47

Llevaban muchas horas en la carretera. Sin nada sobre lo que tenderse, salvo un suelo de duro metal, era casi imposible dormir. Daba la impresión de que, cada vez que Michael cerraba los ojos, el camión saltaba sobre un bache, o daba un viraje brusco, de forma que enviaba su cuerpo contra la pared.

Levantó la cabeza y vio el resplandor del amanecer al otro lado de la única ventanilla del compartimento, una pequeña portilla de cristal reforzado que estaba empotrada en la puerta. Tenía la boca seca. Sentía contusiones por todo el cuerpo, como si alguien lo hubiera golpeado con un martillo toda la noche. Se sentó, apoyó la espalda contra la pared del compartimento y se frotó los ojos para quitarse la mugre. Los demás miembros del grupo estaban apoyados contra sus mochilas, en diversas posturas incómodas. Aunque todos estaban hechos polvo, Alicia parecía llevar la peor parte. Descansaba de cara a él, con la espalda apoyada contra la pared del compartimento, el rostro pálido y mojado, y los ojos abiertos pero desprovistos de energía. Mausami había hecho todo lo posible por limpiar y vendar la pierna herida de Alicia, pero Michael sospechaba que la herida era grave. Sólo Amy parecía dormir. Estaba acurrucada en el suelo a su lado, con las rodillas apoyadas contra el pecho. Un abanico de pelo oscuro le caía sobre la mejilla, que los botes del camión movían de un lado a otro.

El recuerdo lo golpeó como una bofetada.

Sara, su hermana, había desaparecido.

Recordó haber corrido a la máxima velocidad posible, atravesar la cocina y salir a la zona de carga y descarga, y luego a la calle con los demás, sólo para acabar rodeados (había pitillos por todas partes, la calle era como una puta fiesta de pitillos), y entonces el camión con su enorme azada lanzado hacia ellos, escupiendo su chorro de llamas. «Sube, sube», le estaba gritando la mujer que iba encima. Y menos mal que lo hizo, porque Michael había descubierto en aquel momento que estaba paralizado de miedo. Clavado en el suelo. Hollis y los demás le estaban gritando: «Vamos, vamos», pero Michael era incapaz de mover un músculo. Como si se hubiera olvidado de hacerlo. El camión se hallaba a no más de diez metros de distancia, pero parecía como si fueran mil. Se volvió y, en ese instante, uno de los virales lo miró a los ojos, ladeó la cabeza de aquella forma suya tan peculiar, y todo pareció desarrollarse con una lentitud que no era muy prometedora. «Oh, chico —decía una voz en la cabeza de Michael—, oh chico oh chico oh chico oh chico», y fue entonces cuando la mujer roció al viral con el lanzallamas, cubriéndolo de una capa de fuego líquido. Se achicharró como una bola de grasa. De hecho, Michael oyó el crujido. Después, alguien le tiró de la mano (nada menos que Amy, cuya fuerza era sorprendente, más de lo que delataba su menudo cuerpo) y lo metió a empujones en el camión.

Había amanecido. Michael se sintió lanzado hacia adelante cuando el vehículo aminoró la velocidad. A su lado, los ojos de Amy se abrieron al instante. Se sentó, apoyó las rodillas contra el pecho una vez más, con la mirada clavada en la puerta.

El camión se detuvo. Caleb se arrastró hacia la ventanilla y miró fuera.

—¿Qué ves?

Peter estaba acuclillado. Tenía el pelo enmarañado de sangre seca.

—Una especie de edificio, pero está demasiado lejos.

Pasos en el techo, el ruido de la puerta del conductor, que se abrió y cerró de nuevo.

Hollis alargó la mano hacia su rifle.

Peter extendió la mano para detenerle.

—Espera.

—Aquí vienen… —dijo Caleb.

