Era casi medianoche, y no había nadie fuera excepto la Guardia, porque todo el mundo se había encerrado en casa a causa del toque de queda. Todo parecía tranquilo en la muralla. Durante las horas anteriores, Peter había hecho todo lo posible por controlar la situación. No se había presentado a la guardia, y nadie había ido a buscarlo, aunque a nadie se le habría ocurrido ir a mirar al Faro, ni al remolque de FEMA, desde el cual vigilaba la cárcel. Con la llegada de la noche, y la Guardia tan mermada, Ian sólo había apostado a un centinela delante, Galen Strauss. Pero Peter dudaba que Sam y los demás intentaran algo antes del amanecer. Para entonces, ya se habría marchado.
El hospital estaba bien custodiado, con un par de centinelas, uno delante y otro detrás. Dale había subido a la muralla, de modo que Peter no podía entrar, pero Sara aún gozaba de libertad de movimientos. Se había escondido entre los arbustos situados al pie del Asilo, a la espera de que ella saliera. Pasó mucho tiempo antes de que la puerta se abriera y ella saliera al porche. Habló un momento con el centinela de guardia, Ben Chou, bajó los peldaños y siguió el sendero, sin duda con la intención de ir a casa para comer algo. Peter la siguió a una distancia discreta, hasta quedar fuera de la vista de las murallas, y entonces se acercó a toda prisa.
—Acompáñame —dijo.
La condujo hasta el Faro, donde Michael y Elton estaban esperando. Michael repitió las mismas explicaciones que le había dado a Peter y contó a Sara lo que sabía. Cuando llegó a la parte de la señal, y le enseñó las palabras escritas en el cuaderno de bitácora, ella cogió el libro y lo examinó.
—De acuerdo.
Michael frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—No es que dude de ti, Michael. Hace demasiado tiempo que te conozco. Pero ¿qué vamos a hacer con esta información? Colorado está a… ¿cuánto? ¿Mil kilómetros de aquí?
—A unos mil seiscientos —dijo Michael—. Lo tomas o lo dejas.
—¿Y cómo se supone que vamos a llegar hasta allí?
Michael hizo una pausa. Miró a Elton, quien asintió.
—El verdadero problema es qué pasará si no lo logramos.
Y fue entonces cuando Michael le habló de las baterías.
Peter asimiló la noticia con extraña indiferencia, con una sensación de que era algo inevitable. Las baterías estaban fallando, por supuesto. Las baterías habían estado fallando desde el primer momento. Se notaba en todo lo que había pasado. Lo sentía en lo más hondo de su ser, como si lo hubiera sabido siempre. Como la chica. Esa chica, Amy, la Chica de Ninguna Parte. El que hubiera llegado justo cuando las baterías estaban fallando era algo más que una coincidencia. Lo único que le quedaba por hacer era actuar a tenor de lo que sabía.
Se dio cuenta de que nadie hablaba desde hacía un rato.
—¿Quién más lo sabe? —preguntó a Michael.
—Sólo nosotros. —Vaciló—. Y tu hermano.
—¿Se lo dijiste a Theo?
Michael asintió.
—Siempre me arrepentí. Él me dijo que no se lo contara a nadie. Cosa que hice, hasta ahora.
Pues claro, estaba pensando Peter. Pues claro que Theo lo sabía.
—Creo que no quería que la gente se asustara —explicó Michael—. Mientras no pudiéramos hacer nada.
—Pero tú crees que sí se puede hacer algo.
Michael hizo una pausa para frotarse los ojos con las yemas de los dedos. Peter se dio cuenta de que tantas horas de trabajo le estaban afectando. Ninguno de ellos había dormido nada.
—Sabes lo mismo que yo, Peter. Es muy probable que la señal esté automatizada, pero si el ejército sigue allí, creo que se podrá hacer algo. Si actuó como lo hizo en el centro comercial, tal vez podría protegernos.
Peter se giró para mirar a Sara. Después de lo que Michael acababa de decirles, le sorprendió verla tan serena, pues su rostro no revelaba la menor emoción. Pero era enfermera. Peter conocía aquella dureza.
—No has dicho nada, Sara.
—¿Qué quieres que diga?
—Has estado con ella todo este tiempo. ¿Qué crees que es?
Sara soltó un suspiro de cansancio.
