La fiesta a la que se refería Peter se había celebrado la noche anterior, la tercera noche posterior a su llegada. Había sido su única oportunidad de conocer a todo el mundo, todo el Refugio, concentrado en un solo lugar. Y lo que dijeron no les pareció verosímil.
Nada lo parecía, empezando con la afirmación de Olson de que no había virales. Tan sólo doscientos kilómetros al sur, Las Vegas bullía de seres. Habían recorrido al menos un trayecto similar, desde Joshua Valley a Kelso, por un terreno similar, y los virales los habían seguido por todo el camino. El viento habría transportado el hedor de aquel rebaño, señaló Alicia. Y no obstante, el único perímetro parecía ser una verja metálica, demasiado endeble como para servir de protección frente a un ataque. Salvo por los lanzallamas de las furgonetas, había confesado Olson, carecían de armas útiles. Las escopetas eran pura fachada, porque la munición se había agotado décadas antes.
—Ya veis —les había dicho—, nuestra existencia es de lo más plácido.
Olson Hand. Peter nunca había conocido a nadie como él, tan a gusto en apariencia con su autoridad. Aparte de Billie y el hombre conocido como Jude, quienes parecían ser sus ayudantes, y el conductor del camión que los había llevado allí desde Las Vegas (por lo visto, Gus era una especie de ingeniero, a cargo de lo que llamaban «la planta física»), Peter no detectó otras estructuras de mando. Olson no ostentaba título. Estaba al mando, así de sencillo. No obstante, llevaba con elegancia esa carga, y comunicaba sus intenciones con modales educados, casi como disculpándose. Alto y de pelo plateado (como casi todos los hombres, Jude llevaba el pelo recogido en una larga coleta, mientras que las mujeres y los niños lo llevaban muy corto), con un cuerpo encorvado que apenas parecía llenar el mono naranja, y la costumbre de juntar las yemas de los dedos cuando hablaba, parecía más una bondadosa figura paterna que alguien responsable de las vidas de trescientas almas.
Fue Olson quien les contó la historia del Refugio. Eso había sucedido a las pocas horas de su llegada. Estaban en el hospital, donde la hija de Olson, Mira, una adolescente etérea de extremidades esbeltas, quien parecía mirarlos con nerviosa adoración, atendía a Michael. Después de bajar del camión, los habían desnudado y lavado, y confiscado sus propiedades. Se lo devolverían todo, aseguró Olson, salvo las armas. Si decidían continuar su camino (y en este momento Olson había hecho una pausa para comentar, con su habitual afabilidad, que confiaban en que eligieran quedarse), les devolverían las armas. De momento, sus pistolas y cuchillos permanecerían a buen recaudo.
En cuanto al Refugio, desconocían muchas cosas, explicó Olson, pues las historias habían evolucionado y cambiado a lo largo del tiempo, hasta que ya no estaba claro cuál era la verdad. No obstante, había acuerdo sobre algunos puntos. Los primeros pobladores habían sido un grupo de refugiados de Las Vegas que habían llegado durante los últimos días de la guerra. Si habían ido de manera intencionada, con la esperanza de que la prisión, con sus barrotes, muros y vallas, les ofreciera cierta seguridad, o sólo habían parado camino de otro lugar, nadie lo sabía. Pero en cuanto se dieron cuenta de que no había virales, y de que las tierras yermas circundantes eran demasiado inhóspitas (de hecho, formaban una barrera natural), habían decidido quedarse y vivir de lo que ofrecía el desierto. El complejo de la prisión constaba de dos instalaciones diferentes: la penitenciaría estatal de Desert Wells, donde los primeros colonos se habían alojado, y el Campamento Protegido, un campo de trabajo agrícola de seguridad limitada para delincuentes juveniles. Era allí donde vivían todos los habitantes. La fuente de la que tomaba su nombre la prisión proporcionaba agua para la irrigación, así como un caudal continuo de agua que refrigeraba algunos edificios, incluido el hospital. La prisión había aportado casi todo lo que necesitaban, hasta los monos naranja que casi todo el mundo utilizaba. Lo demás lo habían saqueado en las ciudades del sur. No era una existencia fácil, y carecían de muchas cosas, pero al menos gozaban de libertad para vivir sin la amenaza de los virales. Durante muchos años habían enviados partidas de exploración en busca de más supervivientes, con la esperanza de conducirles hasta la seguridad de sus instalaciones. Habían encontrado algunos, bastantes en realidad, pero después habían transcurrido muchos años, y desde hacía tiempo habían perdido la esperanza de encontrar más.
