49

Era sencillo. No había adolescentes.

O casi. Alicia y Hollis afirmaban haber visto una pareja. Pero cuando Peter los interrogó más a fondo, ambos se vieron obligados a confesar que no estaban seguros de haberlos vistos o no. Con el pelo corto que llevaban todos los Pequeños, era difícil afirmarlo, y no habían visto niños mayores.

Era la tarde del cuarto día, y Michael despertó por fin. Los cinco se habían reunido en la más grande de las dos cabañas. Mausami y Amy estaban en la de al lado. Peter y Hollis acababan de regresar de su excursión a los campos con Olson. El auténtico propósito de la excursión había sido echar un segundo vistazo al perímetro, porque habían decidido marchar en cuanto Michael se valiera por sí mismo. Era absurdo decírselo a Olson. Aunque Peter admitía que aquel hombre le caía bien, y no encontraba motivos para desconfiar de él, en el Refugio había demasiadas cosas que no cuadraban, y los acontecimientos de la noche anterior habían conseguido que Peter se sintiera más inseguro que nunca con respecto a las intenciones de Olson. Éste había pronunciado un breve discurso de bienvenida, pero a medida que avanzaba la noche, Peter había empezado a considerar opresivo (e incluso inquietante) el afecto vacío de la muchedumbre. La uniformidad de la gente era excesiva, y por la mañana Peter no pudo recordar a nadie en particular: todos los rostros y voces parecían confundirse en su mente. Ni una persona, recordó, había hecho ni una sola pregunta sobre la Colonia, o sobre cómo habían llegado allí, un hecho que, cuantas más vueltas le daba, más ilógico le parecía. ¿No sería lo más natural interesarse por otro poblado? ¿Preguntarles sobre su viaje y lo que habían visto? Era como si Peter y los demás se hubieran materializado de la nada. Para empezar, ninguno de ellos le había dicho cómo se llamaba.

Tendrían que robar un vehículo; todos se mostraron de acuerdo al respecto. El combustible era el siguiente interrogante. Seguirían la vía del tren hacia el sur, en busca del depósito de combustible, o si tenían bastante, volverían hacia el aeropuerto de Las Vegas, antes de desviarse hacia el norte de nuevo por la autopista 15. Probablemente, los seguirían. Peter dudaba de que Olson se desprendiera de una camioneta sin luchar. Para evitarlo, se dirigirían hacia el oeste, atravesando el polígono de pruebas, pero sin carreteras ni ciudades, Peter dudaba de conseguirlo, y si el terreno era parecido al de los alrededores del Refugio, no era el tipo de lugar donde le gustaría quedarse tirado.

Quedaba la cuestión de las armas. Alicia creía que tenía que haber un arsenal en alguna parte (desde el principio había mantenido que las armas que veían estaban cargadas, dijera lo que dijera Olson), y se había esforzado por tantear a Jude al respecto la noche anterior. Jude no se había separado de ella en toda la noche (del mismo modo que Olson se había pegado a Peter), y por la mañana la había acompañado en una furgoneta para enseñarle el resto del recinto. A Peter no le hizo gracia, pero debían aprovechar cualquier oportunidad de obtener información, y hacerlo de una forma que no fuera detectada. Pero si había un arsenal, Jude no había dicho nada. Tal vez Olson estaba diciendo la verdad, pero no podían correr ese riesgo. Y aunque la dijera, las armas que llevaban consigo tenían que estar en alguna parte. Según las cuentas de Peter, tres rifles, nueve cuchillos, al menos seis cargadores y la última granada.

—¿Y la prisión? —sugirió Caleb.

Peter ya lo había pensado. Con sus muros propios de una fortaleza, parecía el lugar idóneo para ocultar algo. Pero hasta el momento, ninguno se había acercado lo suficiente para ver si era factible entrar. En la práctica, el lugar parecía abandonado, tal como Olson había dicho.

—Creo que deberíamos esperar a que oscurezca para reconocer el terreno —dijo Hollis—. De otro modo, no podremos estar seguros de a qué nos enfrentamos.

Peter se volvió hacia Sara.

—¿Cuánto tiempo crees que falta para que Michael pueda viajar?

Ella frunció el ceño, vacilante.

—Ni siquiera sé lo que le pasa. Puede que fuera un golpe de calor, pero no lo creo.

