55

Al final tuvieron que aceptar la palabra de Olson. No les quedaba más remedio.

Dividieron las armas y se separaron en dos grupos. Olson y sus hombres irrumpirían en la sala desde la planta baja, mientras Peter y los demás entrarían por arriba. El espacio al que llamaban el Ruedo había sido en otro tiempo el patio central de la prisión, cubierto por un techo abovedado. Parte del techo se había derrumbado, dejando el espacio abierto al exterior, pero las vigas originales de la estructura estaban intactas. Suspendidas de esas vigas, a 15 metros de altura sobre el Ruedo, había una serie de pasarelas, que habían utilizado los guardias para vigilar el suelo. Estaban dispuestas como los radios de una rueda, sobre la cual corrían los conductos, lo bastante anchos como para que una persona los recorriera a cuatro patas.

Una vez asegurada la pasarela, Peter y los demás bajaron los tramos de escaleras situados en los extremos norte y sur de la sala. Éstos conducían a tres hileras superpuestas de galerías enrejadas, que rodeaban el patio. La mayor parte de la multitud se congregaría allí, explicó Olson, con más o menos una docena de hombres apostados en el suelo para controlar el cortafuegos.

El viral, Babcock, entraría por la abertura del techo, en el lado este de la sala. El ganado, cuatro cabezas, entraría desde el extremo opuesto, a través de un hueco en el cortafuegos, seguido por las dos personas destinadas al sacrificio.

«Cuatro y dos —dijo Olson—, por cada luna nueva. Mientras le entreguemos cuatro y dos, mantiene alejados a los Muchos».

Los Muchos: así había llamado Olson a los demás virales. Los de Babcock, explicó. Los de su sangre. ¿Los controla?, había preguntado Peter, sin creer nada de lo que escuchaba todavía, porque todo era demasiado fantástico, si bien, aún mientras formulaba la pregunta, percibió que su escepticismo se diluía. Si Olson les decía la verdad, muchas cosas tenían sentido de repente. El propio Refugio, y su existencia imposible. El extraño comportamiento de sus habitantes, que parecían gente abrumada por un terrible secreto. E, incluso, los propios virales, y la idea, que Peter había albergado desde siempre, de que eran algo más que la suma de sus partes.

—Él no los controla —contestó Olson. Mientras hablaba, dio la impresión de que aquel hombre era presa de un gran cansancio, más profundo que el agotamiento físico. Era como si hubiera esperado años para poder contar la historia—. Él es ellos, Peter.

»Siento haberos mentido antes, pero no tenía más remedio. Los primeros pobladores que llegaron aquí no eran refugiados. Eran niños. El tren los trajo aquí, aunque no sabemos desde dónde. Iban a ocultarse en Yucca Mountain, en los túneles interiores. Pero Babcock ya estaba allí. Fue entonces cuando empezó el sueño. Algunos dicen que es un recuerdo de una época anterior a su transformación en viral, cuando todavía era un hombre. Pero en cuanto matas a la mujer del niño, le perteneces. Perteneces al Ruedo.

—El hotel, con sus calles bloqueadas —aventuró Hollis—, era una trampa, ¿no?

Olson asintió.

—Durante muchos años enviamos patrullas para traer tantos como fuera posible. Algunos se limitaban a deambular. Los virales dejaban a otros para que los encontráramos. Como tú, Sara.

Sara sacudió la cabeza.

—Ni siquiera recuerdo lo que sucedió.

—Nadie lo recuerda. El trauma es demasiado grande. —Olson miró de nuevo a Peter, implorante—. Tienes que entenderlo. Siempre hemos vivido así. Es nuestra única forma de sobrevivir. Para la mayoría, el Ruedo es un precio pequeño que hay que pagar.

—Bien, si quieres saber mi opinión, el trato es pésimo —interrumpió Alicia. Su expresión estaba endurecida por la ira—. Ya he oído bastante. Estas personas son colaboracionistas. Son como animalitos domésticos.

La expresión de Olson se ensombreció, aunque su tono, cuando continuó, demostró una calma casi inhumana.

—Llámanos como quieras. No dirás nada que no me haya repetido un millar de veces. Mira no es mi única hija. También tuve un hijo. Tendría tu edad si viviera hoy. Cuando lo eligieron, su madre protestó. Al final, Jude la envió al Ruedo con él.

Su propio hijo, pensó Peter. Olson había enviado a su hijo a la muerte.

—¿Por qué Jude?

Olson se encogió de hombros.

—Él es quien es. Siempre ha sido Jude. —Sacudió la cabeza de nuevo—. Me explicaría mejor si pudiera, pero nada de eso importa ya. Lo pasado, pasado está, al menos eso me digo yo. Un grupo de nosotros llevamos años preparando este día. Para escapar, para vivir como personas. Pero a menos que matemos a Babcock, llamará a los Muchos. Con estas armas, tenemos una oportunidad.

—¿Quién estará en el Ruedo?

—No lo sabemos. Jude no nos lo ha dicho.

—¿Qué sabes de Maus y Amy?

—Ya te lo he dicho, no sabemos dónde están.

Peter se volvió hacia Alicia.

—Son ellas.

—No lo sabemos —protestó Olson—. Además, Mausami está embarazada. Jude no la elegiría.

Peter no estaba convencido. Más aún, todo lo que Olson le había dicho lo conducía a creer que las elegidas para el Ruedo eran Maus y Amy.

—¿Hay otra forma de entrar?

Entonces Olson les explicó cómo eran el trazado y los conductos que había sobre las pasarelas, arrodillado en el suelo del garaje para dibujar en el polvo.

—Durante la primera parte, estará oscuro como boca de lobo —advirtió, mientras sus hombres iban distribuyendo rifles y pistolas del alijo saqueado del Humvee—. Seguid el sonido de la muchedumbre.

—¿Cuántos hombres más tienes dentro? —preguntó Hollis. Se estaba llenando los bolsillos de cargadores. Arrodillados junto a una caja, Caleb y Sara se dedicaban a cargar rifles.

—Nosotros siete, más otros cuatro en las galerías.

—¿Eso es todo? —preguntó Peter. Las probabilidades, que para empezar no eran demasiado buenas, se le antojaron mucho peores de lo que había imaginado—. ¿Cuántos tiene Jude?

Olson frunció el ceño.

—Pensaba que lo habías entendido. Los tiene a todos.

Como Peter no dijo nada, Olson continuó.

—Babcock es más fuerte que cualquier viral que hayas visto, y la muchedumbre no se pondrá de nuestro lado. No será fácil matarlo.

—¿Alguien lo ha intentado alguna vez?

—Una. —Vaciló—. Un pequeño grupo. Fue hace muchos años.

Peter estuvo a punto de preguntar qué había pasado, pero en el silencio de Olson le comunicó la respuesta

—Tendrías que habérnoslo dicho.

Una expresión de abyecta resignación pasó por la cara de Olson. Peter comprendió que estaba siendo testigo de una carga mucho mayor que la de la pena o el dolor. Era la culpa.

—¿Qué habrías dicho tú, Peter?

No contestó. No lo sabía. Probablemente no lo habría creído. No estaba seguro de lo que creía ahora. Pero Amy estaba en el Ruedo, de eso estaba seguro. Lo sentía en los huesos. Sacó el cargador de la pistola, sopló para limpiarlo, volvió a encajarlo en la culata y tiró del cerrojo. Miró a Alicia, quien asintió. Todo el mundo estaba preparado.

—Hemos venido a rescatar a nuestros amigos —dijo a Olson—. El resto depende de vosotros.

Pero Olson negó con la cabeza.

—No te equivoques: en cuanto estéis en el Ruedo, nuestra lucha es la misma. Babcock debe morir. A menos que lo matemos, llamará a los Muchos. El tren no supondrá ninguna diferencia.

Era luna nueva. Babcock sentía el ansia de desenroscarse en su interior. Y expandió su mente desde Este Lugar, el Lugar del Retorno, diciendo:

«Ya es hora.

»Ya es hora, Jude».

Babcock estaba volando. Sobre el suelo del desierto, dando saltos y tumbos, mientras la gran ansia gozosa corría por sus venas.

«Tráemelos. Trame uno y después otro. Tráemelos para que vivas de esta forma y no de otra».

Había sangre en el aire. La olía, la saboreaba, notaba su esencia correr a través de él. Primero sería la sangre de las bestias, una dulzura viva. Y después, su Mejor y Especial, su Jude, que soñaba el sueño mejor que los demás desde el Tiempo de la Transformación, cuya mente vivía con él en el sueño como un hermano, quien traería a Los de la Sangre que Babcock bebería hasta saciarse.

Se subió al muro de un solo salto.

«Estoy aquí.

»Soy Babcock.

»Somos Babcock».

Descendió. Oyó las exclamaciones ahogadas de la multitud. A su alrededor ardían las hogueras. Detrás de las llamas estaban los Hombres, que habían acudido allí a mirar y saber. Y a través del hueco vio a las bestias acercarse, azuzadas a latigazos, sus ojos intrépidos e ignorantes, y el ansia le alzó en una oleada, y ya estaba abalanzándose sobre ellas, desgarrando y destripando, primero una y después otra, una a una, un deseo cumplido.

«Somos Babcock».

Entonces pudo oír las voces. El cántico de las multitudes en sus jaulas, detrás del ruedo de llamas, y la voz de su Uno, su Jude, de pie en la pasarela, dirigiéndoles como si cantaran.