—Sólo sé lo que no es. No es una viral, eso es evidente. Pero tampoco es un ser humano normal, por su forma de curarse.
—¿Has descubierto algún motivo por el que no pueda hablar?
—Ninguna. Si es tan vieja como dice Michael, y ha estado sola todo este tiempo, puede que se le haya olvidado.
—Y nadie más ha ido a verla.
—Desde ayer, no. Tengo la sensación de que todo el mundo está… asustado de ella.
—¿Y tú?
Sara frunció el ceño.
—¿Por qué iba a tener miedo, Peter?
Pero él no lo sabía. La pregunta se le había antojado extraña incluso mientras la formulaba.
Sara se puso en pie.
—Bien, tendré que volver. Ben empezará a extrañarse. —Apoyó una mano sobre el hombro de Michael—. Intenta descansar un poco. Tú también, Elton. Los dos tenéis un aspecto lamentable.
Se volvió hacia la puerta y dio media vuelta, concentrando su atención en Peter de nuevo.
—No lo habrás dicho en serio, ¿verdad? Lo de ir a Colorado.
La respuesta parecía demasiado sencilla. Y no obstante, todo cuanto habían dicho apuntaba a dicha conclusión. Peter sintió algo muy parecido a lo que había experimentado cuando Theo le preguntó, delante de la biblioteca, qué había votado.
—Porque en ese caso —dijo Sara—, y tal como están las cosas, yo no esperaría mucho más a sacarla de aquí.
Y dicho eso, se fue del Faro.
En ausencia de Sara, un silencio más profundo se hizo en la habitación. Peter sabía que ella tenía razón. No obstante, su mente aún era incapaz de asimilar la enormidad de lo que estaban imaginando, de definirlo. La chica, Amy, y la voz que había en su cabeza, diciéndole que su madre lo echaba de menos; las baterías defectuosas, cuyo problema Theo conocía; el mensaje que había llegado a la radio de Michael, como una transmisión que no sólo hubiera cruzado el espacio, sino también el tiempo, y les hablara desde el pasado. Era una sola pieza, pero su forma era inaprensible, como si una parte crucial de la información estuviera todavía ausente del diseño.
Peter se descubrió mirando a Elton. El viejo no había pronunciado ni una palabra. Peter pensó que quizá se habría dormido.
—¿Elton?
—¿Humm?
—Estás muy callado.
—No tengo nada que decir —contestó el anciano, con su mirada ciega extraviada—. Ya sabes con quién tienes que hablar. Todos los chicos Jaxon sois iguales. No hace falta que te lo diga.
Peter se puso en pie.
—¿Adónde vas? —preguntó Michael.
—A obtener la respuesta —replicó Peter.
Sanjay Patal no podía dormir. Tendido en la cama, ni siquiera podía cerrar los ojos.
Era la chica. La Chica de Ninguna Parte. Se le había metido dentro, se le había metido en la mente. La chica residía en ella junto con Babcock y los Muchos («¿Cuántos?», se preguntó. ¿Por qué estaba pensando en los Muchos?), y era como si ahora fuera otra persona, alguien nuevo y extraño a él. Había deseado… ¿qué? Un poco de paz. Un poco de orden. Poner freno a la sensación de que no todo era lo que parecía, de que el mundo no era el mundo. ¿Qué había dicho Jimmy acerca de los ojos de la chica? Pero tenía los ojos cerrados, lo había visto claramente. Tenía los ojos cerrados, y nunca los abría. Estaban dentro de él, aquellos ojos, como si lo estuviera viendo todo desde dos ángulos al mismo tiempo, desde dentro y desde fuera, Sanjay y no Sanjay, y lo que veía era una soga.
¿Por qué estaba pensando en una soga?
Se había propuesto encontrar a Old Chou. Por eso se había ido de casa la noche anterior, dejando a Gloria dormida en la cocina. La necesidad de encontrar a Old Chou era la fuerza que lo había impulsado a levantarse de la cama, bajar la escalera y salir. Las luces, recordó Sanjay. En cuanto salió al patio, habían asolado sus ojos como una bomba, el resplandor estalló sobre sus retinas, abrasó su mente con un dolor que no era dolor real, sino un recuerdo del dolor, que se llevó cualquier pensamiento sobre Old Chou, el almacén o sus presuntas intenciones. Lo que había hecho a continuación daba la impresión de haberse producido en un estado carente de libre albedrío. Las imágenes de su memoria carecían de coherencia, como un mazo de cartas diseminado sobre la mesa. Era Gloria quien lo había encontrado después, acurrucado en los arbustos que crecían en la base de su casa, llorando como un niño.
