Peter se dio cuenta de que era luna nueva, mientras avanzaban en la oscuridad. Era luna nueva, y no había ni un alma a la vista.
Burlar a los guardias había sido la parte fácil. Fue Sara quien había trazado el plan. «Dejemos que lo haga Lish», había dicho, al tiempo que salía por la puerta en dirección al otro lado de la plaza, hacia los dos hombres, Hap y Leon, apostados junto a un barril de pólvora, que la vieron acercarse. Se plantó entre ellos y la puerta de la cabaña. Siguió una breve negociación. Hap, el más pequeño, dio media vuelta y se alejó. Sara se pasó una mano por el pelo. La señal. Hollis salió, se agachó a la sombra del edificio, y después Peter. Dieron un rodeo hacia la parte norte de la plaza y ocuparon posiciones en el callejón. Un momento después, Sara apareció, seguida del guardia restante, cuyos pasos apresurados les revelaron lo que ella le había prometido. Cuando pasó ante ellos, Hollis saltó de su escondite, detrás de un barril vacío, blandiendo la pata de una silla.
—Eh —dijo Hollis, y dio un golpe tan fuerte al hombre llamado Leon que éste se fundió.
Arrastraron el cuerpo al callejón. Hollis lo registró. Sujeto a la pierna del hombre, en una funda de cuero, oculto bajo el mono, había un revólver de cañón corto. Caleb apareció con un rollo de hilo para tender la colada. Ataron los pies y manos del hombre, y le embutieron un trapo en la boca.
—¿Está cargado? —preguntó Peter.
Hollis había abierto el tambor.
—Tres balas.
Lo cerró con un movimiento de muñeca y entregó el arma a Alicia.
—Peter, creo que esos edificios están vacíos —dijo.
Era verdad. No se veía ninguna luz.
—Será mejor que nos demos prisa.
Se acercaron a la prisión desde el sur, atravesando un campo vacío. Hollis creía que la entrada del edificio se hallaba situada al otro lado, de cara a la puerta principal del recinto. Dijo que había una especie de túnel, con la entrada de piedra arqueada y encajada en la pared. Probarían por allí en caso necesario, pero se hallaba a plena vista de las torres de observación. El plan consistía en descubrir una forma menos arriesgada de entrar. Las furgonetas y camionetas estaban cobijadas en un garaje del lado sur del edificio. Lo lógico sería que Olson y sus hombres guardaran juntos sus vehículos, y en cualquier caso, tenían que mirar primero en algún sitio.
El garaje estaba cerrado, las puertas bajadas y protegidas con un pesado candado. Peter miró por una ventana, pero no vio nada. Detrás del garaje había una larga rampa de hormigón que conducía a una plataforma, con un saliente y un par de puertas metálicas empotradas en el muro de la prisión. Una mancha oscura ascendía por el centro de la rampa. Peter se arrodilló y la tocó. Sus dedos se humedecieron. Los acercó a la nariz: aceite de motor.
Las puertas carecían de tiradores, y no había ningún mecanismo que las abriera. Los cinco formaron una hilera y apretaron las manos contra la lisa superficie, en un intento de levantarlas. No encontraron una gran resistencia, tan sólo el peso de las puertas, que eran demasiado pesadas como para levantarlas sin algún asidero. Caleb bajó por la rampa en dirección al garaje. Un estruendo de cristales y regresó un momento después, provisto de una palanca para desmontar neumáticos.
Formaron una fila de nuevo, y consiguieron alzar la puerta lo suficiente como para que Caleb encajara la palanca debajo. Una hoja de luz había aparecido en el hormigón. Subieron la puerta, fueron pasando de uno en uno, y dejaron que cayera a sus espaldas.
Se encontraban en una especie de zona de carga. Había rollos de cadena en el suelo, piezas de motor antiguas. Caía agua cerca. El aire olía a aceite y piedra. La fuente de luz se encontraba delante, un resplandor parpadeante. Cuando avanzaron, una forma familiar se materializó en medio de la oscuridad.
Un Humvee.
Caleb abrió la puerta de atrás.
