29

Sanjay Patal, jefe del Hogar, habría jurado que todo comenzó hacía años, con los sueños.

Con la chica no. Nunca había soñado con ella, de eso estaba seguro. O casi seguro. Todo el mundo la llamaba Chica de Ninguna Parte, incluso Old Chou. Había bastado una mañana para que ese apelativo se convirtiera en su nombre. Había llegado al seno de la Colonia como si fuese una aparición procedente del mundo de las tinieblas y convertida en un ser de carne y hueso. El hecho de su existencia refutaba la evidencia, el que era imposible que hubiese nadie como ella. Había rebuscado en su memoria, pero no la encontró en ella, en la parte que era él, Sanjay Patal, ni en la otra, la parte secreta, la parte soñadora.

Porque esa sensación residía en su interior desde que Sanjay tenía recuerdo. La sensación de que existía otra persona, un alma diferente, dentro de la propia. Un alma con nombre y una voz que cantaba en su interior: «Sé mío. Soy tuyo y tú eres mío, y juntos somos más grandes que la suma, que la suma de nuestras partes».

El sueño acudía a su encuentro desde que él era un Pequeño y estaba en el Asilo. Un sueño de un mundo desaparecido y una voz que cantaba en su interior. A su manera, era un sueño como cualquier otro, hecho de sonidos, luz y sensaciones. Soñaba que había una mujer gorda en su cocina, y que respiraba humo. La mujer deglutía comida en la amplia caverna de su boca, y hablaba por teléfono, que era un objeto curioso con un cable largo como una serpiente, y con un sitio para hablar y otro para escuchar. Sabía lo que era aquella cosa, un teléfono, y así fue como Sanjay comprendió que aquello no era sólo un sueño, sino una visión. Una visión del Tiempo de Antes. Y la voz de su interior cantaba su misterioso nombre:

«Soy Babcock.

»Soy Babcock. Somos Babcock.

»Babcock. Babcock. Babcock».

Por aquel entonces había pensado en Babcock como una especie de amigo imaginario, como un juego, sólo que el juego no se acababa nunca. Babcock estaba siempre con él, en la Sala Grande y en el patio, comía con él y subía a su catre por la noche. Los acontecimientos de aquel sueño no le parecieron diferentes de los de cualquier otro sueño tontorrón e infantil, como darse un baño, jugar sobre los neumáticos o mirar a una ardilla mientras comía nueces. A veces soñaba con aquellas cosas, y a veces soñaba con la mujer gorda del Tiempo de Antes, y no había ningún motivo aparente para ello.

Recordaba un día, hacía mucho tiempo, en que estaba sentado en un círculo en la Sala Grande, y Profesora les había pedido que hablaran de lo que significa ser amigo de alguien. Los niños acababan de comer. Le embargaba la agradable somnolencia de quienes tienen el estómago lleno. Los demás Pequeños reían y correteaban, pero él no, él no era así, él obedecía, y entonces Profesora dio palmas para acallarlos, y como él era tan bueno, el único, ella lo miró, con esa expresión suya de estar a punto de hacerte un regalo, el maravilloso regalo de su atención, y dijo:

—Y bien, pequeño Sanjay, ¿quiénes son tus amigos?

—Babcock —contestó él.

No fue un pensamiento. La palabra surgió de su boca con espontaneidad. Comprendió al instante la magnitud de su error, de haber pronunciado su nombre secreto. Dio la impresión de que se marchitaba en el aire, de que menguaba al haber sido revelado. Profesora frunció el ceño, vacilante. La palabra no significaba nada para ella.

—¿Babcock? —repitió—. ¿He oído bien?

Y Sanjay comprendió que no todo el mundo sabía quién era, claro que no, ¿por qué había creído lo contrario? Babcock era algo especial y privado, le pertenecía por completo, y pronunciar su nombre tal como lo había hecho, de manera irreflexiva, con el único deseo de complacer y ser bueno, era un error. Más que un error, se trataba de una violación. Pronunciar el nombre era dejar de ser especial.