—Sanjay —decía ella—, ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho, qué has hecho?
Él no pudo contestarle (pues, en aquel momento, no tenía ni idea), pero a juzgar por su expresión y su voz era espantoso, impensable, como si hubiera matado a alguien, y dejó que ella lo condujera a casa de nuevo y lo acostara. No recordó lo que había hecho hasta que salió el sol.
Se estaba volviendo loco.
El día había transcurrido por fin. Creyó que sólo podría devolver cierta coherencia a su mente perturbada y evitar la repetición de los acontecimientos de la noche anterior si permanecía despierto, y no sólo despierto, sino absolutamente inmóvil, gracias a toda la fuerza de su voluntad. Ésa era su nueva vigilia. Durante un rato, poco después del amanecer y más adelante, mientras la oscuridad se avecinaba, se había producido un alboroto abajo. Había oído las voces de Ian, Ben y Gloria, y se preguntó qué habría sido de Jimmy. Pero eso también había terminado. Experimentó la sensación de estar dentro de una especie de burbuja, mientras todo se desarrollaba a lo lejos, más allá de su alcance. Era consciente, a intervalos, de la presencia de Gloria en la habitación. Su cara preocupada flotaba sobre él, lanzaba preguntas que era incapaz de contestar. «¿Debo hablarles de los fusiles, Sanjay? ¿Debo? No sé qué hacer, no sé qué hacer. ¿Por qué no me hablas, Sanjay?» Pero no podía decir nada. Ni siquiera era capaz de hablar.
Ella se había ido. Gloria se había ido, Mausami se había ido, todo el mundo se había ido. Su Mausami. Era su imagen la que retenía en la memoria (no la de la mujer adulta en que se había convertido, sino el bebé diminuto que había sido, aquel fardo de vida nueva y cálida que Prudence Jaxon había depositado en sus brazos), y mientras esa imagen se desvanecía, y Sanjay cerraba los ojos por fin, oyó la voz, la voz de Babcock, que surgía de la oscuridad.
«Sanjay. Sé mío».
Estaba en la cocina. La cocina del Tiempo de Antes. Una parte de él estaba diciendo: «Has cerrado los ojos, Sanjay. Hagas lo que hagas, no cierres los ojos». Pero era demasiado tarde, él estaba de nuevo en el sueño, el sueño de la mujer y el teléfono y la voz risueña de humo de la mujer y después el cuchillo; el cuchillo que él sostenía en la mano. Un enorme cuchillo de mango grueso que utilizaría para cortar las palabras, las palabras risueñas, de la garganta de ella. Y la voz se alzó hacia él desde la oscuridad de su mente.
«Tráemelos, Sanjay. Tráeme uno, y después otro. Tráemelos para que puedas vivir de esta forma y no de otra».
Ella estaba sentada a la mesa y le miraba con su gran cara acolchada, mientras diminutas nubes de humo gris brotaban de sus labios. «¿Qué estás haciendo con ese cuchillo, eh? ¿Quieres asustarme?»
«Hazlo. Mátala. Mátala y libérate».
Se abalanzó sobre ella y hundió el cuchillo con todas sus fuerzas.
Pero algo no iba bien. El cuchillo se había detenido, su brillo reluciente paralizado en el aire. Alguna fuerza había irrumpido en el sueño y había inmovilizado su mano. Sintió su apretón sobre él. La mujer estaba riendo. Él tiraba y tiraba, con la intención de bajar el cuchillo, pero era inútil. El humo brotaba de la boca de la mujer y ella se reía de él, y reía, reía, reía…
Se despertó sobresaltado. El corazón martilleaba en su pecho. Daba la impresión de que todos los nervios de su cuerpo se habían disparado a la vez. ¡Su corazón! ¡Su corazón!
—¿Sanjay? —Gloria había entrado en la habitación y sostenía un farol—. ¿Qué pasa, Sanjay?
—¡Ve a buscar a Jimmy!
El rostro de Gloria, cercano al de él de una manera inquietante, estaba deformado por el miedo.