La puerta se abrió, y la luz del sol les cegó. Dos figuras iluminadas desde atrás se alzaban ante ellos, armadas con escopetas. La mujer era joven, de pelo oscuro muy corto. El hombre, mucho mayor, tenía una cara ancha y suave, una nariz a la que parecía que le hubieran dado un puñetazo y barba de unos cuantos días. Los dos iban encerrados en su pesada armadura, de modo que sus cabezas parecían extrañamente pequeñas.

—Entreguen las armas.

—¿Quiénes coño son ustedes? —preguntó Peter.

La mujer amartilló la escopeta.

—Todo. Los cuchillos también.

Se desarmaron, lanzaron las pistolas y cuchillos sobre el suelo en dirección a la puerta. Michael no llevaba encima más que un destornillador. Había perdido el rifle durante la huida del hotel, sin haber disparado el maldito trasto ni una sola vez, pero también lo entregó. No deseaba que le dispararan por un destornillador. Mientras la mujer recogía las armas, la segunda figura, que aún no había pronunciado palabra, seguía apuntándoles con su arma. A lo lejos, Michael distinguió la forma de un edificio largo y bajo, situado contra un fondo de colinas áridas.

—¿Adónde nos lleváis? —preguntó Peter.

La mujer levantó un cubo metálico del suelo y lo dejó en el suelo del camión.

—Si alguien quiere mear, que utilice esto.

Después, cerró la puerta de golpe.

Peter golpeó la pared del camión.

—¡Joder!

Continuaron viaje. La temperatura aumentaba cada vez más. El camión aminoró la velocidad de nuevo y se desvió hacia el oeste. Durante mucho tiempo sufrió tremendas sacudidas. Después empezaron a subir. El calor de la cabina era intolerable. Bebieron los últimos restos de agua. Nadie había utilizado el cubo.

Peter golpeó la pared que les separaba de la cabina del camión.

—¡Aquí nos estamos asando!

Transcurrió el tiempo, y luego un poco más. Nadie dijo nada. El mero hecho de respirar ya suponía un esfuerzo. Daba la impresión de que les habían gastado una broma terrible. Los habían rescatado de los virales para que murieran asados en la parte trasera de un camión. Michael había caído en un estado que parecía sueño, pero que en realidad no lo era. Hacía muchísimo calor. En un momento dado cayó en la cuenta de que estaban bajando, aunque ese detalle se le antojó trivial, como si le estuviera ocurriendo a otra persona.

Poco a poco, Michael tomó conciencia de que el vehículo se había detenido. Se había extraviado en una visión de agua, agua fría. Caía sobre él, y estaba su hermana, y Elton también, con aquella sonrisa torcida. Todos estaban con él, Peter, Mausami, Alicia e incluso sus padres, todos estaban nadando juntos en el azul reparador, y por un momento Michael obligó a su mente a volver a aquel hermoso sueño de agua.

—Dios mío —dijo una voz.

Michael abrió los ojos a una luz blanca áspera y al olor inconfundible de excrementos animales. Volvió la cabeza hacia la puerta y vio un par de figuras (que sabía que había visto antes, pero no recordaba cuándo), y entre ellos, iluminado por atrás de forma que parecía flotar, se encontraba un hombre alto de pelo gris acero, vestido con lo que parecía un mono naranja.

—Dios mío, Dios mío —estaba diciendo el hombre—. Son siete. Es increíble. —Se volvió hacia los demás—. No os quedéis parados ahí. Necesitamos camillas. Deprisa.

La pareja se puso a correr. El cerebro de Michael alumbró la idea de que algo iba muy mal. Daba la impresión de que todo estaba ocurriendo al final de un túnel. No habría podido afirmar dónde estaba ni por qué, aunque también presentía que aquel conocimiento se le había escapado hacía poco, una sensación de déjà vu al revés. Era una especie de broma, pero la broma no era divertida, en absoluto. Tenía en la boca un objeto grande y seco, gordo como un puño, y se dio cuenta de que era su propia lengua, que lo estaba asfixiando. Oyó la voz de Peter, un graznido forzado.

