58

Durante los primeros días, Mausami durmió, dieciséis, dieciocho e incluso veinte horas de una tirada. Theo había expulsado los ratones del dormitorio de arriba, gracias a una escoba y grandes cantidades de gritos. En un armario habían encontrado, dobladas con peculiar cuidado, con olor a tiempo y polvo, una pila de sábanas y mantas, incluso un par de almohadas, una para la cabeza y una segunda que doblaron entre las rodillas de Mausami para que pudiera estirar la espalda. Unas corrientes eléctricas aleatorias, exquisitamente dolorosas, habían empezado a afectar a una de sus piernas: era el niño, que comprimía su columna vertebral. Lo tomó como una señal de que el niño estaba haciendo lo que debía, abrirse espacio en la habitación angosta de su cuerpo. Theo iba y venía, cuidándola como una enfermera, le llevaba las comidas y agua. Dormía por las tardes, abajo, en un viejo sofá combado, y cuando anochecía, arrastraba una silla hasta el porche, donde pasaba toda la noche, con una escopeta sobre el regazo, la vista clavada en la oscuridad.

Entonces, una mañana despertó con un nuevo vigor en el cuerpo. La falta de energía había terminado. Los días de descanso habían obrado efecto. Se sentó y vio el sol que brillaba a través de la ventana. El aire era frío y seco, empujaba una leve brisa que movía las cortinas. No recordaba haber abierto la ventana, pero quizá Theo lo había hecho en algún momento de la noche.

El niño estaba acomodado sobre su vejiga. Theo le había dejado un orinal, pero no quiso utilizarlo, pues ya no lo necesitaba. Recorrería la larga distancia que había hasta el váter, para demostrar a Theo que había despertado por fin.

Detectó movimientos en la planta baja. Se levantó, se puso un jersey sobre la camisa de faldones largos (de repente, su cuerpo era demasiado grande para los pantalones que tenía), y bajó la escalera. Daba la impresión de que su centro de gravedad se había desplazado de la noche a la mañana. El bulto del vientre logró que se sintiera pesada y torpe. Supuso que debería acostumbrarse a la nueva situación. Ni siquiera de seis meses, y allí estaba, enorme.

Entró en una habitación que apenas recordaba. Tardó un momento en asimilar el hecho de que muchas cosas habían cambiado. El sofá y las sillas, que antes estaban empujados contra las paredes, ahora se encontraban en mitad de la estancia, en ángulo recto con relación a la chimenea, las unas frente al otro. Entre ellos había una pequeña mesa de madera, y debajo, una alfombra de lana raída. El suelo que pisaban sus pies descalzos estaba limpio y reluciente. Theo había extendido más mantas sobre el sofá, y remetido los bordes para cubrir los lugares donde estaba roto y manchado.

Pero lo que le llamó la atención fueron las imágenes. Una serie de fotografías amarillentas, las mismas personas pero con diferentes edades y configuraciones, todas posando ante la misma casa en la que vivían ahora. Un hombre, su mujer y tres hijos, un chico y dos chicas. La madre era una mujer de aspecto cansado, con unas gafas oscuras apoyadas sobre la cabeza. Daba la impresión de que habían tomado las fotos a intervalos de un año. Los niños crecían de una foto para otra. El más pequeño, que en la primera fotografía era un bebé a quien su madre sostenía en brazos, era, en la imagen final, un niño de cinco o seis años. Estaba de pie delante de sus hermanas mayores, y sonreía con avidez a la cámara, exhibiendo el hueco del diente que se le había caído. Su camiseta rezaba algo incomprensible: UTAH JAZZ.

—Son impresionantes, ¿verdad?

Mausami se volvió y descubrió que Theo la estaba observando desde la puerta de la cocina.

—¿Dónde las has encontrado?

Theo se acercó a la repisa y levantó la última fotografía, la del niño sonriente.

—Estaban en un hueco debajo de la escalera. ¿Ves esto? —Dio unos golpecitos en el cristal para enseñárselo. Al fondo, en el borde de la foto, un automóvil, cargado hasta los topes, con más cosas atadas con cuerdas al techo—. Es el mismo coche que encontramos en el establo.