—¡Tráemelos! ¡Tráeme uno y después otro! ¡Tráemelos para que vivas…!

Un muro de sonido, que se elevaba al unísono con fervor. ¡De esa forma y no de otra!

Un par de figuras aparecieron en el hueco. Avanzaron dando tumbos, empujados por hombres que se alejaron a toda prisa. Las llamas se elevaron de nuevo detrás de ellos, una puerta de fuego que les encerraba para ser sacrificados.

La multitud rugió.

—¡Ruedo! ¡Ruedo! ¡Ruedo!

Una estampida de pies. El aire se estremeció, martilleó.

—¡Ruedo! ¡Ruedo! ¡Ruedo!

Y fue entonces cuando la intuyó. En un estallido terrible y brillante, Babcock la presintió. La sombra detrás de la sombra, el desgarrón en el tejido de la noche. La que portaba la semilla de la eternidad, pero que no era de su sangre, no era de los Doce ni del Cero.

La que llamaban Amy.

Peter lo oyó todo desde el pozo de ventilación. Los cánticos, los gritos de pánico del ganado, y después el silencio (de respiración contenida, de algún terrible espectáculo a punto de iniciarse), y después la explosión de vítores. El calor ascendió en oleadas hasta su estómago, y con él los vapores asfixiantes del humo del diésel. El pozo era lo bastante ancho para una sola persona, que podía reptar apoyándose sobre sus codos. Bajo él, congregados en el túnel que comunicaba el Ruedo con la entrada principal de la prisión, estaban los hombres de Olson. No había forma de coordinar la llegada, ni de comunicarse con los demás, que estaban apostados entre la muchedumbre. Tendrían que improvisar, guiarse por la intuición.

Peter vio una abertura delante: una rejilla metálica en el suelo del conducto. Apretó la cara contra ella y miró hacia abajo. Vio las tablas de la pasarela, y más lejos, a unos veinte metros, el suelo del Ruedo, rodeado por una trinchera de combustible en llamas.

El suelo estaba cubierto de sangre.

En los balcones, la masa había reemprendido sus cánticos.

—¡Ruedo! ¡Ruedo! ¡Ruedo!

Peter supuso que él y los demás estaban situados sobre el extremo este del techo. Tendrían que cruzar la pasarela, a plena vista de la muchedumbre, para llegar a las escaleras que bajaban hasta el suelo. Miró a Hollis, quien asintió, y levantó la rejilla, que dejó a un lado. Después quitó el seguro de la pistola y se arrastró hacia atrás para colocarse a horcajadas sobre el pozo.

«Amy —pensó Peter—, es horrible lo que hay allí abajo. Haz lo que debas, o moriremos todos».

Se lanzó por la abertura con los pies por delante.

Cayó y cayó, con el tiempo suficiente para preguntarse por qué no dejaba de caer. La distancia hasta la pasarela era mayor de lo que había calculado (no eran dos metros, sino cuatro, o incluso cinco), y se estrelló contra el metal con un impacto que le sacudió los huesos. Rodó. Había perdido la pistola. Y mientras rodaba, vislumbró por el rabillo del ojo una figura que había abajo: las muñecas atadas, el cuerpo desplomado en señal de sumisión, con una camisa sin mangas que Peter reconoció. Su mente se aferró a esa imagen, que también era un recuerdo: el olor del humo de la pira el día que habían quemado el cadáver de Zander Phillips, parado bajo el sol ante la central eléctrica, y el nombre cosido en el bolsillo: ARMANDO.

Theo.

El hombre del ruedo era Theo.

Su hermano no estaba solo. Había otra persona a su lado, un hombre arrodillado. Estaba desnudo de cintura para arriba, inclinado hacia adelante sobre el suelo, de modo que no se viera su cara. Y cuando Peter gozó de una visión mejor, comprendió que lo que estaba viendo en el suelo del Ruedo era el ganado, o lo que había sido el ganado (sus fragmentos estaban esparcidos por todas partes, como si se hubieran encontrado en el corazón de una explosión), y acuclillado en el centro de esta masa voluminosa de sangre, carne y huesos, con la cabeza inclinada para sumergirse en los restos, el cuerpo que se retorcía con movimientos bruscos mientras bebía, había un viral…, que no se parecía a ningún viral que Peter hubiera conocido. Era el más grande que había visto, que nadie hubiera visto, su masa acurrucada tan inmensa que era como un ser nuevo por completo.

—¡Peter! ¡Has llegado a tiempo de presenciar el espectáculo!

Había caído de espaldas, indefenso como una tortuga. Jude, de pie sobre él, con una expresión indescifrable, un placer oscuro para el que faltaban palabras, le apuntaba a la cabeza con una escopeta. Peter sintió el estremecimiento de pies que se acercaban a ellos, más hombres vestidos de naranja, que bajaban corriendo por las pasarelas desde todas direcciones.

Jude estaba justo debajo del conducto.

—Adelante —dijo Peter.

Jude sonrió.

—Qué noble.

—Tú no —dijo Peter, y alzó los ojos—. Hollis.

Jude levantó la cabeza a tiempo de que la bala disparada por el rifle de Hollis le alcanzara justo encima de la oreja derecha. Una flor rosa brumosa: Peter sintió que humedecía el aire. Por un momento, no pasó nada. Después, Jude soltó la escopeta, que cayó sobre la pasarela. Llevaba sujeta al cinto una pistola de cañón largo. Peter vio que la mano de Jude tanteaba en su busca a ciegas. Entonces, algo se liberó en su interior, la sangre empezó a brotar de su boca y ojos, dolorosas lágrimas de sangre, y cayó de rodillas hacia adelante, con el rostro congelado en una expresión de estupefacción eterna, como si dijera: «No me puedo creer que esté muerto».

Fue Mausami quien mató al individuo que se hallaba a cargo de las bombas de combustible.

Amy y ella habían entrado en el túnel principal justo antes de que la muchedumbre llegara, y se escondieron bajo la escalera que comunicaba el suelo del patio con las galerías. Esperaron allí durante mucho tiempo, acurrucadas la una contra la otra, y sólo salieron cuando oyeron el sonido del ganado al entrar, los vítores desenfrenados procedentes de lo alto. La atmósfera era asfixiante, y estaba saturada de humo y vapores.

Había algo terrible detrás de las llamas.

Cuando el viral se precipitó hacia el ganado, dio la impresión de que la muchedumbre estallaba, y de que todos cerrabas los puños, canturreaban y pateaban el suelo, como si fueran un solo ser sorprendido en un terrible éxtasis de sangre. Algunos sostenían niños sobre sus hombros para que pudiera presenciar el espectáculo. Las reses chillaban, corcoveaban y se revolvían en el ruedo, corrían hacia las llamas y retrocedían confusas, una danza demencial entre dos polos de muerte. Mientras Mausami miraba, el viral saltó hacia adelante, se apoderó de una por las patas traseras, la levantó con un ominoso crujido, la retorció hasta arrancarle las patas y las arrojó contra las jaulas en un chorro de sangre. La criatura dejó al animal donde estaba (las patas delanteras arañando la tierra, esforzándose por proyectar hacia adelante el cuerpo mutilado) y agarró otra res por los cuernos, aplicó el mismo movimiento giratorio para romperle el cuello, hundió su cara en la carne inmóvil de la base de la garganta del animal, y dio la impresión de que todo su torso se hinchaba mientras bebía, el cuerpo de la res se contraía cada vez que el viral inhalaba, y se empequeñeció ante los ojos de Mausami a medida que le chupaba más sangre.

No vio el resto. Había apartado la cara.

—¡Traédmelos! —gritaba una voz—. ¡Traedme a Uno y después a Otro! ¡Traédmelos para que podamos vivir…!

—¡De esta forma y no de otra!

Fue entonces cuando vio a Theo.

En ese instante, Mausami experimentó un contraste tan violento entre placer y terror que fue como si se hubiera salido de su propio cuerpo. Contuvo el aliento. Se sintió mareada y enferma. Dos hombres enfundados en un mono estaban empujando a Theo hacia adelante, a través de una abertura en las llamas. La expresión de sus ojos era vacía, casi bovina. Parecía no tener ni idea de lo que sucedía a su alrededor. Levantó los ojos hacia la muchedumbre, parpadeando con aire ausente.

Ella intentó llamarlo, pero su voz quedó ahogada por el griterío. Buscó a Amy, confiando en que la chica supiera qué hacer, pero no la vio por ninguna parte. Por encima y alrededor de ella, las voces volvían a cantar:

—¡Ruedo! ¡Ruedo! ¡Ruedo!

Y entonces llegaron con el segundo hombre, al que dos guardias sujetaban por los codos. Tenía la cabeza gacha, sus pies apenas parecieron tocar el suelo cuando los dos hombres, que sostenían su peso, le arrastraron hacia adelante, lo arrojaron al suelo y salieron por piernas. Los vítores de la multitud eran ensordecedores, una cortina de sonido. Theo se tambaleó hacia adelante, y su rostro barrió la multitud, como si alguien pudiera ayudarlo. El segundo hombre se había puesto de rodillas.

El segundo hombre era Finn Darrell.

De repente, una mujer apareció ante ella: un rostro familiar, con una larga cicatriz rosada que le cosía la mejilla como si fuera un costurón. El estómago deformaba su mono debido al embarazo.

—Yo a ti te conozco —dijo la mujer.

Mausami retrocedió, pero la mujer la agarró del brazo y clavó la mirada en el rostro de Mausami con fiera intensidad.

—¡Te conozco, te conozco!

