Durante noventa y dos años, ocho meses y veintiséis días, desde que el último autocar había subido la montaña, la Primera Colonia había vivido de esta manera:
Bajo las luces.
Bajo la Ley Única.
Según la costumbre.
Según el instinto.
En el día a día.
Sólo con ellos, y los que habían engendrado, por compañía.
Bajo la protección de la Guardia.
Bajo la autoridad del Hogar.
Sin el ejército.
Sin memoria.
Sin el mundo.
Sin las estrellas.
Para Tía, que estaba sola en su casa del claro, la noche (la Noche de Cuchillos y Estrellas) empezó como tantas otras noches. Estaba sentada a la mesa de la cocina, invadida de vapor, escribiendo su libro. Aquella tarde había sacado un puñado de páginas del hilo de tender, rígidas por el sol (siempre se le antojaban cuadrados de luz de sol capturada), y pasó el resto de las horas diurnas preparándolas: recortando el borde en la plancha para cortar, abriendo la encuadernación y sus cubiertas de piel de cordero estirada, eliminando con cuidado las puntadas que sujetaban las páginas, utilizando la aguja y el hilo para coser las nuevas. Era una tarea lenta, satisfactoria como todas las cosas que exigían tiempo y concentración, y cuando hubo terminado, las luces ya se estaban encendiendo.
Era curioso que todo el mundo pensara que sólo tenía un libro.
El volumen en el que estaba escribiendo, por lo que ella recordaba, era el vigésimo séptimo de su clase. Daba la impresión de que siempre que abría un cajón, amontonaba tazas en un armario o barría bajo la cama se topaba con otro. Suponía que por eso los guardaba de aquella manera, diseminados al azar, no alineados pulcramente en una estantería de forma que la miraran. Siempre que encontraba uno, era como toparse con un viejo amigo.
La mayoría contaban las mismas historias. Historias que recordaba del mundo y de cómo era. De vez en cuando, algo se materializaba como caído del cielo, un recuerdo olvidado, como la televisión, y las tonterías que miraba (su resplandor azulado y verdoso, y la voz de su padre: «Ida, apaga ese maldito aparato, ¿no sabes que pudre el cerebro?»). O algo la inspiraba, la forma en que un rayo de sol resbalaba sobre una hoja, un olor transportado por la brisa, y las sensaciones empezaban a recorrerla, fantasmas del pasado. Un día de otoño en un parque, una fuente de la que brotaba agua, la forma en que su espuma parecía capturar la luz de la tarde, como una enorme flor rutilante. Su amiga Sharise, la chica de la esquina, sentada a su lado en un escalón para enseñarle un diente que se le había caído, sostenía la raíz ensangrentada en la palma de la mano para que Tía lo viera. («Ya sé que el Ratoncito Pérez no existe, pero siempre me trae un dólar»). Su madre doblando la colada en la cocina, con su vestido de verano favorito, el de color verde claro, y el aroma de la toalla que estaba doblando contra el pecho. Cuando eso sucedía, Tía sabía que era una buena noche de escritura, recuerdos que se abrían a otros recuerdos, como un pasillo flanqueado de puertas que su mente recorría y la mantenía ocupada hasta que el sol se alzaba en las ventanas.
Pero esa noche no, pensó Tía, mojaba la punta de la pluma en el tintero y alisaba la página con la mano. Esta noche no era adecuada para estas cosas viejas. Se proponía escribir a Peter. Esperaba que aquel chico con estrellas en su interior apareciera en su casa.
Las cosas se le presentaban a su manera. Suponía que era así porque había vivido mucho, como si fuera un libro y el libro estuviera compuesto de años. Recordó la noche en que Prudence Jaxon había aparecido en su puerta. La mujer estaba enferma de cáncer, ya avanzado, mucho antes de que le tocara. Parada en la puerta de Tía con la caja apretada contra el pecho, tan frágil y delgada como si el viento se la pudiera llevar. Tía lo había visto muchas veces a lo largo de su vida, aquella cosa maligna en los huesos, y nunca había otra cosa que hacer que escuchar y hacer lo que la persona pedía, y eso fue lo que Tía hizo por Prudence Jaxon aquella noche. Tomó la caja y la guardó, y antes de un mes Prudence Jaxon había muerto.
«Ha de venir por voluntad propia». Aquéllas eran las palabras que Prudence había dicho a Tía, palabras verdaderas, porque así era el camino de todas las cosas. Las cosas de tu vida llegaban en el momento justo, como un tren que tuvieras que tomar. A veces era fácil, bastaba con subir, el tren era lujoso y confortable, y lleno de gente que te sonreía en silencio, y un revisor te validaba el billete y te revolvía el pelo con su manaza, diciendo: «Qué guapa eres, eres la chica más bonita, y qué suerte hacer un viaje en tren acompañada de tu papá», mientras te hundías en tu mullido asiento y bebías gaseosa de jengibre de una lata y veías el mundo desfilar flotando en un silencio mágico ante tu ventanilla, los altos edificios de la ciudad a la luz otoñal de la mañana, y la parte posterior de las casas con la colada aleteando, y un paso a nivel con barreras donde un niño saludaba con la mano desde su bicicleta, y después los bosques y los campos y una sola vaca pastando.
Pero ¿qué pasaba con Peter? No era al tren, sino a Peter, a quien se proponía escribir. (Sólo que ¿adónde habían ido? ¿Adónde habían ido en tren aquella única vez, los dos juntos, ella y su papá, Monroe Jaxon? Habían ido a ver a su abuela y sus primos, recordó Tía, a un lugar llamado «el Sur»). Peter, y el tren. Porque a veces era fácil, y a veces no. Las cosas de tu vida se precipitaban sobre ti y lo único que podías hacer era agarrarte y aguantar. Tu antigua vida terminaba y el tren te conducía a otra, y al momento siguiente te descubrías parada en el polvo rodeada de helicópteros y soldados, y lo único que tenías para acordarte de la gente era la foto que habías encontrado en el bolsillo de tu chaqueta, la de tu mamá, a la que nunca volverías a ver en todos los días de tu vida, que te había deslizado en el bolsillo cuando te abrazó en la puerta.
Cuando Tía oyó la llamada, y la puerta mosquitera se abrió y cerró después de que la persona entrase, casi había dejado de llorar como una estúpida. Se había jurado no volver a hacerlo. «Ida —se decía—, basta de llorar por cosas que no tienen remedio». Pero aquí estaba, después de tantos años, y aún se conmovía hasta ese extremo cada vez que pensaba en su mamá, deslizando aquella foto en su bolsillo, consciente de que, cuando Ida la encontrara, las dos estarían muertas.
—¿Tía?
Esperaba que fuera Peter, que vendría con sus preguntas sobre la chica, pero no era él. No reconoció el rostro, que flotaba en la niebla de su visión. Una cara estrecha y aplastada de hombre, como si la hubiera encontrado atascada en una puerta.
—Soy Jimmy, Tía. Jimmy Molyneau.
¿Jimmy Molyneau? No era posible. ¿No había muerto Jimmy Molyneau?
—Estás llorando, Tía.
—Pues claro que estoy llorando. Se me ha metido algo en el ojo.
