45

Llegaron desde el sur, mientras el día declinaba, y divisaron unas altísimas ruinas.

Peter iba al volante del primer Humvee. Alicia, arriba, exploraba el terreno con los prismáticos. Caleb iba sentado al lado de Peter, en el asiento del pasajero, con el plano sobre el regazo. La autopista había desaparecido, su curso oculto bajo oleadas de tierra agrietada y pálida.

—Caleb, ¿dónde coño estamos?

Caleb estaba torciendo el plano de un lado a otro. Arqueó el cuello y gritó a Alicia:

—¿Ves la 215?

—¿Qué es la 215?

—¡Otra autopista como ésta! ¡Deberíamos estar cruzándola!

—¡Ni siquiera sabía que íbamos por una autopista!

Peter detuvo el vehículo y recogió la radio del suelo.

—Sara, ¿qué dice el indicador de la gasolina?

Un crujido de estática, y después llegó la voz de Sara.

—Un cuarto de depósito. Quizá un poco más.

—Déjame hablar con Hollis.

Vio por el retrovisor que Hollis, con el brazo herido en cabestrillo, bajaba de su puesto de guardia y tomaba la radio de manos de Sara.

—Creo que tal vez hayamos perdido la carretera —le dijo Peter—. Además, los dos necesitamos combustible.

—¿Hay algún aeropuerto por aquí?

Peter cogió el plano y lo examinó.

—Sí. Si aún estamos siguiendo la autopista 15, debería estar delante de nosotros, hacia el este. —Gritó a Alicia—. ¿Ves algo parecido a un aeropuerto?

—¿Cómo coño quieres que sepa a qué se parece un aeropuerto?

—Dile que busque depósitos de combustible —intervino Hollis por la radio—. Grandes.

—Lish, ¿ves depósitos de combustible?

Alicia se dejó caer en la cabina. Tenía la cara cubierta de polvo. Se mojó la boca con la cantimplora y escupió por la ventanilla.

—Justo delante, a unos cinco clics.

—¿Estás segura?

Ella asintió.

—Hay un puente delante. Creo que podría ser el paso elevado de la autopista 215. Si estoy en lo cierto, el aeropuerto está al otro lado.

Peter levantó la radio de nuevo.

—Lish dice que cree verlo. Sigamos adelante.

—Ojo avizor, primo.

Peter avanzó. Estaban en las afueras del sur de la ciudad, una llanura despejada invadida de malas hierbas. Hacia el oeste, unas montañas de color púrpura se recortaban contra el cielo del desierto como los lomos de unos enormes animales que se levantaran de la tierra. Peter vio que el conjunto de edificios del corazón de la ciudad empezaba a tomar forma al otro lado de su parabrisas, hasta resolverse en una pauta de edificios diferenciados, bañados en una luz dorada. Era imposible saber si eran muy grandes o estaban muy lejos. En el asiento trasero, Amy se había quitado las gafas y contemplaba el paisaje que desfilaba ante su ventanilla. Sara había hecho un buen trabajo y eliminado las greñas. Lo que quedaba de su pelo, aquella maraña salvaje, era un casco oscuro y estilizado, que seguía las líneas de sus mejillas.

Llegaron al paso elevado. El puente había desaparecido, derrumbado en láminas de hormigón roto. Abajo, la autopista era un barranco repleto de coches y cascotes, imposible de atravesar. Lo único que podían hacer era intentar dar un rodeo. Peter guió el Humvee hacia el este, siguiendo la autopista de abajo. Pocos minutos después, llegaron a un segundo puente, que parecía intacto. Era un riesgo, pero se les estaba acabando el tiempo.

Llamó por la radio a Sara.

—Voy a intentar cruzar. Espera hasta que lleguemos al otro lado.

La suerte no los abandonó. Lo cruzaron sin incidentes. Peter se detuvo al otro lado, a la espera de que Sara se reuniera con ellos, y cogió el plano de nuevo. Si estaba en lo cierto, se hallaban en Las Vegas Boulevard South. El aeropuerto, con sus depósitos de combustible, debía de encontrarse al este.

Continuaron adelante. El paisaje empezó a cambiar, aumentaron los edificios y los vehículos abandonados. La mayoría estaban apuntados hacia el sur, para huir de la ciudad.

—Son camiones del ejército —indicó Caleb.

Un minuto después, vieron el primer carro de combate. Estaba volcado en el centro de la carretera, como una gran tortuga vuelta del revés. Las orugas se habían desprendido de las ruedas.

Alicia se acuclilló para asomar la cabeza en la cabina.

—Tira adelante —dijo—. Despacio.

Peter giró el volante para rodear el tanque volcado. Era evidente lo que les aguardaba: el perímetro defensivo de la ciudad. Estaban atravesando un inmenso campo de escombros, procedentes de tanques y otros vehículos. Peter vio, al otro lado, una hilera de sacos de arena apoyados contra una barrera de hormigón, rematada con rollos de alambre.

—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó Sara por la radio.

—Tendremos que dar un rodeo como sea. —Soltó el botón de hablar y habló a Alicia, que estaba mirando con los prismáticos—. Lish, ¿este u oeste?

Ella se agachó de nuevo.

—Oeste. Creo que hay una brecha en el muro.

Se estaba haciendo tarde. El ataque de la noche anterior los había dejado a todos impresionados. Los últimos rayos de luz del día eran como un embudo que les arrastrara hacia la noche. A cada minuto que pasaba, las decisiones que tomaban eran más irrevocables.

—Alicia dice que al oeste —informó por radio Peter.

—Eso nos alejará del aeropuerto.

—Lo sé. Ponme con Hollis otra vez. —Esperó a que Hollis contestara, y después continuó—. Creo que tendremos que utilizar la gasolina para encontrar cobijo en vistas de la noche. Tiene que haber algo útil entre todos esos edificios que se ven delante. Ya volveremos al aeropuerto por la mañana.