—Por eso vuestra presencia aquí es un milagro —dijo Olson, con una sonrisa beatífica. Hasta sus ojos se empañaron un poco—. Todos vosotros. Un milagro.
Habían pasado la primera noche en el hospital con Michael, y al día siguiente los trasladaron a un par de cabañas adyacentes de bloques de ceniza, en las afueras del campo de trabajo, encaradas a una plaza polvorienta con una pila de neumáticos en el centro, con la periferia rodeada de bidones para quemar madera. Era allí donde pasarían los tres días siguientes en aislamiento, una cuarentena obligatoria. Al otro lado había más cabañas, que parecían desocupadas. Sus aposentos eran espartanos, y cada una de las dos cabañas contaba con una mesa, sillas y una habitación en la parte posterior con catres. La atmósfera era calurosa y pesada, y la grava del suelo crujía bajo los pies.
Hollis se había ido con Billie por la mañana en busca de los Humvees. Los vehículos en funcionamiento escaseaban, había dicho Olson, y si habían sobrevivido a la explosión, valdría la pena arrostrar los peligros de dicho viaje. Peter ignoraba si Olson pretendía quedárselos o devolvérselos. La respuesta quedó flotando en el aire, y Peter prefirió no insistir. Después de su experiencia en el camión, cuando los siete estuvieron a punto de morir asados, y con Michael todavía inconsciente, lo más prudente parecía hablar lo mínimo posible. Olson los había interrogado acerca de la Colonia y el propósito de su viaje, y no pudieron evitar alguna explicación, pero Peter sólo había revelado que procedían de un asentamiento de California y que habían salido en busca de supervivientes. No contó nada a Olson acerca del búnker, y su silencio sugirió que el lugar del que procedían estaba bien armado. Llegaría un momento, pensó Peter, en que quizá tendría que decir la verdad a Olson, o al menos una parte. Pero ese momento todavía no había llegado, y Olson había parecido aceptar la cautela de su explicación.
Durante los dos días siguientes sólo recibieron fugaces miradas de los demás habitantes. Detrás de las cabañas empezaban los campos de cultivo, con largas tuberías de riego que irradiaban de una sala de bombas central, y al otro lado el rebaño, varios cientos de cabezas en amplios corrales a la sombra. De vez en cuando veían el polvo que levantaba un vehículo, recortado contra la lejana valla. Pero aparte de eso, y de algunas figuras en los campos, no detectaron prácticamente a nadie. ¿Dónde estaban los demás? Las puertas de las cabañas no estaban cerradas, pero al otro lado de la plaza desierta siempre había dos hombres, vestidos con monos naranja. Eran estos hombres los que, aparte de llevarles la comida, por lo general acompañados de Billie u Olson, les informaban del estado de Michael. Éste daba la impresión de haberse sumido en un sueño profundo, no un coma, los había tranquilizado Olson, pero sí algo similar. Ya habían visto antes, dijeron, los efectos de un golpe de calor. Pero la fiebre estaba remitiendo, y eso era una buena señal.
La mañana del tercer día les devolvieron a Sara.
No poseía memoria de lo sucedido. Esa parte de la historia que refirieron a Michael cuando despertó al día siguiente no era mentira, pero tampoco era el relato de cómo la encontró Hollis. Se sintieron muy felices y muy aliviados (Sara parecía estar bien, aunque un poco lenta a la hora de asimilar la noticia de sus nuevas circunstancias), pero también era cierto que tanto la captura como el regreso eran profundamente desconcertantes. Como la ausencia de luces y muros, carecía de lógica.