—¿Quiénes… son… ustedes?

—Me llamo Olson. Olson Hand.

Una sonrisa iluminó la cara erosionada por el viento, pero ya no era el hombre de cabello plateado, sino Theo (la cara de Theo al final del túnel), y eso fue lo último que vio Michael antes de que el túnel se derrumbara y todos los pensamientos lo abandonaran.

Fue recuperando el conocimiento poco a poco, ascendiendo hacia la superficie entre capas de oscuridad durante un período de tiempo que se le antojó corto y largo al mismo tiempo, una hora convertida en un día, un día en un año. La oscuridad dio paso a una amplia blancura que le cubría, y a la gradual recuperación de la conciencia, diferenciada de su entorno. Sus ojos estaban abiertos y parpadeaban. Ninguna otra parte de él parecía capaz de moverse, sólo los ojos, los pliegues húmedos de sus párpados. Oyó el sonido de voces que se movían sobre él como el canto de pájaros lejanos, que se llamaban mutuamente desde un extremo del cielo inmenso al otro. Pensó: «Frío». Tenía frío. Un frío maravilloso, asombroso.

Durmió, y cuando volvió a abrir los ojos, tras haber transcurrido un intervalo de tiempo desconocido, supo que estaba en una cama, que esa cama se encontraba en una habitación, y que no estaba solo. Levantar la cabeza estaba descartado. Sentía los huesos pesados como hierro. Estaba en una especie de hospital, paredes blancas y techos blancos, con rayos de luz blanca que caían en ángulo sobre la sábana blanca que le cubría el cuerpo, y bajo la cual, al parecer, estaba desnudo. El aire era frío y húmedo. Desde un lugar elevado y alejado le llegaba la vibración rítmica de una maquinaria y el goteo del agua al caer en un recipiente metálico.

—¿Michael? ¿Puedes oírme, Michael?

Sentada al lado de su cama había una mujer (creyó que era una mujer), con el pelo oscuro corto como el de un hombre, frente y mejillas tersas, y una boca pequeña de labios finos. Le estaba mirando con lo que interpretó como intensa preocupación. Michael pensó que la había visto antes, pero sin llegar a reconocerla. Su forma esbelta estaba envuelta en un vestido naranja holgado que parecía, como todo lo demás, vagamente familiar. Detrás de ella había una especie de biombo que le impedía ver más allá.

—¿Cómo te encuentras?

Intentó hablar, pero tuvo la sensación de que las palabras morían en su garganta. La mujer alzó un vaso de plástico que había en la mesa contigua a su cama y acercó una pajita a los labios: era agua fría y pura, con un claro sabor metálico.

—Eso es. Bebe despacio.

Bebió y bebió. Era asombroso el sabor del agua. Cuando terminó, la mujer devolvió el vaso a la mesa.

—Te ha bajado la fiebre. Estoy segura de que querrás ver a tus amigos.

Notaba la lengua lenta y pesada en la boca.

—¿Dónde estoy?

Ella sonrió.

—¿Por qué no dejamos que te lo expliquen ellos?

La mujer desapareció detrás del biombo y lo dejó solo. ¿Quién era? ¿Qué era ese lugar? Experimentaba la sensación de haber dormido durante días, con la mente a la deriva en una corriente de sueños inquietantes. Intentó recordar. Una mujer gorda. Una mujer gorda que respiraba humo.

Voces y el sonido de pasos interrumpieron sus pensamientos. Peter apareció al pie de su cama.

—¡Mirad quién está despierto! ¿Cómo te encuentras?

—¿Qué… ha pasado? —graznó Michael.

Peter se sentó al lado de la cama de Michael. Llenó el vaso de nuevo y acercó la paja a los labios de Michael.