La voz de Hollis era serena, pero Peter detectó cierta preocupación subyacente.

—Como quieras.

Miro por el retrovisor a Alicia, quien asintió.

—Vamos a dar un rodeo —dijo Peter.

La brecha en el perímetro era un hueco dentado de unos veinte metros de anchura. Los restos de un tanque carbonizado, derrumbado de lado, se veían cerca de la abertura. Peter pensó que tal vez el conductor intentara romper el cerco.

Siguieron adelante. El paisaje estaba cambiando de nuevo. Había cada vez más edificios a medida que se adentraban en la ciudad. Nadie hablaba. El único sonido que se oía era el rugido grave del motor y los arañazos de las malas hierbas en la panza del Humvee. Habían regresado a Las Vegas Boulevard. Había un letrero agrietado, que todavía colgaba de sus cables sobre la calle, y era empujado por el viento. Los edificios eran más grandes allí, todos ellos de tamaño monumental, y se alzaban sobre la carretera con sus grandes fachadas en ruinas. Algunos estaban quemados, jaulas vacías de vigas metálicas, otros estaban medio derrumbados, y sus fachadas caídas revelaban el laberinto de compartimentos del interior, aderezados con jardines colgantes de cables. Algunos estaban cubiertos de bosques de enredaderas, mientras que otros se hallaban desnudos e inhóspitos, con los letreros todavía intactos, que ostentaban misteriosos nombres. MANDALAY BAY. THE LUXOR. NEW YORK, NEW YORK. Cascotes de todo tipo sembraban los espacios que separaban los edificios, lo cual obligaba a Peter a avanzar a paso de tortuga. Había más Humvees y tanques ante barricadas de sacos de arena. Allí se había librado una batalla. Por dos veces tuvo que detenerse por completo y buscar una ruta alternativa para rodear un obstáculo.

—Esto está demasiado denso —dijo Peter por fin—. No conseguiremos pasar. Caleb, busca una ruta para salir de aquí.

Caleb lo guió hacia el oeste, hacia Tropicana. Pero la carretera desaparecía cien metros más adelante, sumergida otra vez bajo una montaña de escombros. Peter dio marcha atrás, regresó al cruce y se dirigió hacia el norte de nuevo. En esa ocasión los detuvo un segundo perímetro de barricadas de hormigón.

—Esto es como un laberinto.

Probó una ruta más, en dirección este. Tampoco pudo pasar. Las sombras se estaban alargando. Tal vez les quedaba medio palmo de luz buena. Comprendió que había sido un error guiarlos por el corazón de la ciudad. Estaban atrapados.

Levantó la radio del tablero de instrumentos.

—¿Alguna idea, Sara?

—Podemos regresar por donde vinimos.

—Ya estará oscuro cuando salgamos de aquí. No quiero quedar atrapado al raso, sobre todo con todos estos puntos elevados.

Alicia bajó del techo.

—Hay un edificio que parece resistente —dijo enseguida—. Retrocede por esta carretera unos cien metros. Pasamos por delante hace un momento.

Peter comunicó la información al segundo Humvee.

—Creo que no nos quedan muchas alternativas.

Fue Hollis quien contestó.

—Vamos allá.

Retrocedieron. Peter se giró para mirar hacia arriba a través del parabrisas, e identificó el edificio que Alicia había indicado: una estrecha torre blanca, de una altura fabulosa, que se alzaba desde las sombras alargadas hacia la luz del sol. Parecía sólida, aunque, por supuesto, no podía ver el otro lado. Cabía la posibilidad de que la parte trasera del edificio hubiera desaparecido. Estaba separada de la carretera por un alto muro de mampostería y una masa espesa de vegetación que, al acercarse, reveló ser una piscina invadida de malas hierbas. Le preocupaba verse obligado a atravesarla, pero llegó a una brecha en la maleza, justo cuando Alicia le hablaba desde arriba.

—Gira aquí.

Consiguió guiar el Humvee hasta la base de la torre, y aparcó bajo una especie de pórtico coronado de enredaderas. Sara frenó detrás de él. La parte delantera del edificio estaba atrancada, y la entrada protegida por una barricada de sacos de arena. Cuando Peter salió del vehículo, notó un escalofrío. La temperatura estaba bajando.

Alicia había abierto el compartimento posterior, y estaba sacando a toda prisa mochilas y rifles.

—Coged sólo lo que necesitéis para esta noche —ordenó—. Lo que podamos cargar. Llevad toda el agua posible.

—¿Qué hacemos con los Humvees? —preguntó Sara.

—No irán solos a ninguna parte. —Alicia se había pasado un cinto de granadas sobre la cabeza y comprobaba que su rifle estuviera cargado—. Zapatillas, ¿has encontrado alguna entrada? Nos estamos quedando sin luz.

Caleb y Michael estaban luchando con denuedo por forzar la tabla que cubría una ventana. Se desprendió del marco con un crujido de madera contrachapada al partirse, y reveló el cristal que había detrás, incrustado de mugre. Un solo golpe de la palanca de Caleb y el cristal se astilló.

—¡Joder! —exclamó, al tiempo que arrugaba la nariz—. ¿Qué es ese hedor?

—Creo que no tardaremos en descubrirlo —dijo Alicia—. Muy bien, chicos, en marcha.

Peter y Alicia fueron los primeros en entrar por la ventana. Hollis se encargaría de la retaguardia, con Amy y los demás en medio. Peter cayó al interior y se encontró en un pasillo oscuro, que corría paralelo a la fachada del edificio. A su derecha se alzaban un par de puertas metálicas, aseguradas con cadenas que pasaban a través de los tiradores. Volvió hacia la ventana abierta.

—Pásame un martillo, Caleb. Y también la palanca.