—Está muerto, Sanjay. ¿No te acuerdas? ¡Jimmy ha muerto!
Apartó a un lado las mantas, ahora estaba de pie, en mitad del dormitorio, una fuerza salvaje galopaba en su interior. Ese mundo, esas cosas insignificantes. Esa cama, ese tocador, esa mujer llamada Gloria, su esposa. ¿Qué estaba haciendo él? ¿Adónde pretendía ir? ¿Por qué preguntaba por Jimmy? Pero Jimmy estaba muerto. Jimmy estaba muerto, Old Chou estaba muerto, Walter Fisher y Soo Ramírez y el Coronel y Theo Jaxon y Gloria y Mausami e incluso él… ¡Todos estaban muertos! Porque el mundo no era el mundo, ésa era la cuestión, la terrible verdad que había descubierto. Era un mundo onírico, un velo de luz y sonido y materia que el mundo real escondía detrás. Caminantes en un sueño de muerte, eso eran, y la soñadora era la chica, la Chica de Ninguna Parte. ¡El mundo era un sueño y ella los estaba soñando!
—Gloria —graznó—. Ayúdame.
Un farol estaba encendido todavía en la cocina de Tía, y proyectaba rectángulos de luz amarilla sobre el suelo. Peter llamó con los nudillos a la puerta primero, y después entró en silencio.
Peter encontró a la anciana sentada a la mesa de la cocina. No estaba escribiendo ni bebiendo té, y cuando entró le miró, al tiempo que rebuscaba entre la maraña de gafas colgadas del cuello. Se caló el par correcto.
—Peter. Estaba segura de que te iba a ver.
Se sentó delante de ella.
—¿Cómo te enteraste de su llegada, Tía?
—¿La llegada de quién?
—Ya sabes de quién, Tía. Por favor.
La mujer hizo un ademán.
—¿Te refieres a la caminante? Oh, alguien debió de venir a decírmelo. Creo que fue ese tal Molyneau.
—Me refiero a hace dos noches. Dijiste algo. Dijiste que iba a venir. Que yo sabía quién era ella.
—¿Yo dije eso?
—Sí, Tía.
La anciana frunció el ceño.
—Soy incapaz de imaginar qué pasó por mi mente. ¿Dices que hace dos noches?
Peter se oyó suspirar.
—Tía…
Ella levantó una mano para acallarle.
—De acuerdo, no te pongas nervioso. Sólo me estaba divirtiendo un poco. Hacía tanto tiempo que no lo hacía, que no he podido resistir la tentación. Con esa pinta que tienes. —Lo miró sin pestañear—. Dime, antes de que te dé mi opinión. ¿Qué crees que es esa chica?
—No lo sé, Tía.
Los ojos de la mujer se abrieron de par en par.
—¡Claro que no! —Lanzó una risita, y después sufrió un ataque de tos. Peter se levantó para ayudarla, pero ella le rechazó con un ademán—. Siéntate —graznó—. Se me ha oxidado la voz, eso es todo. —Tardó un momento en serenarse y carraspeó—. Eso es lo que debes averiguar. Todo el mundo tiene algo que averiguar, y a ti te ha tocado eso.
—Michael dice que tiene cien años.
La mujer asintió.
—En ese caso, ve con cuidado. Una mujer mayor. Procura que esa Amy no te vaya dando órdenes.
Peter no estaba avanzando. Hablar con Tía era siempre un reto, pero nunca la había visto así, tan extrañamente risueña. Ni siquiera le había ofrecido té.
—La otra noche dijiste algo, Tía —insistió—. Algo sobre una oportunidad.
—Supongo que sí. Puede que sea cierto.
—¿Es ella?
Ella frunció los pálidos labios.
—Yo diría que eso depende.
—¿De qué?
—De ti.
Antes de que Peter pudiera hablar, la mujer continuó.
—Oh, no me mires con esa cara de perro apaleado. Sentirse desorientado es normal. —Empujó la mesa y se levantó agarrotada—. Ven, voy a enseñarte algo. Quizá te ayude a tomar una decisión.
