediría más de medio kilómetro cuadrado; no obstante, cuando lo vio erigirse sobre la loma, Peter tuvo la impresión de estar contemplando una ciudad, el corazón de un mundo en el que siempre había creído, pero que jamás había conseguido imaginar.
—Tienen luces —dijo Michael. Estaba como hipnotizado. Unos hombres de la unidad de Greer los adelantaron y empezaron a bajar la colina.
—Joder, hijo —dijo uno llamado Muncey, un cabo, rapado como los demás, con una amplia sonrisa que mostraba una dentadura irregular. Casi todos los hombres de Greer guardaban un silencio marcial, y sólo hablaban cuando se les dirigía la palabra, pero Muncey no, pues hablaba por los codos. Su trabajo, que le iba como anillo al dedo, era el de operador de radio, la cual cargaba a la espalda, un aparato con un generador que funcionaba con una manivela que sobresalía de la parte inferior como una cola.
—Esto no es un ejército regular —explicó Greer—. Al menos, no es el Ejército de Estados Unidos. El Ejército de Estados Unidos ya no existe.
—Entonces, ¿cuál es su ejército? —había preguntado Peter.
Y entonces Greer les habló de Texas.
Cuando llegaron al pie de la colina, un grupo de hombres se congregaban allí. Pese al frío y la lluvia, un calabobos incesante, algunos iban con el pecho desnudo, de forma que exhibían su cintura estrecha y los protuberantes músculos de los hombros y el pecho. Todos iban bien afeitados, incluida la cabeza. Todo el mundo iba armado. Rifles y pistolas, e incluso algunas ballestas.
—La gente siente curiosidad —dijo en voz baja Greer—. Ya os acostumbraréis.
—¿Cuántos… «rezas» soléis acoger? —preguntó Peter. Greer le había contado que el término era el diminutivo de rezagados.
Greer frunció el ceño. Se estaban acercando a la puerta.
—Ninguno. Más hacia el este aún se encuentran algunos. En Oklahoma, el tercer batallón descubrió una vez toda una puta ciudad. Pero, lo que es por aquí, ni siquiera buscamos.
—Entonces, ¿para qué utilizar la red?
—Lo siento —dijo Greer—. Pensaba que lo habíais entendido. Es para los dragones. Lo que vosotros llamáis pitillos. —Giró un dedo en el aire—. Ese movimiento giratorio los marea. Se quedan como patos en un tonel.
Peter recordó algo que Caleb había dicho acerca de por qué los virales se mantenían alejados del campo de turbinas. «Zander siempre decía que el movimiento de las palas les daba por el saco». Se lo contó a Greer.
—Parece lógico —admitió el comandante—. No les gusta dar vueltas. No sabía lo de las turbinas.
Michael caminaba a su lado.
—Pero entonces ¿qué eran aquellas cosas malolientes que colgaban de los árboles?
—Ajos. —Greer lanzó una breve carcajada—. El truco más viejo del manual. A los putos dragones les encanta.
La conversación se interrumpió cuando atravesaron la puerta y se internaron en un túnel de hombres expectantes. El pelotón de Greer se había dispersado entre la muchedumbre. Nadie hablaba. Cuando Peter pasó, vio que sus ojos lo examinaban de arriba abajo. Fue entonces cuando reparó en lo que estaban mirando los soldados: estaban mirando a las mujeres.
—Fir-mes.
Todo el mundo obedeció. Peter vio una figura que avanzaba a toda prisa hacia ellos desde una de las tiendas. A primera vista, no era lo que Peter habría esperado de un oficial militar de alto rango: era un hombre casi con forma de tonel, una cabeza más bajo que Greer. Las facciones de la cara parecían aplastadas, como si las hubieran colocado demasiado juntas bajo la cúpula de su cabeza rapada. Pero cuando se acercó, Peter sintió la fuerza de su autoridad, una energía misteriosa, como una zona de electricidad estática que flotara en el aire a su alrededor. Sus ojos, pequeños y oscuros, poseían una intensidad penetrante, aunque dieran la impresión de haber sido colocados en la cabeza equivocada.
Contempló a Peter durante un buen rato, con los brazos en jarras, y después fue mirando a los demás, y dedicó a cada uno la misma mirada calculadora.
—Que me aspen.
Su voz era sorprendentemente profunda. Hablaba con el mismo acento que tenían Greer y sus hombres.
—Descansen.
Todo el mundo se relajó. Peter no supo qué decir. Sería mejor escuchar al hombre antes, pensó.
