25

Michael Fisher, ingeniero jefe de Electricidad y Energía, estaba sentado en el Faro, escuchando a un fantasma.

Así la llamaba Michael, la señal fantasma. Se elevaba de la neblina de ruido en lo alto del espectro auditivo, donde nada, por lo que él sabía, debería existir. Un fragmento de un fragmento, oído y no oído. El manual del radiotelegrafista que había encontrado en el cobertizo de almacenamiento designaba la frecuencia como sin asignar.

—Yo te lo podría haber dicho —comentó Elton.

La habían captado el tercer día después de que el grupo regresara. Michael todavía no podía creer que Theo hubiera muerto. Alicia le había asegurado que no era culpa de él, que la placa madre no tenía nada que ver con la muerte de Theo, pero Michael se sentía implicado de todos modos, parte de una cadena de acontecimientos que había conducido a la muerte de su amigo. Y la placa madre… Lo peor de todo era que casi se había olvidado de ella. Ni siquiera la necesitaba. El día después de que el grupo de reemplazo partiera de la central eléctrica, Michael había desmontado con éxito una vieja batería de control de flujo y recuperado las piezas que necesitaba. No era una Pion, pero contaba con suficiente potencia de procesamiento extra para detectar cualquier señal en el límite del espectro.

Y aunque no hubiera podido hacerlo, ¿de qué servía otro procesador más? No justificaba la muerte de Theo.

Pero esa señal… 1.432 megahercios. Tenue como un susurro, pero estaba diciendo algo. Lo atormentaba, pues su significado siempre parecía escapársele cuando lo contemplaba. Era digital, una sucesión repetida, iba y venía misteriosamente, o al menos eso parecía, hasta que se dio cuenta (bien, Elton se había dado cuenta) de que llegaba cada noventa minutos, después de lo cual transmitía durante 242 segundos exactos, y después enmudecía de nuevo.

Tendría que haberse dado cuenta sin ayuda. No tenía excusa.

Y estaba aumentando de intensidad. Hora tras hora, a cada ciclo, pero más de noche. Era como si la maldita señal estuviera ascendiendo la montaña. Había dejado de buscar otras. Se sentaba ante el panel y contaba los minutos, a la espera de que la señal volviera.

No era algo natural, con esos ciclos de noventa minutos. No era un satélite. No era nada del acumulador. No era muchas cosas. Michael no sabía qué era.

El estado de ánimo de Elton también se había alterado. Aquel Elton animoso pese a su ceguera al que Michael se había acostumbrado después de tantos años en el Faro, se había esfumado. En su lugar estaba sentado un viejo gruñón casposo que apenas decía hola. Se ceñía los auriculares a la cabeza, escuchaba la señal cuando llegaba, se humedecía los labios, sacudía la cabeza y decía una o dos cosas sobre la necesidad de dormir más. Apenas se le podía molestar para que encendiera las luces cuando sonaba el segundo toque. Michael habría podido acumular suficiente gas para enviarles a la luna, y tenía la sensación de que Elton no habría dicho ni una palabra al respecto.

Tampoco le habría ido mal un baño. Coño, a los dos.

¿A qué se debía? ¿A la muerte de Theo? Desde el regreso del grupo de reemplazo, un silencio angustiado se había apoderado de toda la Colonia. Nadie entendía lo de Zander. Dejar aislado a Caleb en lo alto de la torre… Sanjay y los demás habían intentado mantenerlo en secreto, pero las habladurías se propagaron con celeridad. La gente decía que siempre habían notado algo raro en el hombre, pero todos aquellos meses en la montaña habían afectado a su cerebro. Desde la muerte de su mujer y su hijo no había levantado cabeza.

Y además estaba el asunto de Sanjay. Michael no sabía qué debía deducir. Hacía dos noches, estaba sentado ante el panel cuando la puerta se abrió de repente y apareció Sanjay, con los ojos abiertos de par en par como diciendo «¡Ajá! Ya está», pensó Michael, con los auriculares todavía pegados a la cabeza (su crimen no habría podido ser más evidente), era hombre muerto. Sanjay había descubierto lo de la radio. Lo iban a echar a patadas.

Pero entonces ocurrió algo curioso. Sanjay no dijo nada. Se quedó parado en el umbral, mirando a Michael, y a medida que transcurrían los segundos en silencio, Michael se dio cuenta de que la expresión del hombre no era la que había sospechado al principio, no se trataba de la santa indignación por los delitos que había descubierto con nocturnidad y alevosía, sino un estupor casi animal, un asombro por nada. Sanjay iba vestido con ropa de cama. Iba descalzo. Sanjay no sabía dónde estaba: era sonámbulo. Montones de personas lo eran, había momentos en que daba la impresión de que la mitad de la Colonia estaba dando vueltas sin ton ni son. Tenía algo que ver con las luces, con el hecho de que nunca estaba oscuro del todo y era imposible relajarse. A Michael le había sucedido en una o dos ocasiones, y una vez se despertó en la cocina, aplicándose en la cara miel de un bote. Pero ¿Sanjay? ¿Sanjay Patal, jefe del Hogar? No daba el tipo.

