Llegaron a Joshua Valley con diez minutos de margen. Cuando pararon ante el parque de bomberos, casi no había luz. El parque estaba ubicado en el borde occidental de la ciudad, un edificio rechoncho con techo de hormigón y un par de puertas arqueadas que daban a la calle, precintadas con bloques de cemento. Hollis los guió hasta la parte de atrás, donde el depósito de agua se alzaba entre matorrales de altas hierbas. El agua que salía de la bomba era tibia, con sabor a herrumbre y tierra. Todos bebieron con ansia y vertieron grandes cascadas sobre sus cabezas. Peter pensó que el agua nunca le había sabido tan bien.
Se agruparon a la sombra del edificio, mientras Hollis y Caleb arrancaban las tablas que cubrían la entrada posterior del cuartel. Tras un empujón la puerta cedió sobre sus goznes herrumbrados, y exhaló una ráfaga de aire atrapado tan denso y tibio como el aliento humano. Hollis cogió el rifle.
—Esperad aquí.
Peter escuchó los pasos de Hollis, que resonaban en el espacio oscuro. Se sentía extrañamente indiferente. Habían llegado hasta allí, y parecía imposible que el parque de bomberos les negara refugio por una noche. Después, Hollis volvió.
—Todo despejado —dijo—. Hace calor, pero esto es lo que hay.
Lo siguieron hasta una amplia sala de techo alto. Las ventanas estaban atrancadas con más bloques de hormigón, con estrechas rendijas en lo alto para ventilar, a través de las cuales se colaba el resplandor amarillento de la luz diurna agonizante. El aire olía a polvo y animales. Contra las paredes había un batiburrillo de herramientas y trastos diversos: sacos de hormigón, palas de plástico y mangueras incrustadas de cemento, una carretilla, rollos de cuerda y cadenas. Las plataformas sobre las que habían descansado los vehículos estaban vacías. La edificación hacía las veces de establo improvisado, con media docena de compartimentos y arreos colgados de las tablas. A lo largo de la pared del fondo, un tramo de escaleras de madera ascendía hacia la nada, pues el segundo piso había desaparecido.
—Hay literas en la parte de atrás —explicó Hollis. Se había arrodillado para llenar el farol con un jarro de plástico. Peter vio el color dorado claro del líquido y reconoció el olor. No era alcohol, sino petróleo. Gasolina o, lo más probable, queroseno—. Todas las comodidades del hogar. Hay una cocina y un baño, aunque sin agua corriente, y la chimenea está sellada.
Alicia condujo el caballo al interior.
—¿Y esa puerta? —preguntó.
Hollis encendió el farol con una cerilla, hizo una pausa para ajustar la mecha y se lo pasó a Mausami, quien estaba a su lado.
—Échame una mano, Zapatillas.
Hollis sacó un par de llaves inglesas y le dio una a Caleb. Sobre la entrada central, colgando de las vigas mediante un par de cadenas bloqueadas, había una barricada de gruesas planchas metálicas, enmarcadas por pesados maderos. La colocaron en la jamba, la sujetaron con tornillos y se quedaron encerrados.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Peter.
Hollis se encogió de hombros.
—Ahora esperaremos hasta el amanecer —contestó—. Yo haré la primera guardia. Tú y los demás deberíais dormir.
En el cuarto de atrás estaban las literas de las que Hollis había hablado, una docena de colchones sobre muelles hundidos. Una segunda puerta conducía a la cocina y, al otro lado, un cuarto de baño, con una hilera de lavabos oxidados bajo un espejo rajado y cuatro urinarios. Todas las ventanas estaban atrancadas. Habían arrancado un váter, y ahora estaba inclinado hacia adelante como la cara de un borracho, al fondo de la sala. En vez de ello había un cubo de plástico y, en el suelo, a su lado, una pila de revistas antiguas. Peter recogió la de encima: Newsweek. En la portada había la foto borrosa de un viral. La imagen estaba extrañamente achatada, como si la hubieran tomado desde una gran distancia y de muy cerca al mismo tiempo. El ser estaba parado en una especie de nicho, delante de un aparato con las letras ATM escritas encima. Peter no sabía qué era, aunque había visto uno como ése en el centro comercial. En el suelo, al lado de donde yacía el viral, había un solo zapato. El pie de foto de una sola palabra rezaba: CRÉANLO.
