En el Faro, Michael se sentó ante su terminal. El aparato que habían extraído del cuello de la chica estaba despiezado sobre un mantel de piel al lado del tubo de rayos catódicos de Michael.
—La fuente de energía —estaba diciendo Michael—, eso sí que es interesante. Muy interesante. —Levantó una diminuta cápsula metálica del interior del transmisor, con la ayuda de unas pinzas—. Una pila, pero no he visto nunca una igual. Teniendo en cuenta el tiempo que lleva en funcionamiento, yo diría que es nuclear.
Se sobresaltó.
—¿No es peligrosa?
—Para ella no, por lo visto. Y la ha llevado dentro durante mucho tiempo.
—¿Cuánto? —Peter miró a su amigo, cuyo rostro resplandecía de entusiasmo. Hasta el momento, sólo había contestado de manera vaga a las preguntas de Peter—. ¿Te refieres a un año? ¿Más tiempo?
—No sabes ni la mitad. Espera un momento. —Dirigió de nuevo la atención de Peter hacia el objeto de la mesa, y utilizó las pinzas para identificar las partes—. Bien, tenemos un transmisor, una pila, y después… el resto. Al principio, pensé que era un chip de memoria, pero era demasiado pequeño como para empalmarlo en cualquiera de los puertos del ordenador principal, de modo que tuve que soldarlo.
Después de un par de veloces pulsaciones en su teclado, una página de información apareció en la pantalla.
—La información del chip está dividida en dos particiones, una mucho más pequeña que la otra. Lo que estás viendo es la primera partición.
Peter vio una sola línea de texto, letras y números verdes sin espacios intermedios.
—No sé leerlos —reconoció.
—Porque han eliminado los espacios. Por algún motivo, una parte se ha transpuesto. Creo que es un sector dañado del chip. Tal vez le pasó algo cuando lo soldé al tablero. En cualquier caso, da la impresión de que ha desaparecido un montón de información. Pero lo que tenemos nos revela muchas cosas.
Michael abrió una segunda pantalla. Las mismas cifras, pero los números y las letras se habían reorganizado.
AMY SAC
SUJ 13
ASNTO NOÉ USAMRIID SWD
GFP: 22,72 kg
—Amy SAC. —Peter levantó los ojos de la pantalla—. ¿Amy?
Michael asintió.
—Ésa es nuestra chica. No sé bien qué quiere decir SAC, pero creo que es «sin apellido conocido». Iré al grano dentro de un momento, pero la última línea está muy clara. Género, femenino. Peso, 22,720 kilos. Es el de una niña de cinco o seis años. Supongo que tenía esa edad cuando le implantaron el transmisor.
Peter no tenía nada claro, pero Michael hablaba con tal seguridad que aceptó la palabra de su amigo.
—De modo que lo ha llevado dentro… ¿unos diez años?
—Bien —dijo Michael, todavía sonriendo—, no exactamente. Y no te adelantes, pues debo enseñarte muchas cosas. Será mejor que me dejes proceder paso a paso. Bien, eso es todo lo que he deducido de la primera partición, y no es gran cosa, pero no es el material más interesante ni de lejos. La segunda partición es una auténtica mina. Casi 16 terabytes. Eso es un billón de bytes de datos.
Pulsó otra tecla. Apretadas columnas de cifras empezaron a desfilar por la pantalla.
—Increíble, ¿verdad? Al principio pensé que era una especie de codificación, pero no lo es. Todo está aquí, pegado como en la primera partición. —Michael hizo algo que congeló el torrente de columnas, y dio un golpecito en el cristal con el dedo—. La clave era este número, el primero de la secuencia, repetido a lo largo de la columna.
Peter clavó la vista en la pantalla.
—¿Novecientos ochenta y seis?
—Casi. Noventa y ocho coma seis. ¿Te suena?
Peter sólo acertó a menear la cabeza.
—Pues no.
—Con noventa y ocho coma seis nos referimos a la temperatura normal del cuerpo humano, expresada en la antigua escala Fahrenheit. Mira el resto de la línea. El 72 debe de ser el ritmo cardíaco. Tienes la respiración y la tensión arterial. Supongo que el resto tiene que ver con la actividad cerebral, la función renal y todo eso. Sara lo entenderá mejor que yo. Pero lo más importante es que salen en grupos diferenciados. Es bastante evidente si buscas el primer número y miras dónde se reinicia la secuencia. Creo que este trasto es una especie de monitor corporal, diseñado para transmitir datos a un ordenador principal. Supongo que Amy era una paciente.
—¿Una paciente? ¿De un hospital? —Peter frunció el ceño—. Nadie podría hacer eso.
—Ahora no. Y aquí viene lo más interesante. En conjunto, hay 537.278 grupos en el chip. Dispusieron el transmisor para que se conectara cada noventa minutos. El resto fue pura aritmética. Dieciséis ciclos al día por trescientos sesenta y cinco días al año.
Peter experimentó la sensación de que estaba intentando beber agua de una manguera.
—Lo siento, Michael. Me he perdido.
Michael se volvió hacia él.
—Te estoy diciendo que ese trasto de su cuello está tomándole la temperatura cada hora y media desde hace algo más de noventa y tres años. Noventa y tres años, cuatro meses y veintiún días, para ser exactos. Amy SAC tiene cien años.
