Había empezado con el Coronel. Durante las primeras horas, casi todo el mundo se mostró de acuerdo al respecto.
Nadie recordaba haber visto al Coronel desde hacía días, ni en los establos, el Solárium o las pasarelas, donde a veces iba por las noches. Peter no le había visto durante las siete noches que había dispuesto para la Misericordia, pero no había considerado extraña esta ausencia. El Coronel iba y venía según sus propios designios, y a veces no se dejaba ver durante días.
Lo que la gente sabía, y el primero que informó de eso fue Hollis, pero los demás lo confirmaron, era que el Coronel había aparecido en la pasarela poco después de medianoche, cerca de la plataforma de tiro 3. Había sido una noche tranquila, sin señales. La luna estaba baja, el descampado al otro lado de las murallas bañado por el resplandor de los focos. Tan sólo algunas personas se fijaron en él, y nadie pensó nada más. «Mira, ahí está el Coronel —dijo la gente—. El viejo nunca se resigna a quedarse en casa. Lástima que no haya actividad esta noche».
Se demoró unos minutos más, mientras acariciaba el collar de dientes, con la vista clavada en el campo. Hollis suponía que había subido a hablar con Alicia, pero él no sabía dónde estaba, y en cualquier caso, el Coronel no hizo nada por ir en su busca. No iba armado, y no habló con nadie. Cuando Hollis volvió a mirar, ya había desaparecido. Uno de los corredores, Kip Darrell, afirmó más tarde que le había visto bajar la escalera y desaparecer por el sendero en dirección a los corrales.
La siguiente vez que alguien le vio, estaba corriendo a través del campo.
—¡Señal! —gritó uno de los corredores—. ¡Tenemos señal!
Hollis la vio, los vio. Al borde del campo, un grupo de tres, que saltaron a la luz.
El Coronel estaba corriendo hacia ellos.
Se abalanzaron sobre él al instante, lo engulleron como una ola, desgarrando, gruñendo, mientras desde la pasarela lanzaban una lluvia de flechas, aunque la distancia era demasiado grande. Un disparo afortunado no habría logrado nada.
Vieron morir al Coronel.
Entonces divisaron a la chica. Estaba en la linde del campo, una figura solitaria que había aparecido de entre las sombras. Al principio, dijo Hollis, todos pensaron que era otra viral, y todos se habrían sentido satisfechos de poder apretar el gatillo, todos dispuestos a disparar contra cualquier cosa que se moviera. Cuando atravesó el campo corriendo hacia la puerta principal, bajo una lluvia de flechas y proyectiles, una la alcanzó en el hombro con un golpe sordo que Hollis oyó, y la hizo girar como una peonza. Aun así, continuó corriendo.
—No lo sé —admitió Hollis más tarde—. Puede que fuera yo quien la alcanzara.
Para entonces, Alicia había hecho acto de aparición, gritando a todo el mundo mientras bajaba la pasarela a toda prisa, gritándoles que dejaran de disparar, que era una persona, un ser humano, y que llevaran las cuerdas: «¡Traed las putas cuerdas ya!». Un momento de confusión: Soo no estaba, y la orden de saltar al otro lado de la muralla sólo podía darla ella. Todo ello no logró que Alicia se detuviera. Antes de que nadie pudiera decir una palabra más, había saltado a lo alto de la muralla, aferrado la cuerda y bajado.
—Esto es lo más jodido que había visto en mi vida —dijo Hollis.
Descendió a toda prisa, oscilando frente a la muralla, sus pies patinaron sobre la superficie como si corriera en el aire, mientras la cuerda se deslizaba con un zumbido a través del bloque situado en lo alto de la muralla, y tres pares de manos frenéticas se disponían a tascar el freno antes de que aterrizara. Cuando el mecanismo se detuvo con un chirrido de metal al doblarse, Alicia aterrizó, rodó sobre el polvo y echó a correr. Los virales se hallaban a veinte metros de distancia, todavía encorvados sobre el cuerpo del Coronel. Al oír el impacto de Alicia, se agitaron al unísono, se retorcieron y gruñeron, olfatearon el aire.
Sangre fresca.