Utilizó el extremo afilado de la palanca para romper la cadena. La puerta se abrió y reveló un espacio amplio y despejado, más salón que habitación, incólume. Aparte de un olor químico ácido y vagamente biológico, y de una gruesa capa de polvo que cubría todas las superficies, la impresión era menos de ruina que de abandono, como si sus habitantes se hubieran marchado hacía unos días, en vez de haberlo hecho hacía décadas. En el centro del espacio había una gran estructura de piedra, una especie de fuente, y sobre una plataforma alzada en el centro, un piano rodeado de telarañas. A la izquierda había un mostrador largo. Detrás de él se elevaba una hilera de altas ventanas que daban a un patio, cuyos detalles se perdían bajo una alfombra de exuberante vegetación, lo cual dotaba a la luz de la sala de un tono claramente verdoso. Peter alzó la vista hacia el techo, dividido por una trabajada moldura en paneles convexos diferenciados. Cada uno estaba pintado de forma recargada: figuras aladas de ojos tristes e ingenuos en sus caras regordetas, recortadas contra un cielo de espesas nubes.

—¿Es una especie de… iglesia? —susurró Caleb.

Peter no contestó; no lo sabía. Las figuras aladas del techo tenían algo inquietante, incluso ominoso. Se volvió hacia Amy, que estaba parada junto al piano rodeado de telarañas y miraba hacia arriba como los demás.

Hollis se materializó a su lado.

—Será mejor que subamos a terreno más elevado. —Peter se dio cuenta de que también estaba afectado por aquella presencia fantasmal que flotaba sobre ellos—. Intentemos localizar la escalera.

Se internaron en el edificio por un segundo pasillo, más amplio, flanqueado de tiendas (Prada, Tutto, La Scarpa, Tesorini…); todos los nombres carecían de significado, pero eran extrañamente musicales. Vieron que se habían producido más estragos, ventanas destrozadas, astillas de cristal centelleantes diseminadas sobre el suelo de piedra, que crujían bajo las suelas de sus botas. Daba la impresión de que muchas tiendas habían sido saqueadas (con los mostradores destrozados, y todo volcado), mientras que otras parecían incólumes, con sus productos peculiares e imposibles que todavía estaban expuestos en los escaparates, tales como zapatos con los que nadie podía caminar, o bolsas demasiado pequeñas para cargar con nada. Pasaron ante letreros que anunciaban NIVEL SPA y PASEO DE LA PISCINA, con flechas apuntando hacia otros pasillos contiguos e hileras de ascensores, con sus puertas relucientes cerradas, pero nada que indicase ESCALERA.

El pasillo moría en una segunda zona despejada, tan grande como la primera, que desaparecía en la oscuridad. Tenía un aspecto subterráneo, como si hubieran llegado a la puerta de una caverna inmensa. El olor era más fuerte allí. Rompieron sus barritas de cialum y avanzaron, mientras movían los rifles de un lado a otro. Daba la impresión de que la sala estaba llena de máquinas, cosas que Peter no había visto jamás, con pantallas de vídeo, y cantidad de botones, palancas e interruptores. Delante de cada una había un taburete, donde quizá se habrían sentado los operarios y llevado a cabo su función desconocida.

Entonces vieron a los flacuchos.

Primero uno, después otro, y luego más y más, sus figuras petrificadas definiéndose en la penumbra. La mayoría estaban sentados alrededor de una serie de mesas altas, en posturas horriblemente cómicas, como sorprendidas en mitad de un desesperado acto íntimo.

—¿Qué coño es este lugar?

Peter se acercó a la mesa más cercana. La ocupaban tres figuras sentadas. Una cuarta estaba caída en el suelo, al lado de su taburete volcado. Peter alzó la barrita de cialum y se inclinó sobre el cadáver más próximo, una mujer. Se había derrumbado de cara. Tenía la cabeza vuelta a un lado, con el pómulo apoyado sobre la mesa. El pelo, desprovisto de todo color, formaba una maraña de fibras resecas alrededor del bulto de su cráneo. En lugar de dientes tenía una dentadura postiza, cuyas encías de plástico todavía conservaban un tono rosáceo incongruentemente vital. Tenía el cuello rodeado por collares de metal dorado. Los huesos de los dedos, apoyados sobre la mesa (con lo que daba la impresión de que había extendido las manos antes de caer), estaban adornados con anillos, con gruesas piedras de todos los colores. Sobre la mesa, delante de ella, había un par de cartas cara arriba. Un seis y una jota. Pasaba lo mismo con los demás: cada jugador mostraba dos cartas. Había más cartas diseminadas sobre la mesa. En el centro había un montón de joyas, anillos, relojes y brazaletes, así como una pistola y un puñado de cartuchos.

—Será mejor que continuemos —dijo Alicia, parada detrás de él.

Allí había algo, pensó Peter, algo que debía averiguar.

—No tardará en oscurecer, Peter. Tenemos que encontrar la escalera.

Apartó la vista de la mujer.

Desembocaron en un atrio con una cúpula de cristal. La noche estaba cayendo. Las escaleras automáticas descendían hacia otro hueco oscuro. A la izquierda vieron una fila de ascensores, y otro pasillo más, y más tiendas.

—¿Estamos caminando en círculos? —preguntó Michael—. Juro que ya hemos pasado por aquí.

Alicia compuso una expresión seria.

—Peter…

—Lo sé, lo sé.

Debían tomar una decisión. Seguir buscando la escalera, o encontrar refugio en la planta baja. Se volvió hacia el grupo, que, de repente, se le antojó muy pequeño.

—Maldita sea, ahora no.

Mausami señaló los escaparates de la tienda más cercana.

—Allí está.

DESERT GIFT EMPORIUM, rezaba el letrero. Peter abrió la puerta y entró. Amy estaba mirando una pared de estanterías, al lado del mostrador, un expositor de objetos esféricos de cristal. Amy había cogido uno. Lo sacudió, y un movimiento borroso se produjo en su interior.

