Si le hubieran pedido que concretara cuál había sido el peor momento de su vida, Michael Fisher no habría dudado la respuesta: cuando las luces se apagaron.
Michael acababa de enrollar el carrete de la pasarela cuando sucedió: una zambullida en la oscuridad total, tan apabullante en su nada tridimensional que, por un instante aterrador, se preguntó si habría caído al suelo sin darse cuenta, y eso era la oscuridad de la muerte. Pero entonces oyó la voz de Kip Darrell («¡Señales! ¡Tenemos señales! ¡Hostia puta! ¡Están por todas partes!»), y en su cerebro penetró la información de que no sólo seguía vivo, sino de que las luces se habían apagado.
¡Las luces se habían apagado!
El que hubiera logrado bajar de la pasarela por las escaleras corriendo como un poseso en la oscuridad impenetrable era una hazaña que se le antojaba increíble. Había salvado los últimos metros de un salto, con la bolsa de las herramientas oscilando, las rodillas flexionadas para absorber el impacto, y corrido hacia el Faro.
—¡Elton! —gritó cuando dobló la esquina, subió al porche y atravesó la puerta como una exhalación—. ¡Elton, despierta!
Esperaba encontrar el sistema colgado, pero cuando llegó al panel, mientras Elton entraba cojeando en la habitación desde el otro lado como un gran caballo ciego, y vio el brillo de los tubos de rayos catódicos, con todos los contadores en verde, se quedó de piedra.
¿Por qué coño se habían apagado las luces?
Se precipitó hacia la caja, y fue allí donde vio el problema. El disyuntor principal estaba abierto. Lo único que debía hacer era cerrarlo, y las luces volverían a encenderse.
Michael presentó su informe a Ian en cuanto amaneció. La historia de la subida de tensión fue la mejor que se le ocurrió, con el fin de mantener a Ian alejado del Faro. Y supuso que una subida de tensión bastaría, aunque el sistema lo habría registrado, y no había nada en el archivo. El problema habría podido consistir en un cortocircuito, pero en caso de ser cierto, el disyuntor no hubiera aguantado. El circuito habría vuelto a fallar en cuanto activara el interruptor. Había dedicado la mañana a inspeccionar todas las conexiones, ventilando y volviendo a ventilar los puertos, cargando los condensadores. No fallaba nada. Parecía como si alguien conociera el disyuntor concreto para conseguirlo.
—¿Vino alguien? —preguntó—. ¿Oíste algo?
Pero Elton se limitó a sacudir la cabeza.
—Estaba durmiendo, Michael. Estaba dormido como un tronco en la parte de atrás. No oí nada hasta que entraste chillando.
Pasaba de mediodía cuando su estado de ánimo mejoró y volvió a trabajar en la radio. Con tanto nerviosismo, casi se había olvidado de ella, pero cuando salió del Faro en busca del carrete que había dejado caer la noche anterior lo encontró tirado en el polvo, con el largo cable ascendiendo hacia lo alto de la muralla, se quedó convencido una vez más de su importancia. Empalmó el cable a los filamentos de cobre que había dejado montados, regresó al Faro, bajó el cuaderno de anotaciones de la estantería para comprobar la frecuencia y se puso los auriculares.
Dos horas después, enloquecido por la adrenalina, el pelo y el jersey empapados de sudor, encontró a Peter en el barracón. Estaba sentado en un catre, dando vueltas a un cuchillo alrededor del dedo índice. No había nadie más en la sala. Al oír entrar a Michael, Peter lo miró sin gran interés. A juzgar por su aspecto, parecía que hubiera sucedido algo terrible, pensó Michael. Como si quisiera utilizar aquella hoja contra alguien, pero no acabara de decidir contra quién. Y por cierto, se preguntó Michael, ¿dónde estaba todo el mundo? ¿Acaso no reinaba un silencio inquietante? Nadie le había dicho nada.
—¿Qué pasa? —preguntó Peter y continuó jugando melancólico con el cuchillo—. Porque sea lo que sea, espero que sea una buena noticia.
—Oh, Dios mío —exclamó Michael. No le salían las palabras—. Debes oír esto.
—Michael, ¿tienes idea de lo que está pasando? ¿Qué debo oír?
—Amy —dijo—. Debes saber lo de Amy.