—¡Suéltame!

Le soltó el brazo. Detrás de ella, la mujer señaló y gritó.

—¡La conozco, la conozco!

Mausami corrió. Sólo había un pensamiento en su mente: tenía que llegar hasta Theo. Pero no podía atravesar las llamas. El viral casi había dado cuenta del ganado. La última res pataleaba bajo sus mandíbulas. Apenas unos momentos después se levantaría y vería a los dos hombres (vería a Theo), y eso sería el fin.

Entonces, Mausami vio la bomba. Un bulto enorme y grasiento, conectado mediante largas mangueras a un par de depósitos de combustible, saturados de herrumbre. El operario acunaba una escopeta contra el pecho. Un cuchillo le colgaba del cinto, dentro de una vaina de cuero. Tenía la vista, como la de todo el mundo, clavada en el espectáculo que se desarrollaba al otro lado del muro de llamas.

Mausami sintió la sombra de una duda (nunca había matado a un hombre), pero eso no bastó para detenerla, y con un solo movimiento se plantó detrás del guardia, desenvainó el cuchillo y lo hundió con todas sus fuerzas en la parte inferior de la espalda. Notó una rigidez, los músculos del cuerpo que se tensaban como un arco. Una exclamación de sorpresa gutural. Lo sintió morir.

Una voz se abrió paso entre el estruendo desde arriba. ¿Era la de Peter?

—¡Corre, Theo!

La bomba era una confusión de palancas y botones. ¿Dónde estaban Michael y Caleb cuando los necesitaba? Mausami aferró la más grande (que era tan larga como su brazo), cerró el puño alrededor y tiró.

—¡Detenedla! —gritó alguien—. ¡Detened a esa mujer!

Cuando Mausami sintió que la bala atravesaba la parte superior de su muslo (un dolor extrañamente trivial, como la picadura de una avispa), comprendió que lo había conseguido. Las llamas estaban agonizando alrededor del Ruedo. La muchedumbre se estaba alejando de los cables, todo el mundo bramaba, se desató el caos. El viral había soltado la última res, estaba erguido, todo él luz pulsátil, ojos, garras y dientes, el rostro liso, el largo cuello y el enorme pecho cubiertos de sangre. Su cuerpo parecía hinchado, como el de una garrapata. Medía al menos tres metros de estatura, si no más. Con un movimiento de cabeza localizó a Finn, el cuerpo en tensión cuando se preparó para saltar, y entonces lo hizo. Dio la impresión de que salvaba el espacio que los separaba a la velocidad del pensamiento, invisible como una bala, y aterrizó en un instante donde yacía el indefenso Finn. Mausami no vio con claridad lo que sucedió a continuación, y se alegró de ello, fue veloz y terrible, como lo de las reses, pero muchísimo peor, porque se trataba de un hombre. Un estallido de sangre, y una parte de Finn saltó por un lado y la segunda por otro.

«Theo —pensó, mientras el dolor de la pierna se agudizaba con brusquedad, una oleada de calor y luz que la dobló en dos. La pierna se dobló debajo de ella y la envió trastabillando hacia adelante—. Theo, estoy aquí. He venido a salvarte. Tenemos un hijo, Theo. Nuestro hijo es un chico».

Mientras caía vio una figura que corría por el Ruedo. Era Amy. Su pelo despedía una estela de humo. Lenguas de fuego lamían su ropa. El viral se había interesado ahora por Theo. Amy se interpuso entre ellos con el fin de proteger a Theo como un escudo. Enfrentada a la forma inmensa e hinchada de la criatura, parecía diminuta, casi una niña.

Y en aquel instante, como si estuviera suspendida en el tiempo (todo el mundo paralizado, mientras el viral contemplaba a la pequeña figura parada ante él), Mausami pensó que la muchacha quería decir algo y estaba a punto de abrir la boca para hablar.

Veinte metros por encima de sus cabezas, Hollis se había dejado caer por el pozo con su rifle, seguido de Alicia, que sujetaba el lanzagranadas. Apuntó el cañón hacia donde estaban Amy y Babcock.

—¡No me queda ni un proyectil!

Caleb y Sara cayeron detrás de ellos. Peter se apoderó de la escopeta de Jude, caída en el suelo de la pasarela, y disparó en dirección a los dos hombres que corrían en su dirección. Uno de ellos emitió un grito ahogado y se derrumbó de cabeza en el suelo.

—¡Dispara al viral! —gritó a Alicia.

Hollis disparó, y el segundo hombre cayó sobre la pasarela.

—¡Ella está demasiado cerca! —dijo Alicia.

—¡Sal de ahí, Amy! —gritó Peter.

La chica no se movió. ¿Cuánto tiempo podría retenerle? ¿Dónde estaba Olson? Las llamas se habían apagado. La gente se estaba precipitando escaleras abajo, una avalancha de monos naranja. Theo, a cuatro patas, retrocedía para alejarse del viral, pero ya no tenía voluntad. Había aceptado su sino, carecía de fuerzas para resistir. Caleb y Sara estaban bajando por las escaleras hacia el tumulto de las galerías. Peter oyó que las mujeres chillaban, los niños lloraban, y una voz parecida a la de Olson, que se alzaba sobre el estrépito:

—¡El túnel! ¡Todo el mundo al túnel!

Mausami entró en el ruedo.

—¡Aquí! —Tropezó, apoyó las manos en el suelo cuando cayó. Tenía los pantalones empapados en sangre. A cuatro patas, intentó levantarse. Agitó las manos y chilló—. ¡Mira aquí!

«Retrocede, Maus», pensó Peter.

Demasiado tarde. El hechizo se había roto.

El viral volvió la cara hacia el techo y se acuclilló, mientras su cuerpo hacía acopio de energías como un muelle enrollado, y después se puso a volar, surcó el aire. Se elevó hacia ellos con una inevitabilidad implacable, describió un arco sobre sus cabezas y aferró una viga del techo, al tiempo que su cuerpo giraba como un niño meciéndose en un balancín (una imagen extrañamente estimulante, e incluso gozosa), y aterrizó en la pasarela con un impacto estremecedor.

«Soy Babcock.

»Somos Babcock».

—Lish…

Peter notó que la granada pasaba rozándole la cara, la quemadura del gas caliente sobre su mejilla, y supo lo que iba a suceder antes de que ocurriera.

La granada estalló. Un puñetazo de ruido y calor, y Peter salió despedido contra Alicia, los dos cayeron sobre la pasarela, pero la pasarela ya no estaba. La pasarela estaba cayendo. Algo aguantó, se precipitaron al abismo, y durante un momento de esperanza todo se detuvo. Pero entonces, la estructura se inclinó de nuevo, y con un estallido de remaches y un chirrido de metal al doblarse, el extremo de la pasarela se soltó del techo, se inclinó hacia el suelo como la cabeza de un martillo y cayó.

Leon estaba en el callejón, con la cara apoyada contra el suelo. «Maldita sea —pensó—. ¿Adónde habrá ido la chica?»

Tenía en la boca una especie de mordaza, y las muñecas atadas a la espalda. Intentó mover los pies, pero también estaban atados. Era el grande, Hollis. Leon lo recordó entonces. Hollis había surgido de las sombras, blandiendo algo, y lo siguiente que supo Leon fue que estaba solo en la oscuridad y no podía moverse.

Tenía la nariz obstruida de hollín y sangre. El hijo de puta se la había roto. Sólo le faltaba eso, romperse la nariz. Pensó que le había roto un par de dientes, pero con la mordaza en la boca, y la lengua embutida detrás, no tenía forma de comprobarlo.

Estaba tan oscuro que no veía a más de medio metro. De alguna parte llegaba un hedor a basura. La gente siempre la dejaba en los callejones, en lugar de tirarla al vertedero. ¿Cuántas veces había oído a Jude decir a la gente: «Llevad la puta basura al vertedero»? ¿Qué eran, cerdos? Una especie de broma, puesto que no eran cerdos, pero ¿acaso había diferencia, en realidad? Jude siempre estaba haciendo bromas por el estilo, para ver estremecerse a la gente. Durante un tiempo habían criado cerdos (a Babcock le gustaba el cerdo casi tanto como el buey), pero algún tipo de enfermedad los había exterminado un invierno. O quizá habían visto lo que se avecinaba y decidido: «¡Qué diablos, prefiero tumbarme y morir en el fango!».

Nadie iría a buscarlos, de eso estaba seguro. Él solito tendría que solucionar el problema de ponerse en pie. Se le ocurrió una forma de conseguirlo, doblando las rodillas contra el pecho. Le causó un terrible dolor en los hombros, retorcidos hacia atrás como estaban, y tuvo que aplastar la cara, con su nariz y dientes rotos, contra la tierra. Lanzó un aullido de dolor a través de la mordaza, y cuando hubo terminado estaba mareado y respiraba con dificultad, el cuerpo cubierto de sudor. Levantó la cara, y sintió que los hombros le dolían aún más. ¿Cómo coño se las había arreglado aquel tipo para atarle las manos con tanta fuerza? Fue enderezándose hasta que estuvo sentado, las rodillas dobladas bajo el cuerpo, y sólo entonces cayó en la cuenta de su error. No podía ponerse en pie. Tendría que empujar con la punta de los pies, o dar saltitos hasta poder erguirse. Pero con ello sólo conseguiría caer de cara al suelo otra vez. Tendría que haberse arrastrado antes hasta la pared, utilizándola para alzarse poco a poco. Pero estaba atrapado, las piernas trabadas bajo él de una forma dolorosa, inmovilizado como un idiota.