El hombre se sentó en una silla frente a ella. Ahora que había encontrado las gafas de ver entre las que colgaban alrededor de su cuello, vio que era, tal como había afirmado, Molyneau. Aquella nariz era la de los Molyneau.
—¿Qué quieres? ¿Has venido por la caminante?
—¿Qué sabes de ella, Tía?
—Vino un corredor esta mañana. Dijo que habían encontrado a una chica.
No sabía muy bien qué quería el joven. Parecía triste, derrotado. En circunstancias normales, Tía habría agradecido un poco de compañía, pero como el silencio se prolongaba, con aquel hombre extraño y hosco al que sólo recordaba vagamente, con aquella expresión de abatimiento en la cara, empezó a impacientarse. La gente no debería entrar en un sitio sin algún propósito.
—No sé por qué he venido. Creo que debía decirte algo. —Exhaló un profundo suspiro y se pasó una mano sobre la cara—. En realidad, debería estar en la muralla.
—Si tú lo dices…
—Sí, bien. Es donde debería estar el comandante, ¿verdad? En la muralla. —No la estaba mirando. Tenía la vista clavada en sus manos. Meneó la cabeza como insinuando que la muralla era el último lugar de la tierra donde desearía estar—. Es importante, ¿eh? Yo, comandante.
Tía no supo qué decir. Pasara lo que pasara por la mente de aquel hombre, no estaba relacionado con ella. Había momentos en que no podías reparar algo roto con palabras, y parecía que se trataba de uno de ésos.
—¿Crees que podrías ofrecerme una taza de té, Tía?
—Si quieres, te la preparo.
—Si no te molesta…
Le molestaba, pero no había otro remedio. Se levantó y puso la tetera a hervir. Mientras tanto, aquel hombre, Jimmy Molyneau, se quedó sentado en silencio a la mesa, contemplando sus manos. Cuando el agua empezó a hervir en la tetera, sirvió dos tazas con el colador y las llevó a la mesa.
—Con cuidado. Está caliente.
El hombre tomó un sorbo cauteloso. Daba la impresión de que había perdido todo interés por hablar. Lo cual ya le convenía a Tía. De vez en cuando, aparecía gente con problemas, cosas privadas, tal vez pensando que, como vivía sola y no veía a casi nadie, no se lo podría contar a otros. Por lo general eran mujeres que venían a hablar de sus maridos, pero no siempre. Tal vez este Jimmy Molyneau tenía problemas con su mujer.
—¿Sabes lo que dice la gente de tu té, Tía?
Estaba contemplando la taza con el ceño fruncido, como si la respuesta que buscaba estuviera flotando en el líquido.
—¿Qué dice?
—Que es el motivo de tu longevidad.
A medida que pasaron los minutos se fue haciendo un pesado silencio. Para concluir tomó un último sorbo de té, hizo una mueca a causa del sabor, y devolvió la taza a la mesa.
—Gracias, Tía. —Se puso en pie con movimientos cansados—. Creo que será mejor que me vaya. Me alegro de haber hablado contigo.
—Ha sido un placer.
Se detuvo en la puerta, con una mano apoyada en el marco.
—Soy Jimmy —dijo—. Jimmy Molyneau.
—Sé quién eres.
—Por si acaso —dijo—. Por si alguien pregunta.
Los acontecimientos que se iniciaron con la visita de Jimmy a casa de Tía estaban destinados a ser recordados mal, empezando con el nombre. La Noche de Cuchillos y Estrellas fue, de hecho, tres noches distintas, con un par de días en medio. Pero con esos incidentes (que estaban destinados a que los relataran no sólo cuando acababan de producirse, sino también muchos años después), el tiempo parecía comprimirse. Es un error habitual de la memoria imponer a tales acontecimientos la coherencia de una narrativa concentrada, empezando con la asignación de un intervalo de tiempo concreto. Aquella estación. Aquel año. La Noche de Cuchillos y Estrellas.
El error fue agravado por el hecho de que los acontecimientos del día 65 del verano, del cual descendían los demás, se desplegaron en una serie de discretos compartimentos de cronologías solapadas, sin que ni una sola pieza fuera consciente de las demás. Sucedían cosas en todas partes. Por ejemplo: mientras Old Chou se estaba levantando de la cama que compartía con su joven esposa, Constance, impulsado por un ansia misteriosa de ir al almacén, en el otro extremo de la Colonia Walter Fisher estaba pensando lo mismo. Pero el hecho de que estuviera demasiado borracho para levantarse de la cama y atarse los cordones de las botas retrasaría su visita al almacén, y su descubrimiento de lo que había en él, otras veinticuatro horas. Lo que estos dos hombres tenían en común era que ambos habían visto a la chica, la Chica de Ninguna Parte, cuando el Hogar había visitado el hospital con las primeras luces del alba. Pero también era cierto que no todos los que la habían visto de primera mano experimentaron esa reacción. Dana Curtis, por ejemplo, no sufrió el menor efecto, al igual que Michael Fisher. La chica no era una fuente, sino un conducto, una forma de que cierta sensación (una sensación de almas perdidas) entrara en las mentes de las personas más sensibles, y algunas, como Alicia, jamás se verían afectadas. Esto no era cierto en el caso de Sara Fisher y Peter Jaxon, quienes habían experimentado sus respectivas versiones del poder de la chica. Pero en cada caso, sus encuentros habían adoptado una forma más benigna, aunque inquietante: un momento de comunión con aquéllos de sus seres queridos que habían muerto.
El comandante Jimmy Molyneau, que acechaba en las sombras delante de su casa, en el borde del claro (aún no había aparecido en la pasarela, una causa de considerable confusión para la Guardia, que condujo a un apresurado nombramiento de Ian, el sobrino de Sanjay, como comandante pro tem), estaba intentando decidir si ir o no al Faro, matar a quien encontrara en él y apagar las luces. Aunque el impulso de interpretar un acto final tan grave se había ido cimentando en su interior durante todo el día, no fue hasta que escudriñó la taza de té en la cocina de Tía cuando la idea cristalizó hasta adoptar una forma específica en su mente, y si alguien hubiera aparecido en aquel momento y preguntado qué estaba haciendo, no habría sabido qué decir. Habría sido incapaz de explicar este deseo, que parecía originarse en algún lugar profundo sin ser del todo suyo. Dentro de la casa estaban durmiendo sus hijas, Alice y Avery, y su esposa Karen. En algunos momentos de su matrimonio, durante años enteros, Jimmy no había amado a Karen como era debido (estaba enamorado en secreto de Soo Ramírez), pero nunca había dudado de su amor por él, que parecía infinito e inquebrantable, y su expresión física se encarnaba en las dos niñas, iguales a ella. Alice tenía once años, y Avery nueve. En presencia de sus ojos dulces y tiernos rostros, en forma de corazón, de su carácter melancólico (todo el mundo sabía que se ponían a llorar a la menor provocación), Jimmy siempre había experimentado una fuerza tranquilizadora de continuidad histórica, y cuando llegaban los sentimientos oscuros, como a veces sucedía, una oleada de tinieblas que era como ahogarse por dentro, pensar en sus hijas le rescataba siempre de la melancolía.
