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Diario de la Guardia

Verano 92

Día 51: Sin señales.

Día 52: Sin señales.

Día 53: Sin señales.

Día 54: Sin señales.

Día 55: Peter Jaxon apostado en FP 1 (F: Theo Jaxon). Sin señales.

Día 56: Sin señales.

Día 57: 01:15: el corredor Kip Darrell informa de movimientos al NO del cortafuegos entre FP 9 y FP 10, no confirmado por la Guardia en puesto, declarado oficialmente sin señales.

Día 58: Sin señales.

Día 59: Sin señales.

Día 60: Sin señales.

Durante este período: 0 contactos. Ninguna alma asesinada o secuestrada.

Vacante de capitán (T. Jaxon, fallecido), consultar con Sanjay Patal.

Se somete respetuosamente al Hogar,

S. C. Ramírez, comandante

Amanecer de la octava mañana. Los ojos de Peter se abrieron al oír el rebaño, que bajaba por la senda.

Recordó haber pensado, poco después de medianoche: «Sólo unos minutos». Sólo unos minutos con los pies en alto, para recuperar fuerzas. Pero en cuanto se sentó, apoyó la espalda contra la muralla y descansó su agotada cabeza sobre los brazos cruzados, el sueño se había apoderado de él al instante.

—Bien, estás levantado.

Lish estaba de pie a su lado. Peter se masajeó los ojos y se puso en pie, aceptando sin comentarios la cantimplora de agua que ella le ofrecía. Notaba las extremidades pesadas y lentas, como si hubieran cambiado sus huesos por tubos llenos de líquido. Tomó un sorbo de agua tibia y miró por encima del borde de la muralla. Más allá del cortafuegos, una tenue niebla se estaba alzando lentamente de las colinas.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

Ella se puso derecha.

—Olvídalo. Has estado levantado cinco noches seguidas. Es absurdo que sigas aquí. Quien diga lo contrario se las verá conmigo.

Sonó el toque matutino. Peter y Alicia vieron en silencio que comenzaban a abrirse los portones. El ganado, inquieto y dispuesto a iniciar la marcha, empezó a salir por la abertura.

—Ve a casa a dormir —dijo Alicia, mientras los equipos de registro se preparaban para marchar—. Ya te preocuparás de la Lápida más tarde.

—Voy a esperarle.

Ella le clavó la mirada en la cara.

—Han pasado siete noches, Peter. Vete a casa.

Les interrumpió el sonido de pasos que subían la escalera. Hollis Wilson se izó sobre la pasarela y les miró con el ceño fruncido.

—¿Vas a retirarte, Peter?

—Todo tuyo —contestó Alicia—. Hemos terminado.

—He dicho que me quedo.

El turno de día iba a comenzar. Dos centinelas más subieron las escaleras, Gar Phillips y Vivian Chou. Gar estaba contando alguna anécdota, y Vivian reía, pero cuando vieron a los tres, enmudecieron de repente y se alejaron a buen paso por la pasarela.

—Escucha —dijo Hollis—, si quieres ocupar este puesto, por mí encantado. Pero yo soy el oficial de guardia, y tendré que decírselo a Soo.

—No va a quedarse —intervino Alicia—. Lo digo en serio, Peter. No es una petición. Hollis no lo dirá, pero yo sí. Vete a casa.

Tuvo ganas de protestar. Pero cuando abrió la boca para hablar, un estallido de dolor lo impulsó a rendirse. Alicia tenía razón. Todo había terminado. Theo estaba muerto. Tendría que haber experimentado alivio, pero sólo sentía agotamiento, un cansancio tan profundo que tal vez lo arrastraría durante el resto de su vida como una cadena. Casi necesitó apelar a toda su energía para levantar la ballesta del suelo de la muralla.

—Siento lo de tu hermano, Peter —dijo Hollis—. Creo que ya puedo decirlo, después de siete noches.

—Te lo agradezco, Hollis.