Intentó pedir ayuda a gritos, nada original, sólo la palabra «eh», pero le salió un «aaaaaah» estrangulado, y le dieron ganas de toser. Ya notaba que la circulación dejaba de correr por sus piernas, un entumecimiento picajoso que ascendía desde los dedos de los pies como hormigas.

Algo se estaba moviendo.

Estaba de cara a la boca del callejón. Al otro lado se abría la plaza, una zona de negrura desde que el barril de quemar madera se había apagado. Escudriñó la oscuridad. Tal vez era Hap, que acudía a buscarlo. Bien, fuera quien fuera, no veía una mierda. Tal vez su mente le estaba gastando jugarretas. Solo en luna nueva, cualquiera podía ponerse un poco nervioso.

Pero no. Algo se estaba moviendo. Leon lo notó de nuevo. La sensación procedía del suelo, ascendía a través de sus rodillas.

Una sombra se cernió sobre él. Levantó la cabeza enseguida y sólo descubrió estrellas, engastadas en una negrura líquida. La sensación que recorría sus rodillas era más fuerte ahora, un estremecimiento rítmico, como el batir de un millar de alas. ¿Qué demonios…?

Una figura irrumpió en el callejón. Hap.

—Aaaaaaaaaaaaaaah —dijo a través de la mordaza—. Aaaaaaaaaaaah.

Pero Hap no pareció fijarse en él. Se detuvo en el borde del callejón, jadeando sin aliento, y salió corriendo.

Entonces vio lo que perseguía a Hap.

La vejiga de Leon cedió, y también sus tripas. Pero su mente fue incapaz de registrar esos datos, y todos sus pensamientos quedaron borrados de su conciencia por un inmenso e ingrávido terror que se apoderó de ella.

El extremo de la pasarela impactó contra el suelo con una sacudida enorme. Peter se agarró a una barandilla y a duras penas logró sujetarse. Un objeto pasó zumbando a su lado y se precipitó en el espacio: el lanzagranadas vacío, de cuyo tubo surgía una meteórica columna de humo. Entonces, algo pesado lo golpeó desde arriba, y su mano se soltó (Hollis y Alicia, enredados), y ahí acabó todo: los tres cayeron, resbalaron por la pasarela inclinada hasta el suelo.

Aterrizaron en una confusión de brazos, piernas, cuerpos y equipo, salieron disparados sobre el suelo como si fueran bolas y una mano las hubiera tirado. Peter quedó tumbado de espaldas, miró parpadeando el cielo lejano, la mente y el cuerpo ebrios de adrenalina.

¿Dónde estaba Babcock?

—¡Vamos! —Alicia le había asido por la camisa y le estaba poniendo en pie. Sara y Caleb estaban a su lado. Hollis cojeaba hacia ellos, todavía capaz de cargar con el rifle—. ¡Tenemos que salir de aquí!

—¿Adónde ha ido?

—¡No lo sé! ¡Se alejó dando saltos!

Los restos del ganado estaban diseminados por todas partes. El aire hedía a sangre, a carne. Amy estaba ayudando a Maus a ponerse en pie. La ropa de la chica desprendía humo todavía, aunque no parecía darse cuenta. Parte de su pelo se había chamuscado, dejando al descubierto el cuero cabelludo rosado.

—Ayuda a Theo —dijo Mausami cuando Peter se agachó ante ella.

—Te han pegado un tiro, Maus.

La muchacha apretaba los dientes a causa del dolor. Lo alejó de su lado.

—Ayúdalo.

Peter se acercó al lugar donde su hermano estaba arrodillado entre la mugre. Parecía aturdido, con expresión desorientada. Iba descalzo, su ropa estaba hecha jirones, tenía los brazos cubiertos de costras. ¿Qué le habían hecho?

—Theo, mírame —ordenó Peter, agarrándolo de los hombros—. ¿Estás herido? ¿Crees que puedes andar?

Una lucecita pareció asomar a los ojos de su hermano. Un destello de Theo, al menos.

—Oh, Dios mío —exclamó Caleb—, es Finn.

El chico estaba señalando una forma sanguinolenta, tirada en el suelo a unos metros de distancia. Al principio, Peter pensó que era una res, pero después los detalles se definieron y comprendió que aquel montón de carne y hueso era la mitad de una persona, el torso, la cabeza y un brazo, retorcido en un ángulo inverosímil sobre la frente del muerto. Por debajo de la cintura no había nada. El rostro, tal como Caleb había dicho, pertenecía a Finn Darrell.

Aferró con fuerza los hombros de Theo y lo miró a los ojos. Sara y Alicia ayudaron a Mausami a levantarse.

—Theo, necesito que intentes andar.

Theo parpadeó y se humedeció los labios.

—¿De veras eres tú, hermano?

Peter asintió.

—Has venido… a buscarme.

—Caleb —dijo Peter—, ayúdame.

Peter levantó a Theo y le pasó un brazo por la cintura para sostenerlo. Caleb hacía lo propio desde el otro lado. Huyeron juntos.

Desembocaron en un túnel oscuro, donde encontraron a las masas que huían. La gente corría hacia la salida entre empujones y codazos. Más adelante, Olson estaba animando a la gente para que pasase por la brecha, sin dejar de gritar a pleno pulmón:

—¡Corred hacia el tren!

Salieron del túnel a un patio. Todo el mundo corría hacia la puerta, que estaba abierta. Debido a la oscuridad y la confusión, se había formado un embotellamiento, demasiada gente intentaba abrirse paso a través de la angosta brecha al mismo tiempo. Algunos intentaban trepar por la verja, se arrojaban contra la alambrada y trepaban con manos y pies. Mientras Peter miraba, un hombre que había llegado arriba cayó hacia atrás chillando, una pierna enredada en el alambre de púas.

—¡Caleb! —gritó Alicia—. ¡Encárgate de Maus!

La muchedumbre se arremolinaba a su alrededor. Peter vio la cabeza de Alicia elevarse sobre la refriega, y el destello del pelo rubio de Sara. Las dos iban en dirección contraria, debatiéndose contra la multitud.

—¡Lish! ¿Adónde vas?

Pero una explosión de sonido apagó su voz, una sola nota sostenida que hendió el aire, que parecía llegar de todas partes a la vez.

«Michael —pensó—. Michael está llegando».

De pronto, fueron propulsados hacia adelante, y la energía de la masa presa del pánico les alzó como una ola. Peter consiguió no soltar a su hermano. Atravesaron la puerta y se toparon con otra turba apretujada en el hueco entre las dos verjas. Alguien lo golpeó por detrás, y oyó que el hombre gemía, tropezaba y caía bajo los pies de la multitud. Peter se abrió paso a empujones y codazos, utilizando su cuerpo a modo de ariete, hasta que por fin dejaron atrás la segunda puerta.

Las vías estaban delante. Dio la impresión de que Theo se estaba reanimando, de que se esforzaba más por responsabilizarse de su peso mientras avanzaban. En el caos y la oscuridad, Peter no veía a los demás. Los llamó por el nombre, pero no oyó ninguna respuesta a causa de los chillidos de las figuras que lo adelantaban. La carretera ascendía una elevación arenosa y, cuando se acercaron a la cumbre, vio un destello de luz procedente del sur. Se produjo otro bocinazo, y entonces lo vio.

Un enorme bulto plateado traqueteaba hacia ellos, hendiendo la noche como un cuchillo. Un solo rayo de luz surgía de su proa, iluminaba las masas de figuras apelotonadas alrededor de las vías. Vio a Caleb y Mausami delante, que corrían hacia la parte delantera del tren. Sin soltar a Theo, Peter bajó el terraplén. Oyó un chirrido de frenos. La gente corría en paralelo al tren, intentando agarrarse. Cuando la máquina se acercó más, una escotilla se abrió en la cabina y Michael se asomó.

—¡No podemos parar!

—¿Qué?

Michael hizo bocina con la boca.

—¡Tenemos que seguir moviéndonos!

El tren avanzaba a paso de caracol. Peter vio que Caleb y Hollis alzaban a una mujer hacia uno de los tres furgones abiertos que arrastraba la locomotora. Michael estaba ayudando a Mausami a entrar en la cabina desde la escalerilla, mientras Amy la empujaba desde abajo. Peter empezó a correr con su hermano, intentando mantenerse en paralelo a la escalera. Cuando Amy entró en la escotilla, Theo se sujetó y empezó a subir. Al llegar arriba, Peter saltó hacia la escalera y se izó, con los pies colgando en el aire. Detrás de él oyó el ruido de disparos, balas que rebotaban en los costados de los vagones.

Cerró la puerta a su espalda y se encontró en un estrecho compartimento, en el que brillaban cientos de lucecillas. Amy se había sentado en el suelo detrás de la silla de Michael, con los ojos abiertos de par en par y las rodillas apretadas contra el pecho en un gesto protector. A la izquierda de Peter había un estrecho pasillo que conducía a la parte trasera.

—¡La leche, Peter! —dijo Michael, al tiempo que giraba en su silla—. ¿De dónde coño ha salido Theo?

El hermano de Peter estaba derrumbado en el suelo del pasillo. Mausami apoyaba su cabeza contra el pecho, su pierna ensangrentada doblada debajo del cuerpo.

Peter habló hacia la parte delantera de la cabina.

—¿Lleváis algún botiquín?