Y no obstante, cuanto más prolongaba su guardia, acechando en las sombras, más se le antojaba que el impulso de apagar las luces no guardaba la menor relación con su dormida familia. Se sentía extraño, muy extraño, como si su visión fuera a derrumbarse. Se alejó de su casa, y cuando llegó a la base de la muralla, ya sabía lo que debía hacer. Sintió un alivio abrumador, tranquilizador como un baño de agua, mientras subía la escalera que comunicaba con la plataforma de tiro 9. La plataforma de tiro 9 era conocida como el puesto de los excluidos. Debido a su emplazamiento sobre el reborde, una irregularidad en la forma de la muralla que alojaba el conducto eléctrico, no era visible desde ninguna de las plataformas adyacentes. Era el peor puesto, el más solitario, y allí era donde, Jimmy estaba seguro, Soo Ramírez se encontraría esta noche.
Si bien sus sentimientos todavía debían consolidarse en algo más concreto que un temor anónimo, Soo también se había sentido inquieta toda la noche. Pero esta vaga sensación de que algo no iba bien se difuminaba debido a otras recriminaciones más personales: la serie de decepciones producidas por el hecho de que le pidieran que dimitiera como comandante. Tal como Soo había descubierto durante las horas transcurridas desde la pesquisa, no se trataba de un desenlace tan ingrato como había pensado (las responsabilidades habían empezado a afectarla), y a la larga habría tenido que dimitir. Pero ser despedida no era el método que deseaba. Había ido a casa y se había quedado sentada en la cocina llorando durante dos horas. Con cuarenta y tres años, sólo le esperaban noches en la pasarela y alguna comida obligada con Cort, que tenía buenas intenciones pero se había quedado sin cosas que decirle hacía unos mil años, más o menos. Sólo contaba con la Guardia. Cort estaba en los establos como siempre, y durante uno o dos minutos deseó que estuviera en casa, aunque mejor que no, pues lo más probable sería que se hubiera quedado parado ante ella con aquella expresión de impotencia en el rostro, sin hacer nada por consolarla, pues tales gestos estaban más allá de su capacidad de expresarse. (Había albergado tres hijos muertos en su interior, ¡tres!, y ni siquiera entonces había sabido qué decir. Pero eso había sido años atrás).
La culpa sólo era de ella. Eso era lo peor. ¡Aquellos estúpidos libros! Soo los había encontrado en Comercio y Manufacturas, rebuscando en los contenedores donde Walter guardaba las cosas que nadie quería. ¡Todo por culpa de aquellos estúpidos libros! Porque en cuanto había abierto las tapas del primero (hasta se sentó en el suelo a leer, con las piernas dobladas como una Pequeña en el círculo), se sintió absorbida por las palabras, como agua por un desagüe.
«Caramba, pero si es el señor Talbot Carver», exclamó Charlene DeFleur, mientras bajaba las escaleras con su largo vestido de gala, con una mirada francamente alarmada al ver al hombre alto y ancho de espaldas parado en el vestíbulo con sus polvorientos pantalones de montar, la tela bien apretada contra su forma viril. «¿Cuáles son sus intenciones al venir aquí, en ausencia de mi padre?»
La Bella del baile, de Jordana Mixon.
The Passionate Press, Irvington, Nueva York, 2014.
Había una foto de la autora en la contraportada: una mujer sonriente con puñados de pelo oscuro ondulado, reclinada sobre un lecho de almohadones de encaje. Llevaba los brazos y la garganta desnudos. Se tocaba la cabeza con un peculiar sombrero en forma de disco, un sombrero que no era lo bastante grande para protegerla de la lluvia.
Cuando Walter Fisher había aparecido junto al contenedor, Soo ya había llegado al tercer capítulo, y el sonido de su voz fue tan molesto, tan ajeno a su experiencia con las palabras de las páginas, que pegó un bote.
—¿Algo bueno? —preguntó Walter, con las cejas arqueadas inquisitivamente—. Pareces muy interesada. Siendo tú —continuó Walter—, te dejo toda la caja por un octavo.
Soo tendría que haber regateado, era lo que hacías siempre con Walter Fisher, el precio nunca era el precio, pero ya los había comprado en su corazón.
—De acuerdo —dijo, y levantó la caja del suelo—. Trato hecho.
La amante del teniente, Hija del Sur, La novia rehén, Señora por fin… Soo no había leído jamás algo parecido a esos libros. Siempre que Soo imaginaba el Tiempo de Antes, el pensamiento era sinónimo de máquinas, coches, motores, televisores, cocinas y otros objetos de metal y cables que había visto en Banning, pero cuyo propósito desconocía. Suponía que también había sido un mundo de personas, todo tipo de personas, que se dedicaban a sus cosas en el día a día. Pero como esas personas habían desaparecido, dejando tras de sí tan sólo las máquinas averiadas que habían fabricado, sólo pensaba en máquinas. Y no obstante, el mundo que encontraba entre las cubiertas de estos libros no parecía tan diferente del suyo. La gente montaba a caballo, calentaba sus casas con leña e iluminaba sus habitaciones con velas, y esta semejanza material la había sorprendido, al tiempo que abría su mente a las historias, que eran felices historias de amor. También había sexo, montones de sexo, y no era como el sexo que ella conocía con Cort. Era feroz y apasionado, y a veces se sorprendía deseando saltarse páginas para llegar a una de esas escenas, aunque no lo hacía. Quería prolongar el libro.
Nunca tendría que haberse llevado un libro a la muralla esa noche, la noche en que la chica había aparecido. Ése fue su gran error. Soo no había tenido la intención. Llevaba el libro encima, en la bolsa, todo el día, con la esperanza de encontrar un momento libre, y había olvidado que estaba allí. Bien, puede que no lo hubiera olvidado exactamente, pero no había sido la intención de Soo, cuando las cosas habían ocurrido, de hacer una rápida visita al Arsenal donde sola, en silencio y sin que nadie la viera, lo había sacado y empezado a leer. El libro era La bella del baile (los había leído todos y vuelto a empezar), y al encontrar los primeros párrafos por segunda vez (la impetuosa Charlene bajando la escalera al encuentro del arrogante y bigotudo Talbot Carver, el rival de su padre, al que amaba pero también odiaba), se descubrió reviviendo los placeres que había experimentado cuando lo descubrió, una sensación que era más intensa por la certeza de que Charlene y Talbot, después de muchos tiras y aflojas, acabarían juntos al final. Eso era lo mejor de las historias de esos libros: siempre acababan bien.
En eso pensaba Soo cuando, veinticuatro horas después, recién expulsada del cargo de comandante, con La bella del baile todavía guardado en la bolsa (¿por qué no habría podido dejarlo en casa?), oyó unos pasos que subían detrás de ella, se volvió y vio a Jimmy Molyneau subiendo la escalera de la plataforma de tiro 9. Claro que era Jimmy. Habría venido para relamerse, disculparse, o una torpe combinación de ambas cosas. Aunque era poco hablador, pensó Soo con amargura, no se había presentado al primer toque.
—¿Jimmy? —dijo—. ¿Dónde coño estabas?
La noche estaba habitada por sueños. En las casas y barracones, en el refugio y el hospital, los sueños se movían a través de las almas adormecidas de la Primera Colonia, se posaban aquí y allí, como espíritus vagabundos.