—Supongo que eso te convierte ahora en jefe de Hogar, ¿eh?

Peter apenas había pensado en ello. Supuso que era cierto. Sus primas, Dana y Leigh, eran mayores, pero Dana había renunciado tras el fallecimiento del padre de Peter, y dudaba de que Leigh estuviera interesada ahora en el empleo, con un bebé a su cuidado en el Asilo.

—Supongo que sí.

—Bien…, hum…, ¿felicidades? —Hollis se encogió de hombros, algo incómodo—. Me resulta raro decirlo, pero ya sabes a qué me refiero.

No había hablado a nadie de la chica, ni siquiera a Alicia, quien tal vez habría concedido crédito a sus palabras.

La distancia desde el tejado del centro comercial al suelo era inferior a lo que Peter había calculado. No se había dado cuenta, al contrario que Alicia, que estaba situada en el suelo, de la altura a la que llegaba la arena apilada contra la base del edificio, una duna alta y en pendiente que había absorbido el impacto de su caída. Sin soltar el hacha, había trepado a la grupa de Omega detrás de Alicia. Llegaron al otro extremo de Banning, y sólo entonces pudo llegar a la conclusión de que no iban a perseguirlos, y pensar con asombro en lo fácil que le había resultado huir, y en que los caballos no estaban muertos.

Alicia y Caleb habían escapado del atrio a través de la cocina del restaurante, el cual comunicaba con la plataforma de carga y descarga mediante una serie de pasillos. Las grandes puertas de la nave estaban encalladas a causa de la herrumbre, pero una estaba entreabierta, de modo que dejaba pasar un rayo de luz del sol. Utilizaron un pedazo de tubo a modo de cuña y consiguieron practicar una abertura suficiente para pasar. Salieron a la luz del sol y se encontraron en el lado sur del centro comercial. Fue entonces cuando vieron dos caballos, que pastaban en un montón de hierbajos altos. Alicia no dio crédito a su suerte. Caleb y ella estaban rodeando el edificio, cuando oyó el estruendo de la puerta y vio a Peter en el borde del tejado.

—¿Por qué no os marchasteis cuando encontrasteis los caballos?

Se habían detenido en la carretera de la central eléctrica para dar de beber a los animales, no lejos del lugar donde habían visto al viral en los árboles, seis días antes. Sólo les quedaba el agua que contenían sus cantimploras, pero después de haber bebido un poco cada uno, vertieron el resto sobre sus manos y dejaron que los caballos la lamieran. Vendaron el codo herido de Peter con un trozo de su jersey. La herida no era muy profunda, pero tal vez necesitara algunos puntos.

—No me pienso dos veces estas cosas, Peter. —La voz de Alicia era brusca. Se preguntó si la habría ofendido—. Me pareció que debía hacerlo, y punto.

Fue entonces cuando habría podido hablarles de la chica. Pero vaciló, y se dio cuenta de que el momento ya había pasado. Una muchacha sola, y lo que había hecho debajo del tiovivo, cubrirlo con su cuerpo. La mirada que habían intercambiado, y el beso en la mejilla, y la puerta que se había cerrado de golpe. Tal vez se lo había imaginado todo en la confusión del momento. Les dijo que había descubierto una escalera, y no abundó en el tema.

Regresaron entre un gran alboroto. Habían tardado tres días más de lo previsto, y estaban a punto de que los declararan desaparecidos. Una multitud se había congregado en la puerta cuando se supo la noticia de su retorno. Leigh se desmayó antes de que alguien pudiera explicarle que Arlo no estaba muerto, sino que se había quedado en la central. Peter no tuvo valor para ir a buscar a Mausami al Asilo y para comunicarle la noticia relativa a Theo. En cualquier caso, alguien se lo diría. Michael estaba presente, y también Sara. Fue ella quien le lavó y suturó el codo, sentado sobre una piedra, mientras él se encogía de dolor y se sentía engañado, porque el entumecimiento similar a un trance que provocaba la pérdida de su hermano no servía cuando le cosían a uno la piel con una aguja. Sara lo envolvió con un vendaje adecuado, le dio un veloz abrazo y estalló en lágrimas. Después, cuando cayó la oscuridad, la multitud se dispersó y dejó sitio para que pasara, y cuando sonó el segundo toque, Peter subió a la muralla, con el fin de preparar la Misericordia para su hermano.