—¿Qué es eso, Amy?

La chica se volvió, con el rostro resplandeciente («He encontrado algo, algo maravilloso», parecía decir su mirada), y extendió la mano hacia él. Sobre la palma se apoyó un peso inesperado: la esfera estaba llena de líquido. Suspendidos en él, fragmentos de una materia blanca brillante, como copos de nieve, se estaban posando sobre un paisaje de edificios diminutos. En el centro de la ciudad en miniatura se alzaba una torre blanca; la misma, comprendió Peter, en la que se hallaban ahora.

Los demás se congregaron a su alrededor.

—¿Qué es eso? —preguntó Michael.

Peter se lo pasó a Sara, que lo enseñó a los demás.

—Una especie de maqueta, creo. —El rostro de Amy todavía transmitía felicidad—. ¿Por qué ha querido que viéramos esto?

Fue Alicia quien aportó la respuesta.

—Peter —dijo—, será mejor que veas esto.

Había puesto vuelto el globo del revés, lo que reveló las palabras escritas en la base.

MILAGRO
HOTEL Y CASINO
LAS VEGAS

El olor no tenía nada que ver con los flacuchos, explicó Michael. Era gas de alcantarilla. Sobre todo metano. Por ese motivo el edificio olía como un retrete. Debajo del hotel había un mar de aguas residuales de cien años de antigüedad, los residuos encharcados de toda una ciudad, atrapados como un gigantesco depósito de fermentación.

—Será mejor que no estemos aquí cuando reviente —advirtió—. Será el pedo más potente de la historia. Todo el edificio arderá como una antorcha.

Estaban en la planta 15 del hotel, viendo caer la noche. Durante unos breves minutos de pánico, habían pensado que se habían cobijado en los niveles inferiores del hotel. La única escalera que habían encontrado, al otro lado del casino, estaba sembrada de cascotes: sillas, mesas, colchones y maletas, todo ello torcido y destrozado, como si lo hubieran arrojado desde una gran altura. Fue Hollis quien sugirió que abrieran por la fuerza uno de los ascensores. Suponiendo que el cable estuviera intacto, explicó, podrían subir un par de pisos, suficiente para rodear la barricada y continuar el resto del trayecto por la escalera.

Salió bien. Después, en la planta 16, toparon con una segunda barricada. El suelo de la escalera estaba sembrado de cartuchos. Salieron y se encontraron en un pasillo en penumbra. Alicia partió otra barrita de cialum. El pasillo estaba flanqueado de puertas. Un letrero en la pared anunciaba AMBASSADOR SUITE LEVEL.

Peter señaló con su rifle la primera puerta.

—Adelante, Caleb.

La habitación albergaba dos cadáveres, un hombre y una mujer, tendidos en la cama. Ambos iban vestidos con bata y zapatillas. Sobre la mesa contigua a la cama había una botella de whisky abierta, cuyo contenido se había evaporado hacía mucho tiempo, hasta formar una mancha marrón, y una jeringa de plástico. Caleb verbalizó las palabras que todo el mundo estaba esperando y dijo que no iba a pasar la noche con una pareja de flacuchos, sobre todo de flacuchos que se habían suicidado. Forzaron cinco puertas hasta que encontraron una sin cadáveres. Tres habitaciones, dos con un par de camas y una tercera, más grande, encarada hacia una pared de ventanas que daban a la ciudad. Peter se acercó. El día estaba agonizando, y bañaba el escenario de un resplandor anaranjado. Deseó encontrarse en un punto más elevado, incluso en el tejado, pero aquello tendría que servir.

—¿Qué es eso de ahí abajo? —preguntó Mausami. Estaba señalando al otro lado de la calle, donde un enorme edificio de acero nervado, sobre cuatro patas que se elevaban hasta un extremo puntiagudo, descollaba entre los edificios.

—Creo que es la Torre Eiffel —dijo Caleb—. Una vez vi una foto en un libro.

Mausami frunció el ceño.

—¿No estaba en Europa?

—Está en París. —Michael estaba arrodillado en el suelo, sacando su instrumental—. En París, en Francia.

—¿Y qué hace aquí?

—¿Yo qué sé? —Michael se encogió de hombros—. Tal vez la trasladaron.

Contemplaron juntos la caída de la noche; primero la calle, después los edificios y luego las montañas, todo ello zambulléndose en la oscuridad, como en las aguas de un tubo. Las estrellas estaban saliendo. Nadie tenía humor para hablar. Resultaba evidente que su situación era precaria. Sara, sentada en el sofá, vendaba de nuevo el brazo herido de Hollis. Peter comprendió que estaba preocupada por él, pero no por lo que decía sino por lo que callaba, por cómo trabajaba con su eficacia habitual, y por cómo apretaba los labios.

Se dividieron las raciones de comida preparada y se tumbaron para descansar. Alicia y Sara se ofrecieron para hacer la primera guardia. Peter estaba demasiado agotado para protestar.

—Despertadme cuando me toque —dijo—. Es muy probable que sea incapaz de dormir.

No durmió. Se acostó en el suelo del dormitorio, con la cabeza apoyada sobre la mochila, la vista clavada en el techo. Milagro, pensó. Estaban en Milagro. Amy estaba sentada en un rincón con la espalda apoyada contra la pared, sosteniendo el globo de cristal. Cada pocos minutos, lo levantaba del regazo y le daba una sacudida, lo acercaba a su cara mientras miraba la nieve remolinear y posarse en su interior. En tales momentos, Peter se preguntaba qué significaba él para ella, y qué significaban todos los demás. Le había explicado adónde iban y por qué. Pero si ella sabía qué había en Colorado, y quién había enviado la señal, no lo demostró.