Algunos, como Sanjay Patal, tenían un sueño secreto, un sueño que habían soñado durante todas sus vidas. A veces eran conscientes de su sueño, y a veces no. El sueño era como un río subterráneo, que fluía sin cesar, y que de vez en cuando asomaba a la superficie, bañaba sus horas diurnas con su presencia durante un breve instante, como si estuvieran caminando en dos mundos al mismo tiempo. Algunos soñaban con una mujer en su cocina, respirando humo. Otros, como el Coronel, habían soñado con una chica, sola en la oscuridad. Algunos de estos sueños se convertían en pesadillas (lo que Sanjay no recordaba, ni nunca había recordado, era la parte del sueño en que aparecía el cuchillo), y a veces el sueño no parecía un sueño. Era más real que la realidad misma, y enviaba al soñador indefenso a la noche.
¿De dónde salían? ¿De qué estaban hechos? ¿Eran sueños, o algo más, insinuaciones de una realidad oculta, un plano de existencia invisible que sólo se revelaba de noche? ¿Por qué parecían recuerdos, y no sólo recuerdos, sino los recuerdos de otra persona? ¿Y por qué, esta noche, toda la población de la Primera Colonia dio la impresión de sumirse en el mundo de este soñador?
En el Asilo, una de las tres jotas, la pequeña Jane Ramírez, hija de Belle y Rey Ramírez (el mismo Rey Ramírez que, tras haberse descubierto repentina y terroríficamente solo en la central eléctrica, y atormentado por impulsos oscuros que era incapaz de reprimir o expresar, estaba en aquel mismo momento friéndose en la verja electrificada), estaba soñando con un oso. Jane acababa de cumplir cuatro años. Los osos que conocía eran los de los libros y cuentos que narraba Profesora (grandes y dóciles animales del bosque, cuyos corpachones peludos y rostros bondadosos eran la sede de una sabiduría animal benévola), y eso era cierto en el caso del oso de su sueño, al menos al principio. Jane no había visto nunca un oso de verdad, pero sí un viral, Arlo Wilson, con sus propios ojos. Se estaba levantando del catre, situado en la última fila, el más alejado de la puerta (tenía sed e iba a pedir a Profesora que le diera un vaso de agua), cuando había irrumpido por una ventana, entre un gran estrépito de cristales, metal y madera rotos, aterrizando prácticamente sobre ella. Al principio, había pensado que era un hombre, porque parecía un hombre, con el porte y la presencia de un hombre. Pero no llevaba ropa, y había algo diferente en él, sobre todo los ojos y la boca, y daba la impresión de brillar. La miraba de una manera triste (su tristeza se parecía a la de los osos), y Jane estaba a punto de preguntarle qué pasaba y por qué brillaba de aquella manera, cuando oyó un grito a su espalda, se volvió y vio a Profesora corriendo hacia ellos. Pasó por encima de Jane como una nube, el cuchillo que ocultaba en una funda debajo de las faldas aferrado en la mano extendida, un brazo levantado sobre la cabeza para descargarlo como un martillo. Jane no vio lo que vino a continuación (se había tirado al suelo y empezado a alejarse), pero sí que oyó un leve grito, el sonido de algo al desgarrarse y el golpe sordo de algo al caer. A ello siguieron más gritos («¡Aquí! —estaba diciendo alguien—, ¡mirad aquí!»), y después más gritos y chillidos, y un alboroto general de adultos, madres y padres que entraban y salían, y lo siguiente que supo Jane fue que la estaban sacando de debajo del catre y que una mujer llorosa la conducía, junto con otros pequeños, escaleras arriba. (Sólo más tarde cayó en la cuenta de que aquella mujer era su madre).
Nadie había explicado aquellos confusos acontecimientos, ni Jane había contado a nadie lo que había visto. Profesora no estaba. Algunos pequeños (Fanny Chou, Bowow Greenberg y Bart Fisher) decían entre susurros que había muerto. Pero Jane no lo creía. Estar muerto consistía en acostarse y dormir para siempre, y la mujer cuyo salto en el aire había presenciado no parecía nada cansada. Todo lo contrario: en aquel momento, Profesora parecía llena de vida, animada por una agilidad y una fuerza que Jane no había visto nunca, que incluso ahora, toda una noche después, la emocionaba y avergonzaba. La suya era una existencia concisa de movimientos concisos, un lugar de orden, seguridad y tranquila rutina. Se producían las habituales riñas y frases que herían los sentimientos, y algunos días Profesora parecía cruzada de la noche a la mañana, pero en general el mundo que Jane conocía estaba bañado en una placidez esencial. Profesora era el origen de esta sensación. Irradiaba una oleada de ternura maternal, al igual que los rayos del sol calentaban la tierra y el aire. Pero ahora, en el confuso período posterior a los acontecimientos de la noche, Jane intuía que había vislumbrado algún secreto de esa mujer que les había cuidado a todos con tanta generosidad.
Fue entonces cuando a Jane se le ocurrió que lo que había presenciado era una muestra de amor. No podía ser otra cosa que la fuerza del amor lo que había propulsado a Profesora en el aire, a los brazos ansiosos del refulgente hombre-oso, cuya luz era el resplandor de la realeza. Era un príncipe-oso que había venido para llevársela a su castillo del bosque. Tal vez era ahí donde había ido Profesora, y el motivo de que todos los Pequeños hubieran subido al piso de arriba: para esperarla. Cuando regresara con ellos, su legítima identidad de reina del bosque revelada, los bajaría a la Sala Grande, para darles la bienvenida y celebrar con ellos una gran fiesta.
Ésas eran las historias que Jane se contaba mientras se dormía en una sala con otros quince Pequeños, todos ellos soñando sus diversos sueños. En el sueño de Jane, dado que empezaba como una reescritura de los acontecimientos de la noche anterior, estaba dando saltitos sobre su cama de la Sala Grande cuando vio entrar al oso. En esa ocasión no entró por la ventana, sino por la puerta, que parecía pequeña y muy lejana, y era diferente del que había estado allí la noche anterior: era gordo y peludo como los osos de los libros, y avanzaba hacia ella a cuatro patas con su estilo sabio y cordial. Cuando llegó al pie de la cama de Jane se sentó en cuclillas y fue levantándose poco a poco, revelando la alfombra lanuda de su gran vientre liso, su enorme cabeza de oso, los húmedos ojos de oso y las enormes manos acolchadas. Era algo maravilloso de ver, extraño pero esperado al mismo tiempo, como un regalo que Jane siempre había creído que llegaría, y su corazón de cuatro años experimentó una oleada de admiración por aquel gran y noble ser. Estuvo erguido de aquella guisa un momento, mientras la examinaba con expresión pensativa, y después le dijo a Jane, que continuaba sus alegres saltos, con el tono profundo y masculino de su hogar de los bosques: «Hola, pequeña Jane. Soy el señor Oso. He venido a comerte».