La mente de Michael estaba funcionando a toda velocidad. El truco consistiría en sacar a Sanjay del Faro sin despertarle. Michael estaba tramando diversas estrategias (ojalá tuviera miel para ofrecerle), cuando Sanjay frunció el ceño de repente, ladeó la cabeza como si estuviera asimilando algún sonido lejano y pasó frente a él arrastrando los pies.

—¿Sanjay? ¿Qué estás haciendo?

El hombre se había parado ante la caja de fusibles. Su mano derecha, caída a un costado, se agitó como presa de un tic.

—No… sé.

—¿No deberías estar en otro sitio, tal vez? —aventuró Michael.

Sanjay no dijo nada. Levantó la mano y la subió hasta su cara, le dio vueltas poco a poco mientras la contemplaba con el mismo estupor bovino, como si fuera incapaz de decidir a quién pertenecía.

—¿Bab… cock?

Más pasos en el exterior y, de pronto, Gloria entró en la habitación. También iba vestida con ropa de cama. Su pelo largo, que llevaba ceñido de día, le caía hasta la mitad de la espalda. Parecía falta de aliento, y no cabía duda de que había venido corriendo desde su casa siguiéndole. Hizo caso omiso de Michael, quien ahora se sentía menos atemorizado que avergonzado, como testigo accidental de un drama matrimonial, y se plantó al lado de su marido, a quien aferró con firmeza por el codo.

—Ven a la cama, Sanjay.

—Ésta es mi mano, ¿verdad?

—Sí —replicó ella impaciente—, es tu mano. —Sin soltar el codo de su marido, miró a Michael y pronunció sin hablar la palabra «sonámbulo».

—Es mía, definitivamente mía.

Ella exhaló un suspiro.

—Vamos, Sanjay. Ya está bien.

Un destello de conciencia iluminó su cara. Paseó la mirada alrededor de la habitación, y sus ojos se posaron en Michael.

—Michael. Hola.

Los auriculares estaban escondidos debajo de la mesa.

—Hola, Sanjay.

—Parece que… he salido a dar un paseo.

Michael reprimió una carcajada. ¿Qué estaba haciendo Sanjay plantado delante de la caja de los fusibles?

—Gloria ha sido tan amable de venir a buscarme para acompañarme a casa. Así que me iré con ella.

—De acuerdo.

—Gracias, Michael. Siento haber interrumpido tu importante trabajo.

—Ningún problema.

Y con eso, Gloria Patal sacó a su marido de la habitación, de vuelta a la cama para concluir lo que el hombre hubiera empezado en su mente inquieta y plagada de sueños.

Bien, ¿qué cabía deducir? Cuando Michael se lo contó a Elton a la mañana siguiente, el hombre se limitó a contestar:

—Supongo que le está afectando como al resto de nosotros.

Y cuando Michael preguntó a qué se refería, Elton no dijo nada, como si careciera de respuesta.

Le daba demasiadas vueltas a las cosas. Sara tenía razón: pasaba demasiado tiempo con la cabeza metida en el agujero de la preocupación. La señal llegaba entre ciclos. Tendría que esperar otros cuarenta minutos para volver a escucharla. Sin otra cosa en qué ocupar su mente, buscó en la pantalla los controladores de baterías, con la esperanza de recibir buenas noticias, pero sin encontrarlas. Eran las 22:15, un viento fuerte soplaba todo el día a través del paso, y las pilas estaban por debajo del 50 por ciento.

Dejó a Elton en la cabaña y fue a dar una vuelta para despejarse. La señal marcaba 1.432 megahercios. Significaba algo, pero ¿el qué? Antes que nada, lo evidente, o sea, que las cifras comprendían los cuatro primeros números enteros en una pauta que se repetía: 14321432143214321432, y así sucesivamente, el uno cerraba la secuencia, que se reiniciaba con el 4. Resultaba interesante, aunque tal vez se tratara de una casualidad. Pero eso mismo sucedía con todo lo relacionado con la señal fantasma: parecía que nada era una casualidad.

Llegó al Solárium, que solía estar lleno de gente, ya avanzada la noche. Parpadeó debido a la luz que se reflejaba. Una solitaria figura estaba sentada en la base de la Lápida, y su cabello oscuro caía sobre sus brazos enlazados, que apoyaba sobre las rodillas. Mausami.