La chica había llegado a la base de la muralla, una sombra oscura acurrucada contra él. Un bulto reluciente descansaba sobre su espalda, su mochila, sujeta al cuerpo por el proyectil hundido en su hombro, todo resbaladizo y brillante debido a la sangre. Alicia se apoderó de ella como si fuera un saco, se la colgó a los hombros y se esforzó por correr. La cuerda ya no servía de nada, olvidada detrás de ella. Su única posibilidad era la puerta.
Todo el mundo se quedó de piedra. La puerta no debía abrirse nunca. De noche, no. A nadie, ni siquiera a Alicia.
En aquel momento Peter llegó al escenario de los sucesos, corriendo desde el porche de Tía hacia el alboroto. Caleb llegó desde el barracón a toda la velocidad que le permitían las piernas y alcanzó la puerta principal antes que él. Peter no sabía qué estaba pasando al otro lado. Sólo sabía que Hollis estaba gritando desde la pasarela.
—¡Es Lish!
—¿Qué?
—¡Es Lish! —gritó Hollis—. ¡Está fuera!
Caleb fue el primero en llegar a la caseta. Ese dato se utilizaría más adelante para acusarlo, al tiempo que exoneraría a Peter de la culpa de lo ocurrido. Cuando Alicia llegó a la puerta, estaba abierta lo bastante para que pasara con la chica. Si hubieran podido cerrar las puertas en aquel momento, es muy probable que nada de lo demás no hubiera sucedido, pero Caleb había soltado el freno. Las pesas estaban cayendo, acelerando a medida que se deslizaban por las cadenas. Lo único que controlaba ahora la apertura de la puerta era la fuerza de la gravedad. Peter aferró la rueda. Detrás y por encima de él oyó los gritos, la lluvia de proyectiles disparados desde las ballestas, y los pasos de los centinelas que bajaban corriendo la escalera. Aparecieron más manos, que sujetaron la rueda, Ben Chou, Ian Patal y Dale Levine. Con penosa lentitud, empezó a girar en dirección contraria.
Pero era demasiado tarde. De los tres virales, sólo uno logró atravesar las puertas. Pero fue suficiente.
Se encaminó directamente al Asilo.
Hollis fue el primero en llegar al edificio, justo cuando el viral saltaba al tejado. Llegó a la cúspide del tejado como una piedra que resbalara sobre el agua y cayó al patio interior. Mientras atravesaba la puerta principal como una exhalación, Hollis oyó el ruido que hacen los cristales al romperse.
Llegó a la Sala Grande al mismo tiempo que Mausami. Los dos llegaron por pasillos diferentes a lados opuestos de la sala. Mausami iba desarmada, y Hollis portaba su ballesta. Los recibió un silencio inesperado. Hollis se había preparado para oír chillidos y caos, con los niños corriendo por todas partes. Pero casi todos estaban inmóviles en sus camas, con los ojos abiertos de par en par a causa del terror y el desconcierto. Algunos habían conseguido esconderse debajo de los catres. Cuando Hollis cruzó el umbral, detectó movimientos en la fila más cercana, cuando una de las tres jotas (June, Janet o Juliet) saltó de la cama y se escondió debajo. La única luz de la sala procedía de la ventana rota, que tenía la persiana arrancada y colgaba de una esquina, todavía oscilando.
El viral se había parado delante de la cuna de Dora.
—¡Eh! —chilló Mausami. Agitó los brazos sobre la cabeza—. ¡Mira aquí!
¿Dónde estaba Leigh? ¿Dónde estaba Profesora? El viral movió la cara hacia la voz de Mausami. Parpadeó, y ladeó la cabeza sobre su largo cuello. Un chasquido húmedo resonó en la curva tirante de su garganta.
—¡Aquí! —gritó Hollis, imitando a Mausami y agitando las manos para llamar la atención del monstruo—. ¡Sí, mira hacia aquí!
El viral giró hacia él. Algo brillaba en la base de su cuello, una especie de joya. Pero no había tiempo para preguntarse por eso. Hollis tenía ángulo, y una oportunidad. Entonces Leigh entró en la sala. Estaba durmiendo en la oficina y no había oído nada. Cuando Leigh lanzó un chillido, Hollis apuntó la ballesta y disparó.
