28

Al final, quien acudió a su encuentro no fue Alicia, sino todo lo contrario. Peter sabía dónde estaría.

Estaba sentada en una cuña de sombra que había delante de la cabaña del Coronel, con la espalda apoyada contra una pila de leña, y las rodillas subidas hasta el pecho. Al oír los pasos de Peter, alzó la mirada al instante y se secó los ojos con el dorso de la mano.

—Maldita sea —dijo.

Él se sentó en el suelo, a su lado.

—No pasa nada.

Alicia suspiró con amargura.

—No, no pasa nada. Si cuentas a alguien que me has visto así, te mataré, Peter.

Estuvieron sentados un rato en silencio. El día estaba nublado, brillaba una luz pálida y oscura, que transportaba un olor fuerte y acre: se estaban enumerando los cadáveres, y después se incineraban los cuerpos ante la muralla.

—Siempre me he preguntado algo —dijo Peter—. ¿Por qué lo llamábamos Coronel?

—Porque ése era su nombre. No tenía otro.

—¿Por qué crees que salió? No parecía de esa clase. Rendirse así.

Pero Alicia no contestó. Apenas hablaba de su relación con el Coronel, y nunca entraba en detalles. Era un aspecto de su vida, tal vez el único, que había ocultado a Peter. No obstante, su presencia era algo de lo que siempre era consciente. No creía que considerara al Coronel un padre. Peter nunca había detectado el menor afecto entre ellos. En las raras ocasiones en que su nombre salía a colación, o si aparecía de noche en la pasarela, Peter notaba que Alicia se ponía tensa, y adoptaba una frialdad distante. No era algo que resultase evidente, y él debía de ser la única persona que se había dado cuenta. Pero significara lo que significara el Coronel para ella, su vínculo era real. Supuso que ella lloraba por él.

—Es increíble —dijo Alicia en tono lastimero—. Me han despedido.

—Sanjay se echará atrás. No es estúpido. Se dará cuenta de que es una equivocación.

Pero Alicia no lo escuchaba.

—No, Sanjay tiene razón. No debí haber saltado la muralla como lo hice. Perdí la cabeza cuando vi a la chica. —Meneó la cabeza con desesperación—. Pero eso da igual. Ya viste la herida.

Peter pensó en la chica. No había averiguado nada sobre ella. ¿Quién era? ¿Cómo había sobrevivido? ¿Habría más como ella? ¿Cómo había escapado de los virales? Pero ahora daba la impresión de que iba a morir, y se llevaría con ella las respuestas.

—Tenías que intentarlo. Creo que hiciste lo correcto. Y Caleb también.

—¿Sabes que Sanjay está pensando en expulsarlo? Expulsar a Zapatillas, por el amor de Dios.

La expulsión era el peor destino imaginable.

—No me lo puedo creer.

—Hablo en serio, Peter. Están hablando de eso en este mismo momento, te lo juro.

—Los demás no lo aprobarán.

—¿Desde cuándo tienen voz y voto? Tú estuviste en aquella habitación. La gente está asustada. Alguien debe cargar con la culpa de la muerte de Profesora. Caleb está más solo que la una. Es un blanco fácil.

Peter contuvo el aliento y lo soltó.

—Escucha, conozco a Sanjay. Puede que esté encantado de conocerse, pero no parece su estilo. Todo el mundo aprecia a Caleb.

—Todo el mundo apreciaba a Arlo. Todo el mundo apreciaba a tu hermano. Eso no quiere decir que la historia acabe bien.

—Empiezas a hablar como Theo.

—Es posible. —Alicia tenía la mirada clavada en la lejanía—. Lo único que sé es que Caleb me salvó anoche. Si Sanjay cree que va a expulsarlo, se las tendrá que ver conmigo.

—Lish. —Peter hizo una pausa—. Ve con cuidado. Piensa en lo que dices.

—Ya lo he pensado. Nadie va a expulsarlo.

—Sabes que cuentas con todo mi apoyo.

—Tal vez llegue un momento en que no lo hagas.

Reinaba un silencio espectral en la Colonia, pues todo el mundo andaba todavía estupefacto por los sucesos de la madrugada anterior. Peter se preguntó si era el tipo de silencio que se produce después de que suceda algo, o el de antes de que suceda. Tal vez fuera el silencio de los culpables. Alicia tenía razón: la gente estaba asustada.

—A propósito de la chica —dijo—. Tengo que decirte algo.