Volvió con Alicia al garaje.
—¿Dónde están las demás provisiones? —preguntó a Hollis.
Hollis le enseñó el punto en el que se levantaban las tablas del suelo, revelando un hueco de un metro de profundidad, el contenido cubierto por una pesada lona de plástico. Peter se introdujo allí y levantó la lona. Había más jarras de combustible y agua, y filas de cajas muy apretadas, como las que habían encontrado debajo de las escaleras en la central eléctrica.
—Estas diez de aquí contienen más rifles —señaló Hollis—. Allí, pistolas. Sólo trasladamos las armas más pequeñas, los explosivos no. Demo no sabía si estallarían solos y derribarían el edificio, así que los dejamos en el búnker.
Alicia había abierto una de las cajas. Extrajo una pistola negra. Tiró de la corredera, apuntó y apretó el gatillo. Oyeron el chasquido del percutor sobre una recámara vacía.
—¿Qué clase de explosivos son?
—Sobre todo granadas. —Hollis dio unos golpecitos sobre una de las cajas con la punta de la bota—. Pero la auténtica sorpresa es ésta de aquí. Échame una mano.
Los demás se habían congregado alrededor del hueco. Hollis y Alicia estaban a cada lado de la caja, y la subieron hasta el suelo del garaje. Hollis se arrodilló y la abrió. Peter esperaba más armas, de modo que se quedó sorprendido al ver una colección de pequeñas bolsas grises. Hollis entregó una a Peter. Apenas pesaba unos pocos kilos. En un lado había una etiqueta blanca, cubierta de letras negras diminutas. Encima vio las letras CPC.
—Significa «Carnes Preparadas para Comer» —explicó Hollis—. Comida del ejército. Hay miles en el búnker. Tenemos… Déjame ver —dijo, y cogió la bolsa que Peter sujetaba para leer la letra diminuta—. HAMBURGUESA DE SOJA CON SALSA DE CARNE. Nunca la he probado.
Alicia sostenía una bolsa y la contemplaba con escepticismo.
—Hollis, estas cosas llevan «preparadas» unos noventa años. No pueden continuar en buen estado.
El hombretón se encogió de hombros y empezó a pasar las bolsas.
—Muchas no, pero si siguen cerradas al vacío se pueden comer. Créeme, lo sabrás en cuanto tires de la tapa. La mayoría son muy buenas, pero cuidado con el buey stroganoff. Demo lo llamaba «Carne que Pasa de dejarse Comer».
Todos se sentían reticentes, pero tenían demasiada hambre como para negarse. Peter tenía dos: la hamburguesa de soja y un budín dulce y pegajoso llamado «flan de mango». Amy se sentó en el borde de una litera y masticó con suspicacia un puñado de galletas amarillas y un trozo de algo que parecía queso correoso. De vez en cuando levantaba los ojos con cautela, como para verificar dónde estaba. Después, reanudaba su furtiva comida. El flan de mango era tan dulce que Peter se sintió mareado, pero cuando apoyó la cabeza en el catre notó que la fatiga se desenroscaba en su pecho y supo que el sueño no tardaría en apoderarse de él. Su último pensamiento fue para Amy, que mordisqueaba sus galletitas mientras paseaba la mirada por la sala. Como si estuviera esperando que sucediera algo. Pero esa idea era como una cuerda que no pudiera sujetar en las manos, y sus manos se vaciaron pronto. El pensamiento se había desvanecido.
Después, la cara de Hollis estaba flotando sobre la de Peter en la oscuridad. Parpadeó para disipar la niebla de su desorientación. En la sala hacía un calor asfixiante. Tenía la camisa y el pelo empapados en sudor. Antes de que Peter abriera la boca para hablar, Hollis se llevó un dedo a los labios para silenciarlo.
—Coge el rifle y vamos.