Michael carraspeó para avisarla de su llegada. Pero cuando se acercó, ella lo miró con una curiosidad pasajera. Su significado era diáfano: estaba sola y así quería continuar. Pero Michael había pasado horas en la cabaña (Elton apenas contaba), persiguiendo fantasmas en la oscuridad, y estaba dispuesto a afrontar un leve rechazo a cambio de unos mendrugos de compañía.

—Hola. —Se paró ante ella—. ¿Te importa que me siente?

Ella levantó la cara. Vio que sus mejillas estaban surcadas de lágrimas.

—Lo siento —dijo Michael, avergonzado—. Ya me voy.

Pero ella negó con la cabeza.

—No pasa nada. Siéntate, si quieres.

Era un poco violento, porque el único sitio donde podía sentarse era a su lado, con los hombros casi en contacto, la espalda apoyada en la Lápida como ella. Empezaba a pensar que no había sido una gran idea, sobre todo cuando el silencio se prolongó. Comprendió que, al quedarse, había aceptado de manera tácita preguntar qué le pasaba, incluso tratar de encontrar las palabras pertinentes que le ofrecieran cierto consuelo. Sabía que las mujeres podían tener depresiones durante el embarazo, aparte de que ya eran de por sí depresivas, y su conducta podía alterarse en cualquier momento. Casi siempre se entendía con Sara, pero sólo porque era su hermana y estaba acostumbrado a su forma de ser.

—Me he enterado de la noticia. Felicidades, supongo.

Ella se secó los ojos con las yemas de los dedos. Tenía mocos en la nariz, pero Michael no tenía pañuelo que ofrecerle.

—Gracias.

—¿Galen sabe que has salido?

Ella lanzó una carcajada lúgubre.

Lo cual le llevó a pensar que no estaba deprimida. Había ido a ver la Lápida debido a Theo. Las lágrimas derramadas eran por él.

—Yo sólo… —Pero no pudo encontrar las palabras—. No sé. —Se encogió de hombros—. Lo siento. Yo también era amigo suyo.

Entonces, ella hizo algo que le sorprendió. Mausami apoyó la mano sobre la de él y enlazó los dedos de ambos sobre la rodilla de Michael.

—Gracias, Michael. La gente no reconoce tus méritos. Has dicho justo lo que debías.

Continuaron sentados un rato sin hablar. Mausami no retiró la mano, sino que la dejó donde estaba. Era extraño. Hasta aquel momento, Michael no había sido consciente de la ausencia de Theo. Se sentía triste, pero también otra cosa. Se sentía solo. Quiso añadir algo, verbalizar aquel sentimiento, pero antes de que pudiera hacerlo, aparecieron otras dos figuras en el otro extremo de la plaza. Se dirigieron hacia ellos. Galen y, detrás de él, Sanjay.

—Escucha —dijo Mausami—, te aconsejo que no te dejes influir por las chorradas de Lish. Es su forma de hacer las cosas. Ya se convencerá.

¿Lish? ¿Por qué estaba hablando de Lish? Pero ya no tuvo tiempo para meditar sobre el tema. Galen y Sanjay se plantaron frente a ellos. Galen sudaba y respiraba con dificultad, como si hubiera estado corriendo por las murallas. En cuanto a Sanjay, el sonámbulo ofuscado de dos noches antes se había esfumado. Delante de él tenía una figura paterna que proyectaba indignación en estado puro.

—¿Qué estás haciendo? —Galen tenía los ojos entornados a causa de la furia, como si intentara enfocar bien a su mujer—. No debes salir del Asilo, Maus. Bajo ningún concepto.

—Estoy bien, Gale. —Se despidió de él con un ademán—. Vete a casa.

Sanjay avanzó unos pasos, una presencia imperiosa bañada por los focos. Su piel parecía rebosar decepción paterna. Miró a Michael una vez, y desechó su presencia con un fruncimiento de ceño, borrando con aquel gesto cualquier esperanza de Michael de que recordara los peculiares acontecimientos de la otra noche.

—Mausami, he sido paciente contigo, pero hasta aquí hemos llegado. No comprendo por qué tienes que dar tantos problemas con esto. Ya sabes dónde se supone que deberías estar.

—Estoy aquí, con Michael. Si a alguien no le gusta, que hable con él.

Michael sintió que se le revolvía el estómago.

—Escucha…

—Mantente al margen de esto, Circuito —replicó Galen—. Y por cierto, ¿qué crees que estás haciendo aquí con mi mujer?

—¿Qué estoy haciendo?

—Sí. ¿Ha sido idea tuya?

—Por el amor de Dios, Galen —suspiró Mausami—. ¿Sabes lo que pareces? No fue idea de Michael.