Fue un buen disparo, un disparo limpio, en el centro del punto débil. Se sintió seguro de su puntería, de su perfección, en cuanto el proyectil salió disparado. Y en la fracción de segundo que la flecha tardó en recorrer su trayectoria, una distancia de unos cinco metros, lo supo. La llave centelleante colgando del cordón. La mirada de afligida gratitud en los ojos del viral. La idea se materializó en la mente de Hollis formada por completo, una sola palabra que llegó a sus labios en el mismo instante en que la flecha (la misericordiosa, horrible e irrecuperable flecha) se clavaba en el centro del pecho del viral.
—Arlo.
Hollis acababa de matar a su hermano.
Aunque no lo recordaba y nunca lo haría, Sara supo de la existencia de la caminante en un sueño, un sueño confuso en el que volvía a ser una niña pequeña. Estaba preparando una tarta. Estaba erguida sobre un taburete, batiendo la espesa masa en un cuenco ancho de madera. La cocina en la que trabajaba era al mismo tiempo la de la casa donde vivía y también la del Asilo, y estaba nevando, una nieve suave que no caía del cielo, porque no había cielo, sino que daba la impresión de materializarse del aire delante de su cara. Era extraño que nevara y, que Sara recordara, casi nunca dentro de casa, pero tenía cosas más importantes por las que preocuparse. Era el día de su liberación, Profesora no tardaría en acudir a buscarla, pero sin la tarta de harina de maíz no tendría nada que comer en el mundo exterior. Profesora le había contado que eso era lo único que la gente comía en el mundo exterior.
Además, había un hombre. Era Gabe Curtis. Estaba sentado a la mesa de la cocina, delante de un plato vacío.
—¿Está preparada? —preguntó a Sara, y después se volvió hacia la niña sentada a su lado—. Siempre me ha gustado la tarta de harina de maíz.
Sara se preguntó, algo alarmada, quién era la chica. Intentó mirarla, pero por lo que fuera no podía verla. Siempre acababa de abandonar el punto al que Sara miraba, fuera cual fuera. Su mente registró poco a poco el hecho de que ahora se encontraba en otro lugar. Estaba en la habitación a la que la había llevado Profesora, el lugar de la revelación, y sus padres estaban esperando en la puerta.
—Ve con ellos, Sara —dijo Gabe—. Ya es hora de que te marches. Corre y sigue corriendo.
—Pero tú estás muerto —dijo Sara, y cuando miró a sus padres, vio que donde deberían estar las caras había regiones de vacío, como si los estuviera viendo a través de una corriente de agua. Les pasaba algo en los cuellos. Oyó un latido fuerte, fuera de la habitación, y el sonido de una voz que la llamaba por el nombre.
—Estáis todos muertos.
Entonces despertó. Se había quedado dormida en una silla junto a la chimenea apagada. Fue la puerta lo que la despertó. Alguien la llamaba desde el otro lado. ¿Dónde estaba Michael? ¿Qué hora era?
—¡Sara! ¡Abre!
¿Caleb Jones? Abrió la puerta cuando el muchacho iba a llamar de nuevo, el puño petrificado en el aire.
—Necesitamos una enfermera. —Su respiración era agitada y tenía el rostro perlado de sudor—. Han disparado contra alguien.
Se despertó al instante y buscó su maletín, que descansaba sobre la mesa contigua a la puerta.
—¿Quién?
—Lish la ha traído.
—¿Lish? ¿Han disparado contra Lish?
Caleb sacudió la cabeza, mientras intentaba recuperar el aliento.
—A ella no. A la chica.
—¿Qué chica?
Los ojos de Caleb reflejaron asombro.
—Es una caminante, Sara.
Cuando llegaron al hospital estaba clareando. No había nadie, lo cual le resultó extraño. Esperaba una multitud, a juzgar por lo que le había dicho Caleb. Subió los escalones y entró corriendo en el pabellón.
En el catre más cercano había una chica tumbada.
Estaba boca arriba, con la flecha todavía clavada en el hombro. Detrás de ella había una forma oscura. Era Alicia, que tenía el jersey manchado con sangre.
—Haz algo, Sara —dijo Alicia.
Sara avanzó a toda prisa y pasó la mano por debajo del cuello de la chica para examinar sus vías respiratorias. La chica tenía los ojos cerrados. Su respiración era rápida y superficial, y la piel, fría y húmeda al tacto. Sara le buscó el pulso en el cuello. El corazón le latía como el de un pájaro.
—Se encuentra en estado de choque. Ayúdame a darle la vuelta.
