—Lo siento, Peter —dijo Olson Hand—. No puedo estar pendiente de todos tus amigos.
Peter se había enterado de la desaparición de Michael poco antes de que el sol se pusiera. Sara había ido a verlo al hospital, y se encontró con que su cama estaba vacía. Todo el edificio estaba vacío.
Se habían desplegado en dos grupos: Sara, Hollis y Caleb habían registrado los terrenos, y Alicia y Peter habían ido en busca de Olson. Su casa, la antigua residencia del alcaide, según había explicado Olson, era un pequeño edificio de dos plantas situado en una parcela de tierra reseca, entre el campo de trabajo y la antigua cárcel. Cuando llegaron, él salía por la puerta.
—Hablaré con Billie —continuó Olson—. Tal vez ella sepa adonde ha ido. —Parecía apresurado, como si su visita le hubiera sorprendido en mitad de una tarea importante. Aún así, se tomó la molestia de ofrecerles una de sus sonrisas tranquilizadoras—. Estoy seguro de que se encuentra bien. Mira fue a verlo al hospital hace unas horas. Dijo que se encontraba mejor y que quería salir a dar una vuelta. Pensé que estaría con vosotros.
—Apenas podía tenerse en pie —dijo Peter—. No estoy seguro de que pudiera caminar.
—En ese caso, no habrá ido muy lejos, ¿verdad?
—Sara dijo que el hospital estaba vacío. ¿No suele haber gente?
—Casi nunca. Si Michael decidió marcharse, no le pusieron trabas. —Su rostro se ensombreció. Miró a Peter—. Estoy seguro de que aparecerá. Os aconsejo que regreséis a vuestros aposentos y esperéis a que vuelva.
—No entiendo…
Olson lo interrumpió con la mano levantada.
—Eso es lo que os aconsejo, ya te lo he dicho. Sugiero que lo aceptes. Procura no perder más amigos.
Alicia había guardado silencio hasta aquel momento. Apoyada sobre sus muletas, dio un golpecito a Peter con el hombro.
—Vámonos.
—Pero…
—No pasa nada —dijo Alicia. Se volvió hacia Olson—. Estoy segura de que se encuentra bien. Si nos necesitas, ya sabes dónde encontrarnos.
Se retiraron a través del laberinto de cabañas. Reinaba un extraño silencio, y no vieron a nadie por los alrededores. Pasaron ante el cobertizo donde se había celebrado la fiesta y lo encontraron desierto. Todos los edificios estaban a oscuras. Peter notó un escalofrío en la piel cuando descendió la fría noche del desierto, pero sabía que esa sensación estaba causada por algo más que un cambio de temperatura. Notó los ojos de la gente que espiaba desde detrás de las ventanas.
—No mires —susurró Alicia—. Yo también lo noto. Limítate a caminar.
Llegaron a sus aposentos, al mismo tiempo que volvían Hollis y los demás. Sara estaba loca de preocupación. Peter relató su conversación con Olson.
—Se lo han llevado a alguna parte, ¿verdad? —preguntó Lish.
Eso parecía. Pero ¿adónde, y con qué propósito? Olson estaba mintiendo, no cabía duda. Aún más extraño, daba la impresión de que Olson deseaba que supieran que estaba mintiendo.
—¿Quién hay ahí fuera ahora, Zapatillas?
Caleb había ocupado su posición junto a la puerta.
—Los dos de costumbre. Están deambulando al otro lado de la plaza, fingiendo que no nos vigilan.
—¿Alguien más?
—No. Reina una calma absoluta. Tampoco hay pequeños.
—Ve a despertar a Maus —dijo Peter—. No le digas nada. Tráela, y a Amy también. Con sus mochilas.
—¿Nos vamos? —Caleb taladró con la mirada a Sara—. ¿Y Circuito?
—No nos iremos a ninguna parte sin él. Vete.
Caleb salió disparado por la puerta. Peter y Alicia intercambiaron una mirada: algo estaba pasando. Tendrían que proceder con rapidez.
Un momento después, Caleb regresó.
—Han desaparecido.
—¿Qué quieres decir con que han desaparecido?
El muchacho tenía el rostro demudado.
—Quiero decir que la cabaña está vacía. Allí no hay nadie, Peter.
Él tenía la culpa de todo. Con las prisas por encontrar a Michael, había dejado solas a las dos mujeres. Había dejado sola a Amy. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?
Alicia había dejado a un lado las muletas y estaba desenrollando el vendaje de la pierna. Debajo, oculto desde el día de su llegada, había un cuchillo. La muleta era una artimaña, pues la herida estaba casi curada. Se levantó.
—Es hora de ir a buscar esos fusiles —dijo.
Los efectos de la sustancia que Billie había agregado a su bebida aún no se habían disipado.
Michael iba tumbado en la parte posterior de la furgoneta, cubierto con una lona de plástico. El suelo del vehículo estaba lleno de tubos que martilleaban a su alrededor. Billie le había dicho que estuviera callado, sin emitir el menor sonido, pero los nervios que sentía eran casi insoportables. ¿Creían que por haberle administrado aquel brebaje se iba a quedar quieto como un muerto? El efecto era como el del brillo pero al revés, como si todas las células de su cuerpo estuvieran entonando una sola nota. Como si su mente hubiera pasado por una especie de filtro, dotando a cada pensamiento de una deslumbrante claridad.