Unos antiguos lavabos públicos del aparcamiento de remolques, en el lado este de la ciudad, hacían las veces de cárcel. A medida que se acercaban, Peter y Alicia oyeron voces con más claridad. Aceleraron el paso mientras atravesaban el laberinto de armatostes volcados (la mayoría habían sido separados de sus piezas), y cuando llegaron vieron que una pequeña multitud se congregaba ante la entrada, más o menos una docena de hombres y mujeres que se agolpaban alrededor de un único centinela, Dale Levine.

—¿Qué coño está pasando? —murmuró Peter.

El rostro de Alicia era todo un poema.

—Pues que ya ha empezado —dijo—. Eso es lo que está pasando.

Dale no era un hombre pequeño, pero en aquel momento lo parecía. Plantando cara a la multitud, parecía un animal acorralado. Era algo duro de oído y tenía la costumbre de ladear la cabeza un poco a la derecha con el fin de apuntar su oído bueno a quien le hablara, lo cual le confería un aire distraído. Pero ahora no parecía distraído.

—Lo siento, Sam —decía Dale—. No sé más que tú.

La persona a quien hablaba era Sam Chou, el sobrino de Old Chou, un hombre con una carencia absoluta de pretensiones a quien Peter había oído hablar muy pocas veces. Su esposa era Otra Sandy. Entre ambos tenían cinco hijos, tres de ellos en el Asilo. Cuando Peter y Alicia avanzaron hacia el borde del grupo, se dio cuenta de lo que estaba viendo: todos eran padres. Al igual que Ian, todas las personas congregadas ante la cárcel tenían un hijo, o más. Patrick y Emily Phillips, Hodd y Lisa Greenberg, Grace Molyneau y Belle Ramírez y Hannah Fisher Patal.

—Ese chico abrió la puerta.

—¿Y qué quieres que haga? Pregúntale a tu tío si quieres saber más.

Sam apuntó la voz hacia las altas ventanas de la cárcel.

—¿Me oyes, Caleb Jones? ¡Todos sabemos lo que hiciste!

—Vamos, Sam. Deja al pobre chico en paz.

Otro hombre avanzó: era Milo Darrell. Al igual que su hermano Finn, Milo era mecánico, y tenía la corpulencia y el comportamiento taciturno de un mecánico. Era alto y de hombros encorvados, con una barba poblada y el pelo enmarañado que le caía sobre los ojos. Detrás de él, empequeñecida por su estatura, estaba su esposa, Penny.

—Tú también tienes un hijo, Dale —dijo Milo—. ¿Qué haces parado ahí?

Era una de las tres jotas, comprendió Peter. La pequeña June Levine. Peter vio que Dale había palidecido un poco.

—¿Te crees que no lo sé? —Cualquier traza de autoridad que lo diferenciara de la multitud estaba a punto de diluirse—. Y no estoy aquí parado sin más. Debes dejar que el Hogar se encargue de ese asunto.

—Deberían expulsarlo.

Una voz, perteneciente a una mujer, se había alzado entre la multitud. Belle Ramírez, la esposa de Rey. Su hija era Jane. Peter vio que las manos de la mujer temblaban. Estaba a punto de llorar. Sam se acercó a ella y le pasó la mano por los hombros a modo de consuelo.

—¿Lo ves, Dale? ¿Has visto lo que ha conseguido ese chico?

En ese momento Alicia se abrió paso a codazos entre la multitud. Sin mirar a Belle, ni a nadie, se plantó ante Dale, quien estaba mirando a Belle con una expresión de impotencia absoluta.

—Dale, quiero que me des tu ballesta.

—No puedo hacer eso, Lish. Me lo ha dicho Jimmy.

—Me trae sin cuidado. Dámela.

En vez de esperar a que se la diera, Alicia se la arrebató de las manos. Se encaró con todos, la ballesta caída al costado, en una postura no amenazadora. No obstante, Alicia era Alicia. Su aparición significaba algo.

—Sé que todos estáis preocupados, y si queréis saber mi opinión, tenéis todo el derecho. Pero Caleb Jones es uno de los nuestros, tanto como cualquiera de vosotros.

—Para ti es fácil decir eso. —Sam y Bell apoyaban a Milo—. Tú estabas fuera.

Un murmullo de aprobación se adueñó de la multitud. Alicia miró al hombre con frialdad y dejó que pasara el momento.