El proyectil había perforado el hombro izquierdo de la chica, justo por debajo de la curva en forma de cuchara de la clavícula. Alicia pasó las manos por debajo de los hombros de la muchacha, mientras Caleb le levantaba los pies y juntos la colocaban de costado. Sara cogió unas tijeras y empezó a cortar las correas de la mochila empapada en sangre, y después la mugrienta camiseta de la muchacha, hasta revelar el cuerpo esbelto de una adolescente, los pequeños y curvos brotes de sus pechos y su pálida piel. La punta de la flecha sobresalía de una herida en forma de estrella situada justo encima de la línea de la escápula.
—Tengo que sacarla. Y voy a necesitar algo más grande que estas tijeras.
Caleb asintió y salió corriendo de la sala. Cuando atravesó la cortina, Soo Ramírez entró como una exhalación. Llevaba el pelo largo suelto y la cara manchada de tierra. Se detuvo con brusquedad al pie del catre.
—Que me aspen. No es más que una niña.
—¿Dónde coño está Otra Sandy? —preguntó Sara.
La mujer parecía desconcertada.
—¿De dónde demonios ha salido?
—Soo, estoy sola aquí. ¿Dónde está Sandy?
Soo levantó la cabeza y clavó la vista en Sara.
—Está… en el Asilo, creo.
Se oían pasos y voces, un alboroto procedente del exterior: la habitación de fuera estaba llena de curiosos.
—Soo, echa a esa gente. —Sara levantó la voz en dirección a la cortina—. ¡Todo el mundo fuera! ¡Quiero que salgáis de este edificio!
Soo asintió y salió corriendo. Sara volvió a tomar el pulso a la chica. Daba la impresión de que su piel había adoptado una apariencia algo moteada, como un cielo invernal a punto de nevar. ¿Cuántos años tendría? ¿Catorce? ¿Qué hacía una chica de catorce años en la oscuridad?
Se volvió hacia Alicia.
—¿La has traído tú?
Alicia asintió.
—¿Te dijo algo? ¿Iba sola?
—Dios, Sara. —Los ojos de Alicia parecieron flotar—. No lo sé. Sí, creo que iba sola.
—¿Esa sangre es tuya o de ella?
Alicia bajó la vista hacia la pechera del jersey, y dio la impresión de que reparaba por primera vez en la sangre.
—De ella, creo.
Más alboroto fuera de la sala, y la voz de Caleb que gritaba: «¡Voy a entrar!».
Atravesó la cortina, agitando un pesado cúter, y lo puso en las manos de Sara.
Era un trasto grasiento, pero debía usarlo. Sara vertió licor sobre la hoja del cúter, y después en sus manos, que secó con un trapo. Con la muchacha todavía tendida de costado, utilizó el cúter para arrancar la punta de la flecha, y vertió más alcohol por encima de todo ello. Después, ordenó a Caleb que se lavara las manos como ella, mientras bajaba una madeja de lana de la estantería y cortaba un trozo largo, que enrolló hasta convertirlo en una compresa.
—Zapatillas, cuando extraiga el proyectil, quiero que aprietes esto contra la herida. No seas delicado, aprieta con fuerza. Voy a suturar el otro lado, por si puedo detener la hemorragia.
El muchacho asintió vacilante. Sara sabía que estaba superado por las circunstancias, pero todos lo estaban. La supervivencia de la chica durante las próximas horas dependería del alcance de la hemorragia, de las lesiones internas. Volvieron a acostar a la chica de espaldas. Mientras Caleb y Alicia le levantaban los hombros, Sara aferró la flecha y empezó a tirar. Como el astil era metálico, Sara intuyó el cartílago fibroso de tejido destrozado, y el hueso fracturado. No podían ser delicados. Lo mejor era proceder con rapidez. Dieron un fuerte tirón y el proyectil salió con un chorro de sangre.
—¡Joder, pero si es ella!
Sara volvió la cabeza y vio a Peter en la puerta. ¿Qué había querido decir? Si la conocía, ¿quién era la chica? Pero era imposible, por supuesto.
—Ponedla de costado. Peter, ayúdalos.
Sara se colocó detrás de la chica, cogió una aguja y un carrete de hilo, y se puso a coser la herida. Había sangre por todas partes, un charco en el colchón que chorreaba hasta el suelo.
—¿Qué tengo que hacer, Sara?
