32

Las horas pasaron y la noche llegó.

Aún no sabían nada de Michael. Después de que los tres salieran por la puerta trasera del Hospital, el grupo se había separado: Michael había ido al Faro, y Alicia y Peter al aparcamiento de remolques, para vigilar a Caleb desde uno de los armatostes vacíos, por si Milo y Sam regresaban. Sara continuaba dentro con la chica. A partir de aquel momento, sólo cabía esperar.

El remolque donde se escondían se encontraba a dos filas de distancia de la cárcel, lo bastante lejos como para que nadie los viera, pero con una buena perspectiva de la puerta. Decían que los Constructores habían abandonado los remolques, y los habían utilizado para alojar a los obreros que habían construido las murallas y los focos. Por lo que Peter sabía, nadie había vivido en ellos. Casi todos los paneles habían sido arrancados para poder acceder a las tuberías y los cables, y se habían llevado todos los complementos y aparatos, para luego desmontarlos y dispersarlos. Había un espacio en la parte posterior con un colchón sobre una plataforma, separado mediante una puerta flexible montada sobre una vía, y un par de compartimentos para dormir encajados en las paredes. Había una mesa diminuta en el otro extremo, con un par de bancos a cada lado de la mesa. Estaban cubiertos de vinilo agrietado, y los huecos de la tela vomitaban una espuma quebradiza que se convertía en polvo al tocarla.

Alicia había llevado un mazo de cartas para pasar el rato. Entre mano y mano, se removía incansable en su banquillo y miraba por la ventana hacia la cárcel. Dale y Sunny se habían ido, y los habían sustituido Gar Phillips y Hollis Wilson, quien por lo visto había decidido no dimitir. Ya avanzada la tarde, había aparecido Kip Darrell con una bandeja de comida. Por lo demás, no habían visto a nadie.

Peter repartió cartas. Alicia levantó sus cartas y las miró con el ceño fruncido.

—¡Joder! ¿Por qué me has dado esta porquería?

Ordenó las cartas, mientras Peter hacía lo mismo, y empezó con una jota roja. Peter igualó el envite y contraatacó con un ocho de picas.

—Lo veo.

Peter no tenía más picas. Robó del montón. Alicia estaba mirando por la ventana de nuevo.

—Basta, ¿quieres? —dijo él—. Me estás poniendo nervioso.

Alicia no dijo nada. Peter tuvo que robar varias veces para igualar el envite. Ahora tenía las manos llenas de cartas y pocas esperanzas. Jugó un dos y miró mientras Alicia jugaba el dos de corazones, rodaba el palo y corría con cuatro cartas seguidas, descubría una reina para devolverle a picas.

Peter repartió de nuevo. Intuyó que ella iba servida de picas, pero no podía hacer nada. Le tenía acorralado. Jugó un seis y miró mientras ella desplegaba una secuencia de cartas, cambiando a diamantes sobre un nueve, y se liberaba del resto de su mano.

—Siempre haces lo mismo —dijo ella, mientras recogía las cartas—. Antes tienes que jugar tu palo más débil.

Peter estaba contemplando su mano, como si le quedara algo por jugar.

—No lo sabía.

—Siempre.

Faltaban escasos momentos para el primer toque. Sería extraño no pasar la noche en la pasarela, pensó Peter.

—¿Qué harás si Sam vuelve? —preguntó.

—La verdad es que no lo sé. Intentar disuadirlo, supongo.

—¿Y si no puedes?

Ella inclinó un hombro con el ceño fruncido.

—En ese caso, me ocuparé de él.

Oyeron el primer toque.

—No debes hacerlo —dijo Alicia.

Peter tuvo ganas de contestar, ni tú tampoco. Pero sabía que no era así.

—Confía en mí —dijo Alicia—, no pasará nada después del segundo toque. Después de lo de anoche, todo el mundo se esconderá en casa. Deberías ir a ver a Sara. Y también a Circuito. A ver si ha descubierto algo.

—¿Qué crees que es ella?

Alicia se encogió de hombros.

—Por lo que he visto, una cría asustada. Eso no explica la cosa que llevaba en el cuello, ni cómo sobrevivió ahí fuera. Tal vez no lo sepamos nunca. Veremos qué descubre Michael.

—Pero ¿crees lo que te conté acerca de lo ocurrido en el centro comercial?