Eso resultó divertido (Jane notó un cosquilleo en el estómago que era como el preludio de una carcajada), pero el oso no reaccionó, y cuando el momento se prolongó, la niña reparó en otros aspectos de su persona, aspectos inquietantes: sus garras, que surgían en curvas blancas de sus patas similares a mitones; sus anchas y poderosas mandíbulas; sus ojos, que ya no parecían sabios y cordiales, sino oscuros, preñados de intenciones desconocidas. ¿Dónde estaban los demás Pequeños? ¿Por qué estaba Jane sola en la Sala Grande? Pero no estaba sola: Profesora también había aparecido en el sueño, parada al lado de la cama. Tenía el aspecto de siempre, aunque había algo vago en las facciones de su cara, como si llevara una máscara de tela vaporosa.
—Vamos, Jane —la apremió Profesora—. Ya se ha comido a todos los demás Pequeños. Sé buena y deja de dar saltitos, para que el señor Oso pueda devorarte.
—No-quie-ro —replicó Jane, sin dejar de saltar, porque no quería que la devoraran, una petición que se le antojaba más tonta que aterradora, pero aun así—. No-quie-ro.
—Hablo en serio —advirtió Profesora, al tiempo que alzaba la voz—. Te lo estoy pidiendo bien, pequeña Jane. Voy a contar hasta tres.
—No-quie-ro —repitió Jane, aplicando el máximo vigor posible a sus saltos desafiantes—. No-quie-ro.
—¿Lo ves? —dijo Profesora al oso, que continuaba al acecho, erguido al pie de la cama. Levantó los pálidos brazos exasperada—. ¿Lo ves ahora? Esto es lo que tengo que aguantar, todo el santo día. Es suficiente para que una persona pierda la razón. De acuerdo, Jane, si quieres que sea así, no digas que no te advertí.
Los sueños abarcaban una amplia gama de preocupaciones, influencias, gustos. Había tantos sueños como soñadores. Gloria Patal soñaba con un enorme enjambre de abejas que le cubría el cuerpo. En parte, comprendía que las abejas eran simbólicas. Cada abeja que se arrastraba sobre su piel era una de las preocupaciones que cargaba en la vida. Pequeñas preocupaciones, como si llovería o no un día que había pensado trabajar al aire libre, o si Mimi, la viuda de Raj, su única amiga real, se había enfadado con ella un día que no fue a verla. Pero también preocupaciones más grandes. Preocupaciones por Sanjay y por Mausami. La preocupación de que el dolor en la parte inferior de la espalda y la tos que a veces tenía fueran heraldos de algo peor. Incluido en este catálogo de aprensiones estaba el amor lleno de preocupación que sentía por cada uno de los hijos que no había logrado dar a luz, y el nudo de temor que se enroscaba dentro de ella cada noche cuando sonaba el toque vespertino, y la preocupación más generalizada de que ella, de que todos, era como si ya estuvieran muertos, si se tenían en cuenta las probabilidades. Eso eran las abejas, preocupaciones grandes y pequeñas, y en el sueño se movían sobre todo su cuerpo, brazos, piernas, cara y ojos, incluso dentro de las orejas. El escenario del sueño era contiguo al último momento de conciencia de Gloria. Tras haber intentado sin éxito despertar a su marido, y tras haber soslayado las preguntas de Jimmy, Ian, Ben y los demás que habían acudido en busca de consejo (había que decidir todavía el problema del muchacho, Caleb), Gloria se había dormido sobre la mesa de la cocina en contra de su voluntad, la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta, y suaves ronquidos surgían de sus fosas nasales. Todo esto era cierto en su sueño (el sonido de sus ronquidos era el sonido de las abejas), con el singular añadido del enjambre, que por motivos todavía incomprensibles para ella había entrado en la cocina para luego posarse sobre ella como una masa única, como una gran manta trémula. Ahora parecía evidente que ése era el comportamiento típico de las abejas. ¿Por qué no se había protegido de tal eventualidad? Gloria sentía el roce de sus patitas sobre la piel, el aleteo de sus alas. Sabía que moverse, incluso respirar, provocaría una furia letal de picotazos simultáneos. Se encontraba en esta situación insoportable (era un sueño en que no podía moverse), cuando oyó el sonido de los pasos de Sanjay al bajar la escalera, y sintió su presencia en la habitación, seguida de su partida silenciosa y el golpe de la puerta mosquitera cuando salió de la casa, y entonces la mente de Gloria se iluminó con un chillido silencioso que la precipitó a la conciencia, al tiempo que borraba cualquier recuerdo de lo sucedido: despertó habiendo olvidado no sólo lo de las abejas, sino lo de Sanjay.
Al otro lado de la Colonia, tendido en su catre en una nube formada por su propio olor, el hombre conocido como Elton, un inventor de fantasías acerca de lances eróticos espléndidamente adornados, estaba teniendo un buen sueño. Este sueño (el sueño del heno) era el favorito de Elton, porque era verdadero, tomado de la vida real. Aunque Michael no le creía (y la verdad, debía admitir Elton, ¿por qué iba a creerle?), hubo un tiempo, muchos años antes, en que Elton, un hombre de unos veinte años, había gozado de los favores de una mujer desconocida que lo había elegido, o eso parecía, porque la ceguera garantizaba su silencio. Si no sabía quién era esa mujer (y ella nunca le habló), nunca podría decir nada, lo cual implicaba que estaba casada. Tal vez quería tener un hijo con un hombre que no podía, o había deseado algo más en su vida (en momentos de autocompasión, Elton se preguntaba si lo habría hecho por despecho). En realidad, daba igual. Agradecía esas visitas, que siempre eran de noche. A veces, despertaba en plena experiencia a sus sensaciones concretas, como si la realidad hubiera sido inspirada por un sueño, al cual regresaba entonces para alimentar las noches vacías posteriores. En otras ocasiones, la mujer acudía a él, le tomaba en silencio de la mano y le conducía a otra parte. Ésa era la circunstancia del sueño del heno, que tenía lugar en el establo, rodeado por los relinchos de los caballos y el olor dulce y seco de la hierba recién cortada del campo. La mujer no hablaba. Los únicos sonidos que emitía eran los sonidos del amor. Y terminaba con demasiada brusquedad, con una última exhalación estremecida y un montículo de pelo que le rozaba las mejillas, cuando la mujer se apartaba y levantaba sin decir palabra. Siempre soñaba con estos acontecimientos tal como habían ocurrido, con todo su sentido del tacto, hasta el momento en que, tendido a solas en el suelo del establo, con el único deseo de haber visto a la mujer, o de haberla oído pronunciar su nombre, notaba el sabor de la sal en sus labios y se daba cuenta de que estaba llorando.
Pero esa noche no. Esa noche, justo cuando estaba terminando, ella acercó su cara a la de él y le susurró al oído:
—Hay alguien en el Faro, Elton.
En el Hospital, Sara Fisher no estaba soñando, pero daba la impresión de que la chica sí. Sentada en uno de los catres vacíos, con una sensación casi dolorosa de estar despierta, Sara observó que los ojos de la chica se movían detrás de sus párpados, como si volaran sobre un paisaje invisible. Sara había logrado convencer a Dale de que mantuviera la boca cerrada, con la promesa de que ella lo contaría al Hogar por la mañana. De momento, la chica necesitaba dormir. Como para apoyar su afirmación, eso era precisamente lo que la chica había hecho, acurrucada en el catre de aquella forma auto protectora tan peculiar de ella, mientras Sara la observaba y se preguntaba qué era aquella cosa que había llevado en el cuello, qué descubriría Michael, y por qué, contemplando a la chica, Sara creía que estaba soñando con la nieve.