—¿Quién es Babcock, pequeño Sanjay?

En el ominoso silencio que siguió (pues todos los niños habían dejado de hablar, concentrados en aquella extraña palabra), oyó una risita disimulada, y, según recordaba, provenía de Demo Jaxon, a quien ya odiaba entonces, y luego otra, y otra, el sonido de su ridículo que saltaba alrededor del círculo de niños sentados como chispas de una hoguera. Demo Jaxon. Pues claro que había sido él. Sanjay también era Primera Familia, pero tal como se comportaba Demo, con su risa fácil y espontánea, y lo bien que caía a todo el mundo, era como si existiera una segunda categoría, más exquisita, Primero entre los Primeros, y él, Demo Jaxon, fuera su único integrante.

Pero el más ofensivo fue Raj. El pequeño Raj, que era dos años más joven que Sanjay y, por lo tanto, tendría que haberlo respetado y haberse mordido la lengua, se había sumado también a las carcajadas. Estaba sentado con las piernas cruzadas a la izquierda de Sanjay (si Sanjay estaba situado a las seis y Demo al mediodía, Raj estaba a media mañana), y mientras Sanjay miraba horrorizado, su hermano lanzó a Demo una veloz mirada inquisitiva en busca de su aprobación. «¿Lo ves? —decía la mirada de Raj—. ¿Ves cómo yo también puedo burlarme de Sanjay?» Profesora estaba dando palmas de nuevo, con la intención de restablecer el orden. Sanjay sabía que, si no actuaba con rapidez, la rechifla no se acabaría. Oyó el coro estridente que retumbaba en sus oídos, en las comidas, después de que las luces se apagaran por las noches, en el patio cuando Profesora desapareciera: «¡Babcock! ¡Babcock! ¡Babcock!», como si fuera una palabra malsonante o algo peor. «¡Sanjay tiene un pequeño Babcock!»

Comprendió lo que tenía que decir.

—Lo siento, Profesora. Quería decir Demo. Demo es mi amigo. —Dedicó su sonrisa más entusiasta al chico que se sentaba frente a él, con su melena de pelo oscuro (pelo Jaxon), dientes como perlas e inquietos ojos risueños—. Demo Jaxon es mi mejor amigo.

Era extraño que lo recordara, tantos años después. Demo Jaxon desaparecido sin dejar rastro, y Willem, y también Raj. La mitad de los niños que se habían sentado en el círculo aquella tarde estaban muertos o habían sido secuestrados. La Noche Oscura se llevó a la mayoría. Los demás encontraron su forma de desaparecer, uno tras otro. Como si los hubieran devorado poco a poco. Eso era lo que hacía la vida. Habían pasado tantos años (el paso del tiempo era una especie de prodigio), y Babcock era parte de todo ello. Como una voz en su interior, perentoria y silenciosa, que era amiga de él cuando los demás no podían, aunque no siempre se expresaba con palabras. Babcock era algo más parecido a una sensación. No había vuelto a hablar de Babcock desde aquel día en el Asilo.

Y lo cierto era que, con el tiempo, la sensación de Babcock, y los sueños, se habían transformado en otra cosa. No lo había hecho la mujer gorda del Tiempo de Antes, aunque él pensaba que aún sucedía de vez en cuando. (Aunque, pensándolo bien, ¿qué estaba haciendo Sanjay en el Faro aquella extraña noche? Ya no se acordaba). Tampoco lo había hecho el pasado, sino el futuro, y su lugar, el lugar de Sanjay, con sus nuevas circunstancias. Estaba a punto de pasar algo realmente gordo, pero no sabía muy bien el qué. La Colonia no duraría para siempre. Demo había tenido razón en eso, y también Joe Fisher. Algún día, las luces se apagarían. Estaban viviendo de tiempo prestado. El ejército había desaparecido, y no volvería. Aún había quienes se aferraban a esa idea, pero él no, Sanjay Patal no. No. Lo que llegaría no sería el ejército.