—Pues claro que te creo, Peter. —Alicia le miró ceñuda—. ¿Por qué no iba a creerte?

—Es una historia inverosímil.

—Si tú dices que pasó, es que pasó. Nunca he dudado de ti, y a estas alturas no voy a empezar a hacerlo. —Le examinó un momento—. Pero no era eso lo que estabas preguntando, ¿verdad?

Peter dejó que se hiciera un silencio.

—Cuando la miras, ¿qué ves? —preguntó.

—No lo sé, Peter. ¿Qué debería ver?

Empezó a sonar el segundo toque. Alicia continuaba estudiándolo, a la espera de su respuesta. Pero carecía de palabras para definir lo que sentía, al menos ninguna en la que confiara.

Se vio un resplandor fuera: acababan de encender los focos. Peter flexionó las rodillas y se puso en pie.

—¿De veras habrías disparado a Sam con esa ballesta? —le preguntó.

Alicia estaba iluminada desde atrás, su rostro sumido en las sombras.

—¿Quieres que te diga la verdad? No lo sé. Supongo que sí. Estoy segura de que lo habría lamentado.

Peter esperó inmóvil un momento, sin decir nada. Tenían la mochila, comida, agua y un saco de dormir de Alicia, con la ballesta al lado.

—Vete —le urgió ella, y ladeó la cabeza en dirección a la puerta—. Lárgate de aquí.

—¿Estás segura de que no te va a pasar nada?

—Peter —dijo ella con una carcajada—, ¿cuándo he tenido problemas?

En el Faro, a Michael Fisher le estaban creciendo los enanos. Pero lo peor era el olor.

Había empeorado, y mucho. Un hedor agrio a axila sin lavar y calcetines sudados. Como a queso mohoso y cebolla. El aire estaba tan cargado que Michael apenas podía concentrarse.

—Elton, vete, ¿quieres? Estás apestando toda la casa.

El anciano estaba sentado en su lugar habitual, delante del panel situado a la derecha de Michael, con las manos apoyadas sobre los brazos de su vieja silla de ruedas, y la cara vuelta a un lado. Después de encender las luces (todos los niveles estaban en verde por el momento; con independencia de lo sucedido en la central eléctrica, seguían enviando corriente montaña arriba), Michael había vuelto a trabajar en el transmisor, que ahora estaba desmontado sobre el mostrador. Sus imágenes abultaban bajo la lupa articulada que había ido a buscar al cobertizo. Había temido una visita de Sanjay, para preguntarle por las baterías. Estaba preparado para esconderlo todo en un cajón a toda prisa. Pero la única visita oficial había sido la de Jimmy, bien entrada la tarde. Jimmy parecía desorientado y congestionado, como si estuviera incubando algún virus, y había preguntado por las baterías con timidez, como si se hubiera olvidado de ellas y estuviera demasiado avergonzado como para sacar el tema a colación. No había avanzado más de un metro desde la puerta, aunque el olor habría disuadido a cualquiera, una barricada de hedor humano, y por lo visto no se había fijado en la lupa, que estaba tirada allí para que la viese cualquiera que tuviera dos dedos de frente, ni en la ranura del panel abierta, con sus cables de colores, el circuito al aire y el soldador a su lado.

—Hablo en serio, Elton. Si vas a dormir, hazlo en la parte de atrás.

El anciano cobró vida y los dedos se tensaron sobre los brazos de la silla. Volvió su cara ciega y rígida hacia Michael.

—De acuerdo. Lo siento. —Se pasó la mano por la cara—. ¿Lo soldaste?

—Estoy en ello. En serio, Elton. Aquí no estás solo. ¿Cuándo fue la última vez que te bañaste?

El viejo no dijo nada. Ahora que lo pensaba, no tenía muy buen aspecto, aunque, para empezar, los patrones por los que se regía Elton tampoco eran muy exigentes. Estaba sudoroso, pálido, y como si no estuviera allí. Mientras Michael miraba, Elton alargó una mano hacia la superficie de la mesa y tanteó con los dedos hasta que éstos se posaron sobre los auriculares, aunque no se los encasquetó.

—¿Te encuentras bien?

—¿Hum?

—Sólo digo que no tienes muy buen aspecto.

—¿Están las luces encendidas?

—Desde hace una hora. ¿Estabas muy dormido?