Mausami siguió contemplando las fotos. Qué felices parecían todos. No sólo el niño sonriente, sino también los padres y las hermanas.

—¿Crees que vivían aquí?

Theo asintió, y devolvió la foto a la repisa con las demás.

—Yo diría que se mudaron aquí antes de la epidemia y se quedaron aislados. O bien que decidieron quedarse. No te olvides de las tres tumbas de la parte de atrás.

Mausami pensó un momento. Estaba a punto de señalar que no había tres tumbas, sino cuatro. Pero entonces cayó en la cuenta de su error. La cuarta tumba habría sido cavada por el último superviviente, que no podía enterrarse a sí mismo.

—¿Tienes hambre? —le preguntó Theo.

Mausami se pasó una mano por el pelo sucio.

—Lo que de veras me apetece es un baño.

—Ya me lo imaginaba. —Theo exhibió una sonrisa irónica—. Ven.

La condujo al patio. Una gran olla de hierro forjado colgaba de una cadena sobre un montón de brasas encendidas. Al lado había un abrevadero, lo bastante largo y profundo como para que una persona se sentara dentro. Utilizó un cubo de plástico para llenar el abrevadero con agua de la bomba, y después aferró el mango con una tela gruesa, levantó la olla metálica y vertió su contenido humeante en el abrevadero.

—Adelante, entra —la animó Theo.

Ella se sintió repentinamente avergonzada.

—Tranquila —dijo él, riendo con educación—, no miraré.

A fin de cuentas, parecía una idiotez que ella sintiera tal recato por exhibir su cuerpo. Pero así era. Cuando Theo apartó la mirada, ella se quitó la ropa a toda prisa y se quedó un momento desnuda bajo el sol de otoño. Sintió el aire frío sobre la piel tensa de su vientre redondo. Se metió en el agua, que se elevó hasta cubrir su estómago y los pechos hinchados, recorridos por un nimbo de venas azules.

—¿Puedo volverme?

—Me siento enorme, Theo. No puedo creer que quieras verme así.

—Te harás más grande y después te harás más pequeña. Deberías ir acostumbrándote.

¿De qué tenía miedo? Iban a tener un hijo, ¿y no lo dejaba verla desnuda? Hacía días que no se tocaban. Se dio cuenta de que había esperado ese momento, cuando él cruzaría la barrera que los separaba, ahora que estaban solos.

—De acuerdo, puedes volverte.

Por un momento, las cejas de Theo se arquearon cuando la vio. Pero sólo duró un momento. Vio que él sostenía una sartén ennegrecida, llena de una sustancia dura y reluciente. La dejó en el suelo al lado del abrevadero y se arrodilló para cortar un trozo con su cuchillo.

—Dios mío, Theo. ¿Has fabricado jabón?

—A veces lo hacía con mi madre. De todos modos, no sé si he utilizado suficiente ceniza. La grasa procede de un antílope que cacé ayer por la mañana. Son unos hijos de puta escurridizos, pero conseguí la suficiente como para fabricar una pastilla.

—¿Disparaste a un antílope?

Él asintió.

—Me costó lo indecible arrastrarlo hasta aquí —dijo—. Al menos cinco clics. Y también hay montones de peces en el río. Creo que podremos almacenar comida suficiente para pasar el invierno sin problemas. —Se levantó y se sacudió el polvo de las manos en los pantalones—. Termina mientras voy a preparar el desayuno.

Cuando terminó, el agua estaba opaca a causa de la tierra, y recubierta de una película de grasa procedente del jabón. Se levantó y utilizó el resto del agua caliente para enjuagarse, desnuda de pie para dejar que el sol la secara, y sintió que la humedad se evaporaba de su piel por obra del aire seco. No recordaba otra ocasión en que se hubiera sentido tan limpia.