Dejó a Alicia al pie de las escaleras y le prometió que iría a casa a dormir. Pero su casa era el último lugar adonde deseaba ir. Sólo algunos de los hombres solteros continuaban utilizando los barracones. El lugar estaba sucio y olía tan mal como la central eléctrica. Pero allí viviría Peter a partir de aquel momento. Sólo necesitaba algunas cosas de la casa.

El sol de la mañana ya le calentaba los hombros cuando llegó a la casa, una cabaña de cinco habitaciones orientada hacia el bosquecillo que había al este. Era el único hogar que Peter había conocido desde su salida del Asilo. Theo y él apenas habían hecho algo más que dormir en ella después de que muriera su madre. No se habían esforzado por mantenerla limpia. Peter siempre se sentía molesto al ver el desorden (platos apilados en el fregadero, prendas de ropa tiradas en el suelo, todas las superficies pegajosas a causa de la mugre), pero nunca podía decidirse a tomar medidas. Su madre había sido una mujer muy pulcra, y conservaba la casa impecable: los suelos lavados y las alfombras sacudidas, el hogar libre de cenizas, la cocina sin restos. Había dos dormitorios en el primer piso, donde Theo y él dormían, y otro, el de sus padres, encajado bajo el alero en el segundo. Peter fue a su habitación y llenó una mochila con ropa para varios días. Se preocuparía de las pertenencias de Theo más tarde, decidiría lo que iba a quedarse y llevaría lo demás al almacén, donde las ropas y zapatos de su hermano se clasificarían y guardarían, a la espera de ser redistribuidos entre la Colonia en Comercio y Manufacturas. Fue Theo quien se había encargado de esta tarea tras la muerte de su madre, consciente de que Peter sería incapaz. Un día de invierno, casi un año después, Peter había visto a una mujer, Gloria Patal, con una bufanda que reconoció. Gloria trabajaba en los puestos del mercado, vendiendo jarras de miel. No cabía duda de que la bufanda, con sus flecos, había pertenecido a su madre. Peter se quedó tan turbado que salió corriendo, como si allí se hubiera cometido algún delito en el que estuviera implicado.

Terminó de hacer el equipaje y salió a la estancia principal de la casa, una combinación de sala de estar y cocina bajo vigas vista. Hacía meses que no se encendía la estufa. La leñera debía de estar invadida de ratones. Todas las superficies de la sala estaban cubiertas por una pegajosa capa de polvo. Como si nadie viviera en la casa.

«Bien —pensó—, así es».

Un último impulso lo llevó a subir al dormitorio de sus padres. Los cajones del pequeño tocador estaban vacíos, el hundido colchón despojado de ropa de cama, los estantes del viejo ropero desiertos, salvo por una filigrana de telarañas que se bambolearon en la corriente de aire cuando abrió la puerta. Unas manchas espectrales rodeaban la mesilla de noche donde su madre dejaba un vaso de agua y sus gafas. Éstas eran lo único que le habría gustado conservar de ella, pero Peter no podía hacerlo: unas gafas decentes valían una participación plena. Hacía meses que nadie abría las ventanas. La atmósfera de la habitación era cerrada y opresiva, algo más que Peter había deshonrado con su descuido. Era verdad: experimentaba la sensación de que los había decepcionado, había decepcionado a todo el mundo.