Por fin se dio por vencido y volvió a la habitación principal. Un gajo de luna se había alzado sobre los edificios. Alicia estaba parada frente a la ventana, escudriñando la calle. Sara estaba sentada a una pequeña mesa, haciendo un solitario, con el rifle sobre el regazo.

—¿Alguna señal?

Sara frunció el ceño.

—Si la hubiera, ¿estaría jugando a las cartas?

Tomó asiento. Durante un rato se limitó a mirarla jugar, sin decir nada.

—¿De dónde has sacado las cartas?

En el dorso se podía leer el nombre de aquel lugar: MILAGRO.

—Lish las encontró en un cajón.

—Deberías descansar, Sara —dijo Peter—. Yo te relevaré.

—Estoy bien. —Volvió a fruncir el ceño, barajó las cartas y las repartió de nuevo—. Vuelve a la cama.

Peter no dijo nada más. Tenía el presentimiento de que había cometido alguna equivocación, pero no sabía cuál.

Alicia se volvió desde la ventana.

—Si no te importa, creo que aceptaré tu oferta. Echaré una cabezadita unos minutos. Si te va bien, Sara.

Ella se encogió de hombros.

—Como quieras.

Alicia los dejó solos. Peter se levantó y caminó hacia la ventana, y utilizó el visor nocturno de su rifle para escudriñar la calle: coches abandonados, montañas de cascotes y basura, los edificios vacíos. Un mundo congelado en el tiempo, atrapado en el momento de su abandono durante las últimas y violentas horas del Tiempo de Antes.

—No hace falta que finjas.

Se volvió. Sara le estaba mirando con frialdad, su rostro bañado por la luz de la luna.

—¿Fingir qué?

—Peter, por favor. Ahora no. —Peter intuyó su resolución. Había decidido algo—. Hiciste lo que pudiste. Lo sé. —Lanzó una silenciosa carcajada y desvió la vista—. Diría que te lo agradezco, pero quedaría como una idiota, de modo que no lo haré. Si todos vamos a morir aquí, sólo quería que supieras que no pasa nada.

—No va a morir nadie.

Fue lo único que se le ocurrió decir.

—Bien, espero que sea verdad. —Sara se detuvo—. De todos modos, aquella noche…

—Escucha, Sara, lo siento. —Respiró hondo—. Tendría que habértelo dicho antes. Fue culpa mía.

—No tienes por qué disculparte, Peter. Como ya he dicho, lo intentaste. Fue un buen intento, pero estáis hechos el uno para el otro. Creo que siempre lo he sabido. Fue estúpido por mi parte no aceptarlo.

Él se sentía confundido por completo.

—Sara, ¿de qué estás hablando?

Sara no contestó. Sus ojos se abrieron de par en par de repente. Estaba mirando hacia la ventana.

Peter se volvió al instante. Sara se levantó y corrió a su lado.

—¿Qué has visto?

Ella señaló.

—Al otro lado de la calle, en la torre.

Peter miró por el visor nocturno.

—Yo no veo nada.

—Estaba allí. Lo sé.

Entonces, Amy entró en la habitación. Apretaba el globo contra el pecho. Con la otra mano, agarró a Peter del brazo y empezó a alejarle de la ventana.

—¿Qué pasa, Amy?

Más que astillarse, el cristal que tenían detrás estalló en una lluvia de fragmentos centelleantes. Su cuerpo se quedó sin aire cuando salió lanzado al otro extremo de la habitación. Peter comprendió más tarde que el viral había caído sobre ellos. Oyó chillar a Sara; ni siquiera fueron palabras, sólo un grito de terror. Cayó al suelo y rodó, sus miembros enredados con los de Amy, a tiempo de ver que el ser saltaba por la ventana.

Sara había desaparecido.

Alicia y Hollis irrumpieron en la habitación. Entraron todos. Hollis estaba parado ante la ventana, apuntando su rifle hacia abajo, barriendo el escenario con el cañón. Pero no disparó.

—¡Joder!

Alicia puso en pie a Peter.

—¿Te has cortado? ¿Te has hecho arañazos?

Aún tenía el estómago revuelto. Negó con la cabeza.

—¿Qué ha pasado? —gritó Michael—. ¿Dónde está mi hermana?

Peter encontró la voz.

—Se la llevó.

Michael había agarrado a Amy con rudeza por los brazos. Ella aferraba todavía el globo, que había conseguido salir indemne.

—¿Dónde está? ¿Dónde está?

—¡Basta, Michael! —gritó Peter—. ¡La estás asustando!

El globo cayó al suelo con un estallido cuando Alicia tiró de Michael y le envió de un empujón al sofá. Amy se tambaleó hacia atrás, con los ojos dilatados a causa del miedo.

—¡Haz el favor de calmarte, Circuito! —dijo Alicia.

Unas lágrimas de furia asomaron a sus ojos.

—¡No me llames así, joder!

—¡Todo el mundo callado! —gritó una voz potente.

Se volvieron hacia Hollis, parado ante la ventana abierta con el rifle apoyado en la cadera.

—Cerrad-el-pico. —Paseó la mirada sobre ellos—. Yo iré a buscar a tu hermana, Michael.

Hollis dobló una rodilla y comenzó a buscar más cargadores en su mochila, al tiempo que los iba guardando en los bolsillos del chaleco.

—He visto por dónde se la llevaron. Eran tres.

—Hollis… —empezó Peter.

—No lo estoy pidiendo. —Su mirada se cruzó con la de Peter—. Tú más que nadie sabes que debo ir.

Michael avanzó.

—Te acompaño.

—Yo también —se sumó Caleb. Miró al grupo, con expresión vacilante—. O sea, porque vamos a ir todos, ¿no?

Peter miró a Amy. Estaba sentada en el sofá, con las rodillas apretadas contra el pecho en un gesto protector. Peter pidió su pistola a Alicia.

—¿Para qué?

—Si vamos a salir, Amy necesita un arma.