—Supongo que no te acuerdas. Sufriste un golpe de calor. Te desmayaste en el camión. —Inclinó la cabeza hacia la mujer, que estaba de pie a un lado y les observaba en silencio—. Imagino que ya conoces a Billie. Lamento no haber estado aquí cuando despertaste. Nos hemos ido turnando. —Se acercó más—. Michael, tienes que ver este lugar. Es fantástico.

«Este lugar», pensó Michael. ¿Dónde estaba? Desvió la vista hacia la mujer, hacia su rostro sereno y sonriente. Al instante, el recuerdo se materializó en su memoria. La mujer del camión.

Se encogió y derribó el vaso que sostenía Peter, de modo que el agua se derramó sobre él.

—Caramba, Michael. ¿Qué pasa?

—¡Ella intentó matarnos!

—Eso es un poco exagerado, ¿no? —Miró a la mujer y lanzó una carcajada, como si los dos estuvieran compartiendo un chiste privado—. Michael, Billie nos salvó. ¿No te acuerdas?

Michael pensó que había algo preocupante en el buen humor de Peter. Parecía incongruente con los hechos. No cabía duda de que estaba muy enfermo. Habría podido morir.

—¿Y la pierna de Lish? ¿Se encuentra bien?

Peter desechó sus preocupaciones con un ademán.

—Sí, se encuentra bien, todo el mundo se encuentra bien. Esperando a que te repongas. —Peter se adelantó hacia él de nuevo—. Lo llaman el Refugio, Michael. De hecho es una antigua prisión. Estás en el hospital.

—Una prisión. ¿Una especie de cárcel?

—Más o menos. De hecho, ya no utilizan mucho la prisión. Deberías ver el tamaño. Hay casi trescientos caminantes. Podría decirse que ahora es el hogar de los Caminantes. Y ahora viene lo mejor, Michael. ¿Estás preparado? Nada de pitillos.

Sus palabras carecían de lógica.

—Peter, ¿de qué estás hablando?

Peter se encogió de hombros con expresión perpleja, como si la pregunta no fuera lo bastante interesante para pararse a pensar en ella.

—No lo sé. No hay. Escucha —continuó—, cuando te levantes, lo comprobarás con tus propios ojos. Deberías ver el tamaño del rebaño. Bueyes de verdad. —Sonreía a Michael con expresión ausente—. ¿Qué me dices? ¿Crees que puedes sentarte?

No podía, pero el tono de Peter le comunicó que, al menos, debería intentarlo. Michael se apoyó en los codos. La habitación empezó a inclinarse. Su cerebro se puso a chapotear dentro del cráneo. Volvió a tumbarse.

—Caramba. Qué dolor.

—No pasa nada. Tómatelo con calma. Billie dice que tener dolor de cabeza es de lo más normal después de una apoplejía. Dentro de nada podrás levantarte.

—¿Tuve una apoplejía?

—No te acuerdas de gran cosa, ¿verdad?

—Supongo que no. —Michael respiró a un ritmo constante, en un intento por calmarse—. ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?

—¿En días? Tres. —Peter miró a la mujer—. No, son cuatro.

—¿Cuatro días?

Peter se encogió de hombros.

—Siento que te perdieras la fiesta, pero la buena noticia es que te encuentras mejor. Concentrémonos en eso.

Michael notó que su frustración aumentaba.

—¿Qué fiesta? ¿Qué te pasa, Peter? Estamos tirados en el culo del mundo. Hemos perdido todo nuestro equipo. Esta mujer intentó matarnos. Hablas como si todo fuera estupendo.

El sonido de la puerta al abrirse, y un estallido de alegres carcajadas, los interrumpió. Alicia apareció en muletas. La seguía un hombre a quien Michael no reconoció, con unos ojos de color azul profundo y una barbilla que parecía tallada en piedra. ¿Estaba alucinando Michael, o los dos estaban jugando al que-te-pillo, como los Pequeños?

Ella se detuvo con brusquedad al pie de su cama.

—¡Estás despierto, Circuito!