Sacó el paquete al creciente calor de la mañana. Percibió a su alrededor sonidos de actividad: el patear y relinchar de los caballos en los establos, el repique de un martillo en la herrería, las llamadas del turno de día desde la muralla, y mientras se internaba en la Ciudad Vieja, los chillidos risueños de los niños que jugaban en el patio del Asilo. El recreo de la mañana, cuando, durante una hora maravillosa, Profesora los dejaba corretear como ratones. Peter se acordó de un día de invierno, soleado y frío, y de una partida de corre-que-te-pillo en la que Peter se había apoderado, con una milagrosa economía de esfuerzos, del palo que sujetaba un chico mucho mayor y más voluminoso (su recuerdo estaba protagonizado por uno de los hermanos Wilson), y lo había conservado hasta que Profesora había dado palmas y agitado sus manos enguantadas para agruparlos en el interior. La cuchillada del aire frío en sus pulmones, el aspecto seco y ocre del mundo en invierno, el vapor que desprendía el sudor acumulado en la frente, y el júbilo físico que había experimentado cuando se zafó de las manos ansiosas de sus atacantes. Qué vivo se había sentido. Peter buscó a su hermano en la memoria (seguro que Theo se había contado entre los Pequeños aquella mañana de invierno), pero no encontró ni rastro de él. El lugar que su hermano tendría que haber ocupado estaba vacío.

Llegó a los pozos donde se realizaba el adiestramiento. Un trío de amplias depresiones en la tierra, de unos veinte metros de largo, con altos muros de tierra para protegerse de las balas y flechas perdidas, de los cuchillos que habían errado su objetivo. En el extremo más cercano de la trinchera central, había cinco reclutas en posición de firmes. Tres chicas y dos chicos, de edades comprendidas entre los nueve y los trece años. En sus posturas rígidas y rostros angustiados, Peter distinguió la misma seriedad esforzada que había sentido cuando fue a los pozos, el deseo abrumador de demostrar que era digno del esfuerzo. Theo lo aventajaba en tres grados. Recordó la mañana en que habían elegido corredor a su hermano, la sonrisa de orgullo que se dibujó en su rostro cuando se volvió y caminó hacia la muralla por primera vez. La gloria se reflejaba, pero Peter también la había sentido. No tardaría en seguirlo.

La entrenadora de aquella mañana era Dana, prima de Peter e hija de tío Willem. Era ocho años mayor que Peter y había recibido el encargo de ocuparse de los pozos después del nacimiento de su primera hija, Ellie. La más pequeña, Kit, aún vivía en el Asilo, pero Ellie había salido un año antes y era una de las reclutas de los pozos, primer grado, alta para su edad y esbelta como su madre, de pelo negro largo recogido en una trenza de centinela.

Dana, parada entre el grupo, los examinaba con expresión impenetrable, como si estuviera escogiendo un cordero para un sacrificio. Todo formaba parte del ritual.

—¿Qué tenemos? —preguntó al grupo.

Todos contestaron al unísono.

—¡Un disparo!

—¿De dónde vienen?

Esta vez, más fuerte:

—¡Vienen de arriba!

Dana hizo una pausa, giró sobre sus talones y vio a Peter. Le dedicó una sonrisa de tristeza antes de volverse de nuevo hacia sus pupilos con el ceño fruncido.

—Bien, ha sido terrible. Os habéis ganado tres vueltas más antes de la pitanza. Quiero dos filas, con los arcos hacia arriba.

—¿Qué opinas?

Era Sanjay Patal. Peter estaba tan absorto en sus pensamientos que no había oído acercarse a aquel hombre. Sanjay estaba parado a su lado, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la mirada perdida en la lejanía.

—Ya aprenderán.

Los reclutas habían empezado sus ejercicios matutinos. Uno de los más pequeños, el hijo de los Darrell, erró el blanco y clavó su flecha debajo del objetivo, en la verja. Los demás se pusieron a reír.

—Lamento lo de tu hermano. —Sanjay se volvió hacia él, y desvió la atención de Peter de los pozos. Era un hombre menudo, pero transmitía una impresión de corpulencia. Llevaba la cara afeitada, y el pelo muy corto veteado de gris. Dientes pequeños y blancos, los ojos hundidos oscurecidos por espesas pestañas, como si fueran de lana.

