33

Tuvo un golpe de suerte. Cuando se acercaba al hospital, Peter vio a un solo centinela montando guardia. Subió los escalones con determinación.

—Buenas noches, Dale.

La ballesta de Dale colgaba a su lado. Suspiró exasperado, ladeó un poco la cabeza y acercó a Peter el oído bueno.

—Ya sabes que no puedo dejarte entrar.

Peter torció el cuello para mirar por las ventanas delanteras. Un farol brillaba sobre el escritorio.

—¿Sara está dentro?

—Se fue hace un rato. Dijo que iba a buscar algo de comer.

Peter calló, sin moverse. Todo era cuestión de esperar. Vio que la indecisión se insinuaba en la cara de Dale. Por fin, éste tiró la toalla y se hizo a un lado.

—Date prisa.

Peter atravesó la puerta y entró en el pabellón. La chica estaba acurrucada en el catre, con las rodillas apretadas contra el pecho, volviendo la cara hacia el otro lado. Al oírlo entrar, no se movió. Peter supuso que estaba dormida.

Colocó una silla al lado del catre y se sentó con la barbilla apoyada en las manos. Debajo del pelo revuelto pudo ver la marca del cuello, donde Sara había extraído el transmisor, una línea apenas discernible, cerrada casi por completo.

La chica se despertó, como si diera la bienvenida a sus pensamientos, y se volvió hacia él. Los blancos de sus ojos eran húmedos y enormes, y brillaban a la luz de la lámpara que se filtraba a través de la cortina.

—Hola —dijo Peter. Se notó la voz ronca—. ¿Cómo te encuentras?

La chica tenía las manos apretadas, hundidas hasta las muñecas en el hueco que separaba sus rodillas. Su forma de mover el cuerpo parecía concebida para parecer más pequeña de lo que era.

—He venido a darte las gracias por salvarme.

Notó un rápido envaramiento bajo la bata, como si encogiera los hombros.

«De nada».

Se le hacía raro hablar de esa manera, y lo más raro era que no le parecía tan raro. Nunca había oído el sonido de la voz de la chica, pero no lo consideraba un defecto. Era algo tranquilizador, como si hubiera descartado el ruido de las palabras.

—Supongo que no tienes ganas de hablar —insinuó Peter—. ¿Por qué no me dices cómo te llamas? Podríamos empezar por ahí, si quieres.

La chica no dijo nada, no indicó nada.

«¿Por qué tendría que decirte cómo me llamo?»

—Bien, de acuerdo —dijo Peter—. Me da igual. Nos quedaremos sentados aquí.

Y eso fue lo que hizo. Se quedó sentado con ella en la oscuridad. Al cabo de un rato, el rostro de la chica se relajó. Fue pasando el tiempo, y sin dar más señales de que reconociera su presencia, cerró los ojos de nuevo.

Mientras Peter esperaba en silencio, un cansancio súbito se apoderó de él, y trajo consigo un recuerdo: una noche, hacía mucho tiempo, cuando había entrado en el hospital y visto a su madre velando a un paciente, tal como él estaba haciendo ahora. No podía recordar quién era aquella persona, ni si el recuerdo se componía de varios recuerdos entrelazados. Podría haber sido una noche, o muchas. Pero durante la noche que recordaba había atravesado la cortina y encontrado a su madre sentada en una silla al lado de un catre, la cabeza caída a un lado, y supo que estaba dormida. La persona del catre era un niño, una forma pequeña oculta en la oscuridad. La única luz procedía de una vela apoyada sobre una bandeja, junto a la cama. Avanzó sin decir palabra. No había nadie más en la sala. Su madre se removió, inclinó la cara hacia él. Era joven, sana, y él estaba contento, muy contento, de volver a verla.

«Cuida de tu hermano, Theo».

—Mamá —dijo—. Soy Peter.

«No es fuerte como tú».

Lo despertaron voces procedentes de fuera y el ruido de la puerta al abrirse. Sara entró en el pabellón. El farol oscilaba en su mano.

—¿Va todo bien, Peter?

Parpadeó al notar el repentino resplandor. Tardó un momento en recordar dónde estaba. Se había quedado dormido sólo un minuto, aunque parecía más rato. El recuerdo, y el sueño que lo había inducido, ya se habían difuminado.

—Estaba… No lo sé. —¿Por qué se estaba disculpando?—. Creo que me he dormido.

Sara estaba atareada con el farol, moviendo una bandeja con ruedas hasta el lado del catre, donde se sentaba la chica, con una expresión despierta y vigilante en su cara.

—¿Cómo has convencido a Dale de que te dejara entrar?

—Oh, Dale es buen chico.