Se vistió, sintió la ropa sucia sobre el cuerpo (tendría que hacer la colada de inmediato) y volvió a entrar en la casa. Había más sorpresas procedentes del sótano. Él había puesto la mesa, con vajilla de verdad, cubiertos y vasos, y el cristal turbio debido a la edad. Theo estaba friendo en la sartén una especie de filete, con rodajas translúcidas de cebolla. En la habitación reinaba el calor de la cocina, alimentada con troncos procedentes de una pila amontonada en la puerta.

—Lo que quedaba del antílope —explicó Theo—. El resto es para ahumar. —Dio la vuelta a los filetes, se volvió hacia él y se secó las manos con un trapo—. Es un poco fibroso, pero no está mal. Hay cebollas río abajo, y zarzas que deben de ser de moras, aunque tendremos que esperar a la primavera.

—Caray, Theo, ¿y qué más?

La pregunta no iba en serio. Estaba asombrada de todo lo que había hecho.

—Patatas.

—¿Patatas?

—Ahora no son más que semillas, pero podremos utilizar alguna. He trasladado un montón a los contenedores del sótano. —Pinchó los filetes con un tenedor largo y los depositó en los platos—. No nos moriremos de hambre. Hay montones.

Después de desayunar, Theo lavó los platos en el fregadero mientras ella miraba. Quería ayudar, pero él insistió en que no hiciera nada.

—¿Te apetece ir a dar un paseo? —preguntó Theo.

Desapareció en el establo y regresó con un cubo y un par cañas de pescar, y todavía estaban provistas de un monofilamento de plástico. Dio a Mausami una pequeña pala y la escopeta, así como un puñado de conchas. Cuando llegaron al río, el sol estaba alto en el cielo. Se encontraban en un punto donde el río aminoraba la velocidad y se ensanchaba hasta formar un recodo amplio y poco profundo. Las orillas estaban invadidas de vegetación, altas hierbas doradas de colores otoñales. Theo no tenía anzuelos, pero había descubierto, oculto en un cajón de la cocina, un equipo de costura, que contenía una caja de imperdibles. Mientras Maus buscaba gusanos en la tierra, Theo los sujetaba a los extremos de los sedales.

—¿Cómo se hace para pescar? —preguntó Maus. Tenía las manos llenas de tierra hormigueante. El suelo bullía de vida.

—Mételos en el agua, a ver qué pasa.

Así lo hicieron. Al cabo de un rato, se les antojó una tontería. Podían ver los anzuelos a través de las aguas poco profundas.

—Tú quédate aquí —dijo Theo—. Voy a intentar lanzar el mío más lejos.

Levantó la caña sobre el hombro y lanzó el sedal hacia adelante. Describió un largo arco por encima del agua y desapareció en la corriente. Casi al instante, el extremo de la caña se dobló bruscamente.

—¡Mierda! —Sus ojos se dilataron a causa del pánico—. ¿Qué hago ahora?

—¡No dejes que se escape!

El pez rompió la superficie con estrépito. Theo empezó a cobrar hilo.

—¡Creo que es enorme!

Mientras Theo arrastraba el pez hacia el agua, Maus se internó en los bajíos (la frialdad del agua era asombrosa, se le metía en las botas) y se agachó para atraparlo. El pez salió disparado, y al cabo de unos momentos se enredó los tobillos con el sedal.

—¡Ayúdame, Theo!

Ambos se pusieron a reír. Theo se apoderó del pez y lo puso boca arriba, lo cual pareció obrar el efecto deseado. El pez dejó de debatirse. Maus consiguió desenredarse y recuperó el cubo de la orilla, mientras Theo sacaba el pez del río. Era una cosa larga y reluciente, como un pedazo de músculo moteado de colores brillantes, recubierto de cientos de diminutas joyas. El imperdible le había atravesado el labio inferior, con el gusano todavía clavado.

—¿Qué parte quieres comer? —preguntó Maus.

—Creo que eso dependerá del hambre que tengamos.

Entonces la besó. Ella sintió una oleada de felicidad. Aún seguía siendo Theo, su Theo. Lo notó en su beso. Lo que había pasado en la celda no le había arrebatado eso.

—Me toca —dijo ella. Le dio un empujón y cogió la caña para lanzar el hilo como él había hecho.