—Hombres del Segundo —anunció, y alzó la voz en dirección a los soldados congregados—, se me ha llamado la atención sobre el hecho de que algunos de estos «rezas» son mujeres. No debéis mirar a estas mujeres. No debéis hablar con ellas, ni acercaros, ni abordarlas, ni pensar que tenéis algo que ver con ellas, o ellas con vosotros. No son vuestras novias ni vuestras esposas. No son vuestras madres ni vuestras hermanas. No son nada, no existen, no están aquí. ¿Me he expresado con claridad?
—¡Señor sí señor!
Peter miró a Alicia, que estaba parada al lado de Amy, pero no consiguió que ella desviara la vista hacia él. Hollis le dirigió una mirada escéptica. Estaba claro que tampoco sabía qué deducir de todo aquello.
—Vosotros seis, dejad las mochilas y venid conmigo. Usted también, comandante.
Lo siguieron hasta el interior de una tienda, una sola habitación con suelo de tierra bajo un techo de lona combado. Los únicos muebles eran una estufa panzuda, un par de mesas de caballete cubiertas de papeles, y en la pared del fondo una mesa más pequeña con una radio a cargo de un soldado con auriculares ceñidos a la cabeza. En la pared, encima de él había un gran mapa coloreado, marcado con docenas de alfileres que formaban una V irregular. Cuando Peter se acercó más, vio que la base de la V era el centro de Texas, con un brazo que se alzaba hacia el norte a través de Oklahoma y el sur de Kansas, y el otro que se desviaba hacia el oeste, se internaba en Nuevo México, para luego subir también hacia el norte y acabar en la frontera de Colorado, el lugar donde se encontraban ahora. En lo alto del mapa, escrito en amarillo sobre una franja oscura, se veían las palabras: MAPA POLÍTICO DE LOS ESTADOS UNIDOS. REGIÓN CENTRAL, y debajo, MAPAS ESCOLARES FOX E HIJOS, CINCINATTI (OHIO).
Greer se paró a su lado.
—Bienvenido a la guerra —murmuró.
El general, que había entrado detrás de ellos, dirigió su voz al operador de radio, el cual, al igual que los hombres de fuera, estaba mirando con descaro a las mujeres. Por lo visto, había elegido a Sara, pero después apartó la mirada hacia Alicia, y luego hacia Amy, en una serie de nerviosas sacudidas.
—Cabo, excúsenos, por favor.
Con un evidente esfuerzo, el hombre apartó la vista y se quitó los auriculares de la cabeza. Su expresión estaba nublada por la vergüenza.
—Señor, lo siento, señor.
—Lárgate, hijo.
El cabo se puso en pie y salió a toda prisa.
—Bien. —Los ojos del general se posaron en Greer—. Comandante, ¿hay algo que haya olvidado decirme?
—Tres de los «rezas» son mujeres, señor.
—Sí, en efecto. Gracias por informarme.
—Lo siento, general. —El comandante pareció encogerse—. Tendríamos que haberle informado antes.
—Sí, es verdad. Como usted los encontró, lo hago responsable. ¿Cree que puede ocuparse de ello?
—Por supuesto, señor. No hay ningún problema.
—Forme un destacamento y alójelos. Necesitarán su propia letrina, además.
—Sí, general.
—Proceda.
Greer asintió, lanzó una veloz mirada a Peter («Buena suerte», parecieron decir sus ojos) y salió de la tienda. El general, cuyo nombre, cayó en la cuenta Peter, todavía ignoraba, dedicó otro momento a examinarlo de arriba abajo. Ahora que estaban solos, su porte se había relajado.
—¿Es usted Jaxon?
Peter asintió.
—Soy el general de brigada Curtis Vorhees, de la Segunda Fuerza Expedicionaria del Ejército de la República de Texas. —Esbozó una sonrisa—. Soy el pez gordo de esta zona, por si el comandante Greer hubiera olvidado mencionarlo.
—No, señor. Es decir, sí. Lo mencionó.
—Bien. —Vorhees cabeceó y les contempló a todos un momento más—. Según tengo entendido, y perdone si me muestro incrédulo en este punto, los seis han venido andando desde California.
«La verdad es que recorrimos en coche parte del trayecto —pensó Peter—. Y otra parte la hicimos en tren».
—Sí, señor —se limitó a contestar.
—¿Y por qué iba a intentar alguien semejante cosa?