Cuando su mente consiguió enfocar de nuevo la cara de Michael, Peter cayó en la cuenta de que se había derrumbado en la silla.
—Eso es imposible.
Michael se encogió de hombros.
—De acuerdo, es imposible. Pero no hay otra explicación, Peter. Y hay más. ¿Recuerdas la primera partición? ¿La palabra USAMRIID? La reconocí al instante. Significa Instituto de Investigaciones Médicas de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos. Hay montones de material con el encabezado de USAMRIID. Documentos sobre la epidemia, montones de material técnico. —Se volvió en su silla y dirigió la atención de Peter hacia la parte superior de la pantalla—. ¿Ves esta larga hilera de números en la primera línea? Es la firma digital del ordenador principal.
—¿La qué?
—Considéralo una dirección, el nombre del sistema que este pequeño transmisor está buscando. Tal vez pienses que es un galimatías, pero si lo miras con atención, los números te revelarán más. Este aparato debía de tener una especie de sistema localizador incorporado, tal vez conectado con un satélite. Maquinaria militar antigua. Por lo tanto, lo que estás viendo son coordenadas en una cuadrícula, no algo disparatado. Sólo longitud y latitud. 37 grados 56 minutos norte, por 107 grados 49 minutos oeste. Bien, vamos al mapa…
Michael limpió la pantalla y pulsó unas teclas. Apareció una nueva imagen. Peter tardó un momento en asimilar lo que estaba viendo, un mapa del continente norteamericano.
—Entramos las coordenadas, así…
Una cuadrícula de líneas negras apareció sobre el mapa, que se dividió en cuadrados. Michael levantó los dedos del teclado y pulsó «entrar». Apareció un punto amarillo brillante.
—… y ya lo tenemos. Sudoeste de Colorado. Una ciudad llamada Telluride.
El nombre no significaba nada para Peter.
—Colorado, Peter. El corazón de la ZCC.
—¿Qué es la ZCC?
Michael exhaló un suspiro de impaciencia.
—Debes repasar tus nociones de historia, en serio. La Zona Central de Cuarentena. Donde empezó la epidemia. Los primeros virales salieron de Colorado.
Peter experimentó la sensación de que un caballo desbocado lo estaba arrastrando.
—Más despacio, por favor. ¿Me estás diciendo que Amy viene de allí?
Michael asintió.
—Sí, básicamente. El transmisor era de corto alcance, de modo que tenía que estar a unos pocos clics cuando se lo implantaron. La verdadera pregunta es por qué.
—¡Ya te vale! ¿Me lo preguntas como si lo supieras?
Michael hizo una pausa.
—Deja que te pregunte algo. ¿Has pensado alguna vez en qué son los virales? No sólo en lo que hacen, Peter. En lo que son.
—¿Seres sin alma?
Michael asintió.
—Exacto, eso es lo que todo el mundo dice. Pero ¿y si hubiera algo más? Esta chica, Amy, no es una viral. Si lo fuera, todos estaríamos muertos. Pero ya has visto cómo se ha curado, y sobrevivió ahí fuera. Y, como tú mismo dijiste, te protegió. ¿Cómo explicas el hecho de que tiene casi cien años y no aparenta ni catorce? El ejército le hizo algo. No sé qué, pero se lo hizo. Este transmisor estaba emitiendo en una frecuencia militar. Quizá estaba infectada, y le hicieron algo para devolverla a la normalidad. —Hizo otra pausa y clavó la vista en Peter—. Tal vez ella sea la cura.
—Eso es… un gran paso adelante.
—¿De veras? No estoy seguro. —Michael se levantó de la silla y cogió un libro de la estantería que había sobre la terminal—. Repasé el viejo cuaderno de bitácora para ver si habíamos captado una señal desde esas coordenadas. Sólo se trataba de una corazonada. Y así era, por supuesto. Hace ochenta años captamos una señal que emitía desde esas coordenadas. Frecuencia de socorro militar, en el morse de los viejos tiempos. Pero además, encontré esta anotación.
Michael abrió el libro por la página que había marcado. Dejó el libro sobre el regazo de Peter y señaló las palabras escritas: «Si la encontráis, traedla aquí».
—Y esto es lo definitivo —continuó Michael—. Sigue transmitiendo. Por eso tardé tanto. Tuve que subir un cable a la muralla para conseguir una señal decente.
Peter levantó los ojos de la página. Michael seguía mirándolo larga y fijamente.
—¿Está qué?
—Transmitiendo. Esas mismas palabras: «Si la encontráis, traedla aquí».
Peter sintió un mareo que se acumulaba en la región periférica del cerebro.
—¿Cómo es posible que siga transmitiendo?
—Porque hay alguien allí, Peter. ¿No lo entiendes? —Exhibió una sonrisa victoriosa—. Noventa y tres años. Eso es el Año Cero, el inicio de la epidemia. Es lo que te estoy diciendo. Hace noventa y tres años, en la primavera del Año Cero, en Telluride, en Colorado, alguien implantó un transmisor de energía nuclear en el cuello de una chica de seis años. Que sigue viva y está en cuarentena, como si acabara de salir del Tiempo de Antes. Y quien lo hizo lleva noventa y tres años pidiendo que se la devolvamos.