Por supuesto, lo sabía todo sobre los fusiles. Los fusiles no eran ningún secreto. Los fusiles de Demo, que procedían del búnker del ejército que había muerto. No fue Raj quien se lo contó. Sanjay tendría que haberlo supuesto, pero de todos modos le supuso una decepción saber que Raj había elegido a Demo antes que a él. Pero Raj se lo había contado a Mimi, quien se lo había contado a Gloria (la parlanchina esposa de Raj era incapaz de guardar un secreto más de cinco segundos; al fin y al cabo, era una Ramírez), la cual, una mañana durante el desayuno, en los días posteriores a la desaparición de Demo Jaxon, quien había salido por la puerta cuando nadie estaba mirando, sin ni siquiera un cuchillo en el cinto, había largado la historia a bocajarro, diciendo: «No estoy segura de que debas saberlo».

Doce cajas, le dijo Gloria, en voz baja y confidencial. Su rostro proyectaba la seriedad de un alumno ansioso. Estaban en la central eléctrica, detrás de una pared que derribaron. Fusiles nuevos y relucientes, fusiles del ejército, salidos de un búnker que Demo, Raj y los demás habían descubierto. Gloria quiso saber si era importante. ¿Había hecho bien al contárselo? Su ansiedad era puro fingimiento. Su voz decía una cosa, pero sus ojos le revelaban la verdad. Sabía lo que significaban los fusiles.

—Sí —dijo, y asintió—. Sí, creo que es posible. Creo que es mejor no decir nada a nadie. Gracias por la información, Gloria.

Sanjay no se hacía ilusiones de ser el único. Aquella mañana había abordado a Mimi, y le explicó con palabras muy claras que no debía decírselo a nadie. Pero era imposible guardar un secreto así. Zander tenía que saberlo. La central eléctrica era su reino. Old Chou también, sin duda, puesto que Demo se lo contaba todo. Sanjay no creía que Soo, Jimmy y Dana, la hija de Willem, lo supieran. Sanjay había llevado a cabo sondeos cautelosos, y nunca había detectado nada. Tenía que haber más (Theo Jaxon, para empezar), pero ¿a quién más se lo habría contado? ¿A qué otra persona le habría susurrado «Conozco un secreto que debes saber», de manera confidencial, como había hecho Gloria aquella mañana durante el desayuno? Por lo tanto, no se trataba de si los fusiles saldrían a la luz, sino de cuándo lo harían, y bajo qué circunstancias, y de quién era amigo de quién, una lección que había aprendido aquella mañana en el Asilo.

Por eso Sanjay había querido alejar a Mausami de la muralla, lejos de Theo Jaxon.

Desde el día en que nació, Sanjay lo había sabido: ella era la razón de todo. Era cierto que, en algunos momentos, incluso en fechas recientes, Sanjay se descubría deseando un hijo, lo cual habría aportado a su vida una perfección de la que ahora carecía. Pero Gloria no podía. Los habituales abortos y falsas alarmas, y sus hemorragias habían desaparecido. Mausami había nacido tras un embarazo que había parecido otro desastre en ciernes (Gloria lo había pasado fatal desde el primer momento), y una tortura en forma de parto de dos días que Sanjay, que había tenido que escuchar los gemidos desesperados desde la sala de espera del hospital, no creía que nadie en el mundo pudiera soportar.

Pero Gloria se había impuesto. Fue Prudence Jaxon, nada menos, quien le enseñó su hija a Sanjay, sentado con la cabeza en las manos, la mente obnubilada por las horas de espera y los terribles sonidos procedentes del pabellón. Para entonces ya había aceptado la idea de que la niña moriría, y también Gloria, y lo dejarían solo. Recibió el bulto envuelto en mantas sin dar crédito a lo que veía, y por un momento creyó que Prudence le había entregado el cadáver del bebé.