Billie le pasó una caja metálica. Peter la abrió y sacó vendas de tela, que convirtió en una compresa. Rasgó la pernera del pantalón de Mausami para dejar al descubierto la herida, un cráter de piel desgarrada y carne ensangrentada, apoyó el vendaje sobre la zona y le indicó que lo mantuviera así.

Theo levantó la cabeza y sus ojos parpadearon.

—¿Estoy soñando contigo?

Peter negó con la cabeza.

—¿Quién es ella? La chica. Pensaba…

Su voz enmudeció.

Por primera vez, se dio cuenta: lo había hecho.

«Cuida de tu hermano».

—Ya habrá tiempo más tarde, ¿de acuerdo?

Theo forzó una débil sonrisa.

—Lo que tú digas.

Peter avanzó hacia la parte delantera de la cabina, entre los dos asientos. A través de la rendija entre las planchas que protegían el parabrisas vio el desierto, a la luz del foco, y las vías sobre las que circulaban.

—¿Babcock ha muerto? —preguntó Billie.

Negó con la cabeza.

—¿No lo habéis matado?

Ver a la mujer le provocó una furia repentina.

—¿Dónde coño estaba Olson?

Antes de que pudiera contestar, Michael lo interrumpió.

—Peter, ¿dónde están los demás? ¿Dónde está Sara?

La última vez que Peter la había visto, estaba con Alicia en la puerta.

—Creo que irá en alguno de los vagones.

Billie había vuelto a abrir la puerta de la cabina y se asomó. Volvió a meter la cabeza dentro.

—Confío en que todo el mundo esté a bordo —dijo—, porque ya vienen. Acelera, Michael.

—¡Mi hermana podría estar ahí fuera! —gritó Michael—. ¡Dijiste que no abandonaríamos a nadie!

Billie no esperó. Sentó a Michael de un empujón y empujó hacia adelante una palanca del panel. Peter notó que el tren aceleraba. Un lector digital del panel cobró vida, y los números aumentaron a toda velocidad: 30…, 35…, 40. Después, la mujer salió al pasillo, donde una escalerilla apoyada en la pared conducía a una segunda escotilla, en el techo. Ascendió a toda prisa, giró la rueda y dirigió la voz hacia la parte posterior del tren.

—¡Gus! ¡Procedamos!

Gus corrió hacia adelante, arrastrando una bolsa de lona, cuya cremallera descorrió hasta revelar una pila de escopetas de cañón corto. Entregó una a Billie y se quedó otra. Después, levantó su cara manchada de grasa hacia Peter, a quien dio un arma.

—Si venís —dijo con voz ronca—, no os olvidéis de mantener la cabeza agachada.

Subieron las escaleras, Billie primero, y después Gus. Cuando Peter asomó la cabeza por la escotilla, una ráfaga de viento lo abofeteó en la cara, de modo que se agachó. Tragó saliva, reprimió el miedo e hizo un segundo intento. Pasó a través de la abertura con la cara vuelta hacia la parte delantera del tren, y se tumbó cabeza abajo sobre el techo. Michael le pasó una escopeta desde abajo. Se acuclilló, intentando conservar el equilibrio al tiempo que acunaba la escopeta. El viento lo estaba azotando, una presión continua que amenazaba con derribarlo. El techo de la locomotora estaba arqueado, con una franja lisa en el centro. Ahora estaba de cara hacia la parte posterior del tren, con su peso a merced del viento. Billie y Gus se le habían adelantado bastante. Mientras Peter miraba, saltaron el hueco entre el primero y el segundo furgón, en dirección a la oscuridad.

Distinguió a los virales como una región de luz verde pulsátil desde atrás. Por encima del estruendo de la locomotora y el chirrido de las ruedas sobre los raíles oyó a Billie gritar algo. Respiró hondo, contuvo el aliento y saltó el hueco del primer furgón. En parte, se estaba preguntando: «¿Qué hago yo aquí, qué hago en el techo de un tren en marcha?», mientras que por otra aceptaba la realidad, por extraña que pareciera, como una consecuencia inevitable de los acontecimientos de la noche anterior. El resplandor verde estaba más cerca, y se dividió al tiempo que aumentaba de tamaño hasta formar una masa de puntos saltarines en forma de cuña, y Peter comprendió lo que estaba viendo: no se trataba tan sólo de diez o veinte virales, sino de un ejército de cientos.

Los Muchos.

Los Muchos de Babcock.

Cuando el primero cobró forma, saltando en el aire hacia la parte posterior del tren. Billie y Gus dispararon. Peter había llegado a la mitad del primer furgón. El tren se estremeció y notó que sus pies empezaban a resbalar, y de repente perdió la escopeta. Oyó un grito y, cuando alzó la vista, no vio a nadie: el lugar donde habían estado Billie y Gus se encontraba vacío.

Apenas había recuperado el equilibrio cuando se oyó un enorme estruendo en la parte delantera del tren, que lo empujó hacia adelante. El horizonte se derrumbó, el cielo desapareció. Estaba caído sobre el estómago, resbalaba sobre el techo inclinado del furgón. Justo cuando parecía que iba a caer, sus manos encontraron un estrecho reborde metálico en lo alto de una de las planchas acorazadas. No había tiempo de tener miedo. En la oscuridad remolineante presintió la presencia de una pared que pasaba de largo. Estaban en una especie de túnel que atravesaba la montaña. Se aferró con fuerza, los pies colgando en el aire, agarrado al costado del tren, y después notó que el aire se ahuecaba debajo de él cuando se abrió la puerta del furgón y unas manos lo asieron y tiraron de él hacia abajo.

Las manos pertenecían a Caleb y Hollis. Cayeron sobre el suelo del furgón en una confusión de brazos y piernas. El interior estaba iluminado por un solo farol, que oscilaba colgado de un gancho. El furgón estaba casi vacío, sólo unas pocas figuras acurrucadas contra las paredes, al parecer paralizadas por el miedo. Al otro lado de la puerta abierta estaban desfilando las paredes de un túnel, que llenaban el espacio de sonido y viento. Cuando Peter se puso en pie, una figura de aspecto familiar emergió de entre las sombras: Olson Hand.

Una ira incontenible se desató en el interior de Peter. Agarró al hombre por el cuello del mono, lo arrojó contra la pared del furgón y apretó el brazo contra su garganta.

—¿Dónde coño estabas? ¡Nos dejaste tirados!

El color había huido del rostro de Olson.

—Lo siento. Era la única forma.

Comprendió al instante. Olson les había enviado al Ruedo como cebo.

—Sabías quién era, ¿verdad? Sabías desde el primer momento que era mi hermano.

Olson tragó saliva, y la punta de su nuez de Adán se agitó contra el brazo de Peter.

—Sí. Jude dijo que creía que los demás acudirían. Por eso os estábamos esperando en Las Vegas.

Se produjo otro estruendo en la parte delantera del tren. Todo el mundo salió lanzado hacia adelante. Olson se liberó del apretón de Peter. Salieron del túnel y estaban en campo abierto. Peter oyó disparos fuera y vio que el Humvee pasaba a toda velocidad, con Sara en el asiento del conductor, las manos cerradas alrededor del volante, Alicia en el techo con la ametralladora, disparando en ráfagas concentradas contra la parte posterior del tren.

—¡Saltad! —Alicia estaba agitando los brazos frenéticamente hacia el último furgón—. ¡Los lleváis detrás!

De pronto, toda la gente del furgón se puso a chillar y empujar, con la intención de huir por la puerta abierta. Olson agarró del brazo a una de las figuras y la empujó hacia adelante. Era Mira.

—¡Llévatela! —gritó—. Llévala a la locomotora. Aunque invadan los furgones, estará a salvo allí.

Sara había acompasado la velocidad del Humvee a la del tren, con la intención de acortar el espacio que los separaba.

Alicia les estaba haciendo señas.

—¡Saltad!

Peter se asomó a la puerta.

—¡Acércate más!

Sara obedeció. Menos de dos metros separaban los dos vehículos, y el Humvee se situó debajo de ellos.

—¡Dame la mano! —gritó Alicia a Mira—. ¡Yo te cogeré!

La chica, parada en el borde de la puerta, estaba petrificada de miedo.

—¡No puedo! —gimió.

Otro estruendo. Peter cayó en la cuenta de que el tren estaba corriendo a través de los cascotes que sembraban las vías. El Humvee se apartó cuando algo grande y metálico atravesó volando el espacio que separaba ambos vehículos, y justo en ese momento una de las figuras acurrucadas se puso en pie de un brinco y corrió hacia la puerta. Antes de que Peter pudiera decir algo, el hombre se había arrojado hacia la brecha, una zambullida desesperada. Su cuerpo se estrelló contra el costado del Humvee, y sus manos extendidas arañaron el techo. Por un momento pareció posible que pudiera sujetarse. Pero entonces, uno de sus pies tocó el suelo, se arrastró en el polvo y, con un grito mudo, cayó al suelo.

—¡Mantén el rumbo! —gritó Peter.

El Humvee se acercó dos veces más. En cada ocasión, Mira se negó a saltar.

—Esto no va a salir bien —dijo Peter—. Tendremos que subir al techo. —Se volvió hacia Hollis—. Ve tú primero. Olson y yo te empujaremos hacia arriba.

—Peso demasiado. Debería ir Zapatillas, y después tú. Yo subiré a Mira.

Hollis se acuclilló y Caleb subió sobre sus hombros. El Humvee se había alejado de nuevo, mientras Alicia disparaba breves ráfagas contra la parte posterior del tren. Con Zapatillas sobre los hombros, Hollis se situó en el umbral.