Hollis, cargado con el farol, lo guió hasta el garaje. Sara estaba apoyada contra las paredes de bloques de hormigón, donde habían estado las puertas del área de carga y descarga, una pequeña portilla de observación en una de las puertas, una placa metálica que se deslizaba a un lado mediante una guía atornillada en el hormigón.
Sara se alejó.
—Echa un vistazo —susurró.
Peter miró por la mirilla. Percibió el olor del viento, la fría noche del desierto. La ventana daba a la calle principal de la población, la Ruta 62. Enfrente del parque de bomberos había un bloque de edificios derruidos, y detrás de ellos, la línea ondulada de las colinas, todo ello bañado en la luz azulina de la luna.
Había un solo viral acuclillado en la carretera.
Peter nunca había visto uno tan inmóvil, al menos de noche. Estaba de cara al edificio, en cuclillas, contemplando el edificio. Mientras Peter miraba, aparecieron otros dos de entre la oscuridad, avanzaron por la carretera y se detuvieron para adoptar la misma postura vigilante, de cara al parque de bomberos. Era un grupo de tres.
—¿Qué están haciendo? —susurró Peter.
—Nada —dijo Hollis—. Se mueven un poco, pero sin acercarse.
Peter apartó la cara de la mirilla.
—¿Crees que saben que estamos aquí?
—Está cerrado a cal y canto, pero no tanto. Seguro que han olido al caballo.
—Sara, ve a despertar a Alicia —dijo Peter—. Hazlo en silencio, es mejor que los demás continúen dormidos.
Peter volvió a la ventana.
—¿Cuántos has dicho que había? —preguntó al cabo de un momento.
—Tres —contestó Hollis.
—Pues ahora hay seis.
Peter se apartó para que Hollis mirara.
—Esto es malo —dijo Hollis.
—¿Cuáles son los puntos débiles?
Alicia estaba a su lado. Quitó el seguro del rifle y, esforzándose por no hacer ruido, tiró del cerrojo. Entonces oyeron un ruido sordo arriba.
—Están en el tejado.
Michael salió dando tumbos de la sala de atrás. Los observó con el ceño fruncido, los ojos abotargados de sueño.
—¿Qué pasa? —preguntó en voz demasiado alta.
Alicia se llevó un dedo a los labios y señaló el techo. Había más ruidos arriba. Peter notó en sus tripas una bomba que estallaba. Los virales estaban buscando una forma de entrar.
Algo estaba arañando la puerta.
Un impacto de carne sobre metal, de hueso sobre acero. Era como si los virales la estuvieran poniendo a prueba, pensó Peter. Midiendo sus fuerzas antes del empujón final. Apretó la culata contra el hombro, dispuesto a disparar, justo cuando Amy se interpuso en su línea de visión. Más tarde, se preguntaría si había estado en la sala desde el primer momento, escondida en una esquina, observando en silencio. Se acercó a la barricada.
—Amy, vuelve…
Se arrodilló ante la puerta y apoyó las palmas de las manos contra ella. Tenía la cabeza inclinada, con la frente tocando el metal. Otro golpe desde el otro lado, aunque esta vez más suave, inquisitivo. Los hombros de Amy temblaban.
—¿Qué está haciendo?
Fue Sara quien contestó.
—Creo que está… llorando.
Nadie se movió. No se oyeron más sonidos procedentes del otro lado de la puerta. Por fin, Amy se levantó y se volvió hacia ellos. Tenía los ojos distantes, desenfocados. Era como si no los viera.
Peter levantó una mano.
—No la despertéis.
Mientras observaban en silencio, Amy se volvió y caminó, con el mismo aire extraterrestre, hasta la puerta del dormitorio, justo cuando aparecía Mausami, que había sido la última en despertar. Amy pasó a su lado como si no reparara en su presencia. Lo siguiente que oyeron fue un rechinar de muelles oxidados cuando se tumbó en su catre.
—¿Qué está pasando? —preguntó Mausami—. ¿Por qué me estáis mirando así?
Peter se acercó a la ventana. Apretó la cara contra la mirilla. Vio lo que esperaba. Nada se movía fuera. El campo iluminado por la luna estaba desierto.