—Es una niña —dijo Prudence—, una niña sana. —Incluso entonces había tardado un momento en asimilar la idea, en relacionar las palabras con aquella cosa que sostenía en brazos—. Tienes una hija, Sanjay.

Y cuando apartó a un lado la ropa y vio su cara, tan sorprendente en su condición humana, la boca diminuta, la corona de pelo oscuro, y los ojos tiernos y saltones, supo que, por primera y única vez en su vida, estaba sintiendo amor.

Y después había estado a punto de perderla. Había sido una ironía del destino que se enamorara de Theo Jaxon, que se parecía tanto a su padre. Mausami había hecho lo imposible por ocultarlo, y también Gloria, para protegerlo de aquella información. Pero Sanjay se dio cuenta de lo que estaba pasando. Por lo tanto, cuando esperaba oír que había decidido emparejarse con Theo, Gloria le había comunicado la noticia, y sintió que se le quitaba un peso de encima. Al fin y al cabo, ¡era Galen Strauss! Si le hubieran pedido que eligiera al mejor partido para su hija, el afortunado no habría sido Galen, ni muchísimo menos. Habría preferido a alguien más robusto, como Hollis Wilson o Ben Chou. Pero lo realmente importante era que Galen no tenía nada que ver con Theo Jaxon. No era ningún Jaxon, y todo el mundo sabía que amaba a Mausami. Si ese amor, en el fondo, implicaba cierta debilidad, incluso desesperación, Sanjay estaba dispuesto a aceptarlo.

Todo esto pasaba por su mente mientras contemplaba a la chica en el hospital, a mediodía. La Chica de Ninguna Parte. Como si todos los hilos de la vida de Sanjay, Mausami, Babcock, Gloria, los fusiles y todo lo demás estuvieran trenzados en su imposible persona, en el misterio que constituía.

Daba la impresión de que estaba durmiendo. O algo por el estilo. Sanjay había enviado a Sara a la habitación de fuera, con Jimmy. Ben y Galen estaban vigilando la puerta que daba al exterior. No sabía muy bien por qué lo había hecho, pero deseaba examinar a la chica a solas. No cabía duda de que la herida era grave, y todo cuanto Sara había explicado inducía a Sanjay a creer que la chica no sobreviviría. No obstante, cuando la vio tendida ante él, con los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, sin el menor asomo de alteración o sufrimiento en el rostro, o la hermosa cadencia de su respiración, Sanjay no pudo quitarse de encima la impresión de que era más resistente de lo que aparentaba. Alcanzada por la ballesta de un centinela. Una herida como ésa habría matado a un adulto, y no digamos a una chica de su edad. ¿Cuántos años tendría? ¿Dieciséis? ¿Trece? ¿Era más joven o mayor? Sara había hecho lo posible por lavar a la chica y le había conseguido una bata de algodón de las que se abren por delante. La tela tenía el tono gris invernal que adquiere después de muchos años de lavados. Estaba sujeta a su cuerpo sólo por la manga derecha. La izquierda colgaba con una inquietante sensación de vacío, como si sostuviera una extremidad invisible. Habían dejado la bata abierta para dejar al descubierto el grueso vendaje de lana que rodeaba su pecho y un esbelto hombro, subido hasta la base de su cuello blanco. No tenía cuerpo de mujer, eso estaba claro. Sus caderas y su pecho eran tan concisos como los de un chico, y las piernas, cuando aparecían por debajo del dobladillo raído de la bata, poseían una pulcritud juguetona y unas rodillas nudosas de adolescente. Era sorprendente que en las rodillas no se apreciasen marcas ni cicatrices, productos de algún percance infantil como la caída de un columpio o una trifulca en el patio del colegio.