—Espera. ¡Vale! ¡Allá voy!

Hollis se agachó, mientras con una mano asía el pie de Caleb. Peter se encargó del otro. Juntos empujaron al muchacho hacia arriba y lo impulsaron por encima de la puerta.

Peter subió de la misma forma. Desde el techo del furgón vio la masa de virales que, tras atravesar el túnel, se habían dividido en tres grupos, uno debajo de ellos, y dos que les seguían a cada lado. Corrían a una especie de galope, utilizando las manos y los pies para propulsarse hacia adelante a base de largas zancadas. Alicia estaba disparando contra la cabeza del grupo central, que se hallaba a unos diez metros de distancia. Algunos cayeron, muertos, heridos o tan sólo atontados. El grupo siguió acortando distancias. Detrás de ellos, dos grupos más empezaron a fundirse, entrecruzándose como corrientes de agua, y se separaron de nuevo para retomar su forma original.

Se tendió sobre el estómago al lado de Caleb y extendió la mano cuando Hollis izó a Mira. Encontraron las manos de la aterrorizada muchacha y tiraron hasta depositarla sobre el techo.

—¡Agachaos! —gritó Alicia desde abajo.

Tres virales habían saltado al techo del último vagón. Una llamarada de fuego surgió del Humvee y saltaron al suelo. Caleb ya se estaba dirigiendo hacia la locomotora. Peter quiso coger la mano de Mira, pero la chica estaba paralizada, el cuerpo apretado contra el techo del vagón, abrazándolo como si le fuera la vida en ello.

—Mira —dijo Peter, en un intento de soltarla—, por favor.

La chica no se movió.

—No puedo, no puedo, no puedo.

Una mano similar a una garra la asió desde abajo y se cerró alrededor de su tobillo.

—¡Papá!

Entonces desapareció.

No podía hacer nada. Peter corrió hacia el hueco, lo saltó y atravesó la escotilla detrás de Caleb. Ordenó a Michael que mantuviera fija la velocidad del tren, abrió la puerta de la cabina y miró hacia la popa.

Los virales habían invadido el tercer furgón, aferrados a los costados como un enjambre de insectos. Su frenesí era tan intenso que daba la impresión de que estaban peleando por el derecho a ser los primeros en entrar. Pese al rugido del viento, Peter oyó los chillidos de las aterrorizadas almas de dentro.

¿Dónde estaba el Humvee?

Entonces lo vio, corriendo hacia ellos en ángulo, rebotando sobre el suelo. Hollis y Olson iban sujetos al techo del vehículo. Las municiones de la ametralladora se habían agotado. Los virales los atacarían de un momento a otro.

Peter se asomó por la puerta.

—¡Acercaos más!

Sara conducía el vehículo. Hollis fue el primero en asir la escalera, y después Olson. Peter los introdujo en la cabina.

—¡Ahora tú, Alicia!

—¿Y Sara?

El Humvee se estaba alejando de nuevo, mientras Sara se esforzaba por mantenerse cerca sin colisionar. Peter oyó un estruendo cuando se desprendió la puerta del último vagón, que desapareció dando vueltas en la oscuridad.

—¡Yo la cogeré! ¡Agárrate a la escalera!

Alicia saltó desde el techo del Humvee, pero de pronto, la distancia era demasiado grande. Peter se imaginó que ella iba a caer, las manos aferrando el vacío, el cuerpo estrellándose en el espacio que separaba ambos vehículos. Pero ella lo había conseguido. Sus manos habían encontrado la escalera, y Alicia estaba subiendo al tren. Cuando sus pies tocaron el escalón de abajo, se volvió y estiró el cuerpo por encima del hueco.

Sara sujetaba el volante con una mano. Con la otra estaba intentando apuntalar un rifle contra el acelerador.

—¡No se queda trabado!

—¡Olvídalo, yo te cogeré! —gritó Alicia—. ¡Abre la puerta y agarra mi mano!

—¡No voy a poder!

De pronto, Sara aceleró el motor. El Humvee saltó y adelantó al tren. Sara se encontraba al borde de la vía. La puerta del conductor se abrió. Entonces pisó el freno.

El borde del arado del tren pilló la puerta y la rebanó como un cuchillo. Durante un instante estremecedor, el Humvee osciló sobre las dos ruedas de la derecha y resbaló por el terraplén. Pero entonces el lado izquierdo del vehículo cayó. Sara se estaba alejando, corriendo sobre el suelo en un ángulo de cuarenta y cinco grados con relación al tren. Peter vio la marca del patinazo en el polvo, y después Sara volvió a colocarse en paralelo al tren. Alicia extendió una mano hacia el hueco.

—¡Lish, lo que vayas a hacer, hazlo ya! —gritó Peter.

Peter no llegó a comprender cómo lo había conseguido Alicia. Cuando después la interrogó al respecto, Alicia se limitó a encogerse de hombros. «No había pensado en ello», le dijo. Tan sólo había obedecido a su instinto. De hecho, llegaría un tiempo, no muy lejano, en que Peter aprendería de ella cosas como ésa, cosas extraordinarias, cosas increíbles. Pero aquella noche, en el espacio lleno de alaridos que separaba el Humvee del tren, lo que hizo Alicia se le antojó milagroso e inconcebible. Ninguno de ellos sabía tampoco lo que Amy estaba a punto de hacer en el compartimento trasero de la locomotora, ni lo que había entre ésa y el primer vagón. Ni siquiera Michael se enteró. Tal vez Olson sí. Tal vez por eso dijo a Peter que se llevara a su hija a la locomotora, porque allí estaría más segura. O eso razonó Peter después. Pero Olson no dijo nada acerca de aquello, y si se tenían en cuenta las circunstancias, durante el breve tiempo que estuvo con ellos a continuación, ninguno tuvo ánimos para preguntar.

Cuando el primer viral se arrojó hacia el Humvee, Alicia agarró a Sara de la muñeca y tiró. Sara describió un amplio arco al extremo del brazo de Alicia y salió despedida del vehículo cuando éste se desvió. Durante un horrible instante, sus ojos se encontraron con los de Peter, al tiempo que sus pies rozaban el suelo, los ojos de una mujer que iba a morir y lo sabía. Pero entonces Alicia volvió a tirar con fuerza, en esa ocasión hacia arriba. La mano libre de Sara encontró la escalerilla, y las dos subieron. Sara y Alicia cayeron rodando en el interior de la cabina.

Y eso fue lo que ocurrió. Un estruendo ensordecedor, como un trueno. La locomotora dio un violento salto hacia adelante, liberada de su peso. Todo lo que contenía la cabina saltó por los aires. Peter, parado al lado de la escotilla abierta, cayó hacia atrás y su cuerpo se estrelló contra el mamparo. Pensó en Amy. ¿Dónde estaba Amy? Mientras caía al suelo, oyó un sonido nuevo, más fuerte que el primero, y supo lo que era: un rugido ensordecedor y un chirrido metálico, cuando los vagones de atrás descarrilaron, surcaron el aire y atravesaron el suelo del desierto a toda velocidad como una avalancha de acero, todos sus pasajeros muertos, muertos, muertos.

Se detuvieron a mediodía. «Final de trayecto», dijo Michael, al tiempo que disminuía la velocidad. Los planos que Billie les había enseñado indicaban que las vías morían en la ciudad de Caliente. Tenían suerte de que el tren los hubiera llevado tan lejos.

—¿Hasta dónde? —preguntó Peter.

—Cuatrocientos kilómetros, más o menos —dijo Michael—. ¿Ves aquella cordillera? Señalaba a través del parabrisas. Eso es Utah.

Descendieron del tren. Se encontraban en una especie de estación ferroviaria, con vías por todas partes, sembradas de vehículos abandonados: locomotoras, camiones cisterna y camiones de plataforma. La tierra era menos seca. Crecían la hierba alta y los álamos, y soplaba una suave brisa que refrescaba el aire. Corría agua cerca. Oyeron el canto de los pájaros.

—No lo entiendo —dijo Alicia, rompiendo el silencio—. ¿Adónde esperaban ir?

Peter había dormido en el tren; había quedado claro que los virales no los perseguían, y despertó al amanecer para descubrirse acurrucado en el suelo al lado de Theo y Maus. Michael había estado levantado toda la noche, pero la terrible experiencia de los días anteriores había pasado factura a todo el mundo. En cuanto a Olson, quizá había dormido, pero Peter lo dudaba. El hombre no había hablado con nadie, y ahora estaba sentado en el suelo, frente a la locomotora, mirando fijamente a la lejanía. Cuando Peter le había contado lo de Mira, no pidió detalles, sino que se limitó a asentir. «Gracias por contármelo», le dijo.

—A cualquier parte —contestó Peter al cabo de un momento. No estaba seguro de cuáles eran sus sentimientos. Los acontecimientos de la noche anterior (y de los cuatro días vividos en el Refugio) se le antojaban un sueño febril—. Creo que querían ir a… cualquier parte.

Amy se había separado del grupo, y se había adentrado en el campo. La miraron durante un momento, mientras caminaba a través de la hierba que el viento mecía.

—¿Crees que comprende lo que hizo? —preguntó Alicia.

Fue Amy quien había volado el enganche. El interruptor estaba localizado en la parte posterior del compartimento de la locomotora, junto a la unidad de distribución eléctrica. Debía de estar conectado con un bidón de queroseno o combustible, había conjeturado Michael, mediante un dispositivo de ignición. Eso habría bastado. Un mecanismo de seguridad, en caso de que entraran en los vehículos.