Michael fue consciente de que todo el mundo lo estaba mirando. Haber caído en mitad de esta escena, cuando lo único que deseaba era un poco de compañía y aire puro, se le antojaba una jugarreta cruel del destino. La expresión de Galen reflejaba humillación. Michael pensó en si el hombre sería capaz de hacerle algún daño. Su actitud transmitía cierta ineficacia, pues siempre parecía que no prestaba suficiente atención a lo que sucedía a su alrededor, pero Michael no se llamaba a engaño: Galen pesaba doce kilos más que él. Para colmo, y más en concreto, Galen creía que, en aquel momento, estaba defendiendo su honor, más o menos. Los conocimientos de Michael sobre la lucha masculina se limitaban a unas cuantas escaramuzas infantiles en el Asilo por cosas sin importancia, pero había intercambiado suficientes puñetazos para saber que era útil poner el corazón en ello. Y no era el caso. Si Galen le lanzaba un puñetazo, todo terminaría enseguida.

—Escucha, Galen —empezó de nuevo—, sólo estaba dando un paseo…

Pero Mausami no lo dejó terminar.

—Tranquilo, Michael. Él ya lo sabe.

Se dio la vuelta para mirarlo. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de haber llorado.

—Todos tenemos trabajo que hacer, ¿verdad? —Volvió a tomarle la mano y la apretó, como si cerrara un acuerdo con él—. Por lo visto, el mío es obedecer y no causar dificultades. De momento, eso es lo que voy a hacer.

Galen extendió la mano para ayudarla a ponerse en pie, pero Mausami no le hizo caso y se levantó sin ayuda. Sanjay, todavía ceñudo, había retrocedido, con los brazos en jarras.

—No entiendo por qué te cuesta tanto esto, Maus —dijo Galen.

Pero Mausami actuó como si no lo hubiera oído, y se volvió hacia Michael, todavía sentado con la espalda apoyada contra la Lápida. En la mirada que intercambiaron, Michael percibió la humillación de su rendición, la vergüenza de obedecer órdenes.

—Gracias por hacerme compañía, Michael. —La mujer le dedicó una triste sonrisa—. Lo que dijiste fue bonito.

Sara, en el hospital, estaba esperando a que Gabe Curtis muriera.

Acababa de regresar de montar a caballo, cuando Mar apareció en su puerta. Estaba ocurriendo, le dijo Mar. Gabe estaba gimiendo, revolviéndose, pugnando por respirar. Sandy no sabía qué hacer. ¿Podía ir Sara? ¿Por Gabe?

Cogió su maletín y siguió a Mar hasta el hospital. Cuando cruzó la cortina que daba acceso al pabellón, lo primero que vio fue a Jacob, inclinado sobre el catre en el que yacía su padre, apretando una taza de té contra sus labios. Gabe se estaba asfixiando, tosía sangre. Sara se acercó enseguida a su lado y tomó el té de las manos de Jacob. Puso a Gabe de costado. El pobre hombre no pesaba casi nada, estaba en los huesos. Con la mano libre cogió del carrito una jofaina de metal, que colocó bajo su barbilla. Dos secos jadeos más. Sara vio que la sangre era de un rojo intenso, sembrada de pequeños coágulos negros de tejido muerto.

Otra Sandy salió del hueco en penumbra que había detrás de la puerta.

—Lo siento, Sara —dijo, y sus manos temblaron nerviosas—. Se puso a toser así y pensé que quizá el té…

—¿Has dejado que Jacob lo hiciera sin ayuda? ¿Qué te pasa?

—¿Qué le pasa? —gimoteó el muchacho. Estaba parado al lado del catre, la impotencia reflejada en su rostro.

—Tu padre está muy enfermo, Jacob —dijo Sara—. Nadie se ha enfadado contigo. Hiciste lo que debías: ayudarlo.

Jacob había empezado a rascarse, hundiendo las uñas de la mano derecha en la piel arañada de su antebrazo.

—Voy a hacer lo que pueda por cuidarlo, Jacob. Te doy mi palabra.

Sara sabía que Gabe tenía una hemorragia interna. El tumor le había roto algo. Pasó la mano sobre su estómago y palpó la tibia distensión de la sangre acumulada. Sacó un estetoscopio del maletín, lo aplicó a sus oídos, apartó el jersey de Gabe y auscultó sus pulmones. Una vibración húmeda, como si fuera agua agitada en un cubo. Estaba cerca, pero podía tardar horas. Miró a Mar, quien asintió. Sara comprendió lo que Mar había querido decir cuando afirmó que Sara era la favorita de Gabe, lo que le estaba pidiendo ahora.

—Sandy, llévate a Jacob fuera.

—¿Qué quieres que haga con él?

Pero bueno, ¿qué le pasaba a esa mujer?

—Lo que sea. —Sara respiró hondo para calmar sus nervios. No era momento de dejarse llevar por la cólera—. Jacob, necesito que te vayas con Sandy. ¿Lo harás por mí?