A esas alturas, la alegría que habían sentido al pensar en el descubrimiento de otro asentamiento humano se había desvanecido, y había sido sustituida por una profunda inquietud. Seguían sin ver a casi nadie, aparte de Olson, Billie y Jude, y los dos hombres vestidos de naranja que los vigilaban, cuyos nombres eran Hap y Leon. El otro único signo de vida era un grupo de cuatro Pequeños desarrapados que aparecían cada mañana para jugar sobre los neumáticos de la plaza, aunque nunca los acompañaba un adulto. Se marchaban en cuanto terminaban de jugar. Si no eran prisioneros, ¿por qué los vigilaban? Si lo eran, ¿a qué venía tanto fingimiento? ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Qué le pasaba a Michael y por qué continuaba inconsciente? Les habían devuelto las mochilas, tal como Olson había prometido. No cabía duda de que habían examinado el contenido, y habían desaparecido algunos objetos, como el escalpelo del kit médico de Sara. Pero al parecer habían pasado por alto los planos, que Caleb había guardado en un compartimento interior. La prisión no aparecía en el mapa de Nevada, pero localizaron la ciudad de Desert Wells, al norte de Las Vegas, en la autopista 95. Estaba bordeada hacia el este por una inmensa región gris, sin carreteras ni ciudades, señalada con las palabras: POLÍGONO DE PRUEBAS DE LA FUERZA AÉREA DE NELLIS. Situado en el borde occidental de esta región, a pocos kilómetros de la ciudad de Desert Wells, había un pequeño cuadrado rojo y el nombre DEPÓSITO NACIONAL DE YUCCA MOUNTAIN. Si Peter estaba en lo cierto acerca de su paradero, podrían ver ese edificio con facilidad, una cresta encorvada que formaba una barricada hacia el norte. El viaje al sur de Hollis con Billie y Gus le había concedido la oportunidad de explorar más el paisaje. La verja era más robusta de lo que aparentaba, dos barricadas de calibre de acero pesado, separadas por unos diez metros y coronadas por alambre de espino. Hollis sólo había visto dos salidas. Una hacia el sur, en el extremo más alejado de los campos (parecía comunicar con una carretera que rodeaba el complejo), y la puerta principal, que comunicaba el recinto con la autopista. Estaba flanqueada por un par de torres de hormigón con puestos de observación, pero ignoraba si contaban con vigías, aunque un hombre vestido de naranja estaba apostado en el pequeño cuartel de la guardia situado al nivel del suelo. Fue él quien abrió la puerta para que Hollis y Billie pasaran.
El Refugio estaba situado a escasos kilómetros de la autopista que los había conducido hacia el norte. La prisión original, una masa intimidante de piedra gris, se alzaba en el borde este del recinto, rodeada por unos cuantos edificios más pequeños y cabañas prefabricadas. Entre el perímetro y la autopista, dijo Hollis, habían cruzado vías de ferrocarril que corrían en dirección norte-sur. Daban la impresión de dirigirse hacia la cordillera del norte, cosa extraña, observó Hollis, porque ¿quién construiría una vía férrea que se internara en la montaña? En su primer encuentro, Olson había mencionado una estación ferroviaria, en respuesta a la pregunta de Peter acerca de en dónde obtenían combustible para sus vehículos. Pero camino del sur, según Hollis, no se habían detenido, de modo que no podía afirmar si existía o no tal estación. Lo más probable era que obtuvieran el combustible en otra parte. Durante el curso de esa conversación, Peter cayó en la cuenta de que la idea de marcharse ya estaba cobrando forma en su mente, y de que para ello sería necesario robar un vehículo y encontrar combustible para el viaje.
El calor era intenso. Los días de aislamiento empezaban a obrar efecto. Todo el mundo estaba nervioso y preocupado por Michael. En sus cabañas asfixiantes, ninguno dormía. Amy era la más despierta de todos. Peter no creía haberla visto cerrar los ojos. Estaba sentada toda la noche en su catre, con una expresión de intensa concentración en sus facciones. Parecía como si estuviera intentando solucionar algún problema en su mente, pensó Peter.
Gozaban de libertad de movimientos, y a la tercera noche Olson fue a buscarlos. Lo acompañaban Billie y Jude. Durante los días anteriores, Peter había llegado a sospechar que Jude era más importante de lo que había aparentado al principio. No podía decir por qué, pero aquel hombre tenía algo que resultaba desconcertante. Sus dientes eran blancos y rectos, y resultaba imposible no fijarse en ellos, al igual que en sus ojos, que proyectaban una intensidad azul penetrante. Conseguían que su rostro careciera de edad, como si hubiera logrado retrasar el paso del tiempo, y siempre que Peter lo miraba le daba la impresión de que era un individuo cuya mirada estaba clavada en un vendaval. Peter se dio cuenta de que aún no había oído a Olson darle una orden directa (Olson sólo se dirigía a Billie y Gus, y a los diversos hombres vestidos de naranja que iban y venían de la cabaña), y en el fondo de la mente de Peter había empezado a cobrar forma la idea de que Jude ostentaba cierta autoridad, independiente de Olson. Había observado varias veces a Jude, y hablado con los hombres que los vigilaban.