La desenfundó del cinto. Peter soltó el cargador para echarle un vistazo, después lo embutió en la culata y amartilló el arma para introducir una bala en la recámara. Se volvió y la extendió hacia Amy.

—Un disparo —dijo. Se dio unos golpecitos en el esternón—. Es el único que podrás hacer. Aquí. ¿Sabrás hacerlo?

Amy levantó los ojos del arma y asintió.

Reunieron el equipo y Alicia se llevó a Peter aparte.

—No es que me oponga —dijo en voz baja—, pero podría ser una trampa.

—Sé que es una trampa. —Peter cogió el rifle y la mochila—. Creo que lo he sabido desde que llegamos a este lugar. Todas esas calles bloqueadas nos condujeron justo hasta aquí. Pero Hollis tiene razón. Nunca habría tenido que abandonar a Theo, y ahora no voy a abandonar a Sara.

Rompieron las barritas de cialum y salieron al pasillo. En lo alto de las escaleras, Alicia se acercó a la barandilla y miró hacia abajo, al tiempo que barría la zona con el cañón de su rifle. Les indicó que todo estaba despejado y que avanzaran.

Bajaron de esta manera, tramo a tramo, Alicia y Peter delante, Mausami y Hollis en la retaguardia. Cuando llegaron al tercer piso, salieron de las escaleras y avanzaron por el pasillo hacia los ascensores.

El ascensor de en medio estaba abierto, tal como lo habían dejado. Peter miró por encima del borde y vio la caja, con la escotilla del techo abierta, más abajo. Se asió el cable, con el rifle colgado a la espalda en bandolera, descendió hasta el techo de la caja y se dejó caer en el interior. El ascensor se abría a otro vestíbulo, de dos pisos de altura y techo de cristal. La pared que daba a la puerta abierta estaba cubierta de espejos, lo cual le proporcionaba una vista en ángulo del otro lado. Levantó apenas el cañón del rifle, al tiempo que contenía el aliento, pero el espacio iluminado por la luna estaba vacío. Lanzó un silbido a través de la escotilla a los demás.

El resto del grupo le siguió por la escotilla. La última fue Mausami. Peter vio que cargaba con dos mochilas, una en cada hombro.

—La de Sara —explicó—. He pensado que la necesitará.

El casino estaba a su izquierda, a la derecha el pasillo a oscuras de tiendas vacías. Al otro lado se encontraban la entrada principal y los Humvees. Hollis había visto que se llevaban a Sara al otro lado, a la torre. El plan consistía en salvar la distancia a bordo de los vehículos, protegiéndose con las ametralladoras. Después de eso, ya verían.

Llegaron al vestíbulo, donde había un piano silencioso. Todo estaba tranquilo, igual que antes. A la luz de sus barritas de cialum, las figuras pintadas en el techo parecían flotar en libertad, suspendidas sobre sus cabezas sin que parecieran pertenecer a ningún plano físico de existencia. Cuando Peter las vio por primera vez, se le habían antojado amenazadoras, pero cuando las miró ahora, aquella sensación desapareció. Aquellos ojos inocentes y las caras redondas… Peter comprendió que eran de los Pequeños.

Llegaron a la entrada y se acuclillaron junto a la ventana abierta.

—Yo saldré primero —dijo Alicia. Tomó un sorbo de su cantimplora—. Si está despejado, subimos y nos vamos. No quiero demorarme más de dos segundos junto a la base del edificio. Michael, tú ocuparás el lugar de Sara al volante del segundo Humvee, Hollis y Mausami, ocupaos de las ametralladoras. Caleb, sal cagando leches, sube y asegúrate de que Amy está contigo. Yo os cubriré mientras todo el mundo sube a bordo.

—¿Y tú? —preguntó Peter.

—No te preocupes. No permitiré que te vayas sin mí.

Entonces se levantó, se tiró por la ventana y corrió en dirección al vehículo más próximo. Peter ocupó su posición. La oscuridad era absoluta, pues el techo del pórtico ocultaba la luna. Oyó un suave impacto cuando Alicia se parapetó tras un Humvee. Apretó la culata del rifle contra su hombro, esperando con impaciencia el silbido de Alicia.

—¿Qué coño la demora? —susurró Hollis a su lado.

Una figura surgió de la oscuridad y corrió hacia ellos.

—¡Corred!

Mientras Alicia se arrojaba a través de la ventana, Peter comprendió lo que estaba viendo: una masa rodante de una luz pálida y verdosa, como la cresta de una ola, que se lanzaba contra el edificio.

Eran virales. La calle estaba llena de ellos.

Hollis había comenzado a disparar. Peter cargó con el arma y trató de hacer un par de disparos antes de que Alicia lo agarrase de la manga y tirase de él para apartarlo de la ventana.

—¡Son demasiados! ¡Salgamos de aquí!

Habían llegado a menos de la mitad del vestíbulo cuando les llegó un estruendo atronador y el sonido que haría un árbol al caer a tierra. La puerta principal estaba cayendo, y los virales debían de estar dispuestos a atravesarla de un momento a otro. Más arriba, Caleb y Mausami corrían por el pasillo en dirección al casino. Alicia disparaba rápidas ráfagas para cubrirles la retirada, los cartuchos repiqueteaban sobre el suelo de baldosas. Gracias a la luz brillante del cañón, Peter vio a Amy a cuatro patas tras el piano, tanteando el suelo como si hubiera perdido algo. La pistola. Pero era absurdo buscarla ahora. La asió del brazo y tiró de ella hacia adelante, en pos de los demás. Se repetía a sí mismo: «Estamos muertos. Todos estamos muertos».