—Creo que se han ido.
Alicia frunció el ceño.
—¿Por qué se han ido así como así?
Peter sentía una calma extraña. Sabía que la crisis había pasado.
—Míralo tú misma.
Alicia se colgó el rifle y se ajustó la mirilla. Estiró el cuello mientras intentaba ampliar su campo de visión a través de la abertura.
—Tiene razón —contestó—. Ahí fuera no hay nada. —Apartó la cara y se volvió hacia Peter con los ojos entornados—. ¿Como… animales domésticos?
Él sacudió la cabeza, en busca de la palabra adecuada.
—Como amigos, creo.
—¿Alguien quiere hacer el favor de decirme qué está pasando? —preguntó Mausami.
—Ojalá lo supiera —respondió Peter.
Levantaron la barricada justo después de amanecer. A su alrededor vieron las huellas de los seres en el polvo. Ninguno había dormido mucho, pero aun así, Peter sentía una nueva energía. Se preguntó qué sería, y entonces lo supo. Habían sobrevivido a su primera noche en las Tierras Oscuras.
Con el plano extendido sobre un pedrusco, Hollis explicó su ruta.
—Después de Twentynine Palms, sólo hay desierto, sin carreteras de verdad. La clave para localizar el búnker es esta cordillera hacia el este. Hay dos picos inconfundibles en el extremo meridional, y un tercero detrás. Cuando veamos el tercero justo en medio de los otros dos, deberemos desviarnos hacia el este y encontraremos el camino correcto.
—¿Y si no llegamos antes de oscurecer? —preguntó Peter.
—Podríamos refugiarnos en Twentynine, en caso necesario. Aún quedan algunos edificios en pie, pero si la memoria no me falla son simples estructuras huecas, nada que se parezca al parque de bomberos.
Peter miró a Amy, que estaba parada con los demás. Aún se tocaba con la gorra del almacén. Sara también le había dado una camisa de hombre de manga larga, raída en el cuello y las mangas, con el fin de evitar las quemaduras del sol, y un par de gafas para el desierto que habían encontrado en el parque de bomberos. El pelo le caía por la cara, un nimbo de marañas oscuras que aleteaba bajo el ala de la gorra.
—¿De veras crees que lo hizo? —preguntó Hollis—. Ahuyentarlos.
Peter se volvió hacia su amigo. Pensó en la revista del cuarto de baño, la escueta palabra de la portada.
—¿Quieres que te diga la verdad, Hollis? No lo sé.
—Bien, confiemos en que sí. Después de Kelso, todo es campo abierto hasta la frontera de Nevada.
Desenvainó el cuchillo y lo secó en el dobladillo del jersey. Cuando continuó hablando lo hizo en voz baja y tono confidencial.
—Antes de irme, oí hablar a la gente. Decían cosas de ella. La Chica de Ninguna Parte, la última caminante. La gente decía que era una señal.
—¿De qué?
Hollis frunció el ceño.
—Del fin, Peter. El fin de la Colonia, el fin de la guerra. La raza humana, o lo que queda de ella. No estoy diciendo que tuvieran razón. Debían de ser más mamonadas de Sam y Milo.
Sara se acercó a ellos. La hinchazón de la cara había disminuido durante la noche. Las peores contusiones habían adoptado un tono púrpura verdoso.
—Deberíamos dejar montar a Maus —dijo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Peter.
—Un poco deshidratada. En su estado, ha de mantener elevado el nivel de líquidos. No creo que deba caminar con este calor. También estoy preocupada por Amy.
—¿Qué le pasa?
Sara se encogió de hombros.
—El sol. Creo que no está acostumbrada a su luz. Ya tiene una quemadura grave. Las gafas y la camisa le serán de ayuda, pero con este calor no podrá mantenerse cubierta mucho tiempo. —Ladeó la cabeza y miró a Hollis—. ¿Qué me ha dicho Michael acerca de un vehículo?
Continuaron su camino.