Había otros, unos cuantos, que tampoco podían dormir. La noche estaba viva de almas en vela. Galen Strauss, para empezar. En su puesto de la muralla septentrional (la plataforma de tiro 10), con la mirada clavada en el resplandor de las luces, Galen se estaba diciendo por enésima vez aquel día que no era un completo idiota. Esta necesidad de decirlo (se había sorprendido mascullando las palabras por lo bajo) significaba que sí lo era, por supuesto. Hasta él lo sabía. Era un idiota. Era un idiota por pensar que podría lograr que Mausami lo quisiera como él la quería a ella. Era un idiota porque se había casado con ella, cuando todo el mundo sabía que estaba enamorada de Theo Jaxon. Era un idiota porque cuando ella le habló del niño, y le lanzó una estúpida mentira acerca de los meses que llevaba de embarazo, se había tragado el orgullo y trazado una sonrisa idiota en la cara. Tan sólo había dicho:
—Un niño. Caramba. Qué te parece.
Sabía muy bien de quién era el niño. Uno de sus mecánicos, Finn Darrell, había hablado a Galen de la noche en la central eléctrica. Finn se había levantado para ir a mear, y al oír ruido en una de los trasteros, había ido a mirar. La puerta estaba cerrada, explicó Finn, pero no era necesario abrirla para saber lo que estaba pasando al otro lado. Finn era la clase de tipo que se lo pasaba en grande dándote noticias que, en su opinión, necesitabas saber. Por lo que le contó, Galen supuso que se había quedado delante de la puerta mucho más tiempo del necesario.
—¡Ay, la leche! —había dicho Finn—, ¿siempre hace esos ruidos?
Que le dieran por el culo a Finn Darrell. Que le dieran por el culo a Theo Jaxon.
Y no obstante, durante un momento de esperanza, Galen había acariciado la idea de que el niño pudiera salvar su relación. Una idea tonta, pero se le había ocurrido. Naturalmente, el niño sólo logró que se pelearan todavía más. Si Theo hubiera vuelto de aquella marcha, era probable que se lo hubieran dicho entonces. Galen ya se imaginaba la escena: «Lo sentimos, Galen. Tendríamos que habértelo dicho. Sucedió… sin querer». Humillante, pero al menos ya habría terminado. Tal como estaban las cosas, Maus y él tendrían que vivir con esa mentira hasta el fin de sus días. Era probable que acabaran despreciándose el uno al otro, si no se despreciaban ya.
Estaba pensando en estas cosas, mientras que al mismo tiempo le asustaba lo que iba a ocurrir a la mañana siguiente, cuando fuera a la central eléctrica. La orden procedía de Ian, aunque Galen sospechaba que no era idea de él, sino de otra persona. Jimmy, o quizá Sanjay. Podía llevarse un corredor, pero eso era todo. No podían desperdiciar personal.
—Enciérrate a cal y canto y aguarda a la siguiente partida de reemplazo —había dicho Ian—, tres días como máximo. ¿De acuerdo, Galen? ¿Podrás ocuparte de esto?
Y él había dicho que sí, que por supuesto, que ningún problema. Hasta se había sentido un poco halagado. Pero a medida que transcurrían las horas, se iba arrepintiendo cada vez más de lo rápido que había aceptado. Había salido de la montaña sólo unas cuantas veces, y era espantoso (todos aquellos edificios vacíos y los flacuchos calcinados en sus coches), pero ése no era el verdadero problema. El problema era que Galen tenía miedo. Tenía miedo siempre, y el miedo iba en aumento a medida que pasaban los días y el mundo que lo rodeaba continuaba su lenta y brumosa disolución. La gente no sabía lo mal que estaba de la vista, ni siquiera Maus. Sabían que estaba mal, pero en realidad no sabían hasta qué punto, y daba la impresión de que empeoraba por días. Tal como estaban las cosas, su campo de visión se había reducido a menos de dos metros. Todo lo que había más allá se transformaba enseguida en un vacío gaseoso, formas indefinibles, colores sin forma y halos de luz. Había probado varias gafas del almacén, pero nada parecía serle útil, lo único que había recibido a cambio de sus problemas fueron dolores de cabeza, como si alguien le estuviera hurgando la sien con un cuchillo, de modo que había tirado la toalla hacía mucho tiempo. Era muy bueno con las voces, era capaz de girar la cabeza en la dirección correcta, pero se perdía un montón de cosas, y sabía que eso conseguía que pareciera lento y estúpido, cosa que no era. Sólo se estaba volviendo ciego.
Y ahora le tocaba a él, capitán de la Guardia, bajar la montaña al amanecer para ir a proteger la central eléctrica. Un viaje que, teniendo en cuenta lo que había sucedido a Zander y Arlo, a Galen Strauss se le antojaba un suicidio. Esperaba encontrar una oportunidad para hablar con Jimmy al respecto, y hacerle entrar en razón, pero hasta el momento no había surgido.
Y ahora que lo pensaba, ¿dónde estaba Jimmy? Soo estaba por ahí, y también Dana Curtis. Ahora que Arlo y Theo habían muerto, y habían expulsado a Alicia de la Guardia, Dana había salido de los pozos para vigilar en la muralla, como todos los demás. Galen se llevaba bien con Dana, y el hecho de que ahora fuera jefe del Hogar, pensó, tal vez influiría en Jimmy. Quizá los dos deberían hablar de ese asunto de ir a la central. Soo estaba en la plataforma de tiro 9, y Dana en la 8. Si se daba prisa, Galen podría regresar a su puesto en cuestión de pocos minutos. Y de hecho, ¿aquello que estaba oyendo, un sonido de voces cercanas, aunque los ruidos se propagaban bien de noche, no era Soo Ramírez? ¿Y la otra voz no era la de Jimmy? Si Galen podía reclutar también a Dana, quizá bastarían unas cuantas palabras para conseguir que Jimmy entrara en razón. Conseguir que Soo o Dana dijeran, bien, claro, yo puedo ir a la central, no entiendo por qué ha de ir Galen.
«Sólo un par de minutos», pensó Galen. Cogió su ballesta y empezó a avanzar por la pasarela.
En el mismo momento, escondidos en el antiguo remolque de la FEMA, Peter y Alicia estaban jugando a las cartas. Como sólo contaban con la luz de los focos para verse, la partida poseía una cualidad difusa, pero ya hacía mucho tiempo que habían dejado de preocuparse por quién ganaba, si es que alguna vez les había importado. Peter estaba intentando decidir si debía contarle a Alicia lo que había sucedido en el Hospital, la voz que había oído en su mente, pero a cada minuto que pasaba le resultaba más difícil imaginarse haciendo eso, pues no sabía cómo explicarse. Había oído palabras en su cabeza. Su madre lo echaba de menos. «Debo de estar soñando», se dijo, sin darse cuenta de la ironía, y cuando Alicia interrumpió sus pensamientos, levantando con impaciencia las cartas, se limitó a sacudir la cabeza.
—No es nada —dijo—. Juega tu mano.