Ya había expresado aquellas reservas con anterioridad. Sara había dicho que un golpe de calor lo bastante fuerte como para causarle una apoplejía lo habría matado casi con toda seguridad, porque eso supondría que el cerebro se le hubiese hinchado. Como consecuencia, se produciría una pérdida de conciencia, pero ahora que estaba despierto no había detectado la menor señal de lesiones cerebrales. El habla y la coordinación motriz eran correctas. Sus pupilas eran normales y reaccionaban a los estímulos. Era como si se hubiera sumido en un sueño profundo, pero por lo demás normal, del cual se hubiera despertado al fin.

—Aún está muy débil —continuó Sara—. En parte, se debe a la deshidratación, pero es posible que no podamos moverlo hasta dentro de dos días, quizá más.

Alicia se dejó caer en su catre con un gemido.

—No creo que pueda aguantar esto tanto tiempo.

—¿Cuál es el problema?

—Jude es el problema. Ya sé que tenemos que seguirles la corriente, pero me estoy preguntando hasta dónde puedo llegar.

Estaba claro lo que quería decir con aquello.

—¿Crees que puedes…, no sé, mantenerlo a raya?

—No te preocupes por mí. Sé cuidar de mí misma. Pero no le va a gustar. —Hizo una pausa. De repente dudaba—. Hay algo más, que no tiene nada que ver con Jude. Ni siquiera estoy segura de si debo sacarlo a colación. ¿Alguien se acuerda de Liza Chou?

Peter sí, al menos del nombre. Liza era la sobrina de Old Chou. Su familia y ella, un hermano y los padres, habían desaparecido la Noche Oscura, asesinados o secuestrados, no se acordaba. Peter recordaba a Liza vagamente, de los días que habían pasado juntos en el Asilo. Era una de las niñas mayores, una adulta para él.

—¿Qué pasa con ella? —preguntó Hollis.

Alicia vaciló.

—Creo que la he visto hoy.

—Eso es imposible —resopló Sara.

—Sé que es imposible. Todo en este lugar es imposible. Pero Liza tenía una cicatriz en la mejilla, de eso me acuerdo. Un accidente, no recuerdo qué fue. Y era la misma cicatriz.

Peter se inclinó hacia adelante. Esta nueva información parecía importante, parte de una pauta emergente que su mente aún no podía discernir.

—¿Dónde fue?

—En las vaquerizas. Estoy bastante segura de que ella también me vio. Jude estaba conmigo, no podía alejarme. Cuando volví a mirar, ya había desaparecido.

Era concebible, supuso Peter, que hubiera escapado y acabado allí. Pero ¿cómo podía una muchacha de la edad que tenía Liza en aquel tiempo recorrer una distancia tan grande?

—No lo sé, Lish. ¿Estás segura?

—No, no estoy segura. No tuve la oportunidad de asegurarme. Sólo estoy diciendo que se parecía un montón a Liza Chou.

—¿Estaba embarazada? —preguntó Sara.

Alicia pensó durante un momento.

—Ahora que lo pienso, sí. Lo estaba.

—Hay muchas mujeres embarazadas —intervino Hollis—. Es lógico, ¿no? Un Pequeño es un Pequeño.

—Pero ¿sin adolescentes? —continuó Sara—. Y si hay tantas mujeres embarazadas, ¿no tendría que haber más niños?

—¿No los hay? —preguntó Alicia.

—Bien, eso pensaba yo también, pero anoche no conté más de media docena. Y todos los niños que veo parecen iguales.

—Hollis, dijiste que había chicos por ahí —dijo Peter.

El hombretón asintió.

—Juegan en la pila de neumáticos.

—Ve a comprobarlo, Zapatillas.

Caleb se levantó del catre y se acercó a la puerta, que abrió unos centímetros.

—Deja que lo adivine —dijo Sara—. El de los dientes torcidos y su amiga, la rubita.

Caleb se volvió desde la puerta.

—Tiene razón. Son los que están ahí.

—Es lo que os estaba diciendo —insistió Sara—. Siempre son los mismos. Es como si estuvieran siempre allí para que pensáramos que hay más de los que existen.

—¿De qué estamos hablando? —intervino Alicia—. De acuerdo, lo de los chicos es raro. Pero esto… No sé, Sara…

Sara se volvió hacia Alicia y se puso derecha en un gesto combativo.

—Eres tú la que cree haber visto a una chica que murió hace quince años. ¿Qué tendría ahora?, ¿veintipico? ¿Cómo supiste que era Liza Chou?

—Te lo dije. Por la cicatriz. Y creo que conozco a un Chou cuando lo veo.

—¿Eso supone que debamos creerte a pies juntillas?

El tono agresivo de Sara irritó a Alicia.