A la hora del ocaso, los tres aparecieron al otro lado de la plaza y se encaminaron hacia la cabaña. Cuando hizo menos calor, los Pequeños fueron a jugar a los neumáticos. Cuando el trío pasó a su lado, se dispersaron a toda prisa, como una bandada de aves asustadas.
—Ha llegado el momento de que veáis dónde estáis —anunció Olson cuando llegó a la puerta. Exhibía una sonrisa munificente, una sonrisa que había empezado a parecer falsa. Era una sonrisa sin nada detrás. Al lado de Olson, Jude exhibía su hilera de dientes perfectos, con los ojos clavados en el fondo de la cabaña. Sólo Billie parecía inmune a su estado de ánimo. Su rostro estoico no traicionaba nada.
—Venid todos, por favor —los apremió Olson—. La espera ha terminado. Todo el mundo está ansioso por conoceros.
Guiaron a los siete a través de la plaza desierta. Alicia, sobre sus muletas, marchaba con Amy a su lado. En el silencio vigilante, se internaron en un laberinto de cabañas. Daba la impresión de que formaban una cuadrícula, con callejones entre las filas de edificios, y sin duda estaban habitadas: las ventanas se veían iluminadas con faroles de aceite. En los espacios que separaban los edificios había hilos con ropa puesta a secar al aire del desierto. Al otro lado, la masa de la antigua prisión se cernía como una forma recortada contra el cielo. En la oscuridad, sin luces que los protegieran, sin tan siquiera un cuchillo en el cinto, Peter nunca se había sentido tan raro. Desde delante llegó un olor a humo, guisos, y un zumbido de voces, que aumentaron de intensidad a medida que se acercaban.
Doblaron una esquina y vieron una gran multitud, congregada bajo un amplio techo que estaba abierto por los lados y era sostenido por gruesas vigas de acero. El espacio estaba iluminado por llamas humeantes que surgían de los barriles abiertos que rodeaban la zona. A un lado había largas mesas y sillas. Unas figuras vestidas con monos estaban trasladando ollas de comida desde un edificio adyacente.
Todo el mundo se quedó de piedra.
Entonces los miró un mar de rostros; primero una voz, y después otra, se elevaron con un zumbido de emoción.
—¡Aquí están! ¡Los viajeros! ¡Los que vienen de lejos!
Cuando los rodeó la muchedumbre, Peter experimentó la sensación de que lo engullían. Y durante un breve momento, subsumido en una oleada de humanidad, olvidó todas sus preocupaciones. Allí había gente, centenares de personas, hombres, mujeres y niños, al parecer tan alegres por su presencia que estuvo en un tris de considerarse el milagro que Olson afirmaba que eran. Los hombres le daban palmadas en el hombro y le estrechaban las manos. Algunas mujeres le acercaban bebés, y los exhibían como si fueran regalos. Otras se limitaban a tocarlo un momento, y al instante siguiente se alejaban a toda prisa, ya fuera por vergüenza, miedo o la emoción (eso Peter lo ignoraba). De manera casi inconsciente, Olson instruía a la gente para que mantuviera la calma y no se apresurara, pero la advertencia parecía innecesaria.
—Nos alegramos mucho de veros —decía todo el mundo—. Estamos muy contentos de que hayáis venido.
Esta situación se prolongó unos minutos, tiempo suficiente para que Peter empezara a sentirse agotado, las sonrisas y las caricias, las palabras repetidas de bienvenida. La idea de conocer gente nueva, no digamos ya una multitud de varios cientos, era tan nueva y extraña para él que su mente apenas podía asimilarla. Esos hombres y mujeres tenían algo infantil, pensó, con sus monos naranja deshilachados y el rostro preocupado, pero al mismo tiempo inocente, casi obediente. El afecto de la gente era innegable, y no obstante todo se le antojaba ensayado, no se trataba de una reacción espontánea, sino de algo que había sido concebido para despertar la misma respuesta que Peter había experimentado: una fascinación absoluta.