Sara se sentó en el catre de la chica y abrió el maletín. Sacó lo que había llevado: pan plano, una manzana y un trozo de queso.

—¿Tienes hambre?

La chica comió deprisa y liquidó la comida con veloces bocados. Primero el pan y después el queso, que olisqueó con suspicacia antes de probarlo, y por fin la manzana, hasta el corazón. Cuando terminó, se secó la cara con el dorso de la mano, con lo que extendió los restos de zumo sobre las mejillas.

—Bien, creo que hemos solucionado ese problema —dijo Sara—. No son los mejores modales en la mesa que he visto, pero tu apetito es de lo más normal. Voy a echar un vistazo a tu vendaje, ¿vale?

Sara desanudó la bata y la apartó. Dejó al descubierto el hombro vendado de la chica, pero el resto cubierto. Cortó la tela con unas tijeras. En el lugar donde había penetrado la flecha, desgarrando piel, músculo y hueso, tan sólo quedaba una pequeña depresión rosácea. A Peter le recordó la carne de un bebé, aquella dulce frescura de una piel nueva.

—Todos mis pacientes deberían curar igual de deprisa. Es absurdo dejar esos puntos. Date la vuelta para que pueda quitarlos.

La chica obedeció y se volvió en el catre. Sara cogió unas pinzas y empezó a extraer las suturas de la herida, que fue tirando de una en una a un cuenco metálico.

—¿Alguien más está enterado de esto? —preguntó Peter.

—¿Cómo se ha curado? Creo que no.

Le quitó el último punto.

—Sólo Jimmy. —Volvió a subir la bata sobre el hombro de su paciente—. Ya está.

—¿Jimmy? ¿Qué quería?

—No lo sé. Supongo que lo envió Sanjay. —Se volvió en el catre para mirarle—. Fue un poco extraño. No lo oí entrar. Levanté la vista y allí estaba, parado en la puerta, con esa… expresión en la cara.

—¿Expresión?

—No sé cómo describirla. Le dije que la chica no había hablado todavía y se marchó. Pero de eso hace horas.

Peter se sintió desconcertado de repente. ¿De qué expresión se trataba? ¿Qué había visto Jimmy?

Sara levantó las pinzas de nuevo.

—Muy bien, tu turno.

Peter estaba a punto de decir: «¿Mi turno de qué?», pero entonces lo recordó: el codo. El vendaje se había convertido ya en un trapo mugriento. Supuso que el corte estaría curado a aquellas alturas. Hacía días que no lo examinaba.

Se sentó en uno de los catres vacíos. Sara se acomodó a su lado y quitó el vendaje, tras lo cual percibieron un olor agrio de piel reseca.

—¿Te has tomado la molestia de limpiarte el vendaje?

—Creo que me olvidé.

Sara sujetó el brazo y se inclinó con las pinzas. Peter se dio cuenta de que la chica le estaba mirando fijamente.

—¿Alguna noticia de Michael? —Sintió una punzada de dolor cuando ella tiró de la primera sutura—. ¡Ay, ve con cuidado!

—Sería mejor que te estuvieras quieto. —Sara se encogió de hombros, sin mirarle, y reanudó su tarea—. Paré en el Faro camino de casa. Aún sigue trabajando. Elton le está ayudando.

—¿Elton? ¿Tan listo es?

—No te preocupes, es de confianza. —Sara le dirigió una mirada preocupada. Sacudió la cabeza—. Es curioso que estemos hablando de esto, así de repente. Quién es de confianza y quién no. —Le dio una palmadita en el brazo—. Muévelo un poco.

Peter cerró el puño y lo movió de un lado a otro.

—Como nuevo.

Sara estaba limpiando sus útiles. Se volvió y lo miró, mientras se secaba las manos con un trapo.

—La verdad, Peter, a veces me preocupas.

Él cayó en la cuenta de que todavía tenía el brazo alejado del cuerpo. Lo dejó caer a un lado con un movimiento desmañado.

—Estoy bien.

Sara enarcó las cejas con aire dubitativo, pero no dijo nada. Aquella noche, después de la música, con Arlo y su guitarra, y todo el mundo bebiendo brillo, algo había afectado a Peter, una repentina soledad, casi física, pero después, en cuanto la besó, experimentó una punzada de culpabilidad. No era que ella no le gustara, ni que Sara no hubiera dejado patente su interés. Alicia tenía razón, era cierto lo que le había dicho en el tejado de la central eléctrica. Sara era la mujer ideal para él. Pero no podía obligarse a sentir algo que no le salía de dentro. Una parte de él no se sentía lo bastante viva para merecerla, para aceptar lo que sabía que ella le estaba ofreciendo.