Las montañas quedaron a su espalda. A mediodía, se habían adentrado en el desierto. La carretera era poco más que una insinuación, pero todavía podían seguir su curso, el bulto que marcaba en el suelo, a través de un paisaje de pedruscos dispersos y extraños árboles chaparros, bajo un sol ardiente y un cielo sin límites desprovisto de todo color. La brisa, más que desaparecer, se había extinguido. El aire estaba tan inmóvil que parecía zumbar, el calor vibraba a su alrededor como alas de insectos. Todos los elementos del paisaje parecían cercanos y lejanos al mismo tiempo, y el horizonte incalculable distorsionaba el sentido de la perspectiva. Sería facilísimo, pensó Peter, extraviarse en aquel lugar, vagar sin rumbo hasta que cayera la noche. Pasada la ciudad de Mojave Junction (que no era una ciudad, sino tan sólo unos cimientos vacíos y un nombre en el plano), ascendieron una pequeña elevación y descubrieron una larga hilera de vehículos abandonados, encarados hacia la dirección de la que venían. La mayoría eran coches particulares, pero también había algunos camiones, con sus chasis herrumbrados y erosionados hundidos en la arena. Daba la impresión de que habían topado con una tumba abierta, una tumba de máquinas. Muchos tejados habían desaparecido, y las puertas estaban arrancadas de sus goznes. El interior de los coches parecía fundido. Si alguna vez habían albergado cadáveres, éstos se habían evaporado, esparcidos por los vientos del desierto. De vez en cuando, entre los restos indiferenciados, Peter reconocía un objeto de escala humana: unas gafas, una maleta abierta, una muñeca de plástico. Pasaron en silencio, sin atreverse a hablar. Peter contó un millar de vehículos antes de que acabaran en una última columna de chatarra, donde se reanudaban las indiferentes arenas del desierto.
Era media tarde cuando Hollis anunció que había llegado el momento de abandonar la carretera y desviarse hacia el norte. Peter había empezado a dudar de que llegarían al búnker. El calor era insoportable. Un viento abrasador soplaba desde el este y empujaba polvo hacia sus caras y ojos. Desde la hilera de coches, nadie había dicho gran cosa. Michael parecía ser el que peor estaba. Había empezado a cojear. Cuando Peter le preguntó por ello, Michael se quitó la bota sin hacer comentarios y le enseñó una ampolla sanguinolenta en el tacón.
Pararon a descansar a la escasa sombra de un bosquecillo de yucas.
—¿Cuánto falta? —preguntó Michael. Se había quitado la bota para que Sara curase la ampolla. Hizo una mueca de dolor cuando la perforó con un pequeño escalpelo procedente del kit médico que habían encontrado en la central eléctrica. De la incisión brotó una sola gota de sangre.
—Desde aquí, unos quince kilómetros —dijo Hollis. Estaba parado al borde de la sombra—. ¿Ves aquella línea de montañas? Eso es lo que vamos buscando.
Caleb y Mausami se habían dormido con las cabezas apoyadas contra sus mochilas. Sara envolvió el pie de Michael con un vendaje. Volvió a introducirlo en la bota con una mueca de dolor. Sólo Amy parecía muy desmejorada. Estaba sentada alejada de los demás, con sus esqueléticas piernas dobladas bajo ella. Y los observaba con cautela desde detrás de sus gafas oscuras.
Peter se acercó a Hollis.
—¿Nos dará tiempo? —preguntó en voz baja.
—Por los pelos.
—Vamos a concederle a todo el mundo medio palmo.
—Yo no les daría más.
La primera cantimplora de Peter estaba vacía. Se permitió un sorbo de la segunda, y se juró que reservaría el resto. Se acostó con los demás a la sombra. Era como si acabara de cerrar los ojos, cuando oyó que le llamaban y vio a Alicia a su lado.
—Dijiste medio palmo.
—Exacto. Hora de irse. —Se apoyó sobre los codos.
Pasó otro palmo antes de que vieran el letrero, que se alzaba del calor tembloroso. Primero, una larga valla alta de tela metálica, con rollos de alambre de espino en la parte superior, y después, a cien metros de la puerta abierta, la pequeña garita del centinela y el letrero al lado.
