Él era Babcock y era eterno. Era uno de los Doce y también el Otro, el de encima y el de atrás, el Cero. Era la noche de las noches y había sido Babcock antes de la Transformación, de convertirse en lo que era. Antes de la gran ansia que era como el tiempo en su interior, una corriente en la sangre, infinita y necesaria, interminable y sin fronteras, un ala oscura que se extendía sobre el mundo.
Estaba compuesto de Muchos. Un millar de millares de millares diseminados por el cielo de la noche, como estrellas. Era uno de los Doce y también el Otro, el Cero, pero sus hijos también estaban en su interior, los que portaban la semilla de su sangre, una semilla de los Doce. Se movían cuando él se movía, pensaban cuando él pensaba, en sus mentes había un espacio desierto de olvido en que él acechaba, diciendo a cada uno: «No morirás. Eres una parte de mí, como yo soy una parte de ti. Beberás la sangre del mundo y me saciarás».
Estaban a sus órdenes. Cuando ellos comían, él comía. Cuando ellos dormían, él dormía. Ellos eran los Nosotros, los Babcock, y eran eternos como él era eterno, todos parte de los Doce y el Otro, el Cero. Soñaban su oscuro sueño con él.
Recordaba un tiempo, antes de la Transformación. El tiempo de la casita, en el lugar llamado Desert Wells. El tiempo del dolor y el silencio, y la mujer, su madre, la madre de Babcock. Recordaba pequeñas cosas: texturas, sensaciones y visiones. Un rectángulo de luz de sol dorada que caía sobre un cuadrado de alfombra. Un lugar gastado en el pórtico a la medida de sus zapatos calzados con zapatillas deportivas, y los relieves de herrumbre en la barandilla que cortaban la piel de sus dedos. Recordaba sus dedos. Recordaba el olor de los cigarrillos de su madre en la cocina, donde hablaba y miraba sus historias, y la gente de la televisión, sus rostros enormes y próximos, sus ojos grandes y húmedos, las mujeres con los labios pintados y brillantes, como lustrosas piezas de fruta. Y su voz, siempre su voz:
«Calla de una vez, maldita sea. ¿No entiendes que intento ver esto? Armas un jaleo de mil demonios, es un milagro que no haya perdido la puta cabeza».
Recordaba estar callado, muy callado.
Recordaba sus manos, las manos de la madre de Babcock, y los estallidos de dolor cuando le pegaba, una y otra vez. Recordaba volar, el cuerpo levitando en una nube de dolor, los golpes, los bofetones y las quemaduras. Siempre las quemaduras. «No llores. Sé un hombre. Si lloras, te daré algo que te hará llorar, de modo que tanto peor para ti, Gilles Babcock». Su aliento humeante, cerca de su cara. El aspecto de la punta al rojo vivo de su cigarrillo cuando lo apretaba contra la piel de su mano, y el sonido crepitante y húmedo de la piel al arder, como cereales cuando les tirabas leche, los mismos crujidos y chasquidos. El olor mezclado con los chorros de humo que expulsaba de la nariz. Y la forma en que todas las palabras enmudecían en su interior, para que el dolor pudiera terminar, para poder ser un hombre, como ella había dicho.
Era su voz lo que más recordaba. La voz de la madre de Babcock. Su amor por ella era como una habitación sin puertas, invadida por el sonido áspero de sus palabras, su blablablá. Burlándose de él, desgarrándole por dentro, como el cuchillo que sacó del cajón aquel día, cuando ella se sentó a la mesa de la cocina de la casita del lugar llamado Desert Wells, mientras hablaba y reía y reía y hablaba y comía sus bocanadas de humo.
«No es que el chico sea mudo. Te lo digo yo, es que se ha quedado sin habla».
Era feliz, muy feliz, nunca había sido más feliz en su vida que cuando el cuchillo la atravesó, la piel blanca de la garganta, la suave capa externa y el duro cartílago de debajo. Mientras escarbaba y empujaba con el cuchillo, el amor que sentía por ella escapó de su mente para que pudiera verla por fin tal como era, un ser de carne, hueso y sangre. Todas sus palabras y blablablá se movían en su interior, le llenaban como si estuviera a punto de estallar. Sabían a sangre en su boca, dulces cosas vivas.