—Theo era un buen hombre. Aquello no tendría que haber sucedido.

Peter no contestó. ¿Qué iba a decir?

—He estado pensando en lo que me dijiste —continuó Sanjay—. Para serte sincero, no acabo de entenderlo. Lo de Zander. Y lo que estabais haciendo en la biblioteca.

Peter sintió el veloz escalofrío de su mentira. Todos habían acordado ceñirse a su historia y no hablar de los fusiles, al menos de momento. Pero eso había resultado más complicado de lo que Peter imaginaba. Sin los fusiles, su historia estaba llena de agujeros: qué estaban haciendo en el tejado de la central eléctrica, cómo habían rescatado a Caleb, la muerte de Zander, o su presencia en la biblioteca.

—Te lo contamos todo —contestó Peter—. Debieron de morder a Zander de alguna manera. Pensamos que tal vez habría ocurrido en la biblioteca, de modo que fuimos a echar un vistazo.

—Pero ¿por qué Theo se avino a correr semejante riesgo? ¿No sería idea de Alicia?

—¿Por qué piensas eso?

Sanjay hizo una pausa y carraspeó.

—Sé que es amiga tuya, Peter, y no dudo de sus aptitudes. Pero es imprudente. Siempre se impacienta por salir de caza.

—Ella no tuvo la culpa. No la tuvo nadie. Fue mala suerte. Lo decidimos en grupo.

Sanjay hizo una pausa de nuevo y lanzó una mirada pensativa hacia los pozos. Peter no dijo nada, con la esperanza de que su silencio pusiera fin a la conversación.

—De todos modos, sigo sin comprenderlo. No fue propio del carácter de tu hermano arriesgarse así. Supongo que nunca lo sabremos. —Sanjay meneó la cabeza con un gesto preocupado, y volvió a mirar a Peter. Su mirada era más cordial—. Lo siento, no debería interrogarte así. Estoy seguro de que estás cansado, pero ya que estás aquí, tengo que hablar contigo de otra cosa. Se refiere al jefe del Hogar. El puesto de tu hermano.

Sólo de pensarlo, Peter se puso en guardia. Pero la responsabilidad recaía sobre él.

—Dime qué quieres que haga.

—De eso quiero hablar contigo, Peter. Creo que tu padre se equivocó al pasar su puesto a tu hermano. Ese puesto pertenece a Dana por derecho propio. Era, y es, la Jaxon más antigua.

—Pero ella lo rechazó.

¿Qué estaba diciendo Sanjay? ¿Que el puesto era para Dana?

—Eso es cierto, pero confidencialmente te diré que nunca nos hemos sentido… cómodos con el devenir de los acontecimientos. Dana estaba muy disgustada. Como recordarás, acababan de matar a su padre. Somos muchos los que pensamos que ella habría accedido de buen grado al cargo si tu padre no la hubiera presionado para que se mantuviera al margen.

—No sé de qué me estás hablando. Theo nunca me dijo ni una palabra al respecto.

—Bien, dudo que lo hubiera hecho. —Sanjay dejó transcurrir un momento de silencio—. Tu padre y yo no siempre estábamos de acuerdo. Estoy seguro de que ya lo sabes. Yo me opuse a las largas marchas desde el principio. Pero tu padre nunca abandonó la idea, ni siquiera después de haber perdido a tantos hombres. Su intención era que tu hermano reviviera las marchas, después de que hubiera transcurrido un tiempo prudencial. Por eso quería que Theo estuviese en el Hogar.

Los reclutas habían salido de los pozos y corrían por el sendero para empezar a correr alrededor del perímetro. ¿Qué habría dicho Theo aquella noche en la sala de control? ¿Que Sanjay era bueno en lo suyo? Todo lo cual sólo servía para que, en ese momento, Peter se sintiera de lo más incómodo, y de repente, dispuesto a proteger una tarea que minutos antes hubiera entregado de buen grado a la primera persona con la que se cruzara.