Sara no vio en sus ojos auténtica comprensión, sólo miedo, además de un hábito muy arraigado de obedecer las decisiones que los demás tomaban por él. Sara sabía que, si se lo pedía, se iría. Asintió con desgana.

—Sí, supongo.

Sandy se fue con el muchacho del pabellón. Sara oyó que la puerta se abría y cerraba. Mar, sentada al otro lado del catre, sostenía la mano de su marido.

—Sara, ¿tienes… algo?

Era algo de lo que nunca se hablaba, y menos en público. Las hierbas se guardaban en el sótano, dentro de un viejo congelador, apiladas en tarros sobre estanterías metálicas. Sara se excusó para bajar y recoger las que necesitaba, y las dejó sobre la mesa. Digitalis purpurea, o dedalera común, para aminorar el ritmo de la respiración; las pequeñas semillas negras de la planta que llamaban «trompeta de ángel», para estimular el corazón; la viruta marrón amarga de raíz de cicuta para adormecer la conciencia. Las molió hasta formar un fino polvillo marrón, lo vertió en una hoja de papel y lo tiró en una taza. Lo guardó todo, limpió la mesa y subió la escalera.

Puso a hervir agua en la habitación de fuera. La tetera ya estaba caliente, y la infusión no tardaría en estar preparada. Tenía un leve color verdoso, como de algas, y el olor era amargo y terroso. Lo llevó al pabellón.

—Creo que esto le ayudará.

Mar asintió y tomó la taza. Parte de su acuerdo tácito era que Sara sólo aportaría los medios. Como era enfermera, no podía ocuparse del resto.

Mar escrutó el contenido de la taza.

—¿Cuánto?

—Todo, si puedes.

Sara se situó a la cabecera de la cama para alzar los hombros de Gabe. Mar llevó la taza hasta su boca y dijo a su marido que bebiera. Tenía los ojos todavía cerrados. Parecía ajeno a su presencia. A Sara le preocupaba que el hombre no fuera capaz de beber; tal vez habían esperado demasiado. Pero entonces tomó un primer sorbo, y después otro, como un ave que bebiera en un charco. Cuando el té se terminó, Sara le acomodó sobre la almohada.

—¿Cuánto tiempo queda? —le preguntó Mar.

—No mucho. Esto va rápido.

—Y tú te quedarás. Hasta que haya terminado.

Sara asintió.

—Jacob no debe enterarse nunca. —Mar levantó la cara—. No lo entendería.

—Te lo prometo —dijo Sara.

Y después, las dos esperaron.

Peter estaba soñando con la chica. Estaban debajo del tiovivo, en aquella prisión de polvo estrecha, y la chica estaba sobre su espalda, arrojándole su aliento de miel al cuello. «¿Quién eres? —estaba pensando—, ¿quién eres?», pero las palabras se atascaban en su boca como un trapo de lana. Estaba sediento, muy sediento. Quería darse la vuelta y verle los ojos, pero no podía moverse, y la chica ya no estaba encima de él, era un viral, los dientes se estaban hundiendo en la carne de su cuello y él intentaba llamar a gritos a su hermano, pero no emitía ningún sonido y empezó a morir, mientras una parte de él pensaba: «Qué raro, nunca había muerto. De modo que es así».

Despertó sobresaltado, con el corazón martilleando en su pecho, y el sueño se difuminó al instante, dejando una vaga pero dolorosa sensación de pánico, como el eco de un chillido. Permaneció inmóvil un instante, mientras intentaba definir el lugar y el momento en el que se encontraba. Arqueó el cuello para mirar por la ventana que había encima de su catre y vio el brillo de las luces. Tenía la boca seca, la lengua hinchada y una sensación febril. Había soñado que tenía sed porque la tenía. Tanteó en busca de la cantimplora que había en el suelo, al lado de su catre, acercó el pitorro a la boca y bebió.

Caleb estaba durmiendo en el catre de al lado. Peter contó otros cuatro hombres en la sala, roncando en las sombras. Todos habían entrado sin que él se despertara. ¿Cuánto tiempo llevaba sin dormir así?

Tendido en la oscuridad, notó los primeros síntomas de nerviosismo, un leve zumbido de impaciencia física que daba la impresión de haberse instalado en su pecho desde que regresara de la montaña. La opción evidente era presentarse en la pasarela para trabajar, pero Soo había dejado muy claro que no le dejaría volver a la Guardia hasta que hubieran transcurrido unos días.

Decidió ir a ver a Tía. Aún no le había contado lo de Theo. Seguro que lo sabía, pero de todos modos quería darle la noticia en persona, aunque fuera una información redundante.