Elton se humedeció los labios con una gruesa lengua. ¡Joder!, ¿qué pasaba? ¿Tenía algo en los dientes?

—Puede que tengas razón. Será mejor que me acueste.

El hombre se puso en pie y se alejó arrastrando los pies por el estrecho pasillo que comunicaba la zona de trabajo con la parte posterior de la cabaña. Michael oyó el chirrido de los muelles cuando su corpachón se tendió en el catre.

Bien, al menos no estaba en la habitación. Ya olía mejor.

Michael devolvió su atención al trabajo que tenía entre manos. Había acertado en lo tocante al objeto que la chica llevaba alojado en el cuello. El transmisor estaba conectado a un chip de memoria, pero era de un tipo que desconocía, mucho más pequeño y sin ningún puerto visible, salvo un par de clavitos dorados. Uno estaba conectado con el transmisor, y el otro a la filigrana de cables con cuentas. Por lo tanto, o bien los cables formaban un conjunto de antenas, y el transmisor dependía del chip, lo cual no parecía probable, o bien los cables eran sensores de algún tipo, el origen de los datos que el chip estaba grabando.

La única forma de salir de dudas era leer el contenido del chip. Y la única forma de hacerlo era soldarlo al tablero de memoria del ordenador central.

Era un riesgo. Michael iba a soldar una pieza de circuitos desconocidos al panel de control. Tal vez el sistema no lo leyera. Tal vez el sistema se colgara y las luces se apagaran. Lo más sensato sería esperar a la mañana siguiente para hacerlo, pero en ese momento iba acelerado, y su mente se había aferrado al problema como una ardilla con una nuez en los dientes. No habría podido esperar ni queriendo.

Antes, tendría que desconectar el ordenador central de la corriente. Esto significaba cerrar los controladores para depender en exclusiva de las baterías. Podía hacerse durante un rato, pero no muy largo. Sin que el sistema controlara la corriente, cualquier fluctuación podía averiar un disyuntor. De modo que, una vez el ordenador central estuviera desconectado de la corriente, tendría que trabajar deprisa.

Suspiró y solicitó el menú del sistema.

¿Apagar?

Pulsó la S.

El disco duro empezó a aminorar la velocidad de sus revoluciones. Michael saltó de su silla y corrió hacia la caja de disyuntores.

No se movía ninguno.

Enseguida se puso manos a la obra. Liberó la placa madre, la dejó sobre la mesa debajo de la lupa, y tomó el hierro al rojo vivo en una mano y el hilo de soldar en la otra. Lo acercó a la punta del hierro (de la que había surgido una nube de humo) y vio que una sola gota descendía hacia el canal abierto de la placa madre.

Bingo.

Levantó el chip con las pinzas. Sólo disponía de una oportunidad. Se agarró la muñeca derecha para que ésta no temblara, apoyó con delicadeza los contactos expuestos del chip en el soldador y lo mantuvo así durante diez segundos, mientras la gota de soldador líquida se enfriaba y endurecía a su alrededor.

Sólo entonces se permitió respirar. Volvió a encajar el tablero en el panel y cargó el ordenador central de nuevo.

Durante el largo minuto que transcurrió mientras el sistema volvía a conectarse a la corriente, y el disco duro zumbaba y chasqueaba, Michael Fisher cerró los ojos y pensó: «Por favor».

Y cuando abrió los ojos, lo vio en el directorio del sistema. DISPOSITIVO DESCONOCIDO. Seleccionó la imagen y miró mientras se abría la pantalla. Había dos particiones, A y B. La primera era diminuta, unos pocos kilobytes. Pero B no.

B era gigantesca.

Contenía dos archivos de tamaño idéntico. Uno debía de ser la copia de seguridad del otro. Eran dos archivos idénticos de tal magnitud que te dejaban helado. El chip. Era como si todo el mundo estuviera escrito en su interior. Quienquiera que hubiese creado esa cosa, para luego introducirla en la chica, era un tipo de persona desconocida para él. No parecía pertenecer a su mundo. Se preguntó si debería ir a buscar a Elton, y preguntarle qué opinaba de aquello. Pero los ronquidos procedentes de la parte posterior de la cabaña le informaron de que sería gastar fuerzas para nada.

Cuando Michael abrió el archivo, lo hizo de una manera casi furtiva, tapándose los ojos con una mano, y mirando a través de los huecos de los dedos.