—No hay nada, salvo el rifle de calibre.50. Hay tres cajas de balas.
—¿Dónde está el resto de los fusiles? —preguntó Alicia—. ¿Quién ha trasladado eso aquí?
—Nosotros.
Se volvieron y vieron que una figura solitaria se desgajaba de las sombras: Olson Hand. Más figuras empezaron a emerger y los rodearon. Seis hombres con monos naranja, todos ellos armados con rifles.
Alicia había sacado el revólver del cinto y apuntaba a Olson.
—Diles que retrocedan.
—Obedecedla —dijo Olson, al tiempo que levantaba una mano—. Hablo en serio. Bajad las armas.
Uno a uno, los hombres bajaron los cañones de sus fusiles. Alicia fue la última, aunque Peter observó que no devolvía el arma al cinto, sino que la conservaba a su lado.
—¿Dónde están? —preguntó Peter a Olson—. ¿Las tenéis vosotros?
—Pensaba que Michael era el único.
—Amy y Mausami han desaparecidos.
El hombre vaciló. Parecía perplejo.
—Lo siento. No era ésa mi intención. No sé dónde están. Pero tu amigo Michael está con nosotros.
—¿Quiénes sois vosotros? —los urgió Alicia—. ¿Qué está pasando, maldita sea? ¿Por qué soñamos todo lo mismo?
Olson asintió.
—La mujer gorda.
—¿Qué habéis hecho con Michael, hijos de puta?
Y después de eso, Alicia levantó el arma de nuevo, utilizando las dos manos para inmovilizar el cañón, que apuntó a la cabeza de Olson. A su alrededor, seis rifles reaccionaron del mismo modo. Peter sintió un nudo en el estómago.
—No pasa nada —dijo Olson en voz baja, la mirada clavada en el cañón del arma.
—Díselo, Peter —habló Alicia—. Dile que le meteré una bala en la cabeza a menos que empiece a hablar.
Olson estaba moviendo las manos a los lados.
—Que todo el mundo conserve la calma. No saben. No comprenden.
Alicia apoyó el pulgar sobre el percusor del arma para amartillarla.
—¿Qué es lo que no sabemos?
A la tenue luz, Olson daba la impresión de haber menguado, pensó Peter. Ya no parecía la misma persona. Era como si una máscara hubiera caído y Peter estuviera viendo al verdadero Olson por primera vez: un hombre viejo y cansado, agobiado por la duda y la preocupación.
—Babcock —dijo—. No conocéis a Babcock.
Michael estaba tumbado de espaldas, la cabeza sepultada bajo el panel de control. Una masa de cables y conectores de plástico colgaba sobre su cara.
—Prueba ahora.
Gus cerró el interruptor que conectaba el panel con las baterías. Desde debajo de ellos se oyó el zumbido del generador principal al girar.
—¿Algo?
—Espera —dijo Gus—. No. El disyuntor de arranque ha saltado otra vez.
Tenía que haber un cortocircuito en algún lugar del árbol de control. Tal vez se debía a lo que Billie le había tirado en la bebida, o al tiempo pasado con Elton, pero era como si Michael pudiera olerlo, una tenue descarga aérea de metal caliente y plástico fundido en algún punto de la maraña de cables que colgaba sobre su cara. Movió con una mano de arriba abajo el verificador de circuitos, y con la otra dio un suave tirón a cada conexión. Todo estaba bien sujeto.
Salió de debajo de la locomotora y se sentó. Estaba sudando a mares. Billie, de pie sobre él, lo miraba ansiosa.
—Michael…
—Lo sé, lo sé.
Dio un largo sorbo de una cantimplora y se secó la cara con la manga. Después, se concedió un momento para pensar. Horas de probar circuitos, tirar de los cables, reseguir cada conexión hasta el panel. Y todavía no había encontrado nada.
Se preguntó qué haría Elton.
La respuesta era evidente. Demencial, quizá, pero evidente de todos modos. Y, en todo caso, él ya había intentado hacer todo lo que se le hubiera ocurrido. Michael se puso en pie y avanzó por la estrecha pasarela que comunicaba la cabina con el compartimento del motor. Gus estaba parado al lado de la unidad de control de arranque, con una pequeña linterna en la boca.