—Es lógico si te paras a pensarlo —dijo Michael.

Eso suponía Peter, pero ninguno de ellos había sido capaz de explicar cómo había sabido Amy lo que debía hacer, ni qué la había impulsado a accionar el interruptor. Sus actos parecían estar, como todo lo demás, más allá de su comprensión. Y no obstante, habían sobrevivido gracias a ella… otra vez.

Peter la contempló durante un buen rato. En la hierba, alta hasta la cintura, casi parecía flotar, las manos alejadas de los costados, que rozaban los extremos plumosos. Habían transcurrido muchos días desde la última vez en que había pensado en lo ocurrido en el hospital. Pero mientras la observaba deambular entre la hierba, le asaltó el recuerdo de aquella noche extraña. Se preguntó qué habría dicho a Babcock cuando le plantó cara. Era como si perteneciera a dos mundos, uno que él podía ver y otro que no. El significado de su viaje se ocultaba en el interior de ese mundo oculto.

—Esta noche ha muerto mucha gente —dijo Alicia.

Peter contuvo el aliento. Sintió frío de repente, a pesar de que hacía sol. Aún observaba a Amy, pero estaba pensando en Mira, el cuerpo de la chica apretado contra el techo del tren, la mano del viral extendida hacia ella, el tirón fatal. El espacio vacío donde había estado y el sonido de sus chillidos al caer.

—Creo que llevaban muertos mucho tiempo —dijo—. Una cosa es segura: no podemos quedarnos aquí. Vamos a ver con qué contamos.

Hicieron un inventario de sus suministros, que extendieron en el suelo al lado de la máquina. No había gran cosa: media docena de escopetas, un par de pistolas con pocas balas en cada una, un rifle automático, dos cargadores para el rifle más veinticinco balas para las escopetas, seis cuchillos, treinta litros de agua en jarras, más lo que había en el depósito del tren, unas decenas de litros de diésel, pero sin vehículo que alimentar, un par de lonas de plástico, tres latas de cerillas de azufre, el botiquín médico, un farol de queroseno, el diario de Sara (que había sacado de la mochila cuando habían abandonado la cabaña, para embutirlo dentro del jersey) y nada de comida. Hollis dijo que quizá habría caza en la zona. No debían desperdiciar las municiones, pero podían colocar alguna trampa. Tal vez encontraran algo comestible en Caliente.

Theo estaba durmiendo en el suelo del compartimento de la locomotora. Había conseguido transmitirles un resumen aproximado de los acontecimientos, tal como él los recordaba: sus recuerdos sesgados del ataque al centro comercial, el tiempo que había pasado en la celda, el sueño de la mujer en la cocina, su lucha por mantenerse despierto, y las visitas burlonas del hombre que, para Peter, no podía ser otro que Jude. No obstante, le resultaba trabajoso hablar, y al final se había sumido en un sueño tan profundo que Sara tuvo que tranquilizar a Peter y demostrarle que su hermano todavía respiraba. La herida de la pierna de Mausami era peor de lo que había pensado, pero no entrañaba riesgo de muerte. La bala, o más probablemente un fragmento de proyectil de una escopeta, había hecho impacto en el muslo, abriendo un hoyo sangriento de aspecto espeluznante, pero había salido de manera limpia. La noche anterior, Sara había utilizado aguja e hilo del botiquín para coser la herida y desinfectarla con alcohol de una botella que había descubierto debajo de la pila del diminuto lavabo de la locomotora. Debió de hacerle un daño espantoso, pero Maus lo había soportado todo en un silencio estoico, apretando los dientes mientras aferraba la mano de Theo. Mientras estuviera desinfectada, dijo Sara, todo iría bien. Con suerte, hasta podría caminar en uno o dos días.

Se suscitó la cuestión de adónde debían ir. Fue Hollis quien sacó el tema, y Peter se quedó sorprendido. No se le había pasado por la cabeza la idea de que dejaran de avanzar. Cada vez estaba más convencido de que era fundamental descubrir lo que les esperaba en Colorado, y creía que era demasiado tarde como para dar media vuelta. Pero Hollis, se vio obligado a admitir, tenía razón. Theo, Finn y la mujer a quien Alicia, y ahora Mausami, habían identificado como Liza Chou procedían de la Colonia. Ignoraban qué pasaba con los virales (y era evidente que pasaba algo), pero por lo visto querían gente viva. ¿Debían regresar para advertir a los demás? En cuanto a Mausami, aunque su pierna curara, ¿podría continuar a pie? Carecían de vehículos, y quedaban muy pocas municiones para las armas que poseían. Era probable que encontraran comida durante el camino, pero eso les retrasaría, y pronto se internarían en las montañas, donde el terreno sería más escabroso. ¿Cabía esperar que una mujer embarazada caminara hasta Colorado? Hollis dijo que el único motivo por el que planteaba aquel interrogante era porque alguien tenía que hacerlo. No estaba seguro de qué pensaba al respecto, y por otra parte, habían recorrido un largo camino. Babcock, fuera lo que fuera, seguía suelto, al igual que los Muchos. Dar media vuelta conllevaba riesgos.

Sentados en el suelo delante de la locomotora, los siete (Theo continuaba durmiendo en el tren) discutieron qué opciones tenían. Por primera vez desde que se habían marchado, Peter intuyó inseguridad en el grupo. El búnker y sus abundantes suministros les habían proporcionado una sensación de seguridad, falsa, quizá, pero suficiente para impulsarles a continuar adelante. Ahora, despojados de armas y vehículos, y sin otra comida que la que pudieran encontrar, después de haber recorrido cuatrocientos kilómetros hasta llegar a una tierra yerma y desconocida, la idea de llegar a Colorado había pasado a un segundo plano. Los acontecimientos del Refugio los habían dejado muy tocados. Jamás se les había ocurrido que, entre los obstáculos que debían superar, se contarían otros supervivientes humanos, ni que pudiera existir un ser como Babcock, que era un viral, pero mucho más que eso, capaz de controlar a los demás.

Alicia dijo que quería continuar, algo que no sorprendió a nadie, al igual que Mausami, aunque sólo fuera, pensó Peter para demostrar que Alicia no era más dura que ella. Caleb dijo que haría lo que el grupo decidiera, pero mientras hablaba tenía la mirada clavada en Alicia. Si llegaban a votar, Caleb la apoyaría. Michael también optó por continuar, y recordó a todo el mundo que las baterías de la Colonia estaban defectuosas. Todo se reducía a eso, dijo. Opinaba que el mensaje de Colorado era la única esperanza real con la que contaban, sobre todo después de lo que habían visto en el Refugio.

Quedaban Hollis y Sara. Hollis creía a pies juntillas que debían regresar. El que no lo hubiera dicho antes sugería que estaba convencido, al igual que Peter, de que la decisión debía ser unánime. Sentada a su lado a la sombra del tren, las piernas dobladas bajo el cuerpo, Sara parecía más insegura. Tenía la mirada clavada en el campo, donde Amy continuaba su solitaria vigilia en la hierba. Peter se dio cuenta de que hacía muchas horas que no la oía hablar.

—Acabo de recordar algo —dijo Sara al cabo de un momento—. Cuando los virales me capturaron. Retazos dispersos, en cualquier caso. —Arqueó los hombros, a medio camino entre un encogimiento y un estremecimiento, y Peter comprendió que no diría nada más al respecto—. Hollis no está equivocado, y me da igual lo que digas: Maus, no estás en forma para viajar. Pero estoy de acuerdo con Michael. Si pides mi voto, Peter, tuyo es.

—En ese caso, seguiremos adelante.

Ella desvió la mirada hacia Hollis, quien asintió.

—Sí. Seguiremos adelante.

La otra cuestión era Olson. La desconfianza de Peter hacia aquel hombre no se había aplacado, y aunque nadie había dicho nada, suponía un peligro, aunque fuera el de que se suicidara. Desde que el tren se detuviera, apenas se había movido de su sitio, con la mirada perdida en la dirección de la que habían llegado. De vez en cuando removía con los dedos la tierra suelta, recogía un puñado y la dejaba resbalar entre los dedos. Parecía un hombre que estuviera sopesando sus opciones, y ninguna de ella fuera muy buena. Peter sospechaba por dónde iban los tiros.

Hollis se llevó a Peter a un lado, mientras estaban empaquetando los suministros. Todas las escopetas y los rifles descansaban sobre una lona, al lado de las pilas de municiones. Habían decidido pasar la noche en el tren (un lugar tan seguro como cualquier otro), y partir a pie al amanecer.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Hollis en voz baja, con la cabeza inclinada hacia Olson. Hollis sostenía una pistola. Peter llevaba la otra—. No podemos abandonarlo aquí.

—Supongo que vendrá.

—Puede que no quiera.

Peter pensó en ello por un momento.

—Que decida él —dijo por fin—. No podemos hacer nada.

Era a última hora de la tarde. Caleb y Michael habían ido a la parte posterior de la locomotora para extraer el agua de los depósitos con una manguera que habían encontrado en un armario del compartimento de popa de la máquina. Peter se volvió hacia Caleb, el cual estaba examinando un panel articulado, de un metro cuadrado aproximado, que colgaba de la parte inferior del tren.

—¿Qué es esto? —preguntó a Michael.

—Un panel de acceso. Comunica con un espacio angosto situado bajo el suelo de la locomotora.