—Bien, mirad eso —dijo el hombre de los ojos azules—, Lázaro resucitado de los muertos. ¿Cómo te va, amigo?

Michael estaba demasiado asombrado como para contestar. ¿Quién era Lázaro?

Alicia se volvió hacia Peter.

—¿Se lo has dicho?

—Estaba a punto —contestó Peter.

—¿Decirme qué?

—Tu hermana, Michael. —Peter sonrió—. Está aquí.

Brotaron lágrimas de los ojos de Michael.

—Eso no me hace gracia.

—No estoy bromeando, Michael. Sara está aquí. Y se encuentra de maravilla.

—No me acuerdo.

Los seis estaban reunidos alrededor de la cama de Michael. Sara, Peter, Hollis, Alicia, la mujer llamada Billie y el hombre de los ojos azules, quien se había presentado a Michael como Jude Crisp. Después de que Peter diera a Michael la noticia, Alicia se había ido a buscar a su hermana. Momentos después, irrumpió en la habitación y se lanzó sobre él, entre lágrimas y carcajadas. Era tan inexplicable que Michael no sabía por dónde empezar, qué preguntas formular. Pero Sara estaba viva. De momento, eso era lo único importante.

Hollis explicó cómo la habían encontrado. El día después de su llegada, Billie y él habían vuelto a Las Vegas en busca de los Humvees. Habían alcanzado el hotel y encontrado una escena de destrucción total, un montón humeante de cascotes y vigas retorcidas. Toda el ala este del edificio se había derrumbado, cubriendo la calle de una montaña de escombros. Debajo estaban los Humvees, aplastados. El aire estaba impregnado de polvo y hollín. Una lluvia de cenizas cubría todas las superficies. Las llamas habían saltado a un hotel contiguo, que todavía humeaba. Pero el edificio del este, donde Hollis había visto al viral capturar a Sara, estaba intacto. Era algo llamado Restaurante Torre Eiffel. Un largo tramo de escaleras conducía a la estructura más elevada, una gran sala redonda rodeada de ventanas, muchas rotas o desaparecidas, que daban al hotel derrumbado.

Sara se acurrucaba debajo de una mesa, inconsciente. Cuando Hollis la tocó, pareció despertarse, pero tenía los ojos vidriosos y desenfocados. Daba la impresión de que no sabía dónde estaba o qué le había pasado. Presentaba arañazos en los brazos y la cara. Una de las muñecas parecía rota, a juzgar por la forma en que la acunaba sobre el regazo. La levantó en brazos y bajó los once tramos de escaleras oscuras, hasta adentrarse en el humo. Comenzó a recobrar la conciencia cuando estaban a mitad de camino del Refugio.

—¿De veras ocurrió así? —le preguntó Michael.

—Si él lo dice… La verdad, Michael, lo único que recuerdo es haberme quedado sola. Al momento siguiente estaba en el camión con Hollis. El resto es un gran espacio en blanco.

—¿Te encuentras bien?

Sara se encogió de hombros. Era verdad: no presentaba heridas visibles, aparte de los arañazos, y de la muñeca, que sólo estaba torcida, y que habían entablillado.

—Me encuentro bien, pero no puedo explicarlo.

Jude se volvió en la silla hacia Alicia.

—Debo decir, Lish, que sabes montar una fiesta. Me habría gustado ver su expresión cuando les arrojaste la granada.

—También hay que reconocer el mérito de Michael. Fue él quien nos dijo lo del gas. Y Peter utilizó la sartén.

—No acabo de comprender esa parte —dijo Billie, frunciendo el ceño—. ¿Dices que vio su reflejo?

Peter se encogió de hombros.

—Tíos, lo único que sé es que salió bien.

—Tal vez a los virales no les gustó cómo cocinas —sugirió Hollis.

Todo el mundo rió.

Todo era muy raro, pensó Michael. No sólo la historia, sino la forma de actuar de todo el mundo, como si no tuvieran el menor motivo de preocupación.