Y qué decir de su piel, pensó Sanjay, mientras contemplaba sus rodillas, después los brazos, y por fin la cara, en un repaso visual cuya finalidad era abarcarla en su totalidad una vez más. No era ni blanca ni pálida. Ninguna palabra parecía capturar la calidad de su resplandor apagado. Como si la claridad de su tono no fuera ausencia de color, sino algo especial. Luminosa, decidió Sanjay. Ésa era la cualidad de su piel, luminosa. Pero en realidad percibió algo de color donde el sol la había acariciado, en las manos, los brazos y la cara, dejando una estela de pecas descoloridas sobre sus mejillas y cara. Tuvo un sentimiento de ternura paternal, que se le grabó en la memoria. Mausami tenía las pecas iguales cuando era pequeña.

La ropa y la mochila de la chica habían ido a parar al fuego, pero no antes de que el Hogar, provisto de gruesos guantes, hubiera examinado sus pobres pertenencias empapadas de sangre. Sanjay no sabía qué esperaba, pero desde luego no era lo que había encontrado. La mochila era de lona verde vulgar, tal vez militar, pero nadie podía afirmarlo con certeza. Todos estuvieron de acuerdo en que algunos objetos (una navaja, un abrelatas o un rollo de cordel grueso) parecían útiles, pero la elección parecía arbitraria. Era imposible decidir qué importancia tenía el conjunto. Una piedra redonda y pulida; un pedazo de hueso calcinado por el sol; un collar con un relicario vacío; un libro con el misterioso título de Cuento de Navidad, de Charles Dickens. Edición ilustrada. La flecha lo había perforado como si fuera un blanco. Las páginas se habían hinchado a causa de la sangre de la chica. Old Chou recordaba que Navidad era una especie de reunión del Tiempo de Antes, como la Primera Noche. Pero nadie lo sabía con certeza.

Sólo la chica podía contar su historia. La Chica de Ninguna Parte estaba encerrada en su burbuja de silencio. El significado de su aparición era evidente: quedaba gente viva en el mundo exterior. Con independencia de quiénes fueran y dónde vivieran, habían expulsado a uno de los suyos, una chica indefensa, que había logrado llegar hasta allí. Un hecho que, cuando Sanjay pensaba en él, debería ser una buena noticia, un motivo de celebración indisimulada. Las horas posteriores a su llegada no habían producido otra cosa que un silencio angustiado. No había oído a nadie decir: «No estamos solos. Esto es lo importante. El mundo no es un lugar muerto».

Todo se debía a Profesora, pensó. El mero hecho de que ella hubiera muerto influía. Era por lo que Profesora te contaba el día en que salías del Asilo. Por regla general, cuando la gente pensaba en eso, se reía y contaba la historia de su liberación. «¡Es increíble el escándalo que monté! —decían todos—. ¡Tendrías que haber visto cómo lloraba!» Como si no estuvieran hablando de su infancia, seres inocentes que debían ser contemplados con compasión y comprensión, sino de un ser diferente por completo, visto desde lejos y algo ridículo. Y era cierto. En cuanto sabías que el mundo era un lugar en el que reinaba la muerte, ya no creías ser el niño que habías sido. Ver la cara apesadumbrada de Mausami el día de su liberación había sido una de las experiencias más dolorosas de toda la vida de Sanjay. Había quienes no conseguían superarlo (eran los que se rendían), pero la mayoría lograban encontrar una manera de seguir adelante. Descubrías una manera de desechar la esperanza, de embotellarla, guardarla en una estantería y dedicarte a las tareas de tu vida. Como había hecho Sanjay, y Gloria, e incluso Mausami. Todos ellos.

Pero ahora estaba la chica. Su sola presencia desmentía la verdad comúnmente aceptada. El que una persona (una muchacha indefensa) se materializase y saliera de la oscuridad era tan inquietante como una nevada en pleno verano. Sanjay lo había visto en los ojos de los demás, Old Chou, Walter Fisher, Soo, Jimmy y el resto. Todo el mundo. Era anormal. Era absurdo. La esperanza era algo que causaba dolor, y eso era la chica. Una dolorosa clase de esperanza.

Carraspeó (¿cuánto tiempo llevaba mirándola?) y habló.

—Despierta.