Otro estruendo de cristales rotos en el interior del edificio. Los estaban atacando por los flancos. Pronto estarían rodeados, perdidos en la oscuridad. Como en el centro comercial, pero peor, porque no había luz del día hacia la que correr. Vio a Hollis a su lado. Delante vio el resplandor de una barrita de cialum y la figura de Michael, que atravesaba agachado la ventana rota de un restaurante. Cuando llegó, vio que Caleb y Mausami ya estaban dentro.

—¡Por aquí! ¡Deprisa! —gritó a Alicia, al tiempo que daba un empujón a Amy, y vio que Michael desaparecía por una segunda puerta situada al fondo.

—Síguelos —gritó—. ¡Ya!

Alicia lo empujó por la ventana. Introdujo la mano en su bolsa, extrajo otra barrita de cialum y la rompió sobre la rodilla. Atravesaron la sala en dirección a la otra puerta, que aún estaba batiendo debido al ímpetu de la salida de Michael.

Otro pasillo, estrecho y de techo bajo, como un túnel. Peter vio que Hollis y los demás corrían delante, al tiempo que agitaban los brazos en su dirección y les llamaban por el nombre. De repente percibieron un potente olor a gas de alcantarilla, casi mareante. Peter y Alicia giraron sobre sus talones cuando el primer viral irrumpió a través de la puerta en pos de ellos. El pasillo destelló con la luz de los cañones de los rifles. Peter disparó a ciegas hacia la puerta. El primero cayó, y luego otro y otro. Pero seguían llegando más.

Se dio cuenta de que había estado apretando el gatillo sin que pasara nada. Su arma estaba vacía, pues había disparado la última bala. Alicia tiraba de él pasillo adelante. Había un tramo de escaleras que bajaba a otro pasillo. Topó con la pared y estuvo a punto de caer, pero siguió adelante.

El pasillo terminaba en un par de puertas batientes que daban a una cocina. La escalera los había conducido por debajo del nivel del suelo hacia las entrañas del hotel. Hileras de ollas de cobre colgaban del techo, sobre una amplia mesa de acero que brillaba con el reflejo de la barrita de Alicia. El aire estaba impregnado de gases y le costaba respirar. Tiró su rifle vacío y agarró una amplia sartén de cobre, bastante pesada.

Algo los había seguido a través de la puerta.

Se volvió e hizo girar la sartén al tiempo que saltaba hacia atrás contra la cocina (un gesto que habría parecido cómico de no ser tan desesperado), protegiendo a Alicia con su cuerpo cuando el viral saltó sobre la mesa de acero y quedó acuclillado. Una hembra. Tenía los dedos cubiertos de anillos, como los que había visto en los flacuchos de la mesa de juego. Tenía las manos apartadas del cuerpo, con los largos dedos flexionados, y los hombros oscilaban de un lado a otro con movimientos líquidos. Peter sujetaba la sartén como si fuera un escudo, con Alicia detrás de él.

—¡Se ve a sí misma! —dijo Alicia.

¿A qué estaba esperando la viral? ¿Por qué no atacaba?

—¡Su reflejo! —susurró Alicia—. ¡Ve su reflejo en la sartén!

Peter tomó conciencia de un nuevo sonido, procedente de la viral, un gemido nasal plañidero, como el lloriqueo de un perro. Como si la imagen de su rostro, reflejado en el culo de cobre de la sartén, fuera el origen de un profundo y melancólico reconocimiento. Peter movió con cautela la sartén de un lado a otro, y los ojos de la viral la siguieron, como en trance. ¿Cuánto tiempo podría distraerla así, antes de que más virales entraran por la puerta? Tenía las manos resbaladizas a causa del sudor; el aire estaba tan impregnado de vapores que apenas podía respirar.

«Este lugar arderá como una antorcha».

—Lish, ¿ves alguna salida?

Alicia movió la cabeza a toda prisa.

—Una puerta a tu derecha, a unos cinco metros.

—¿Está cerrada con llave?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Hablaba con los dientes apretados, haciendo lo imposible por mantener el cuerpo inmóvil, con el objetivo de que la viral siguiera hipnotizada por la sartén.

—¿Ves alguna cerradura, maldita sea?

La criatura se sobresaltó, y una rigidez muscular recorrió su cuerpo. Abrió la boca, que reveló las filas de dientes relucientes. Había dejado de gemir y empezado a chasquear.

—No, no veo ninguna.

—Saca una granada.

—¡Aquí no hay espacio suficiente!

—Hazlo. La cocina está llena de gas. Tírala detrás de ella y corre hacia la puerta.

Alicia deslizó una mano entre sus cuerpos hacia la cintura y liberó una granada del cinto. Peter notó que tiraba de la espoleta.

—Allá va —dijo Alicia.

Un limpio arco se elevó y pasó por encima de la cabeza de la viral. Sucedió tal como Peter había esperado. La viral apartó la mirada, y miró a un lado para seguir la parábola de la granada, que golpeó en la mesa detrás de ella antes de rodar hasta el suelo. Peter y Alicia ya corrían hacia la puerta. Alicia llegó primero y empujó la barra metálica. Aire puro y sensación de espacio. Estaban en una especie de área de carga y descarga. Peter llevaba la cuenta de cabeza.

«Un segundo, dos segundos, tres segundos…»

Oyó la primera explosión, la detonación de la granada, y después un segundo estampido más profundo cuando el gas de la cocina prendió. Rodaron sobre el borde del muelle de descarga cuando la primera puerta voló sobre sus cabezas, y después la onda expansiva, una proa de fuego. Peter sintió que le arrebataban el aire de los pulmones. Apretó la cara contra la tierra, con las manos sobre la cabeza. Hubo más explosiones cuando estallaron las bolsas de gas, y el fuego se propagó hacia arriba a través del edificio. Empezaron a llover cascotes sobre ellos, cristales por todas partes que se estrellaban contra el pavimento en una lluvia de fragmentos centelleantes. Respiró una bocanada de humo y polvo.

—¡Tenemos que irnos! —gritó Alicia, y tiró de él—. ¡El edificio va a saltar por los aires!