La compresa de Caleb ya estaba empapada.
—Sigue apretando. —Atravesó la piel de la chica con la aguja y le dio un punto—. ¡Que alguien traiga más luz!
Tres puntos, cuatro, cinco, todos ellos cosiendo los bordes de la herida. Pero sabía que era inútil. La pieza debía de haber afectado la arteria subclavia. De ella brotaba la sangre. La chica tardaría unos pocos minutos en morir. Debía de tener catorce años, pensó Sara. ¿De dónde vendría?
—Creo que está parando —dijo Caleb.
Sara estaba terminando de coser el último punto.
—No puede ser. Continúa apretando.
—No, de veras. Míralo tú misma.
Colocaron a la chica sobre su espalda y Sara apartó la compresa. Era verdad: la hemorragia estaba cesando. La herida parecía más pequeña, rosada y arrugada en los bordes. El rostro de la muchacha se veía sereno, como si estuviera durmiendo. Sara apoyó los dedos sobre la garganta de la chica: sus latidos eran fuertes y regulares. ¿Qué demonios estaba pasando?
—Peter, acerca el farol.
Peter hizo oscilar el farol sobre la cara de la muchacha. Sara levantó con delicadeza el párpado de su ojo izquierdo. Una órbita oscura y húmeda, la pupila en forma de disco, que se contraía y revelaba el iris, del color de la tierra mojada. Pero había algo diferente. Algo más.
—Acércalo más.
Cuando Peter movió el farol y bañó el ojo de luz, Sara experimentó una sensación de caer, como si la tierra se hubiera abierto bajo sus pies, algo peor que morir, peor que la muerte. Una terrible negrura a su alrededor, y estaba cayendo, precipitándose eternamente hacia ella.
—¿Qué pasa, Sara?
Se irguió y retrocedió. El corazón se le salía del pecho, y las manos le temblaban como hojas al viento. Todo el mundo estaba mirándola. Intentó hablar, pero no encontró las palabras. ¿Qué había visto? Pero no había visto nada, sino que lo había sentido. Sara pensó en la palabra «sola». ¡Sola! Ésa era su situación, y la de todos los demás. Sus padres, cuyas almas habían caído para siempre en la negrura. ¡Estaban solos!
Tomó conciencia de las demás personas presentes en el pabellón. Sanjay y, a su lado, Soo Ramírez. Había otros dos centinelas al acecho. Todo el mundo estaba esperando a que ella dijera algo. Notó el calor de sus miradas sobre ella.
Sanjay avanzó.
—¿Vivirá?
Sara respiró hondo para calmarse.
—No lo sé. —Notó la voz débil en la garganta—. La herida es mala, Sanjay. Ha perdido mucha sangre.
Sanjay contempló a la muchacha un momento. Daba la impresión de estar decidiendo qué debía pensar de ella, cómo explicar su presencia imposible. Entonces desvió la mirada hacia Caleb, que estaba parado al lado del catre con el vendaje empapado en la mano. Algo pareció consolidarse en el aire. Los hombres que estaban en la puerta avanzaron, con las manos apoyadas sobre los cuchillos.
—Acompáñanos, Caleb.
Los dos hombres, Jimmy Molyneau y Ben Chou, agarraron al muchacho de los brazos. Caleb estaba demasiado sorprendido para oponer resistencia.
—¿Qué estáis haciendo, Sanjay? —preguntó Alicia—. Soo, ¿qué coño pasa?
Fue Sanjay quien contestó.
—Caleb está detenido.
—¿Detenido? —chilló el chico—. ¿Por qué?
—Caleb abrió la puerta. Conoce la ley tan bien como cualquiera. Jimmy, sácalo de aquí.
Jimmy y Ben empezaron a arrastrar al chico hacia la cortina.
—¡Lish! —gritó.
Ella se colocó delante de la puerta para impedirles el paso.
—Díselo, Soo —dijo Alicia—. Fui yo. Fui yo quien saltó. Si queréis detener a alguien, detenedme a mí.
Soo, parada al lado de Sanjay, no dijo nada.
—Díselo, Soo.
Pero la mujer sacudió la cabeza.
—No puedo, Lish.
—¿Qué quieres decir con que no puedes?
—Porque no depende de ella —dijo Sanjay—. Profesora ha muerto. Han detenido a Caleb por asesinato.