«Basta de sueños», había dicho la mujer. Se acabó la tía gorda, con su humo, su olor y la espantosa voz ronca. ¿Cómo sabía Billie lo que soñaba?
Se detuvieron una vez, pocos momentos después de dejar el hospital, del cual habían salido por la parte de atrás. Una especie de punto de control. Michael oyó una voz que no reconoció, la cual preguntó a Billie adónde iba. Michael había escuchado angustiado la conversación desde debajo de la lona.
—Hay un conducto roto en el campo del este —explicó ella—. Olson me ha pedido que lleve esos tubos para el equipo que irá mañana.
—Es luna nueva. No deberíais salir.
«Luna nueva —pensó Michael—. ¿Por qué es tan importante la luna nueva?
—Eso me ha dicho. Coméntalo con él, si quieres.
—No creo que podáis volver a tiempo.
—Ya me preocuparé yo de eso. ¿Vas a dejarme pasar o qué?
Un tenso silencio. Después:
—Volved antes de que oscurezca.
Ahora, un rato después, Michael notó que la furgoneta aminoraba la velocidad. Apartó la lona. El cielo tenía un color púrpura, y detrás de ellos había una nube de polvo. Las montañas formaban un bulto lejano, recortadas contra el horizonte.
—Ya puedes salir.
Billie estaba parada junto a la puerta trasera. Michael bajó del camión, agradecido de poder moverse al fin. Habían aparcado ante un enorme cobertizo metálico, de por lo menos doscientos metros de largo, con un abultado techo convexo. Vio la forma herrumbrada de depósitos de combustible detrás. La tierra estaba surcada de vías de ferrocarril, que se alejaban en todas direcciones.
Una pequeña puerta se abrió en un lado del edificio. Un hombre salió y caminó hacia ellos. Su piel estaba cubierta de grasa y aceite, de modo que tenía la cara casi negra por completo. Sostenía algo en las manos, que estaba frotando con un trapo sucio. Se paró y miró a Michael de arriba abajo. Llevaba una escopeta de cañón corto en una funda sujeta a la pierna. Michael recordó que era el conductor de la camioneta en la que habían llegado desde Las Vegas.
—¿Es él?
Billie asintió.
El hombre avanzó, hasta que sus rostros se encontraron separados por escasos centímetros, y escudriñó los ojos de Michael. Primero un ojo, y después el otro, al tiempo que movía la cabeza de derecha a izquierda. Tenía el aliento agrio, como de leche cortada, y los dientes teñidos de negro. Michael tuvo que contener las ganas de vomitar.
—¿Cuánto le has dado?
—Suficiente —contestó Billie.
El hombre le dirigió otra mirada escéptica, después retrocedió y escupió en el suelo.
—Soy Gus.
—Michael.
—Sé quién eres. —Extendió el objeto para que Michael lo viera—. ¿Sabes qué es esto?
Michael lo cogió.
—Es un solenoide, de 24 voltios. Yo diría que procede de una bomba de combustible, grande.
—¿Sí? ¿Qué le pasa?
Michael se lo devolvió con un encogimiento de hombros.
—Yo no veo nada raro.
Gus miró a Billie con el ceño fruncido.
—Tiene razón.
—Ya te lo dije.
—Ella dice que entiendes de sistemas eléctricos. Árboles de cables, generadores y unidades de controladores.
Michael volvió a encogerse de hombros. No tenía ganas de hablar demasiado, pero algo, algún instinto, le decía que podía confiar en aquel par. No le habían llevado hasta allí para nada.
—Déjame ver que tenéis.
Se encaminaron hacia el cobertizo cruzando las vías. Michael oyó dentro el estruendo de generadores portátiles, el ruido metálico de herramientas. Entraron por la misma puerta de la que había salido el hombre. El interior del cobertizo era inmenso, y el espacio estaba iluminado por focos montados sobre altos postes. Unos hombres cubiertos con monos grasientos estaban trabajando.
Lo que Michael vio le hizo parar en seco.
Era un tren. Una locomotora diésel. Y no se trataba de una reliquia oxidada. Daba la impresión de que el maldito trasto era capaz de funcionar. Estaba recubierta de una plancha protectora metálica de unos dos centímetros de acero de espesor. Un gigantesco arado sobresalía de la parte delantera. Había más planchas de acero clavadas sobre el parabrisas, dejando sólo una rendija de cristal para que el conductor tuviera algo de visibilidad. Detrás había tres compartimentos cuadrados.
—Todos los elementos mecánicos y neumáticos funcionan —dijo Gus—. Cargamos las baterías de 8 voltios utilizando los portátiles. El problema es el árbol de cables. No podemos extraer suficiente corriente de las baterías.
La sangre corría acelerada por las venas de Michael. Tomó aliento para calmarse.
—¿Tenéis los planos?
Gus lo guió hasta un escritorio improvisado donde había extendido los planos, anchas hojas de papel quebradizo cubierto de tinta azul. Michael los examinó.
—Esto es un laberinto —dijo al cabo de un momento—. Podría tardar en localizar el problema.
—No nos quedan semanas —contestó Billie.
Michael alzó los ojos para mirarlos.
—¿Desde cuándo trabajáis en esto?
—Cuatro años —dijo Gus—. Lo tomas o lo dejas.
—¿De cuánto tiempo dispongo?
Billie y Gus intercambiaron una mirada de preocupación.
—Unas tres horas —dijo Billie.