—Aprovechando que estás aquí —dijo Sara—, voy a ver a Zapatillas. Para que se acuerden de darle de comer.

—¿Te has enterado de algo?

—No he salido de aquí en todo el día. Tú sabrás más que yo. —Como Peter no dijo nada, Sara se encogió de hombros—. Supongo que la gente está dividida. Lo de anoche habrá enfurecido a muchos. Lo mejor será dejar pasar un tiempo.

—Será mejor que Sanjay se lo piense dos veces antes de hacerle algo. Lish no lo permitirá.

Dio la impresión de que Sara se ponía tensa. Levantó el kit del suelo y se lo colgó al hombro, sin mirarlo.

—¿He dicho algo que no debía?

Ella negó con la cabeza.

—Olvídalo, Peter. Lish no es mi problema.

Se marchó, y la cortina se agitó después de su partida. «Bien —pensó Peter—, ¿qué es lo que ha pasado?» Era verdad que Alicia y Sara no podían ser más diferentes, y nada las obligaba a llevarse bien. Tal vez se trataba de que Sara culpaba a Alicia de la muerte de Profesora, lo cual había afectado mucho a Sara. Parecía bastante evidente. Ignoraba por qué no se le había ocurrido antes.

La chica le estaba mirando de nuevo. Arqueó las cejas con aire inquisitivo:

«¿Qué pasa?»

—Está disgustada, eso es todo —dijo—. Preocupada.

Pensó de nuevo en ello. Qué extraño resultaba todo. Era como si oyera sus palabras en la cabeza. Si alguien lo viera hablar así, pensaría que había perdido el juicio.

Después, la chica hizo algo inesperado. Impulsada por algún motivo desconocido, se levantó del catre y caminó hacia el lavabo. Movió la bomba tres veces y llenó una palangana de agua. La llevó al catre donde Peter se había sentado. La dejó sobre el suelo polvoriento a sus pies, cogió un paño del carrito y se sentó al lado de él, al tiempo que se inclinaba para mojar el paño en el agua. Después, tomó el brazo de Peter con su mano y empezó a aplicar el paño mojado a los puntos.

Peter notó su aliento sobre la piel húmeda. Había desplegado el paño sobre la palma de la mano para aumentar la superficie. Sus gestos eran más decididos ahora, nada precavidos, sino suaves caricias, con el fin de eliminar la tierra y la piel reseca. El haberle lavado la piel había sido un gesto amable, pero resultó de lo más sorprendente, pletórico de sensaciones, de recuerdos. Tuvo la percepción de que sus sentidos se habían congregado alrededor de la herida, del tacto del paño sobre su brazo, del aliento de la chica sobre su piel, como polillas alrededor de una llama. Como si volviera a ser un niño, un niño que se había caído, arañado el hombro y corrido al hospital, y ella le estaba desinfectando.

«Ella te echa de menos».

Todos los nervios de su cuerpo parecieron ponerse en tensión. La chica estaba sujetando su brazo con una presa firme, inamovible. Sin palabras, sin palabras verbalizadas. Las palabras aparecían en su mente. Ella le sujetaba el brazo, su rostro a apenas unos centímetros del de él.

—¿Qué has…?

«Ella te echa de menos, te echa de menos, te echa de menos».

Peter se puso en pie y retrocedió. El corazón saltaba en su pecho como un gran animal enjaulado. Fue a parar con todo su peso contra una vitrina, y el contenido de los estantes saltó al suelo. Alguien había atravesado la cortina, una figura en la periferia de su campo de visión. Por un momento, su mente logró centrarse. Dale Levine.

—¿Qué coño está pasando aquí?

Peter tragó saliva e intentó contestar. Dale estaba parado delante de la cortina, con expresión confusa, incapaz de comprender lo que estaba presenciando. Desvió la mirada hacia la chica, que continuaba sentada en el catre con la palangana a sus pies, y después volvió a mirar a Peter.

—¿Está despierta? Pensaba que se estaba muriendo.

Peter encontró la voz al fin.

—No se lo puedes… contar a nadie.

—Vamos, Peter. ¿Lo sabe Jimmy?

—Hablo en serio. —De repente, supo que si no abandonaba la sala de inmediato se desharía en lágrimas—. No puedes.

Dio media vuelta y salió corriendo. Estuvo a punto de hacer caer a Dale. Atravesó la cortina, salió por la puerta y bajó dando tumbos los escalones que daban al patio iluminado por los focos; su mente atrapada todavía en la corriente de palabras que circulaba por su cabeza («Ella te echa de menos, te echa de menos»), su visión nublada por las lágrimas que brotaban de sus ojos.