—Reajusta el relé —ordenó.
Gus escupió la linterna en su mano.
—Ya lo hemos probado. Estamos agotando las baterías. Si lo repetimos demasiadas veces, tendremos que recargarlas con los portátiles. Seis horas como mínimo.
—Hazlo.
Gus se encogió de hombros e introdujo la mano entre el nido de tubos, palpando a ciegas.
—De acuerdo, ya está reajustado.
Michael retrocedió hacia la caja de fusibles.
—Quiero que todo el mundo esté muy, muy callado.
Si Elton era capaz, él también lo sería. No les quedaba tiempo. Respiró hondo, y lo liberó poco a poco al tiempo que cerraba los ojos, intentando despejar su mente.
Entonces activó el disyuntor.
En el instante que siguió (una fracción de segundo), oyó los giros de las baterías y el flujo de la corriente que recorría la caja. El sonido era como el del agua al correr por un tubo. Pero algo iba mal: el tubo era demasiado pequeño. El agua se precipitó contra los costados, y entonces la corriente empezó a fluir en dirección contraria, una turbulencia violenta, la mitad por un lado y la mitad por el otro, de forma que se contrarrestaban la una a la otra, y todo se paralizó. El circuito estaba apagado.
Abrió los ojos y vio que Gus lo estaba mirando, boquiabierto, exhibiendo sus dientes ennegrecidos.
—Es el disyuntor —dijo Michael.
Sacó un destornillador que llevaba en el cinturón de herramientas, extrajo el disyuntor del panel y se lo enseñó a Gus.
—Es de quince amperios —explicó—. Este trasto no podría transportar corriente ni a un calientaplatos. ¿Por qué coño es de quince amperios? —Miró la caja, con sus cientos de circuitos, las etiquetas borradas—. ¿Qué es esto, lo de la siguiente ranura? Número 26.
Gus estaba examinando el diagrama, extendido sobre la diminuta mesa de la cabina de la locomotora. Echó un vistazo al panel, y luego miró de nuevo el esquema.
—Luces interiores.
—¡La leche! No hacen falta treinta amperios para eso. —Michael sacó el segundo disyuntor y lo cambió por el primero. Cerró de nuevo el interruptor, a la espera de que el disyuntor saltara.
—Ya está —dijo cuando no sucedió.
Gus frunció el ceño, escéptico.
—¿Ya está?
—Estarían cambiados. No tiene nada que ver el sistema de distribución eléctrica o unión. Reajusta el relé y te lo demostraré.
Michael avanzó hacia la cabina, donde Billie estaba esperando en una de las dos sillas giratorias situadas ante el parabrisas. Todos los demás se habían marchado. Regresarían justo después de anochecer en la furgoneta de Billie para reunirse con ellos en el punto de cita.
Michael ocupó la otra silla. Giró la llave colocada en el panel al lado de la válvula reguladora. Oyeron que las baterías giraban abajo. Los cuadrantes del panel empezaron a iluminarse, un color azul frío. A través de la estrecha rendija que había practicado entre las planchas protectoras del parabrisas, Michael vio el cielo tachonado de estrellas, más allá de las puertas abiertas del cobertizo. «Bien —pensó Michael—, ahora o nunca». O llegaba corriente al motor de arranque o no. Había identificado un problema, pero nadie sabía cuántos más podían existir. Había tardado doce días en reparar un Humvee. Todo lo que había hecho allí no le había ocupado ni tres horas.
Michael alzó la voz hacia la parte posterior de la cabina, donde Gus estaba preparando el sistema de alimentación, eliminando el aire del conducto.
—¡Adelante!
Gus encendió el motor de arranque. Un gran estruendo llegó desde abajo, el cual transportó el gratificante olor del diesel en combustión. La locomotora dio un salto hacia adelante cuando las ruedas se acoplaron y empezaron a empujar contra sus frenos.
—Bien —dijo Michael, y se volvió hacia Billie—. ¿Cómo se conduce este trasto?