A veces, era posible olvidarse de ella por completo, en su casita del claro. «Ah, Tía», decía la gente cuando su nombre salía a colación, como si acabaran de recordar su existencia. Y la verdad era que la anciana lo llevaba muy bien sin gran ayuda. Peter o Theo le cortaban leña, o le hacían pequeñas reparaciones en su casa, y Sara la ayudaba en el almacén. Pero sus necesidades eran escasas, pues contaba con un amplio huerto de frutas y verduras en la parcela soleada que había detrás de la casa, del que todavía se encargaba sin ayuda de nadie. Con la excepción de las tareas de jardinería, que efectuaba sentada en un taburete, pasaba casi todos los días dentro de la casa, entre sus papeles y recuerdos, con la mente perdida en el pasado. Llevaba tres pares de gafas diferentes que colgaban del cuello, enredadas, y las iba alternando dependiendo de la tarea de la que se tratara y, salvo en invierno, iba descalza a todas partes. Según se decía, Tía tenía casi cien años. Corría el rumor de que se había casado, no una sino dos veces, pero como nunca pudo tener hijos, su longevidad parecía una maravilla de la naturaleza carente de propósito, como un caballo que supiera contar pateando el suelo con los cascos. Nadie sabía cómo había sobrevivido a la Noche Oscura. Su casa había trampeado al terremoto con muy pocos daños, y por la mañana la habían encontrado sentada en su cocina, bebiendo una taza de su famoso y repugnante té, como si no hubiera pasado nada.

—Tal vez no querían mi marchita sangre —fue lo único que dijo.

La noche había refrescado. Brillaba una tenue luz en las ventanas de la casa de Tía cuando Peter se acercó. La mujer afirmaba que no dormía nunca, que para ella día y noche eran lo mismo, y la verdad era que Peter no recordaba un momento en que no la hubiera encontrado de pie y trabajando. Llamó con los nudillos a la puerta y, como no obtuvo respuesta, la abrió unos centímetros.

—¿Tía? Soy Peter.

Oyó en el interior un crujido de papeles y el roce de una silla sobre el viejo suelo de madera.

—Entra, Peter, entra.

Peter obedeció. La única luz procedía de un farol de la cocina, una choza sujeta con clavos a la parte posterior de la casa. El espacio estaba atestado de cosas pero limpio, y la disposición de los muebles y demás objetos (libros en altísimas pilas, tarros llenos de piedras y monedas antiguas, chismes que era incapaz de identificar) no sólo parecía meditada, sino que poseía el orden intrínseco que le daba el haber ocupado su actual posición durante décadas, como árboles en un bosque. Tía apareció en la puerta de la cocina y le indicó por señas que entrara.

—Llegas a tiempo. Acabo de preparar té.

Siempre «acababa de preparar té». El té de Tía era el secreto de su longevidad, o al menos eso decían. Lo preparaba con una mezcla de desechos herbáceos de todo tipo, algunos de los cuales cultivaba, y otros los recogía en los senderos. Era cosa sabida que, a veces, mientras paseaba, se agachaba hasta el suelo para arrancar una mala hierba anónima, que se metía en la boca. Pero beber el té de Tía era el precio que se pagaba a cambio de su compañía.

—Gracias —dijo Peter—. Será un placer.

La mujer se estaba liando con la maraña de gafas, hasta que consiguió localizar el par que necesitaba. Se las caló en su cara curtida por la intemperie, de color avellanado (su cabeza parecía desproporcionadamente pequeña con relación al resto del cuerpo, como si al haber encogido con el paso de los años lo primero en menguar hubiera sido la cabeza), y lo distinguió por fin, sonriendo con su boca sin dientes, como si entonces y sólo entonces se hubiera convencido de que Peter era quien ella creía que era. Iba vestida, como siempre, con un vestido holgado hecho a base de retales de otros vestidos. Lo que le quedaba de pelo formaba una vaporosa maraña blanca, que no parecía crecer de su cabeza sino flotar cerca de ella, y tenía las mejillas sembradas de manchas que no eran ni pecas ni lunares, sino algo intermedio.

—Ven a la cocina.

La siguió por un estrecho pasillo hasta la parte posterior de la casa. El espacio estaba ocupado por una mesa de roble que apenas dejaba sitio para maniobrar, y era opresivo, debido al calor de la estufa y el vapor que se elevaba de la baqueteada tetera de aluminio que descansaba sobre ella. Peter notó que sus poros se abrían y empezaba a sudar. Mientras Tía se encargaba del té, Peter abrió la única ventana de la cocina, empañada a causa del vapor, y dejó que una leve brisa se colara por debajo del marco. Tía llevó la tetera a la mesa y la depositó sobre un salvamanteles de hierro. Movió la bomba del fregadero y lavó un par de tazas, que también llevó a la mesa.

—¿Y a qué debo el honor de esta visita, Peter?

—Me temo que traigo malas noticias. Sobre Theo.

Pero la anciana desechó sus palabras con un ademán.

—Oh —dijo—. Lo sé todo al respecto.