Peter notaba húmedas la cara y las manos, pero no sabía de qué. Se encontraban en la parte sur del edificio. Cruzaron la calle a todo correr bajo la luz del hotel en llamas y se parapetaron tras el bulto lleno de herrumbre de un coche volcado.

Respiraban con dificultad y tosían por culpa del humo. Tenían la cara cubierta de hollín. Miró a Lish y vio una mancha larga y reluciente en la parte superior del muslo, que empapaba la tela de sus pantalones.

—Estás sangrando.

Ella señaló su cabeza.

—Y tú también.

Encima de ellos, una segunda serie de explosiones sacudió el aire. Una enorme bola de fuego ascendió hacia el cielo a través del hotel, al tiempo que bañaba la escena de una intensa luz anaranjada y enviaba una lluvia de cascotes en llamas sobre la calle.

—¿Crees que los demás habrán logrado escapar? —preguntó.

—No lo sé. —Alicia volvió a toser, tomó un sorbo de agua de su cantimplora y escupió en el suelo—. No te muevas.

Se asomó a la esquina del coche y regresó un momento después.

—Desde aquí cuento doce pitillos. —Hizo un vago ademán hacia arriba y a un lado—. Veo más en la torre que hay al final de la calle. El fuego los ha obligado a retroceder, pero volverán.

Así estaba la cosa. En la oscuridad, sin rifles, atrapados entre un edificio en llamas y los virales. Descansaban codo con codo, la espalda apoyada contra el coche.

Alicia volvió la cabeza para mirarlo.

—Utilizar la sartén fue una buena idea. ¿Cómo sabías que saldría bien?

—No lo sabía.

Ella sacudió la cabeza.

—De todos modos, fue un truco cojonudo. —Hizo una pausa, y una expresión de dolor cruzó su cara. Cerró los ojos y respiró—. ¿Preparado?

—¿Los Humvees?

—Son nuestra única posibilidad, diría yo. Mantengámonos cerca de los incendios; los utilizaremos a modo de protección.

Tanto si había incendios como si no, probablemente no recorrerían más de diez metros antes de que los vieran los virales. A juzgar por el aspecto de la pierna de Alicia, dudaba que pudiera andar. Sólo contaban con sus cuchillos y las cinco granadas del cinto de Alicia. Pero Amy y los demás seguían ilesos, creía. Tenían que intentarlo, al menos.

Alicia desprendió dos granadas y las depositó en sus manos.

—Recuerda nuestro trato —dijo.

Se refería a que tenía que matarla, llegado el caso. La respuesta le salió con tal facilidad que le sorprendió.

—Yo también. No quiero ser como ellos.

Alicia asintió. Había desprendido una granada y quitado el seguro, dispuesta a arrojarla.

—Antes de que hagamos esto sólo quiero decirte que me alegro de que seas tú.

—Lo mismo digo.

Alicia se secó los ojos con la muñeca.

—Joder, Peter, ya me has visto llorar dos veces. No se lo digas a nadie; te lo prohíbo.

—No lo haré; te lo prometo.

Un destello de luz lo cegó. Por un instante, creyó que había pasado algo y ella había lanzado la granada sin querer. Al fin y al cabo, ¿qué era la muerte sino luz y silencio? Pero entonces oyó el rugido de un motor y comprendió que era un vehículo, y que iba hacia ellos.

—¡Subid! —tronó una voz—. ¡Subid al camión!

Se quedaron de piedra.

Los ojos de Alicia se abrieron de par en par, con la granada sin espoleta en la mano.

—¡La leche!, ¿qué hago con esto?

—¡Tírala!

La arrojó por encima del coche. Peter la aplastó contra el suelo cuando la granada estalló con estrépito. Las luces se estaban acercando. Se pusieron a correr cojeando, el brazo de Peter alrededor de la cintura de Alicia. De la oscuridad estaba surgiendo un vehículo cuadrado, con un gigantesco arado que sobresalía de la parte delantera como una sonrisa demente, el parabrisas envuelto en una jaula de alambre. Había una especie de cañón montado en el techo, con una figura situada detrás. Mientras Peter miraba, el cañón cobró vida y disparó una nube de fuego líquido sobre sus cabezas.

Se tiraron al suelo. Peter notó un calor punzante en la nuca.

—¡Al suelo! —tronó de nuevo la voz, y sólo entonces reparó Peter en que el sonido estaba amplificado, y procedía de una bocina montada en el techo de la cabina del camión—. ¡Moved el culo!

—Bueno, ¿qué? —gritó Alicia, cuerpo a tierra—. ¡O una cosa o la otra!

El camión se detuvo a escasos metros de sus cabezas. Peter puso a Alicia en pie, mientras la figura del techo dejaba caer una escalerilla. Una gruesa máscara de alambre ocultaba su cuerpo. Llevaba el cuerpo cubierto de gruesas almohadillas y una escopeta de cañón corto sujeta a la pierna dentro de una funda de cuero. En un lado del camión estaban escritas las palabras: DEPARTAMENTO DE REFORMATORIOS DEL ESTADO DE NEVADA.

—¡A la parte de atrás! ¡Moveos!

Era la voz de una mujer.

—¡Somos ocho! —gritó Peter—. ¡Nuestros amigos siguen ahí fuera!

Pero la mujer no pareció escucharlo, y si lo hizo, le dio igual. Los condujo hasta la parte posterior del camión, con movimientos sorprendentemente ágiles pese a su pesado blindaje. Giró un pomo y la puerta se abrió de par en par.

—¡Sube, Lish!

Era la voz de Caleb. Todos estaban allí, tirados en el suelo del compartimento a oscuras. Peter y Alicia subieron. La puerta se cerró con estrépito a sus espaldas y los encerró en las tinieblas.

El camión empezó a moverse con una sacudida.