—Tienes razón, Milo. Si no fuera por Zapatillas, yo estaría muerta. De modo que si estáis pensando en hacerle algo, yo me lo pensaría dos veces.

—¿Qué vas a hacer? —dijo Sam con desdén—. ¿Asaetearnos a todos con esa ballesta?

—No. —Alicia frunció el ceño—. Sólo a ti, Sam. En cuanto a Milo, pensaba pasarlo a cuchillo.

Algunos hombres lanzaron una carcajada nerviosa, pero enmudecieron enseguida. Milo había retrocedido un paso. Peter, todavía un poco separado de la multitud, se dio cuenta de que había dejado caer la mano sobre su cuchillo. Todo parecía depender de lo que sucediera a continuación.

—Creo que te estás echando un farol —dijo Sam, sosteniendo con firmeza la mirada a Alicia.

—Ah, ¿sí? Se nota que no me conoces muy bien.

—El Hogar lo expulsará. Ya lo verás.

—Puede que tengas razón. Pero eso no vamos a decidirlo ninguno de nosotros. Aquí no pasa nada, salvo que estás molestando a un montón de gente sin ningún motivo. No pienso permitirlo.

La multitud había callado de repente. Peter intuyó que titubeaban. El momento había pasado. Salvo por Sam, y quizá Milo, su ira resultaba irrelevante. Sólo tenían miedo.

—Ella tiene razón —dijo Milo—. Déjala en paz.

Sam seguía clavando la mirada, rebosante de ira, en la cara de Alicia. La ballesta aún no se había movido de su sitio, pero no era necesario que lo hiciera. Peter, de pie detrás de los dos hombres, tenía aún la mano apoyada sobre el cuchillo. Todos los demás se habían alejado.

—Sam —dijo Dale, que había recuperado la voz—, vete a casa, por favor.

Milo extendió la mano hacia Sam, con la intención de aferrarlo por el codo, pero Sam lo apartó de un manotazo. Parecía desconcertado, como si el contacto de la mano de Milo lo hubiera despertado de un trance.

—Vale, vale. Ya me voy.

Peter contuvo la respiración hasta que los dos hombres hubieron desaparecido en el laberinto de remolques. Tan sólo un día antes, no habría podido imaginar que algo así pudiera suceder, que la ira pudiese convertir en una turba iracunda a aquella gente a la que conocía, que trabajaba, hacía su vida e iba a ver a sus hijos al Asilo. Nunca había visto a Sam Chou tan furioso. De hecho, nunca lo había visto furioso.

—¿Qué coño ha pasado, Dale? —preguntó Alicia—. ¿Cuándo ha empezado esto?

—En cuanto trasladaron a Caleb aquí. —Ahora que estaban solos, el rostro de Dale dejó patente que comprendía todas las implicaciones de lo que había ocurrido, o había estado a punto de ocurrir. Parecía un hombre que hubiera caído desde una gran altura y descubriese que estaba ileso de milagro—. Vaya, pensé que iba a tener que dejarlos entrar. Tendrías que haber oído las cosas que decían antes de que llegaras.

Se oyó la voz de Caleb dentro de la cárcel.

—¿Eres tú, Lish?

Alicia dirigió su voz hacia las ventanas, como había hecho Sam.

—¡Sé fuerte! —Alicia volvió a mirar a Dale—. Ve a buscar más centinelas. No sé en qué estaba pensando Jimmy, pero necesitas al menos tres más. Peter y yo nos quedaremos hasta que vuelvas.

—Lish, sabes que no puedo dejarte aquí. Sanjay pedirá mi cabeza. Ni siquiera estás en la Guardia.

—Puede que no, pero Peter sí. ¿Desde cuándo obedeces órdenes de Sanjay?

—Desde esta mañana. —Les dirigió una mirada de perplejidad—. Eso me ha dicho Jimmy. Sanjay ha declarado una… ¿cómo lo llaman? Una emergencia civil.

—Lo sabemos. Eso no significa que Sanjay dé las órdenes.

—Será mejor que se lo digas a Jimmy. Parece que él sí lo cree. Y Galen también.

—¿Galen? ¿Qué tiene que ver Galen en todo esto?

—¿No te has enterado? —Dale escrutó sus caras a toda prisa—. Ya veo que no. Galen es capitán ahora.

—¿Galen Strauss?

Dale se encogió de hombros.

—A mí también me parece absurdo. Jimmy reunió a todo el mundo y nos dijo que Galen ocupaba tu puesto, e Ian el de Theo.

