50

Mausami estaba en la oscuridad, soñando con pájaros. Despertó debido a una veloz palpitación bajo su corazón, como un par de alas que batieran en su interior.

«El niño —pensó—. El niño se está moviendo».

La sensación regresó, una definida presión acuática, rítmica, como las ondas que se ensanchan en la superficie de una charca. Como si alguien estuviera llamando a un cristal en su interior. «¿Hola? ¡Hola!»

Dejó que las manos siguieran la curva de su estómago bajo la camisa, mojada de humedad. Una cálida satisfacción la embargaba. «Hola —pensó—. Hola, tú».

El feto era un niño. Había pensado que era un chico desde el principio, desde la primera mañana en la pila de fertilizante orgánico, cuando había vomitado el desayuno. Aún no quería ponerle nombre. Era más duro perder un hijo con nombre, eso decía todo el mundo. Pero ése no era el auténtico motivo, porque el niño nacería. La idea era más que esperanza, más que fe. Mausami lo sabía con certeza. Y cuando el niño naciera, cuando efectuara su ruidosa y plañidera entrada en el mundo, Theo estaría presente, y le pondrían el nombre juntos.

Ese lugar. El Refugio. La cansaba tanto. Sólo podía dormir. Y comer. Era el niño, por supuesto. Era el niño quien la impulsaba a pensar en comer a todas horas. Después de toda la galleta, la pasta de judías, y aquella extraña comida tan espantosa que habían encontrado en el búnker (cien años envasada al vacío; era un milagro que no se hubieran envenenado), era asombroso tener comida de verdad. Buey y leche. Pan y queso. Mantequilla de verdad, tan cremosa que se le hacía la boca agua. La engulló, y después se chupó los dedos. Podría quedarse en aquel lugar para siempre, sólo por la comida.

Lo había intuido enseguida: algo no iba bien. La noche anterior, con todas aquellas mujeres apelotonadas a su alrededor, sosteniendo a sus bebés o encintas (algunas, ambas cosas), cuyos rostros irradiaron un resplandor fraternal cuando descubrieron que también ella estaba embarazada. ¡Un niño! ¡Qué maravilla! ¿Cuándo le tocaba? ¿Era el primero? ¿Había más mujeres del grupo preñadas? En aquel momento, no se le había ocurrido pensar en cómo lo habían adivinado (apenas se le notaba), ni en que ninguna le había preguntado quién era el padre, ni hablado de los padres de sus hijos.

El sol se estaba poniendo. Lo último que recordaba Mausami era haberse tendido para echar una siesta. Peter y los demás estarían en la otra cabaña, decidiendo qué iban a hacer. El niño se estaba moviendo otra vez, revolviéndose en su interior. Estaba tumbada con los ojos cerrados, y dejó que la sensación la invadiera. Servir en la Guardia: qué lejos se le antojaba. Una vida diferente. Era lo que pasaba, sabía, cuando alguien tenía un hijo. Ese nuevo ser extraño que crecía en tu interior, y cuando todo había terminado, tú también eras diferente.

De pronto se dio cuenta de que no estaba sola.

Amy estaba sentada en el catre a su lado. Su forma de hacerse invisible era aterradora. Mausami se volvió hacia ella, y apretó las rodillas contra el pecho cuando el niño se removió en sus entrañas.

—Hola —dijo Maus, y bostezó—. Creo que me he quedado dormida.

Todo el mundo hablaba siempre así a Amy, enunciando lo evidente, para llenar el silencio de la mitad de la conversación de la muchacha. Era un poco inquietante la forma que tenía de mirarte con aquella intensidad, como si te estuviera leyendo el pensamiento. Mausami se dio cuenta de qué era lo que la muchacha estaba mirando.

—Ah, ya lo entiendo —dijo—. ¿Quieres sentirlo?

Amy ladeó la cabeza, vacilante.

—Hazlo, si quieres. Mira, yo te enseñaré.

Amy se levantó y se sentó en el borde del catre de Mausami. Ésta aferró su mano y la guió hasta la curva de su estómago. La mano de la muchacha estaba tibia y un poco húmeda. Las yemas de sus dedos eran sorprendentemente suaves, no como las de Mausami, que estaban encallecidas por los años de tirar al arco.

—Espera un momento. Estaba removiéndose hace un segundo.

Se produjo un leve movimiento en su interior. Amy retiró la mano al instante, asustada.

—¿Lo has notado? —Amy tenía los ojos abiertos como platos, debido a la agradable sorpresa—. Es normal, siempre lo hacen. Toca aquí… —Tomó la mano de Amy y la apoyó sobre su barriga una vez más. Al instante, el niño se removió y pataleó—. Caramba, ésta ha sido fuerte.

Amy también estaba sonriendo. Qué extraño y maravilloso, pensó Mausami, con todo lo que había pasado, sentir a un niño moverse en su interior. Una nueva vida, una nueva persona que llegaba al mundo.

Entonces, Mausami las oyó. Tres palabras. «Él está aquí».

Le soltó la mano, y se retrepó en el catre con la espalda apoyada contra la pared. La chica la estaba mirando con sus ojos penetrantes, unos ojos que llenaban el campo de visión de Maus como dos rayos brillantes.

—¿Cómo lo has hecho?

Estaba temblando, pensó que tal vez había contraído alguna enfermedad.

«Está en el sueño. Con Babcock. Con los Muchos».

—¿Quién está aquí, Amy?

«Theo. Theo está aquí».