También despierto a esa hora, la 01:15 en el registro de la Guardia, estaba Sam Chou. Sam no deseaba otra cosa que la comodidad de su cama, rodeado por los afectuosos brazos de su esposa. Pero como Sandy dormía en el Asilo (se había presentado voluntaria para sustituir a April hasta que encontraran a otra persona), había padecido la interrupción de estos ritos rutinarios, de forma que estaba tumbado con la vista clavada en el techo. También le preocupaba una sensación que, a medida que el día iba avanzando hacia la noche, reconoció como vergüenza. Aquel incidente tan curioso en la cárcel… No podía explicarlo. En el nerviosismo del momento, había creído a pies juntillas que debían hacer algo. Pero durante las horas posteriores, y después de ir al Asilo para ver a sus hijos (que no parecían muy afectados), Sam había descubierto que sus opiniones sobre el asunto de Caleb se habían moderado de manera sustancial. Al fin y al cabo, Caleb no era más que un crío, y Sam comprendía que expulsar al chico no solucionaría nada. Se sentía un poco culpable por haber manipulado a Belle (con Rey en la central, la mujer debía estar loca de preocupación), y si bien no se llevaba nada bien con Alicia, tan pagada de sí misma, Sam tenía que admitir que, dadas las circunstancias, con el idiota de Milo azuzándolo, era mejor que ella hubiera intervenido. Quién sabía qué habría podido ocurrir en caso contrario. Cuando Sam habló con Milo más tarde, tras las conversaciones del día, en las que se había debatido la necesidad de expulsar al chico si el Hogar no lo hacía, sugirió que quizá deberían reconsiderar la situación, y ver cómo pintaban las cosas por la mañana después de una buena noche de descanso. Milo había reaccionado con una expresión de alivio indisimulado.
—Sí, claro —dijo Milo Darrell—. Puede que tengas razón. Vamos a ver qué opinamos por la mañana.
De modo que Sam se sentía arrepentido de todo el asunto, arrepentido y algo confuso, porque no era propio de él enfurecerse hasta tal extremo. No era nada propio. Por un segundo, allí delante de la cárcel, se lo había creído: alguien tenía que pagar. No parecía importar el que fuera un chico indefenso, convencido de que alguien le había ordenado desde la pasarela que abriera la puerta. Y lo más extraordinario era que en todo ese tiempo Sam no había pensado en la chica, la caminante, que era el motivo de que todo aquello hubiera sucedido. Mientras contemplaba el juego de las luces de los focos sobre el alero, se preguntó por qué. Por Dios, pensó Sam, después de tantos años, una caminante. Y no sólo una caminante, sino una chica joven. Sam no era de los que creían que el ejército volvería algún día (tenías que ser muy estúpido para creer eso después de tantos años), pero una chica así significaba algo. Significaba que alguien seguía con vida allí fuera. Tal vez un montón de álguienes. Y cuando pensaba en esto, la idea le incomodaba de una manera extraña. No podía decir por qué, salvo que la idea de esta chica, la Chica de Ninguna Parte, era como una pieza que no encajara. ¿Y si estos menganitos aparecían de la nada? ¿Y si eran el principio de una nueva oleada de caminantes, que buscaban seguridad bajo las luces? Iban justos de comida y combustible. Sí, en los viejos tiempos habría parecido cruel rechazar a los Caminantes. Pero ¿acaso la situación no era algo diferente ahora, después de tantos años? ¿No habían alcanzado una especie de equilibrio? Porque la verdad era que a Sam Chou le gustaba su vida. Él no era de los que se preocupaban o sufrían. Conocía a gente así, como Milo, y no lo entendía. Podían ocurrir cosas espantosas, sin duda, pero eso siempre era cierto, y en el ínterin, tenía su cama, su casa, su esposa y sus hijos. ¿No era suficiente? Y cuanto más pensaba Sam en ello, más le parecía que no era de Caleb de quien debían preocuparse. Era de la chica. Así que, por la mañana, le diría eso a Milo. Había que hacer algo con la Chica de Ninguna Parte.
Michael Fisher también estaba despierto. En general, Michael consideraba que dormir era una pérdida de tiempo. Era justo otro caso de exigencias irrazonables del cuerpo sobre la mente, y todos sus sueños, cuando le daba por recordarlos, parecían versiones poco alteradas de su estado de vigilia, llenos de circuitos, diferenciales y relés, mil problemas que solucionar, y despertaba sintiéndose menos descansado que propulsado hacia el futuro, sin ningún éxito logrado durante aquellas horas perdidas.
Pero ése no era el caso aquella noche. Michael Fisher no había estado nunca tan despierto como aquella noche, y estaba ocupado en algo. El contenido del chip, que se había descargado en abundancia en el ordenador central (un verdadero torrente de datos) era nada menos que una reescritura del mundo. Esa nueva información era lo que había impulsado a Michael a correr el riesgo que arrostraba ahora, montar una antena en lo alto de la muralla. Había empezado en el tejado del Faro, donde conectó un carrete de veinte metros de cable de cobre no aislado de ocho válvulas con la antena que habían instalado en lo alto de la chimenea meses antes. Dos carretes más lo habían llevado hasta la base de la muralla. Fue todo el cobre del que pudo disponer. Para el resto había decidido utilizar un cable de alto voltaje aislado que debería pelar a mano. Lo difícil sería llegar a lo alto de la muralla sin que lo vieran los centinelas. Tras haber recogido dos carretes más en el cobertizo, se paró al amparo de las sombras bajo uno de los puntales de apoyo y sopesó sus opciones. La escalera más próxima, veinte metros a su izquierda, conducía a la plataforma de tiro 9. Era imposible subirla sin que le vieran. Había una segunda escalera situada entre las plataformas 8 y 7, la cual sería ideal, salvo por los corredores, quienes a veces la utilizaban como atajo entre siete y diez, y soportaba muy poco tráfico, pero carecía de suficiente cable para llegar hasta ella.
Sólo quedaba una opción. Llevar un carrete a la escalera más alejada, avanzar por la pasarela hasta situarse encima del saliente, tirarlo al suelo y bajar de nuevo para conectar el segundo cable con el primero. Todo ello, además, sin que lo viera nadie.
Michael se arrodilló en la tierra, extrajo sus cortaalambres de la vieja mochila de lona que utilizaba como bolsa de herramientas y se puso a trabajar. Sacó el cable del carrete y peló el conducto de plástico. Al mismo tiempo, prestaba atención al ruido de pasos sobre su cabeza, lo cual significaría que un corredor estaba pasando. Cuando el cable estuvo pelado y rebobinado, oyó a los corredores moverse dos veces. Estaba bastante seguro de que contaría con unos cuantos minutos antes de que llegara el siguiente. Lo metió todo en la mochila, corrió hacia las escaleras, respiró hondo y empezó a subir.