—Me importa un bledo si lo crees o no. Lo que vi es lo que vi.

Peter ya había oído más de lo que le habría gustado.

—Basta ya, las dos. —Ambas mujeres se estaban fulminando con la mirada—. Esto no va a solucionar nada. ¿Qué os pasa?

Ninguna de las dos contestó. La tensión se palpaba en el ambiente. Entonces, Alicia suspiró y se dejó caer de nuevo en el catre.

—Olvídalo. Es que estoy cansada de esperar. En este lugar no puedo dormir. Hace tanto calor que tengo pesadillas toda la noche.

Por un momento nadie habló.

—¿La mujer gorda? —preguntó Hollis.

Alicia se incorporó al instante.

—¿Qué has dicho?

—En la cocina. —Hollis hablaba en tono muy serio—. Del Tiempo de Antes.

Caleb se acercó a ellos desde la puerta.

—«Os lo digo, ese chico no sólo es mudo…»

Sara terminó por él.

—«… sino que se ha quedado sin habla». —Estaba estupefacta—. Yo también estoy soñando con ella.

Todo el mundo estaba mirando a Peter. ¿De qué estaban hablando sus amigos? ¿A qué mujer gorda se referían?

Sacudió la cabeza.

—Lo siento.

—Pero los demás estamos soñando lo mismo —insistió Sara.

Hollis se mesó la barba y asintió.

—Eso parece.

Michael había estado entrando y saliendo de un sueño indefinido, cuando oyó la puerta abrirse. Una joven rodeó el biombo. Era más joven que Billie, pero tenía el mismo extravagante vestido naranja y el corte de pelo al cero. Sostenía una bandeja ante ella.

—Pensé que tendrías hambre.

Cuando avanzó por la habitación y el olor a comida caliente golpeó los sentidos de Michael como una corriente eléctrica. De pronto, se sintió famélico. La muchacha dejó la bandeja sobre su regazo: una especie de carne con salsa marrón, verduras hervidas y, lo mejor de todo, una gruesa rebanada de pan con mantequilla. Al lado había cubiertos metálicos, envueltos en un paño tosco.

—Me llamo Michael —dijo.

La chica asintió. ¿Por qué todo el mundo sonreía siempre?

—Yo soy Mira. —Michael vio que se ruborizaba. El poco pelo que tenía era tan rubio que parecía blanco, como el de una Pequeña—. Soy la que cuidó de ti.

Michael se preguntó qué significaba aquello exactamente. Durante las horas transcurridas desde que había despertado, retazos de memoria habían regresado flotando a él. El sonido de voces, formas y cuerpos que se movían a su alrededor, agua sobre su cuerpo y en la boca.

—Supongo que debería darte las gracias.

—Oh, me alegré de hacerlo. —Le estudió un momento—. Vienes de muy lejos, ¿verdad?

—¿Lejos?

Ella se encogió de hombros con delicadeza.

—Está el aquí y el lejos. —Alzó la nariz hacia la bandeja—. ¿No vas a comer?

Empezó con el pan, blando y maravilloso en la boca, después atacó la carne, y por fin las verduras, fibrosas y amargas, pero satisfactorias de todos modos. Mientras comía, la muchacha, que había acercado una silla a la cama, tenía la vista clavada en él, con expresión fascinada, como si cada bocado de él le proporcionara placer a ella también. Qué gente más extraña.

—Gracias —dijo Michael, cuando sólo quedó una mancha de grasa en el plato. ¿Cuántos años tendría? ¿Dieciséis?—. Estaba fantástica.

—Puedo conseguirte más. Lo que quieras.

—No me cabe nada más, de veras.

Ella levantó la bandeja de su regazo y la dejó a un lado. Michael creyó que se disponía a marchar, pero volvió a acercarse a él, muy cerca de la cama, elevada del suelo.

—Me gusta… mirarte, Michael.

Notó que su cara enrojecía.

—¿Mira? Te llamas Mira, ¿verdad?

Ella asintió, tomó la mano de Michael (que estaba apoyada en la sábana) y la rodeó con la suya.

—Me gusta tu forma de pronunciar mi nombre.

—Sí, bien, hum…

Pero no pudo continuar. De repente, ella lo besó. Una oleada de dulce calidez llenó su boca. Michael notó que sus sentidos se derrumbaban. ¡Lo estaba besando! ¡Lo estaba besando, nada menos! ¡Y él la estaba besando a ella!