ESTÁN ENTRANDO EN EL CENTRO DE COMBATE AEROTERRESTRE DEL CUERPO DE MARINES DE TWENTYNINE PALMS. PELIGRO. PROYECTILES SIN ESTALLAR. NO ABANDONEN LA CARRETERA.
—Proyectiles sin estallar. —Michael entornó los ojos con fuerza—. ¿Qué significa eso?
—Significa que debes mirar por dónde pisas, Circuito. —Alicia se dirigió a los demás—. Podrían ser bombas o minas. Poneos en fila india, e intentad seguir las pisadas del que vaya delante.
—¿Qué es eso? —Mausami estaba señalando con una mano, mientras con la otra se tapaba los ojos para protegerlos del resplandor—. ¿Son edificios?
Eran autobuses: treinta y dos, aparcados en dos hileras muy apretadas, con la pintura amarilla casi desprendida por completo. Peter se encaminó al autobús más cercano, en la parte de atrás de la hilera. La brisa había desaparecido. El único sonido existente procedía de sus pasos sobre el suelo. Bajo ventanillas cubiertas de grueso alambre se leían las palabras DESERT CENTER UNIFIED SCHOOL DISTRICT. Trepó por la duna de arena aplastada contra el vehículo y echó un vistazo al interior. Había penetrado más arena, que había sepultado los bancos. Se habían posado pájaros en el techo, que habían manchado las paredes con la pintura blanca de sus deyecciones.
—¡Eh! ¡Mirad esto! —gritó Caleb.
Siguieron su voz hasta el otro lado. Hundido, al lado de ellos, encontraron el armazón de una especie de aparato aéreo pequeño.
—Es un helicóptero —dijo Michael.
Caleb estaba parado sobre el fuselaje. Antes de que Peter pudiera decir algo, Caleb abrió la puerta, similar a una escotilla, y se dejó caer dentro.
—¡Cuidado, Zapatillas! —gritó Alicia.
—¡No pasa nada! ¡Está vacío! —Le oyeron remover en el interior. Un momento después, asomó la cabeza por la escotilla—. No hay nada, sólo un par de flacuchos. —Se deslizó sobre el fuselaje y les enseñó lo que había encontrado—. Llevaban estas cosas.
Un par de collares, deslustrados por la exposición a los elementos. A cada uno iba sujeto un disco plateado. Peter utilizó un poco de agua para limpiar las chapas.
SULLIVAN, JOSEPHD. O+ 098879254 USMC CAT. ROM.
GÓMEZ, MANUEL R.AB 859720152 USMC NO PREF.
—USMC, eso es el Cuerpo de Marines —dijo Hollis—. Deberías devolverlos a su sitio, Caleb.
Caleb cogió los collares de la mano de Peter y los apretó contra el pecho como si los estuviera protegiendo.
—Ni hablar. Me los guardo. Yo los encontré. Son míos con todas las de la ley.
—Eran soldados, Zapatillas.
La voz de Caleb adoptó un tono chillón.
—¿Y qué? No volvieron, ¿verdad? Dijeron que los soldados volverían a buscarnos, y no lo hicieron.
Durante un momento no habló nadie.
—Así que éste es el lugar, ¿verdad? —dijo Sara con suavidad—. Tía contaba historias al respecto. Cuando los Primeros llegaron de las ciudades y subieron a la montaña en autobuses.
Peter también había oído aquellas historias. Siempre había pensado que eran sólo eso, historias. Pero Sara tenía razón, se trataba de aquel lugar. Más que los autobuses, o el helicóptero caído con los soldados muertos dentro, se lo decía el silencio. Era algo más que la simple ausencia de sonido. Era el silencio de algo parado.
En aquel momento, una sensación de inquietud se apoderó de él. Algo no iba bien.
—¿Dónde está Amy?
Se desplegaron entre las hileras de autobuses, llamándola. Cuando Michael la encontró, Peter estaba frenético. Nunca había pensado que fuera capaz de desaparecer así.
Michael estaba parado al lado de uno de los autobuses hundidos, mirando a través de una ventanilla abierta.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Sara.
—Creo que sólo está sentada —dijo Michael.