La siguió por el pasillo hasta su dormitorio. Como el resto de la casa, el espacio era exiguo pero limpio, y todo estaba en su sitio. Apoyada contra la pared había una cama con baldaquino, cuyo colchón se hundía de tal manera que revelaba que el relleno era paja suelta. Al lado había una silla de madera y, encima de ella, un antiguo farol de aceite. La superficie del tocador, el único mueble de la estancia, estaba adornada con una colección de objetos en apariencia aleatorios: una vieja botella de cristal con las palabras COCA-COLA escritas con letras desdibujadas y caligrafía recargada; una lata metálica que, cuando Peter la levantó, sonó como si contuviera alfileres; la quijada de un animal pequeño; una pila piramidal de piedras lisas y pulidas.
—Son mis juguetes —dijo Tía.
Se volvió hacia ella. Ahora que estaban juntos en la estrecha habitación, Peter se dio cuenta de lo menuda que era. La coronilla de su cabeza blanca apenas le llegaba al hombro.
—Así las llamaba mi mamá. «Conserva cerca tus juguetes», decía siempre. —Indicó la cómoda con un dedo engarfiado—. No recuerdo de dónde proceden, salvo la foto, claro. Me la llevé al tren.
La foto estaba situada en el centro de la cómoda. Peter la levantó y la inclinó hacia la ventana para que la luz de los focos la iluminara. La foto era demasiado pequeña para el marco, que estaba deslustrado y agujereado. Había dos figuras de pie sobre un tramo de escaleras que subía hasta la puerta de una casa de ladrillo, el hombre detrás y encima de la mujer, a la que rodeaba la cintura con un brazo, mientras ella apoyaba su peso contra él. Iban vestidos para protegerse del frío, con chaquetas abultadas. Peter vio una capa de nieve sobre el pavimento, al fondo. Los años habían ido erosionando los tonos, de modo que todo parecía de un color tostado apagado, pero dedujo que los dos eran de piel oscura, como Tía, con el pelo de los Jaxon. La mujer lo llevaba casi tan corto como el hombre. Se protegía el cuello con una bufanda larga y sonreía a la cámara. El hombre estaba mirando a otra parte, con una expresión que se le antojó a Peter tres cuartos de carcajada, una carcajada que la cámara había interrumpido. Era una imagen evocadora, llena de esperanza y promesas, y Peter intuyó debido a la atención distraída del hombre, la sonrisa de la mujer y la forma en que los brazos de él la rodeaban, apretándola contra su cuerpo, la presencia de un secreto que ambos compartían. Y después, a medida que se materializaban más detalles (la forma en que se curvaba el cuerpo de la mujer y su grosor bajo la chaqueta), comprendió cuál era aquel secreto. No era una foto de dos personas, sino de tres, pues la mujer estaba embarazada.
—Monroe y Anita —dijo Tía—. Así se llamaban. Ésa era nuestra casa, en West Laveer, 2121.
Peter tocó el cristal encima del vientre de la mujer.
—Eres tú, ¿verdad?
—Claro que soy yo. ¿Quién crees que era?
Peter devolvió la foto a su lugar. Ojalá tuviera algo por el estilo para acordarse de sus padres. Con Theo era diferente. Aún podía ver la cara de su hermano y oír su voz, y cuando pensaba en Theo, la imagen que acudía a su mente era del tiempo que pasaron juntos en la central eléctrica, el día antes de partir. Los ojos preocupados y cansados de Theo cuando se sentó en la litera de Peter para examinarle el tobillo, y después, cuando alzó la vista, una sonrisa expectante de desafío. «La hinchazón está remitiendo. ¿Crees que podrás montar?» Pero Peter sabía que, con el tiempo, en tan sólo unos pocos meses, ese recuerdo se difuminaría como los demás, como los colores de la fotografía de Tía. Primero se perdería el sonido de la voz de Theo, y después la propia imagen, los detalles se disolverían en una estática visual, hasta que sólo quedara un espacio vacío donde había estado su hermano.
—Sé que está por aquí debajo —estaba diciendo Tía.
Ella se había puesto de rodillas, y apartaba el faldón de la cama para mirar debajo. Extendió la mano debajo de la cama con un gruñido y sacó una caja.
—Ayúdame a levantarme, Peter.
Él la tomó por el codo, la puso en pie y levantó la caja del suelo. Era una vulgar caja de zapatos, con una tapa articulada y un pestillo que se doblaba para cerrarla.
—Ánimo. —Tía estaba sentada en el borde de la cama, y sus pies descalzos colgaban como los de un pequeño, casi rozando el suelo—. Ábrela.