Lo encerraron. Al fin y al cabo, ya no era un muchacho, sino un hombre. Era un hombre con una mente y un cuchillo, y le dijeron que moriría: «Morirás, Babcock, por lo que has hecho». Él no quería morir, ni entonces ni nunca. Y después… Después de que el hombre, Wolgast, fuera adonde él estaba, como si estuviera predestinado a hacerlo; y después de los médicos y la enfermedad y la Transformación, de ser uno de los Doce, el «Babcock-Morrison-Chaves-Baffes-Turrell-Winston-Sosa-Echols-Lambright-Martínez-Reinhardt-Carter» (uno de los Doce y también el Otro, el Cero), se había ocupado de los demás de la misma forma, bebiendo sus palabras, sus gritos de agonía como bocados blandos en su boca. Y aquéllos a quienes no mataba, aquéllos a quienes se limitaba a beber, el uno-de-cada-diez, tal como dictaba el ritmo de su sangre, se convertía en una parte de él, se unía a él en su mente. Sus hijos. Su numerosa y espantosa compañía. Los Muchos. Los Nosotros de Babcock.
Y Este Lugar. Había llegado a él con una sensación de retorno, de algo restaurado. Había bebido su porción del mundo y allí descansaba, soñando sus sueños en la oscuridad, hasta que despertó y volvió a sentir el ansia y oyó al Cero, el que se llamaba Fanning, diciendo: «Hermanos, estamos muriendo. ¡Muriendo!». Pues casi no quedaba nadie en el mundo, ni gente ni animales. Y Babcock comprendió que había llegado el momento de atraer a los que quedaban, de que debían conocerlo, conocer a Babcock y también a Cero, asumir el lugar que les aguardaba en su interior. Había expandido su mente y dicho a los Muchos, a sus hijos: «Traedme al resto de la humanidad. No los matéis. Traédmelos, y también sus palabras, para que sueñen el sueño y se conviertan en uno de los nuestros, los Nosotros, los Babcock». Y primero había llegado uno y después otro, y más y más, y soñaban el sueño con él, y les decía: «Cuando el sueño haya terminado, seréis míos también, como los Muchos. Sois míos en Este Lugar, y cuando tenga hambre me alimentaréis, alimentaréis mi alma inquieta con vuestra sangre. Me traeréis otros que deberán hacer lo mismo, y yo os dejaré vivir de esta forma y no de otra». Y los que no se plegaban a su voluntad, los que no tomaban el cuchillo cuando llegaba el momento en el lugar oscuro del sueño, cuando la mente de Babcock se encontraba con las de ellos, debían morir para que los demás se dieran cuenta de que ya no podían seguir negándose.
Y así se construyó la ciudad. La Ciudad de Babcock, la primera del mundo.
Pero también estaba la Otra. No el Cero o los Doce, sino la Otra. La misma y no la misma. Una sombra detrás de una sombra, que lo picoteaba como un pájaro que desaparecía de su vista cada vez que intentaba clavar en ella la mirada de su mente. Y los Muchos, sus hijos, su numerosa y espantosa compañía, también la oían. Sentían su tirón. Una fuerza de gran poder que les arrastraba. Como el amor impotente que había experimentado tanto tiempo atrás, cuando era un niño, mientras veía girar la punta al rojo vivo, girar y quemar su carne.
«¿Quién soy? —preguntaban a la Otra—. ¿Quién soy?»
Ella los impulsaba a querer recordar. Ella les impulsaba a desear la muerte.
Ahora estaba cerca, muy cerca. Babcock lo presentía. Era un murmullo en la mente de los Muchos, un desgarrón en el tejido de la noche. Sabía que, por su mediación, todo cuanto habían hecho podría deshacerse, todo cuanto habían logrado podría perderse.
«Hermanos, hermanos. Ella se acerca. Hermanos, ya está aquí».