—¿Hay algo dentro que podamos utilizar?

Michael se encogió de hombros, ocupado con la manguera.

—No lo sé. Echa un vistazo.

Caleb se arrodilló y giró la manija.

—Está atascada.

Peter, que observaba desde cinco metros de distancia, sintió que se le erizaba el vello. Algo se tensó en su interior. Ojo avizor.

—Zapatillas…

El panel se abrió y Caleb fue a parar al suelo. Una figura surgió del tubo.

Jude.

Todo el mundo buscó un arma. Jude dio tumbos hacia ellos, blandiendo una pistola. Había perdido la mitad de la cara, que revelaba una amplia mancha de carne y hueso. Uno de sus ojos había desaparecido, y en su lugar había un agujero oscuro. En aquel momento prolongado, adoptó el aspecto de un ser imposible, mitad muerto y mitad vivo.

—¡Pandilla de cabrones! —rugió Jude.

Disparó justo cuando Caleb, que iba a buscar la pistola, se plantaba ante él. La bala alcanzó al muchacho en el pecho, y el impacto lo hizo girar sobre sí mismo. En el mismo instante, Peter y Hollis encontraron el gatillo de sus armas e iluminaron el cuerpo de Jude en una danza demencial.

Vaciaron sus armas antes de que se desplomara.

Caleb estaba caído boca arriba en el polvo, y con una mano se aferraba el lugar por donde había entrado la bala. Su pecho subía y bajaba con movimientos convulsos. Alicia se arrojó al suelo junto a él.

—¡Caleb!

La sangre manaba a través de los dedos del muchacho. Sus ojos, alzados hacia el cielo vacío, estaban muy húmedos.

—Oh, mierda —dijo, y parpadeó.

—¡Haz algo, Sara!

La muerte estaba comenzando a apoderarse del rostro del muchacho.

—Oh —dijo—. Oh.

Después, algo pareció cerrarse en su pecho y se quedó inmóvil.

Sara estaba llorando. Todo el mundo estaba llorando. Se sentó en el suelo al lado de Alicia y le tocó el codo.

—Está muerto, Lish.

Alicia la rechazó con un violento encogimiento de hombros.

—¡No digas eso! —Apretó la forma sin vida del muchacho contra su pecho—. ¡Escúchame, Caleb! ¡Abre los ojos! ¡Abre los ojos ahora mismo!

Peter se agachó junto a ella.

—Se lo prometí —suplicó Alicia, abrazada a Caleb—. Se lo prometí.

—Lo sé. —Fue lo único que se le ocurrió decir—. Todos lo sabemos. No hay nada que hacer. Déjalo ya.

Peter liberó con suavidad el cuerpo de sus brazos. Los ojos de Caleb estaban cerrados, el cuerpo inmóvil yacía sobre el suelo. Aún calzaba las zapatillas amarillas (uno de los cordones se había desatado), pero el chico que había sido ya no existía. Caleb había desaparecido. Durante un largo momento, nadie dijo nada. Sólo se oían los pájaros, el viento en las puntas de la hierba y la respiración semi estrangulada de Alicia.

Entonces, en un súbito arrebato, Alicia se puso en pie, se apoderó de la pistola de Jude, caída en el suelo, y se dirigió hacia Olson. Una mirada llena de furia hacía brillar sus ojos. El arma era enorme, un revólver de cañón largo. Cuando Olson levantó la vista hacia la forma oscura que se cernía sobre él, ella echó la mano hacia atrás y le golpeó en la cara con la culata del arma. El hombre se desplomó, mientras Alicia amartillaba el revólver con el pulgar y apuntaba el cañón a su cabeza.

—¡Maldito seas!

—Lish… —Peter se acercó a ella con las manos levantadas—. Él no mató a Caleb. Baja el arma.

—¡Vimos morir a Jude! ¡Todos los vimos!

Un reguero de sangre brotaba de la nariz de Olson. No hizo el menor esfuerzo por defenderse o alejarse.

—Era familiar.

—¿Familiar? ¿Qué significa eso? Estoy harta de tu lenguaje ambiguo. ¡Habla en cristiano, maldita sea!

Olson tragó saliva y se lamió la sangre de los labios.

—Significa… Puedes ser uno de ellos sin ser uno de ellos.

Los nudillos de Alicia estaban blancos, debido a la fuerza con la que sujetaba la culata del revólver. Peter sabía que iba a disparar. Daba la impresión de que nada podía impedirlo. Era lo que iba a pasar, así de sencillo.

—Adelante y dispara, si quieres. —La expresión de Olson era impasible. Su vida ya no significaba nada para él—. Da igual. Babcock vendrá. Ya lo veréis.

El cañón había empezado a oscilar, sacudido por la corriente de rabia de Alicia.

—¡Caleb no da igual! ¡Valía más que todo vuestro puto Refugio! ¡Nunca tuvo a nadie! ¡Yo era su familia! ¡Yo era su familia!

Alicia emitió un aullido, un sonido de dolor animal, y después apretó el gatillo, pero no salió ninguna bala. El percusor cayó sobre una recámara vacía.

—¡Joder! —Apretó el gatillo una y otra vez. El revólver estaba descargado—. ¡Joder, joder, joder!

Después se volvió hacia Peter, la pistola inútil cayó de su mano, se inclinó sobre sí misma y lloró.

Por la mañana, Olson se había ido. Las huellas conducían a la alcantarilla que había debajo de la carretera. Peter no tuvo que mirar para saber hacia dónde se dirigía.

—¿Vamos a buscarlo? —preguntó Sara.

Estaban parados junto al tren vacío, mientras reunían sus últimos útiles.

Peter sacudió la cabeza.

—Creo que es absurdo.

Se reunieron alrededor del lugar donde habían enterrado a Caleb, a la sombra de un álamo. Señalaron el lugar con un pedazo de chatarra que Michael había arrancado del casco y grabado con la punta de un destornillador, para después clavarlo al tronco del árbol con tornillos.

CALEB JONES
ZAPATILLAS
UNO DE LOS NUESTROS

Todo el mundo estaba presente, excepto Amy, quien se mantenía apartada, en la hierba alta. Al lado de Peter se encontraban Maus y Theo. Mausami se apoyaba en una muleta que Michael había improvisado a partir de un trozo de tubo. Sara había examinado su herida y dictaminado que podía viajar, siempre que no forzaran la marcha. Theo había dormido toda la noche de un tirón y despertó al amanecer. Si bien no parecía estar mucho mejor, al menos daba la impresión de estar en vías de recuperarse. No obstante, parado a su lado, Peter intuyó que a su hermano le faltaba algo. Algo había cambiado, estaba roto o se lo habían arrebatado. Le habían robado algo en aquella celda. En el sueño. Con Babcock.

Pero era Alicia quien más le preocupaba. Estaba parada al pie de la tumba con Michael, una escopeta acunada en el pecho, el rostro todavía hinchado a causa del llanto. Durante mucho rato, el resto del día anterior y toda la noche, no había dicho casi nada. Cualquier otro habría supuesto que se debía al dolor por la muerte de Caleb, pero Peter sabía que no se trataba de eso. Quería al muchacho, era cierto. Todos lo querían, y la ausencia de Caleb era como si les hubieran arrebatado una parte de lo que eran. Pero lo que Peter veía cuando miraba a Alicia a los ojos era un sentimiento de pena más profundo. Ella no tenía la culpa de que Caleb hubiera muerto, y Peter así se lo había dicho. Pero seguía creyendo que le había fallado. Matar a Olson no habría solucionado nada, aunque Peter no podía dejar de creer que, de alguna manera, habría ayudado. Tal vez por eso no se había esforzado demasiado en arrebatarle el arma de Jude; de hecho, ni lo había intentado.

Peter se dio cuenta de que estaba esperando, por pura costumbre, a que su hermano hablara, a que diera la orden que iniciaría el día. Como no lo hizo, Peter se colgó al hombro la mochila y habló.

—Bien —dijo, con la garganta seca—, deberíamos irnos. Aprovechar la luz del día.

—Hay cuarenta millones de pitillos sueltos por ahí —dijo Michael en tono lúgubre—. ¿Qué probabilidades tenemos si vamos a pie?

Amy entró en el círculo.

—Se equivoca —dijo Amy.

Por un momento, nadie habló. Ninguno parecía saber adónde mirar, a Amy, a los demás, un frenesí de miradas asombradas y sorprendidas que paseó alrededor del círculo.

—¿Sabe hablar? —preguntó Alicia.

Peter se acercó a ella con cautela. La cara de Amy parecía diferente, ahora que había oído su voz. Era como si de repente se hubiera hecho presente para ellos.

—¿Qué has dicho?

—Michael se equivoca —afirmó la chica. Su voz no era ni de mujer ni de niña, sino de algo intermedio. Hablaba sin entonación, como si estuviera leyendo las palabras en un libro—. No son cuarenta millones.

Peter tuvo ganas de reír o de llorar, aunque no sabía de qué. Después de todo lo ocurrido, que empezara a hablar en ese preciso momento…

—Amy, ¿por qué no habías dicho nada hasta ahora?

—Lo siento. Creo que me había olvidado de cómo se hace. —Frunció el ceño, como si reflexionara sobre aquella idea—. Pero ahora me he acordado.

Todo el mundo guardó silencio de nuevo, mientras la miraban con estupefacción.

—Si no hay cuarenta millones —probó Michael—, ¿cuántos son?

Ella alzó la mirada para verlos a todos.

—Doce —dijo Amy.