Dicho y hecho. La caja estaba llena de papel doblado, como él suponía. Pero vio que no era sólo papel. Había mapas.
La caja estaba llena de mapas.
Levantó el primero con cuidado. La superficie estaba alisada, tan frágil en los pliegues que, por un momento, temió que fuera a disolverse en sus manos. En la cabecera se leía: AUTOMÓVIL CLUB DE AMÉRICA, CUENCA DE LOS ÁNGELES Y SUR DE CALIFORNIA.
—Eran de mis padres. Los que él utilizaba en las largas marchas.
Peter retiró los demás y los dejó sobre la cama. PARQUE NACIONAL DE SAN BERNARDINO. CALLEJERO DE LAS VEGAS. PARQUE NACIONAL DE JOSHUA TREE. SUR DE NEVADA Y ALREDEDORES. LONG BEACH, SAN PEDRO Y EL PUERTO DE LOS ÁNGELES. RESERVA NACIONAL DE MOJAVE. Y debajo de todo, más grande que los demás, con los bordes doblados apretados contra los lados de la caja: AGENCIA FEDERAL DE CONTROL DE EMERGENCIAS. PLANO DE LA ZONA CENTRAL DE CUARENTENA.
—No lo entiendo —dijo Peter, y levantó la vista por fin—. ¿De dónde los has sacado?
—Me los trajo tu madre. Antes de morir. —Tía lo estaba observando desde la cama, las manos apoyadas en las rodillas—. La mujer te conocía mejor que tú. «Dáselos cuando esté preparado», dijo.
A Peter lo invadió una tristeza que le resultaba familiar.
—Lo siento, Tía —dijo poco después—. Has cometido un error. Debía de referirse a Theo.
Pero ella negó con la cabeza.
—No, Peter. —Exhibió su sonrisa desdentada, la vaporosa nube que formaba su cabello, mientras las motas de polvo volaban por la habitación—. Eras tú. Me dijo que te los diera a ti.
Peter pensó en ello más tarde. Qué raro era aquello. Cómo era posible que, parado ante la anciana, rodeado de aquellos objetos pertenecientes al pasado, sintiera como si el tiempo se abriera ante él, como las páginas de un libro. Evocó las últimas horas de su madre. La inmovilidad de sus manos apoyadas sobre las mantas, y el calor del dormitorio donde él había cuidado de su madre. Los repentinos estertores, las últimas palabras implorantes que había pronunciado:
—Cuida de tu hermano, Theo. No es fuerte como tú.
Su significado se le había antojado muy claro. Y no obstante, cuando recordó aquel momento, su memoria empezó a alterarse, las palabras de su madre cobraron una nueva forma y énfasis, y con ello, un significado por completo diferente.
«Cuida de tu hermano Theo».
Alguien llamó a la puerta e interrumpió aquellos pensamientos.
—¿Esperabas a alguien, Tía?
La mujer frunció el ceño.
—¿A estas horas?
Peter devolvió a los planos de la caja y los deslizó debajo de la cama. Cuando hubo llegado a la puerta delantera y vio a Michael detrás de la puerta mosquitera se preguntó por qué lo había hecho. Michael entró sin que lo invitaran y paseó la vista entre Peter y Tía, que estaba parada detrás de él, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Hola, Tía —dijo sin aliento.
—Hola, muchacho grosero. ¿Llamas a mi puerta en plena noche, y esperas que te reciba con los brazos abiertos?
—Lo siento. —Sus mejillas se tiñeron de rubor a causa de la vergüenza—. ¿Cómo te encuentras esta noche, Tía?
Ella cabeceó.
—Espero que bien.
Michael dirigió la atención de nuevo hacia Peter, y bajó la voz en tono confidencial.
—¿Podría hablar contigo? Fuera.
Peter salió al porche detrás de Michael, a tiempo de ver que Dale Levine aparecía de las sombras.
—Dile lo que me has dicho —ordenó Michael.
—¿Dale? ¿Qué ha pasado?
—Escucha —dijo el hombre, y miró a su alrededor, nervioso—, creo que no debería decir esto, y además tengo que volver a la muralla. Pero si estás pensando en sacar de aquí a Alicia y Caleb, hazlo en cuanto amanezca. Os ayudaré en la puerta.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
Fue Michael quien contestó.
—Los fusiles, Peter. Van a buscar los fusiles.