No hubo respuesta. Pero creyó detectar, detrás de los párpados, un involuntario destello de conciencia. Habló de nuevo, pero ahora en voz más alta.

—Si me oyes, despierta.

Un movimiento detrás de él interrumpió sus cavilaciones. Sara atravesó la cortina, seguida de Jimmy.

—Por favor, Sanjay. Déjala descansar.

—Esta mujer es una prisionera, Sara. Hay cosas que necesitamos saber.

—No es una prisionera, es una paciente.

Sanjay volvió a contemplar a la chica.

—No parece que esté agonizante.

—No sé si lo está o no. Es un milagro que siga viva, con toda la sangre que perdió. Bien, ¿quieres hacer el favor de marcharte? Es un milagro que consiga mantener limpio este lugar, con todos vosotros campando a vuestras anchas.

Sanjay se dio cuenta de cuán derrotada parecía la mujer, con pelo sudoroso y desgreñado, y los ojos llorosos a causa del cansancio. Había sido una noche muy larga para todos, que había dado paso a un día todavía más largo. Y no obstante, su rostro transmitía sensación de autoridad. Ella dictaba las reglas en el Hospital.

—¿Me avisarás cuando despierte?

—Sí. Ya te lo he dicho.

Sanjay se volvió hacia Jimmy, parado junto a la cortina.

—De acuerdo, Jimmy. Vámonos.

Pero el hombre no reaccionó. Estaba mirando a la chica, fijamente.

—¿Jimmy?

Apartó la mirada.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que nos vayamos. Dejemos trabajar a Sara.

Jimmy meneó la cabeza.

—Lo siento. Supongo que me he distraído un momento.

—Deberías dormir un poco —dijo Sara—. Tú también, Sanjay.

Salieron al porche, donde Ben y Galen estaban de guardia, sudando a causa del calor. Antes se había congregado una multitud, gente ansiosa de ver a la caminante, pero Ben y Galen los habían dispersado. Pasaba ya de mediodía. Sólo se veían algunas personas por las cercanías. Al otro lado de la calle, Sanjay vio que un equipo de Maquinaria Pesada, provisto de mascarillas, botas pesadas y cubos se dirigía al Asilo para desinfectar de nuevo la Sala Grande.

—No sé qué pasa —dijo Jimmy—. Pero esa chica tiene algo que… ¿Has visto sus ojos?

Sanjay se sobresaltó.

—Estaban cerrados, Jimmy.

El hombre había clavado la mirada en el suelo del porche, como si hubiese dejado caer algo y no lo encontrara.

—Ahora que lo pienso, puede que los tuviera cerrados —dijo—. ¿Por qué me dio la impresión de que me estaba mirando?

Sanjay no dijo nada. La pregunta era absurda. Sin embargo, las palabras de Jimmy le tocaron la fibra. Mientras miraba a la chica, Sanjay había experimentado la sensación de que le estaba observando. Miró hacia los otros dos hombres.

—¿Alguno de vosotros dos sabe de qué está hablando?

Ben se encogió de hombros.

—Ni idea. Tal vez esté colada por ti, Jimmy.

Jimmy se volvió con brusquedad. Su rostro, que brillaba a causa del sudor, estaba dominado por el pánico.

—¿Quieres hacer el favor de hablar en serio? Entra y comprenderás a qué me refiero. Es muy raro, te lo digo yo.

Los ojos de Ben se desviaron hacia Galen, quien se encogió de hombros.

—Joder —dijo Ben—, sólo era una broma. ¿Por qué te has cabreado tanto?

—No me ha hecho ninguna gracia, maldita sea. ¿Y tú de qué te ríes, Galen?

—¿Yo? Pero si yo no he dicho nada.

Sanjay sintió que su paciencia se agotaba.

—Basta ya, los tres. Jimmy, que nadie entre ahí. ¿Comprendido?

Jimmy asintió contrito.

—Claro. Lo que tú digas.