Peter abrió la boca para contestar, pero una vez más la respuesta, la verdadera, se le antojó demasiado larga. Había empezado a llover con intensidad, y repiqueteaba sobre el techo de lona de la tienda.
—Es una larga historia —balbuceó.
—Bien, estoy seguro de eso, señor Jaxon, y me gustaría mucho escucharla. De momento, preocupémonos de algunos preliminares. Son ustedes invitados civiles del Segundo de Expedicionarios. Durante el tiempo que dure su estancia estarán bajo mi autoridad. ¿Cree que lo podrán soportar?
Peter asintió.
—Dentro de seis días esta unidad se trasladará al sur para encontrarse con el Tercer Batallón en la ciudad de Roswell, en Nuevo México. Desde allí los enviaremos de vuelta a Kerrville con un convoy de suministros. Le sugiero que acepten esta oferta, pero quienes deciden son ustedes. No me cabe duda de que lo discutirán en privado.
Peter miró a los demás, cuyos rostros parecían reflejar la misma sorpresa que el suyo. No había tenido en cuenta la posibilidad de que el viaje hubiera llegado a su fin.
—En cuanto al otro asunto —continuó Vorhees—, del cual me han oído hablar con el comandante, necesito que ordenen a las mujeres de su grupo que no tengan el menor contacto con mis hombres, más allá de lo estrictamente necesario. Se quedarán en su tienda, salvo para ir a las letrinas. En caso de cualquier otra necesidad, acudirán a usted o al comandante Greer. ¿Queda claro?
Peter no tenía motivos para negarse, aparte del hecho de que la oferta se le antojaba ridícula.
—No estoy seguro de que pueda decirles eso, señor.
—¿No?
—No, señor. —Se encogió de hombros. No le quedaban palabras—. Estamos todos juntos en esto, señor. Las cosas son así.
El general suspiró.
—Quizá no me ha entendido bien. Sólo se lo pido como una cortesía. La misión del Segundo de Expedicionarios es de tal importancia que podría resultar indecoroso, e incluso peligroso, que deambularan a sus anchas entre la unidad.
—¿Por qué sería peligroso?
El general frunció el ceño.
—Ellas no correrían peligro. No estoy pensando en las mujeres. —Vorhees respiró hondo y empezó de nuevo—. Se lo explicaré con la mayor sencillez que me sea posible. Somos una fuerza de voluntarios. Unirse a los expedicionarios significa hacerlo de por vida, mediante un juramento de sangre, y cada uno de estos hombres lo ha jurado por su vida. Han cortado todos los vínculos con el mundo, salvo con estos hombres y la unidad que los engloba. Cada vez que un hombre abandona el recinto, cree a pies juntillas que es para no volver. Más que eso, lo acepta. Un hombre morirá satisfecho por sus amigos, pero una mujer…, una mujer le insufla ansias de vivir. Cuando eso suceda, se lo prometo, atravesará esa puerta y no regresará.
Peter supuso que Vorhees les estaba diciendo que tiraran la toalla, pero, después de todo lo que habían padecido, era imposible recomendarles, sobre todo a Alicia, que se quedaran encerradas en la tienda.
—Estoy seguro de que todas esas mujeres son excelentes luchadoras —continuó Vorhees—. De lo contrario, no habrían llegado hasta aquí. Pero nuestro código es muy estricto, y necesito que lo respeten. Si no pueden, les devolveré las armas y continuarán su camino.
—De acuerdo —dijo—, nos iremos.
—Espera, Peter.
Era Alicia quien había hablado. Peter se volvió hacia ella.
—Tranquila, Lish. Yo te apoyo en esto. Si él dice que nos vayamos, nos iremos.
Pero Alicia no le miraba. Tenía los ojos clavados en el general. Peter se dio cuenta de que había adoptado la posición de firmes, con los brazos caídos con rigidez a los costados.
—General Vorhees, el coronel Niles Coffee, del Primero de Expedicionarios, le manda sus respetos.
—¿Niles Coffee? —Su cara pareció iluminarse—. ¿Ese Niles Coffee?
—Lish —dijo Peter, que empezaba a comprender—, ¿te refieres al… Coronel?
Pero Alicia no dijo nada. Ni siquiera lo miró. Peter jamás había visto una expresión semejante en su rostro.
—Jovencita, el coronel Coffee desapareció con sus hombres hace treinta años.
—Eso no es cierto, señor —contestó Alicia—. Sobrevivió.
—¿Coffee está vivo?
—Murió en combate, señor. Hace tres meses.