—¿Y el de Jimmy? Si ahora ha ascendido a comandante, ¿quién lo sustituye como capitán?

—Ben Chou.

Ben e Ian. Tenía sentido. Ambos estaban en la cola de ascenso a capitán. Pero ¿Galen?

—Dame la llave, Dale —dijo Alicia—. Ve a buscar dos centinelas más. Que no sean capitanes. Localiza a Soo y repítele lo que te he dicho.

—No sé quién queda…

—Te lo digo en serio, Dale —masculló Alicia—. Lárgate.

Abrieron la cárcel y entraron. La habitación era una caja de hormigón desnuda y vulgar. Una pared estaba ocupada por unos viejos urinarios, cuyas tazas habían desaparecido hacía mucho tiempo. Enfrente había una hilera de tuberías, y encima, un espejo largo, sembrado de grietas diminutas.

Caleb estaba sentado en el suelo, debajo de las ventanas. Le habían dejado una jarra de agua y un cubo, pero eso era todo. Lish apoyó la ballesta sobre uno de los urinarios y se acuclilló delante de él.

—¿Se han ido?

Alicia asintió. Peter reparó en que Caleb estaba aterrorizado. Parecía que había llorado.

—Estoy jodido, Lish. Sanjay va a expulsarme.

—No va a pasar nada de eso. Te lo juro.

El chico se frotó su nariz llena de mocos con el dorso de la mano. Tenía la cara y las manos sucias, las uñas incrustadas de mugre.

—¿Qué puedes hacer tú?

—Ya me preocuparé yo de eso. —Desenvainó el cuchillo—. ¿Sabes usarlo?

—Vamos, Lish. ¿Qué voy a hacer con un cuchillo?

—Por si acaso. ¿Sabes?

—No soy muy bueno.

Ella lo apretó contra su mano.

—Escóndelo.

—Lish —dijo Peter en voz baja—, ¿crees que es una buena idea?

—No voy a dejarlo desarmado. —Alicia clavó la vista en Caleb—. Sé fuerte y no bajes la guardia. Si pasa algo, y se te presenta la ocasión de escapar, no lo dudes. Corre como un loco hacia los corrales. Allí encontrarás refugio, yo te localizaré.

—¿Por qué allí?

Oyeron voces fuera.

—Es demasiado largo de explicar. ¿Te ha quedado claro?

Dale entró en la habitación, a quien seguía una sola centinela, Sunny Greenberg. Sólo tenía dieciséis años y era corredora. Ni siquiera tenía un puesto fijo en la muralla.

—Lish, no estoy bromeando —empezó Dale—. Debes largarte de aquí.

—Tranquilo. Nos vamos. —Pero cuando Alicia se puso en pie y vio a Sunny parada en la puerta, sus ojos se encendieron, llenos de ira—. ¿Esto es lo mejor que has podido conseguir? ¿Una corredora?

—Todos los demás están en la muralla.

Peter cayó en la cuenta de que, hacía doce horas, Alicia habría podido conseguir a quien le diera la gana, todo un destacamento. Ahora tenía que suplicar las sobras.

—¿Y Soo? —insistió Alicia—. ¿La has visto?

—No sé dónde estará. Supongo que arriba. —La mirada de Dale se desvió hacia Peter—. ¿Te la llevarás de aquí?

Sunny, quien hasta el momento no había dicho nada, entró en la habitación.

—¿Se puede saber qué haces, Dale? ¿No dijiste que Jimmy había solicitado otro centinela? ¿Por qué aceptas órdenes de ella?

—Lish estaba echando una mano.

—No es capitana, Dale. Ni siquiera es centinela. —La chica saludó a Alicia con un torpe encogimiento de hombros—. Te ruego que me disculpes, Lish.

—Disculpas aceptadas. —Alicia señaló con un ademán la ballesta que sostenía la chica—. ¿Se te da bien eso?

Un encogimiento de hombros falsamente modesto.

—Obtuve las mejores puntuaciones de mi curso.

—Bueno, espero que eso sea cierto. Porque me da la impresión de que te acaban de ascender. —Alicia se volvió también hacia Caleb—. ¿Estarás bien aquí?

El muchacho asintió.

—Recuerda lo que te he dicho. No estaré lejos.

Y con eso, Alicia miró a Dale y Sunny por última vez, utilizando los ojos para transmitir su mensaje:

«No os equivoquéis, se trata de algo personal», y salió de la cárcel seguida de Peter.