Tía se sentó al lado de él, alisó el vestido sobre sus hombros huesudos al tiempo que extendía las piernas, y sirvió el té en las tazas con un colador, ahuecando las mejillas. Tenía un color amarillento tenue, como la orina, y dejó en el colador fragmentos biológicos inquietantes de color verde y marrón, como insectos aplastados.

—¿Cómo pasó?

Peter suspiró.

—Es una larga historia.

—Tengo todo el tiempo del mundo para escuchar historias, Peter. Mientras quieras contármelas, yo tengo oídos para oír. Adelante, el té está preparado. Es absurdo dejarlo enfriar.

Peter tomó un sorbo abrasador. Sabía vagamente a tierra, y dejaba después un regusto tan amargo que ni siquiera parecía comestible. Consiguió engullirlo de manera respetuosa. Sobre la mesa, junto a su codo, había un libro en el que Tía siempre estaba escribiendo. Su libro de memorias, lo llamaba. Era un rechoncho volumen cosido a mano y forrado en piel de cordero, cuyas páginas estaban cubiertas de una letra diminuta que escribía con una pluma de cuervo y tinta casera. También fabricaba su propio papel, hirviendo serrín hasta convertirlo en pulpa y formando hojas sobre los cuadrados de viejas pantallas de ventanas. Peter sabía que estaba trabajando con ahínco cuando veía páginas de ese material secándose en un cordel tendido detrás de la casa.

—¿Cómo va la escritura, Tía?

—Nunca se acaba. —La mujer le ofreció una arrugada sonrisa—. Tengo tantas cosas que contar, y el tiempo es lo único de lo que dispongo. Todo lo que pasó. El mundo de antes. La lluvia que nos trajo hasta aquí en pleno incendio. Terrence, Marie y todos los demás. Lo escribo tal como me viene. Supongo que de aquello sólo podía encargarse una vieja como yo, y ése será mi legado. Algún día, alguien querrá saber qué pasó aquí, en este lugar.

—¿Tú crees?

—Lo sé, Peter. —La mujer bebió, chasqueó sus pálidos labios y frunció el ceño al probar el brebaje—. Tendría que haber añadido más diente de león. —De nuevo apartó la mirada hacia Peter—. Pero no has preguntado sobre lo que escribo aquí, ¿verdad?

Su mente era así: volvía sobre sus pasos, formaba extrañas conexiones, se zambullía en el pasado. Hablaba con frecuencia de Terrence, que había viajado con ella en el tren. A veces, parecía que era su hermano, en otras su primo. Había más. Marie Chou. Un chico llamado Vincent Gum, una chica llamada Sharise. Lucy y Rex Fisher. Pero esos viajes en el tiempo podían interrumpirse en cualquier momento por intervalos de sorprendente lucidez.

—¿Has escrito sobre Theo?

—¿Theo?

—Mi hermano.

Los ojos de Tía vagaron un momento.

—Me dijo que iba a la central eléctrica. ¿Cuándo vuelve?

De modo que no lo sabía. O tal vez lo había olvidado, y su memoria había mezclado la noticia con otras historias parecidas.

—No creo que vuelva —dijo Peter—. Es lo que he venido a decirte. Lo siento.

—Oh, no tienes que sentir nada —dijo la anciana—. Se podría llenar un libro con las cosas que no sabes. Menuda broma, ¿verdad? Un libro. Anda, bébete el té.

Peter decidió no insistir. ¿Qué bien le haría a la pobre mujer saber que había muerto otra persona? Tomó otro sorbo del líquido amargo. De hecho, sabía peor todavía. Sintió un leve burbujeo de náuseas.

—Lo que notas es la corteza de abedul. Para la digestión.

—Está bueno.

—No, no lo está. Pero va bien. Te limpia como un tornado.

Peter recordó su otra noticia.

—Quería decírtelo. Vi las estrellas.

La anciana se reanimó.

—Vaya vaya. —Tocó el dorso de la mano de Peter con la punta de su dedo—. Un buen tema de conversación. Dime, ¿qué te parecieron?

Los pensamientos de Peter regresaron a aquel momento en el tejado, tendido en el hormigón al lado de Lish. Las estrellas tan apretujadas sobre sus caras, como si pudiera acariciarlas con la mano. Se le antojaba algo que sucedió años antes, durante los últimos minutos de una vida que había dejado atrás.

—Es difícil explicarlo con palabras, Tía. Nunca lo conseguiré.

—Qué curioso. —Sus ojos, clavados en la pared del fondo, parecieron centellear, como si recordaran la luz de las estrellas—. No las he visto desde que era pequeña. Tu padre venía a menudo, como has hecho tú ahora, y me hablaba de ellas. «Las he visto, Tía», decía, y yo le respondía: «¿Qué hacen, Demo? ¿Cómo están esas estrellas mías?», y los dos pasábamos una agradable velada hablando de ellas, como estamos haciendo tú y yo ahora. —Sorbió su té y dejó la taza sobre la mesa—. ¿Por qué estás tan sorprendido?