—Hablo en serio. Me da igual quién sea.

Sanjay clavó la mirada en la cara de Jimmy. El hombre no era Soo Ramírez, eso era evidente. Tampoco era Alicia. Sanjay se preguntó si lo habían elegido por eso.

—¿Qué quieres que hagamos con Zapatillas? —preguntó Jimmy—. O sea, que no vamos a expulsarlo, ¿verdad?

El chico, pensó Sanjay cansado. De repente, Caleb Jones era la última persona en quien quería pensar. Caleb había aportado a las primeras horas de crisis el tipo de lucidez que ésta exigía. La gente necesitaba algo en que concentrar su ira. Pero ya había pasado lo peor y, a la luz del día, el hecho de expulsar al muchacho había empezado a parecerle una crueldad, un gesto inútil del que todo el mundo se arrepentiría más tarde. Y el chico había hecho gala de verdadera valentía. Cuando le leyeron los cargos, aceptó todas las culpas sin vacilar. A veces descubrías el coraje donde menos te lo esperabas, y Sanjay lo había visto en el mecánico llamado Caleb Jones.

—Mantenedlo vigilado.

—¿Y Sam Chou?

—¿Qué pasa con él?

Jimmy vaciló.

—Corren rumores, Sanjay. Sam, Milo y otros. Sobre expulsarlo.

—¿Dónde has oído eso?

—Yo no. Fue Galen.

—Eso fue lo que oí —intervino Galen—. De hecho, me lo dijo Kip. Estaba en casa de sus padres y oyó hablar a un grupo.

Kip era un corredor, el hijo mayor de Milo.

—¿Y bien? ¿Qué te dijo?

Galen se encogió de hombros vacilante, como si quisiera distanciarse de lo que iba a contar.

—Sam dice que si no lo expulsamos, lo hará él.

Tendría que haberlo previsto, pensó Sanjay. Era lo último que necesitaba, que la gente hablara de tomarse la justicia por su mano. Pero Sam Chou… Adoptar aquella postura parecía impropio de aquel hombre, el tipo más apacible a quien Sanjay había conocido. Sam se encargaba de los invernaderos, donde siempre había un Chou al mando. Decían que mimaba las hileras de guisantes, zanahorias y lechugas como si fueran animalillos domésticos. Imaginaba que todos aquellos Pequeños tenían algo que ver con lo sucedido. Cada vez que Sanjay se daba la vuelta, Sam ya estaba pasando el brillo de celebración y Otra Sandy estaba embarazada de nuevo.

—Ben, es tu primo. ¿Sabes algo de eso?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Llevo aquí toda la mañana.

Sanjay dijo que doblaran la guardia en la cárcel y bajó del porche al sendero. Reinaba un silencio siniestro. Ni siquiera los pájaros cantaban. Volvió a pensar en la chica, en la sensación de ser observado por todos. Como si, detrás de su dulce cara dormida (y sí que era dulce, con la dulzura de un niño; le recordó a Mausami cuando era una pequeña, cuando trepaba a su catre de la Sala Grande y esperaba a que Sanjay se inclinara sobre ella para darle el beso de buenas noches), como si su mente, la mente de la Chica, detrás de los párpados, aquel velo de carne suave, estuviera buscando la de él en la habitación. Jimmy no se equivocaba. Tenía algo peculiar. Sus ojos eran peculiares.

—¿Sanjay?

Cayó en la cuenta de que divagaba, y se había dejado llevar por sus pensamientos. Se volvió y descubrió a Jimmy parado en el peldaño de arriba, con los ojos entornados y el cuerpo inclinado hacia adelante, esperando, con las palabras de alguna declaración tácita atascadas en sus labios.

—¿Y bien? —De repente, Sanjay notó la garganta seca—. ¿Qué pasa?

El hombre abrió la boca para hablar, pero no surgieron palabras. El esfuerzo pareció inútil.

—Nada —dijo Jimmy por fin—. Sara tiene razón. Debería irme a dormir.