Peter subió y entró. El viento había empujado la arena hasta la parte posterior del vehículo. Las primeras hileras de bancos estaban al descubierto. Amy estaba sentada en el banco situado justo detrás del asiento del conductor, con la mochila sobre el regazo. Se había quitado las gafas y el sombrero.
—Amy, está a punto de oscurecer. Tenemos que irnos.
Pero la chica no se movió. Daba la impresión de estar esperando algo. Paseó la vista a su alrededor, con los ojos entornados, como si se diera cuenta por primera vez de que el autobús estaba vacío, de que era una ruina. Después se levantó, se colgó la mochila de los hombros y salió por la ventanilla.
El búnker estaba justo donde Hollis había prometido.
Les condujo hasta el punto en que la tercera montaña se alzaba entre las otras dos, se desvió al este de nuevo y paró al cabo de medio kilómetro.
—Ya hemos llegado —anunció.
Estaban delante de una pared de roca. Detrás de ellos, el sol poniente dibujó un último gajo de luz sobre el horizonte.
—Yo no veo nada —dijo Alicia.
—Como debe ser.
Hollis se colgó el rifle y empezó a subir la pared. Peter le miró con una mano sobre los ojos para protegerse del resplandor que se reflejaba. Desapareció diez metros más arriba.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Michael.
La cara de la montaña empezó a moverse. Un par de puertas, dedujo Peter, que se fundían con la superficie a modo de camuflaje. Se hundían en la cara de la ladera, revelando una caverna oscura en el interior, y la figura de Hollis parada ante ellas.
Peter tardó un momento en asimilar las dimensiones de lo que estaba viendo: una inmensa bóveda, excavada en la montaña. Hileras de estanterías se perdían en la oscuridad, abarrotadas de palés con cajas que se elevaban sobre sus cabezas. Había una carretilla elevadora aparcada cerca de la entrada, donde Hollis había abierto un panel metálico en la pared. Cuando todo el grupo hubo entrado, accionó un interruptor, y de repente la estancia se llenó de luz, procedente de una red de cables brillantes que colgaban de paredes y techo. Peter escuchó el zumbido de la ventilación mecánica.
—¡Hollis, son de fibra óptica! —dijo Michael, boquiabierto por la sorpresa, mientras contemplaba el techo—. ¿Cuál es la fuente de energía?
Hollis accionó un segundo interruptor. Una baliza de alarma amarilla cobró vida y giró con frenética urgencia sobre las puertas. Con un sonido metálico de engranajes al acoplarse, las puertas metálicas empezaron a salir de sus compartimentos, arrastrando briznas de sombra sobre el suelo.
—No puede verse desde donde hemos venido —explicó Hollis, al tiempo que alzaba la voz para hacerse oír—, pero hay un conjunto de placas solares en la cara sur de la montaña. Fue así como Demo descubrió este lugar.
Se produjo un fuerte estruendo cuando las puertas se cerraron, y el eco resonó en el interior. Ahora estaban a salvo.
—El acumulador ya no soportará mucha más carga, pero los paneles pueden funcionar durante varias horas. También hay algunos generadores portátiles. Existe un depósito de combustible al norte, a escasa distancia a pie. Hay gasolina, diésel y queroseno. Si lo extraes con cuidado, todavía funciona. Hay más del que podríamos utilizar jamás.
Peter avanzó por la sala. Quien hubiera construido ese lugar, pensó, lo había hecho para que perdurara. La sala le recordó a una biblioteca, sólo que los libros eran cajas, y las cajas no contenían palabras, sino armas. Los restos de la última guerra, la guerra perdida, guardados y almacenados para la siguiente guerra.
Se acercó a la estantería más próxima, donde Alicia estaba parada con Amy. Desde el incidente de los autobuses, la chica no se había alejado más de unos metros. Alicia se había subido la manga por encima de la muñeca para limpiar una capa de polvo del lado de una de las cajas.
—¿Qué es un RPG? —preguntó Peter.
—No tengo ni idea —contestó Alicia. Se volvió hacia ellos, sonriendo.
Pero creo que quiero uno.