Llenaron el cubo de peces. La abundancia del río parecía casi excesiva, como un regalo extravagante. El inmenso cielo azul, el río bañado por el sol, la campiña olvidada y los dos juntos. Todo se le antojaba milagroso. Mientras volvían a casa, Maus se descubrió pensando otra vez en la familia de las fotos. La madre, el padre, las dos niñas y el niño con su victoriosa sonrisa desdentada. Habían vivido allí, y muerto allí. Pero sobre todo, estaba segura, habían vivido.

Limpió el pescado y dispuso la carne tierna sobre rejillas para ahumarlo. Al día siguiente los sacarían para que se secaran al sol. Habían reservado uno para comer, y lo cocinaron en la sartén con un poco de cebolla y una de las patatas.

Mientras el sol se ponía, Theo cogió la escopeta. Maus estaba guardando los platos en las estanterías. Se volvió y vio que había depositado tres cartuchos sobre la palma de la mano, y que estaba soplando sobre ellos con el fin de eliminar el polvo, para luego volver a introducirlos en el cargador. Después, sacó el cuchillo y lo limpió también en los pantalones.

—Bien. —Carraspeó—. Supongo que ha llegado el momento.

—No, Theo.

Dejó la bandeja que sostenía y se acercó a él. Le quitó el arma de las manos y la dejó sobre la mesa de la cocina.

—Aquí estamos a salvo, lo sé. —Mientras pronunciaba esas palabras, sintió lo ciertas que eran. Estaban a salvo porque ella creía que lo estaban—. No te vayas.

Él negó con la cabeza.

—No creo que sea una buena idea, Maus.

Ella acercó la cabeza y le besó de nuevo, un beso largo y lento, para que él se enterara: estaban a salvo. Dentro de ella, el niño había empezado a hipar.

—Ven a la cama, Theo —dijo Mausami—. Por favor. Quiero que vengas a la cama conmigo, ahora.

Era el sueño a lo que temía. Se lo dijo aquella noche, mientras yacían acurrucados. No podía dormir, lo sabía. No dormir no era como no comer, explicó, ni como no respirar. Era como contener el aliento en el pecho tanto como fuera posible, hasta que las motas de luz bailaban delante de tus ojos, y todo tu cuerpo pronunciaba una sola palabra: «Respira». Ésa había sido su experiencia en la celda, durante días, días y días.

Y ahora el sueño se había ido, pero no las sensaciones que había dejado en él. El miedo a cerrar los ojos y volver a encontrarse en el sueño. Porque, al final, de no ser por la chica, lo habría hecho. Ella habría entrado en el sueño y detenido su mano, pero habría sido demasiado tarde. Habría matado a la mujer, habría matado a quien fuera. Habría hecho lo que ellos le hubieran ordenado. Y una vez sabías eso, ya no podías dejar de saberlo. Ya no eras quien pensabas, sino una persona diferente por completo.

Ella lo mantuvo abrazado mientras hablaba, su voz tenue en la oscuridad, y después guardaron silencio durante un buen rato.

—¿Maus? ¿Estás despierta?

—Estoy aquí.

De todos modos, no era cierto; de hecho, se había dormido.

Se apretó contra ella, pasó la mano de Maus por encima de su pecho como una manta que lo mantuviera caliente.

—Quédate despierta por mí —dijo—. ¿Podrás hacerlo? Hasta que me duerma.

—Sí —dijo ella—. Sí, lo haré.

Estuvo callado un rato. En el escaso espacio que separaba sus cuerpos, el niño pataleaba y se agitaba.

—Aquí estamos a salvo, Theo —dijo ella—. Mientras permanezcamos juntos, estaremos a salvo.

Un largo silencio.

—Espero que sea verdad —dijo él.

—Sé que es verdad —dijo Mausami.

Pero cuando sintió que la respiración de Theo se calmaba contra ella, presa por fin del sueño, mantuvo los ojos abiertos, con la mirada clavada en la oscuridad.

«Es verdad —pensó—, porque así ha de ser».