—Papá dice que puedo tener un hijo —decía ella, el aliento cálido sobre la cara de Michael—. Si tengo un hijo, no tendré que ir al círculo. Papá dice que puedo estar con quien quiera. ¿Puedo estar contigo, Michael? ¿Puedo estar contigo?

Estaba intentando pensar, procesar lo que ella estaba diciendo y lo que estaba pasando, su sabor, y también el hecho de que se había puesto encima de él, lo aferraba de cerca de la cintura, con la cara apretada contra la de él, una colisión de impulsos y sensaciones que lo dejaban postrado en un estado de muda sumisión. ¿Un hijo? ¿Quería tener un hijo? ¿Si tenía un hijo no tendría que ir al círculo?

—¡Mira!

Se produjo un momento de absoluta desorientación. La chica había desaparecido. De pronto, la habitación se llenó de hombres, hombres grandes con monos naranja, que ocupaban el espacio con su masa. Uno de ellos agarró a Mira del brazo. No era un hombre. Era Billie.

—Fingiré que no he visto esto —dijo a la chica.

—Escucha —dijo Michael, que había encontrado la voz—, ha sido culpa mía, lo que has creído ver…

Billie lo fulminó con una fría mirada. Desde detrás, uno de los hombres lanzó una risita.

—No finjas que fue idea tuya. —Billie volvió a mirar a Mira—. Vete a casa —ordenó—. Y hazlo ya.

—¡Es mío! ¡Es para mí!

—Basta, Mira. Quiero que vayas a casa y esperes allí. No hables con nadie. ¿Me he expresado con claridad?

—¡No es para el círculo! —gritó Mira—. ¡Papá me lo dijo!

—Lo será, a menos que te vayas. Vete.

Esas últimas palabras parecieron obrar efecto. Mira enmudeció y, sin volverse a mirar a Michael, se arrojó detrás del biombo. Las sensaciones de los últimos minutos (deseo, confusión y vergüenza) estaban remolineando todavía en su interior mientras otra parte de él pensaba para sí misma: «Menuda suerte. Ahora no volverá nunca».

—Darren, acerca el camión a la parte de atrás. Niles, quédate conmigo.

—¿Qué vais a hacer conmigo?

Billie había extraído un pequeño bote metálico de algún lugar de su persona. Con el índice y el pulgar sacó un poco de polvillo del bote y lo tiró en un vaso de agua. Lo extendió hacia él.

—Salud.

—No pienso beberme eso.

La mujer exhaló un suspiro de impaciencia.

—Niles, ayúdame.

El hombre avanzó hacia la cama de Michael.

—Confía en mí —dijo Billie—. El sabor no te gustará, pero te sentirás mejor enseguida. Se acabó la tía gorda.

La tía gorda, pensó Michael. La tía gorda en la cocina del Tiempo de Antes.

—¿Cómo has…?

—Bebe. Te lo explicaremos por el camino.

Por lo visto, no había forma de evitarlo. Michael inclinó el vaso hacia los labios y se lo bebió. ¡Venga ya, aquello era horrible!

—¿Qué coño es eso? —Billie recuperó el vaso.

—No quieras saberlo.

—¿Sientes algo?

Sí. Era como si alguien hubiera conectado un largo cable en su interior. Oleadas de energía intensa parecían irradiar su núcleo. Había abierto la boca para anunciar el descubrimiento cuando lo sacudió un fuerte espasmo, un gigantesco hipido que recorrió todo su cuerpo.

—Eso sucede las dos o tres primeras veces —dijo Billie—. Limítate a respirar.

Michael hipó de nuevo. Los colores de la habitación habían adquirido un tono muy vívido, como si todas las superficies que le rodearan formaran parte de aquel nuevo nexo de energía.

—Será mejor que cierre el pico —advirtió Niles.

—Es fantástico —logró articular Michael. Tragó saliva y reprimió el ansia de hipar.

El segundo hombre había regresado del pasillo.

—Se está acabando la luz —dijo nervioso—. Será mejor que procedamos.

—Tráele su ropa. —Billie clavó la mirada de nuevo en Michael—. Peter ha dicho que eres ingeniero. Que puedes arreglar cualquier cosa. ¿Es eso cierto?

Pensó en las palabras que Sara le había escrito en el papel: «No les digas nada».

—¿Y bien?

—Supongo.

—No quiero que supongas, Michael. Es importante. O puedes o no puedes.

Michael desvió la mirada hacia los dos hombres, que lo estaban mirando expectantes, como si todo dependiera de su respuesta.

—Sí, vale.

Billie asintió.

—Entonces, vístete y haz todo lo que te digamos.