—Lo que no entiendo es qué hacíais allí —dijo—. Me alegro de que estuvierais, pero me parece mucha casualidad.

Fue Jude quien contestó.

—Todavía enviamos patrullas regulares a la ciudad en busca de provisiones. Cuando el hotel se incendió, nos encontrábamos a tres manzanas de distancia. Tenemos un refugio fortificado en el sótano de un casino. Oímos la explosión y nos dirigimos hacia allí. —Sonrió sin abrir la boca—. Os vimos por pura casualidad.

Michael hizo una pausa para reflexionar sobre sus palabras.

—No, eso no puede ser cierto —dijo al cabo de un momento—. Lo recuerdo muy bien. El hotel saltó por los aires después de que nosotros saliéramos. Ya estabais allí.

Jude meneó la cabeza con expresión dubitativa.

—No lo creo.

—No, pregúntale a ella. Lo vio todo. —Michael se volvió hacia Billie. Estaba observándolo con frialdad, con la misma expresión de preocupación neutra en la cara—. Lo recuerdo a la perfección. Utilizaste la ametralladora contra uno de ellos, y Amy me subió al camión. Después, oímos la explosión.

Antes de que Billie pudiera contestar, Hollis intervino.

—Creo que lo estás mezclando todo, Michael. Fui yo quien te subió al camión. El hotel ya estaba en llamas. Debe de ser eso en lo que estás pensando.

—Habría jurado… —Michael clavó la mirada de nuevo en Jude, en su cara picada—. ¿Y dices que estabais en un refugio?

—Exacto.

—A tres manzanas de distancia.

—Más o menos. —Una sonrisa indulgente—. Como ya he dicho, yo no le daría más vueltas a un golpe de suerte como ése, amigo.

Michael sintió el vértigo desbocado de quien es el centro de la atención de todo el mundo. La historia de Jude no cuadraba, de eso no cabía duda. ¿Quién abandonaría la seguridad de un refugio fortificado, de noche, para acercarse a un edificio en llamas? ¿Y por qué le daba todo el mundo la razón? En los tres lados del hotel, las calles estaban bloqueadas a causa de los cascotes. Eso significaba que Jude y Billie sólo pudieron llegar desde el este. Intentó recordar por qué lado del edificio habían salido. El sur, pensó.

—Joder, no lo sé —dijo por fin—. Tal vez no lo recuerdo con exactitud. Si queréis que os diga la verdad, todo está muy confuso en mi mente.

Billie asintió.

—Es lo que cabe esperar después de un largo período de inconsciencia. Estoy segura de que dentro de unos días volverás a recordar todo.

—Billie tiene razón —dijo Peter—. Dejemos descansar al paciente. —Se dirigió a Hollis—. Olson dijo que iría a echar un vistazo a los campos. Vamos a ver cómo lo hacen.

—¿Quién es Olson? —preguntó Michael.

—Olson Hand. Es el que manda aquí. Estoy seguro de que no tardarás en conocerlo. ¿Qué te parece, Hollis?

El hombretón sonrió con los labios apretados.

—Me parece fantástico.

Dicho eso, todos se levantaron para irse. Michael se había resignado a seguir acostado en soledad, meditando sobre aquellas extrañas circunstancias, cuando en el último instante Sara volvió corriendo a su lado. Jude la estaba observando desde el borde del biombo. Tomó a Michael de la mano y le dio un apresurado beso en la frente, por primera vez desde hacía años.

—Me alegro de que te encuentres bien —dijo—. Concéntrate en recobrar las fuerzas, ¿vale? Es lo que todos estamos esperando.

Michael escuchó los pasos que se alejaban, y el sonido de una pesada puerta, que se abría y volvía cerrarse. Esperó otro minuto para asegurarse de que estaba a solas. Después, abrió la mano para examinar la hoja de papel doblada que Sara le había deslizado.

«No les digas nada».