Todos esos cálculos desfilaban por su mente mientras intentaba no perder de vista a los demás, lo cual era difícil. El efecto de la avalancha de gente había sido separarles, y sólo vislumbraba de vez en cuando a los demás: el cabello rubio de Sara que sobresalía por encima de la cabeza de una mujer que llevaba un bebé, o la risa de Caleb, a quien no veía. A su derecha, un círculo de mujeres había rodeado a Mausami, que era objeto de su aprobación. Peter vio que una tocaba el estómago de Mausami.
De pronto, Olson se materializó a su lado. Lo acompañaba su hija, Mira.
—Esa chica, Amy —dijo Olson, y fue la primera vez en que Peter vio al hombre fruncir el ceño—. ¿No sabe hablar?
Amy estaba al lado de Alicia, rodeada por un grupo de niñas, que señalaban a Amy y se llevaban las manos a la boca al tiempo que reían. Mientras Peter miraba, Alicia levantó una de las muletas para alejarlas, un gesto medio en serio medio en broma que consiguió dispersarlas. Sus ojos se encontraron un momento con los de Peter. «Socorro», parecieron comunicar. Pero hasta ella estaba sonriendo.
Se volvió hacia Olson.
—Qué raro. Nunca había visto nada semejante. —Miró a su hija antes de fijarse de nuevo en Peter, quien se dio por aludido—. Por lo demás, ¿está… bien?
—¿Bien?
El hombre hizo una pausa.
—Tendrás que perdonar mi franqueza, pero una mujer capaz de engendrar hijos es un bien muy preciado. Nada es más importante, puesto que quedamos muy pocos. He visto que una de vuestras hembras está embarazada. La gente se hará preguntas.
«Vuestras hembras», pensó Peter. Una extraña elección de palabras. Miró a Mausami, que todavía estaba rodeada de mujeres. Cayó en la cuenta de que muchas estaban embarazadas también.
—Supongo.
—¿Y las demás? Sara y la pelirroja, Lish.
El interrogatorio era tan peculiar, tan inesperado, que Peter vaciló, sin saber qué decir. Pero Olson lo miraba fijamente, como si exigiera una respuesta.
—Supongo.
La respuesta pareció satisfacerlo. Olson concluyó con un brusco cabeceo, y la sonrisa regresó a sus labios.
—Bien.
«Hembras», pensó Peter de nuevo. Era como si Olson estuviera hablando de ganado. Tuvo la inquietante sensación de haber hablado demasiado, de haber sido manipulado para revelar una información crucial. Mira, parada al lado de su padre, clavaba la mirada en la multitud, que se estaba alejando. Peter cayó en la cuenta de que no había dicho ni una sola palabra.
Todo el mundo había empezado a congregarse alrededor de las mesas. El volumen de la conversación se transformó en un murmullo, a medida que pasaban la comida, cuencos de guisado que servían con un cucharón de gigantescas ollas, bandejas con pan, tarros de mantequilla y jarras de leche. Mientras Peter contemplaba la escena, todo el mundo hablando y sirviéndose, algunos ayudando a los niños, mujeres con bebés en el regazo o mamando de un seno al aire, se dio cuenta de que estaba viendo más que un grupo de supervivientes: era una familia. Por primera vez desde que abandonaran la Colonia, sintió una punzada de nostalgia por el hogar, y se preguntó si se había equivocado al sospechar. Quizá allí se encontraban verdaderamente a salvo.
Pero algo fallaba, no lo podía negar. La multitud estaba incompleta, faltaba algo. No sabía qué era, pero su ausencia, a un nivel casi consciente, parecía más profunda cuanto más miraba. Vio que Alicia y Amy estaban con Jude, quien las acompañaba hacia sus asientos. Erguido en toda su estatura con sus botas de cuero (casi todo el mundo iba descalzo), el hombre daba la impresión de que se alzaba sobre ellas a una gran altura. Mientras Peter miraba, Jude se inclinó sobre Alicia, le tocó un brazo y le dijo algo al oído. Ella respondió con una carcajada.
Esos pensamientos fueron interrumpidos cuando Olson apoyó la mano sobre el hombro de Peter.
—Espero que decidáis quedaros con nosotros —dijo—. Todos lo deseamos. La unión hace la fuerza.
—Tendremos que hablarlo —logró articular Peter.
—Por supuesto —dijo Olson, dejando la mano donde estaba—. No hay prisa. Tomaos todo el tiempo que necesitéis.