—¿Él venía aquí?

Un veloz fruncimiento de rectificación, pero sus ojos, todavía iluminados por un brillo interior, parecieron reírse de él.

—¿Por qué crees que no lo hacía?

—No lo sé —farfulló Peter. Y era verdad. No lo sabía. Pero cuando intentó imaginar la escena, su padre, el gran Demetrius Jaxon bebiendo té con Tía en la calurosa cocina, hablando de las largas marchas, fue incapaz—. Creo que nunca supe que se lo había contado a otros.

La mujer emitió una leve carcajada.

—Oh, tu padre y yo hablábamos. De montones de cosas. De las estrellas.

Todo era muy confuso, pensó Peter. Más que confuso, era como si, en el espacio de unos pocos días (desde la noche en que Arlo Wilson había matado al viral en las redes), alguna de las leyes básicas del mundo hubiese cambiado, pero nadie le hubiera explicado en qué consistía dicho cambio.

—¿Alguna vez te habló… de una caminante, Tía?

La anciana ahuecó las mejillas.

—¿Una caminante, dices? No recuerdo nada de eso. ¿Theo vio a una caminante?

Peter oyó su propio suspiro.

—Theo no. Mi padre.

Pero la mujer había dejado de escuchar. Sus ojos, clavados en la pared detrás de él, se habían extraviado de nuevo.

—Creo que Terrence me dijo algo acerca de una caminante. Terrence y Lucy. Siempre fue muy menuda. Fue Terrence quien consiguió que dejara de llorar. Siempre lo hacía.

Era inútil. Cuando Tía empezaba a divagar así, podían pasar horas, e incluso días, hasta que regresara al presente. Casi le envidiaba esa capacidad.

—Bien, ¿qué querías preguntarme?

—Ya está, Tía. Puede esperar.

La mujer encogió sus huesudos hombros.

—Si tú lo dices… —Transcurrió un momento de silencio—. Dime una cosa, Peter: ¿crees en Dios Todopoderoso?

La pregunta lo pilló por sorpresa. Aunque la mujer hablaba de Dios con frecuencia, nunca le había preguntado si era creyente. Y era cierto que, mirando las estrellas desde el tejado de la central, había intuido algo, una presencia detrás de ellas, su gran inmensidad. Como si las estrellas le estuvieran mirando. Pero el momento, y la sensación, se habían disipado. Sería bonito creer en algo por el estilo, pensó Peter, pero al final, no podía.

—No —admitió, y percibió la tristeza en su voz—. Creo que sólo es una palabra que utiliza la gente.

—Qué pena. Una pena. Porque el Dios que yo conozco no nos concedió otra alternativa. —Tía tomó un último sorbo y se relamió los labios—. Piensa un poco en eso, y después dime adónde ha ido Theo. Es lo único que voy a decirte.

La conversación pareció terminar en aquel punto. Peter se levantó para marcharse. Se inclinó para besarla en la cabeza.

—Gracias por el té, Tía.

—Cuando quieras. Vuelve a darme tu respuesta cuando la sepas. Entonces hablaremos de Theo. Y charlaremos largo y tendido. Por cierto, Peter…

Él se volvió en el umbral de la cocina.

—Sólo para que lo sepas. Ella va a venir.

Peter se quedó estupefacto.

—¿Quién va a venir, Tía?

Un fruncimiento de ceño propio de una profesora.

—Tú ya sabes quién, muchacho. Lo sabes desde el día en que Dios te soñó.

Por un momento, Peter no dijo nada, parado en la puerta.

—Eso es lo único que voy a decir de momento. —La anciana hizo un ademán de despedida, como si espantara a una mosca—. Vete y vuelve cuando estés preparado.

—No te pases la noche escribiendo, Tía —logró articular Peter—. Intenta dormir un poco.

Una sonrisa arrugó el rostro de la anciana.

—Tengo toda la eternidad para eso.

Peter salió al frío aire de la noche, que acarició su rostro y enfrió el sudor que se había acumulado bajo su jersey en la agobiante cocina. Aún tenía el estómago revuelto por culpa del té. Permaneció inmóvil un momento, parpadeando bajo las luces. Lo que Tía le había dicho era extraño. Era imposible que supiera lo de la chica. Tal como funcionaba la mente de la anciana, con unas historias que se amontonaban sobre más historias, con el pasado que se mezclaba con el presente, podía referirse a cualquiera. Podría haber hablado de alguien fallecido hacía años.

Fue entonces cuando Peter oyó los gritos procedentes de la puerta principal, y el infierno comenzó a desatarse.