Las alturas siempre habían constituido un problema para Michael (no le gustaba ni tan siquiera subirse a una silla), un hecho que, resuelto como estaba a realizar aquella tarea, no había entrado en sus cálculos, y cuando llegó a lo alto de las escaleras, una ascensión de veinte metros que a él se le antojó diez veces más larga, estaba empezando a dudar de que aquella empresa fuera una idea sensata. Su corazón martilleaba de pánico. Sus miembros se habían convertido en gelatina. Caminar sobre la pasarela, una rejilla abierta suspendida sobre un abismo de espacio, exigiría toda su fuerza de voluntad. El sudor irritaba sus ojos cuando se izó desde el último escalón y cayó de estómago sobre la rejilla. Bajo el resplandor de las luces, y sin los habituales puntos de referencia del suelo y el cielo que lo orientaran, todo parecía más grande y cercano, y poseía una intensidad voluminosa. Pero al menos nadie se había fijado en él. Levantó la cara con precaución: cien metros a su izquierda, la plataforma de tiro 8 parecía estar desierta, sin ningún centinela en su puesto. Michael ignoraba el motivo, pero lo tomó como una señal alentadora. Si actuaba con rapidez, podría volver al Faro antes de que nadie se enterara.
Empezó a avanzar por la plataforma, y cuando llegó al punto elegido, ya había empezado a sentirse mejor, mucho mejor. Su miedo se había aplacado, sustituido por la estimulante sensación de que podría llevar a cabo sus propósitos. Eso iba a funcionar. La plataforma de tiro 8 seguía desierta. A quien estuviera de guardia se le iba a caer el pelo, pero su ausencia proporcionaba a Michael la oportunidad que necesitaba. Se arrodilló en la plataforma y sacó el rollo de cable de la mochila. La pasarela, construida de aleación de titanio, haría las veces de conductor, y sumaría sus atractivas propiedades electromagnéticas a las del cable. En esencia, Michael estaba convirtiendo todo el perímetro en una gigantesca antena. Arrancó uno de los pernos que sujetaban la pasarela a su armazón, introdujo el cable pelado en el hueco y volvió a sujetar el perno para inmovilizar el cable. Después dejó caer el carrete al suelo y escuchó el golpe sordo de su impacto.
«Amy», pensó. ¿Quién habría pensado que la Chica de Ninguna Parte tendría un nombre como Amy?
Lo que Michael ignoraba era que la plataforma de tiro 8 estaba desierta porque el centinela de la central, Dana Curtis, de las Primeras Familias y el Hogar, ya estaba muerta en la base de la muralla. Jimmy la había matado justo después de asesinar a Soo Ramírez, a quien no había querido matar. Sólo quería decirle algo. «¿Adiós?» «¿Lo siento?» «¿Siempre te he querido?» Pero una cosa había llevado a la otra de la manera extrañamente inevitable en que se produjeron los acontecimientos de aquella noche, la Noche de Cuchillos y Estrellas, y ahora ninguno de los tres existía ya.
Galen Strauss, que se acercaba desde la dirección contraria, fue testigo de estos acontecimientos como desde el extremo ancho de un telescopio: una mancha lejana de color y movimiento, fuera del alcance de su vista. Si alguien más hubiera estado en la plataforma aquella noche, alguien con mejor vista, que no se estuviera quedando ciego a causa de un glaucoma agudo como Galen Strauss, se habría formado una imagen más clara de dichos acontecimientos. Pero lo ocurrido en la plataforma de tiro 9 sólo sería conocido por sus principales protagonistas, quienes ni siquiera lo comprendieron.
Lo que pasó fue lo siguiente:
La centinela Soo Ramírez, con sus pensamientos todavía flotando en la corriente de La bella del baile, y en particular en una escena ambientada en un carruaje en movimiento durante una tormenta, descrita con tal realismo que podía recordarla palabra por palabra («Cuando los cielos se abrieron, Talbot aferró a Charlene entre sus poderosos brazos, su boca cayó sobre la de ella con una fuerza abrasadora, los dedos encontraron la curva sedosa de su seno, mientras oleadas de pasión estremecían el cuerpo de la muchacha…»), se volvió y vio que Jimmy estaba subiendo a la plataforma. Su primera impresión, que se abrió paso entre sus sentimientos de irritación contradictoria (lamentaba la interrupción; el hombre llegaba tarde), fue que algo no iba bien. «Eso no es propio de él —pensó—. Éste no es el Jimmy que yo conozco». Jimmy se quedó un momento inmóvil, el cuerpo relajado de una manera extraña, los ojos escudriñando las luces con perplejidad. Parecía un hombre que había venido para anunciar algo y se había olvidado de qué. Soo pensó que quizá sabía cuál era el acuerdo tácito. Durante un tiempo había sospechado que Jimmy creía que los dos podían ser algo más que amigos, y en circunstancias diferentes, tal vez le habría alegrado que se lo dijera. Pero en esa ocasión no. Esa noche, en la plataforma de tiro 9, no.
—Son sus ojos —dijo Jimmy por fin. Parecía estar hablando para sí mismo—. Al menos, creía que eran sus ojos.
Soo avanzó hacia él. Tenía la cabeza vuelta, como si no se decidiera a mirarla.
—¿Los ojos de quién, Jimmy?
Pero él no contestó. Bajó una mano hacia el dobladillo de su jersey y empezó a darle tirones, como un niño nervioso que manoseara su ropa.
—¿No te das cuenta, Soo?
—Jimmy, ¿de qué estás hablando?
Había empezado a parpadear. Gruesas lágrimas estaban rodando sobre sus mejillas.
—Están todos tan tristes, joder.
Soo sabía que le estaba pasando algo, algo malo. En un estallido de movimientos, se pasó el jersey sobre la cabeza y lo tiró por encima de la plataforma. Su pecho estaba cubierto de sudor, que brillaba a la luz.
—Es esta ropa —gruñó—. No puedo soportar esta ropa.
Soo había dejado la ballesta apoyada contra la muralla. Se volvió para apoderarse de ella, pero había esperado demasiado. Jimmy la atrapó por detrás, deslizó las manos por debajo de sus axilas, y luego se cerraron en torno a su nuca y, con un repentino movimiento, algo se rompió en la base de su garganta. Y al instante siguiente, su cuerpo había desaparecido, su cuerpo se había alejado a la deriva, su cuerpo ya no existía. Intentó gritar, pero no emitió ningún sonido. En su campo de visión flotaban puntos de luz, como astillas plateadas. («Oh, Talbot —gimió Charlene mientras él se refregaba contra ella, su virilidad una dulce invasión que ya no podía rechazar—, oh, Talbot, sí, terminemos con este juego absurdo…»). Fue consciente de que alguien más se estaba acercando. Oyó el sonido de pasos en la pasarela, donde estaba tendida indefensa, y después oyó el disparo de una ballesta y un grito ahogado. Estaba en el aire, y Jimmy la estaba levantando. Iba a tirarla por encima de la muralla. Ojalá su vida hubiera sido diferente, pero no había otra, y no quería abandonarla todavía, y después empezó a caer, caer y caer.
Aún estaba viva cuando tocó el suelo. El tiempo había aminorado su velocidad, retrocedido, vuelto a empezar. Los focos brillaban en sus ojos. En su boca, sabor a sangre. Encima de ella vio a Jimmy parado en el borde de las redes, desnudo y reluciente, y después, él desapareció también.
Y en el último instante, antes de que sus pensamientos la abandonaran, oyó la voz del corredor, Kip Darrell, que gritaba desde la muralla.
—¡Señales, tenemos señales! ¡Hostia puta, están por todas partes!
Pero dijo esas palabras a la oscuridad. Todas las luces se habían apagado.