Vorhees paseó la vista por la tienda, hasta encontrarse de nuevo con los ojos de Alicia.
—¿Puedo preguntarle quién es usted?
Alicia asintió con brusquedad.
—Su hija adoptiva, señor. Soldado raso Alicia Donadio, del Primero de Expedicionarios. Bautizada y juramentada.
Nadie habló. Estaba a punto de suceder algo definitivo, y Peter lo sabía. Algo irrevocable. Notó que una oleada de pánico y desorientación se apoderaba de él, como si lo hubieran despojado sin previa advertencia de algunas verdades básicas de la vida, tan fundamentales como la ley de la gravedad.
—¿Qué estás diciendo, Lish?
Por fin ella miró hacia él. Vio que sus ojos eran charcos de lágrimas temblorosas.
—Oh, Peter —dijo, cuando la primera rodó sobre su mejilla manchada de polvo—, lo siento. Tendría que habértelo dicho.
—¡No puede llevársela!
—Lo siento, Jaxon —dijo el general—. Usted no puede tomar la decisión. Nadie puede tomarla. —Se acercó a toda prisa a la puerta de la tienda—. ¡Greer! ¡Que alguien vaya a buscar al comandante Greer y que se presente en mi tienda!, ¡ya!
—¿Qué está pasando? —preguntó Michael—. Peter, ¿de qué está hablando Alicia?
De pronto, todo el mundo se puso a hablar a la vez. Peter asió a Alicia por los brazos y la obligó a mirarlo.
—¿Qué estás haciendo, Lish? Piensa en lo que estás haciendo.
—Ya está hecho. —Pese a las lágrimas, su rostro parecía resplandecer de alivio, como si se hubiera desprendido por fin de un peso abrumador—. Estaba hecho antes de que tú y yo nos conociéramos. Mucho antes. El día que el Coronel fue al Asilo a reclamarme. Me obligó a jurar que no se lo diría a nadie.
Peter comprendió entonces lo que había intentado decirle aquella mañana.
—Les estabas siguiendo el rastro.
Ella asintió.
—Sí, durante los últimos dos días. Cuando fui a explorar río abajo, descubrí uno de sus campamentos. Las cenizas de las hogueras todavía estaban calientes. En esta zona, no creía que pudieran ser otros. —Meneó la cabeza con ojos resignados—. La verdad, Peter, ni siquiera sabía si deseaba encontrarlos. En parte, siempre pensé que eran cuentos de viejos. Tienes que creerme.
Greer apareció en la puerta de la tienda, empapado a causa de la lluvia.
—Comandante Greer —dijo el general—, esta mujer es miembro del Primero de Expedicionarios.
Greer se quedó boquiabierto.
—¿Que es qué?
—La hija de Niles Coffee.
Greer miró a Alicia con los ojos fuera de sus órbitas, como si estuviera mirando un animal extraño.
—Hostia puta. ¿Coffee tenía una hija?
—Ella dice que prestó juramento.
Greer se rascó la cabeza perplejo.
—Hostia. Es una mujer. ¿Qué quiere hacer?
—No hay nada que hacer. Un juramento es un juramento. Los hombres tendrán que aprender a vivir con ella. Llévesela a la barbería y dele un destino.
Todo estaba sucediendo demasiado deprisa. Peter experimentó la sensación de que algo enorme se estaba abriendo en su interior.
—¡Lish, diles que estás mintiendo!
—Lo siento. Así ha de ser. ¿Comandante?
Greer asintió con semblante serio y se colocó a su lado.
—No puedes abandonarme —se oyó decir Peter, aunque la voz que había pronunciado aquellas palabras no parecía la de él.
—Sí, Peter. Soy quien soy.
Sin darse cuenta, había caído en sus brazos. Notó que las lágrimas se apelotonaban en su garganta.
—No puedo hacer esto… sin ti.
—Sí que puedes. Lo sé.
Era inútil. Alicia lo estaba abandonando. Notaba que se alejaba de él.
—No puedo, no puedo.
—Tranquilo —le dijo ella al oído—. Y ahora, a callar.
Lo retuvo así durante un buen rato, los dos envueltos en una burbuja de silencio como si estuvieran solos. Después Alicia le tomó la cara entre las manos y lo atrajo hacia ella. Le dio un beso fugaz en la frente. Un beso que solicitaba perdón y lo concedía: un beso de adiós. El aire se abrió entre ellos. Ella lo había soltado.
—Gracias, general —dijo Alicia—. Comandante Greer, estoy preparada.