—No sé, Sanjay.

—No es necesario, Peter. El Hogar se ha reunido. Todos estamos de acuerdo. El puesto pertenece a Dana por derecho propio.

—¿Y ella lo desea?

—Cuando se lo expliqué todo, sí. —Sanjay apoyó una mano sobre el hombro de Peter, quien supuso que aquello pretendía ser un gesto de consuelo, aunque no lo era en absoluto—. No te lo tomes a mal, por favor. No te estamos reprochando nada. Quisimos pasar por alto esta irregularidad porque todo el mundo tenía un elevado concepto de Theo.

Del mismo modo, pensó Peter, las aguas se habían cerrado sobre su hermano. Las camisas de Theo todavía estaban dobladas en los cajones, sus botas de repuesto esperando debajo de la cama, y era como si jamás hubiera existido.

Sanjay miró hacia los pozos.

—Bien. Aquí viene Soo.

Peter vio a Soo Ramírez acercándose a ellos desde la puerta. Con ella iba Jimmy Molyneau. Soo era una mujer alta y de pelo rubio, de cuarenta y pocos años, y había ascendido a comandante tras la muerte de Willem. Era muy competente con un carácter que podía inflamarse a las primeras de cambio, y producir estallidos que aterrorizaban hasta a los más encallecidos centinelas.

—Te estaba buscando, Peter. Tómate unos días de descanso de la muralla, si quieres. Avísame cuando vayas a hacer la inscripción. Me gustaría decir algo.

—Yo estaba pensando lo mismo —intervino Sanjay—. Avísanos. Y tómate unos días de descanso, por supuesto. No hay prisa.

La llegada de Soo en aquel preciso momento no era casual, Pensó Peter. Lo estaban manipulando.

—De acuerdo —logró articular—. Supongo que lo haré.

—Apreciaba mucho a tu hermano —dijo Jimmy, quien debía de pensar que su presencia merecía algún comentario—. Y Karen también.

—Gracias. Todo el mundo me dice lo mismo.

La réplica iba cargada de amargura. Peter se arrepintió al instante al ver la expresión de Jimmy, cuya cara era notable por su nariz ganchuda. Jimmy también había sido amigo de Theo (y capitán, como Theo), y sabía lo que era perder a un hermano. Connor Molyneau había resultado muerto cinco años antes, durante una cacería de pitillos para eliminar a un grupo en el campo de arriba. Después de Soo, Jimmy era el oficial de mayor antigüedad, bien entrada la treintena, casado y con dos hijas. Podría haberse retirado hacía dos años sin que nadie se lo reprochara, pero había preferido continuar. En ocasiones, su mujer, Karen, le llevaba platos calientes a la muralla, un gesto que lo avergonzaba y le había granjeado un sinfín de bromas por parte de la Guardia, aunque todo el mundo sabía que le gustaba.

—Lo siento, Jimmy.

El hombre se encogió de hombros.

—Olvídalo. Yo he pasado por lo mismo, créeme.

—Lo dice porque es verdad, Peter. Tu hermano era alguien muy importante para todos nosotros. —Con esta afirmación final, Sanjay alzó la barbilla en dirección a Soo—. ¿Tienes un momento, comandante? —le preguntó, en tono informal.

Soo asintió, con la mirada clavada todavía en la cara de Peter.

—Lo digo en serio —dijo, y le tocó de nuevo, aferrando su brazo por encima del codo—. Tómate el tiempo que necesites.

Peter esperó unos minutos para rezagarse de los tres. Se sentía muy agitado, despierto pero desorientado. Sólo se había tratado de palabras, nada que pudiera sorprenderle, en definitiva: lo que cabía esperar, torpes condolencias que conocía muy bien, y después la noticia de que no tendría que ser jefe del Hogar, un hecho que debería agradecer, pues no había nada que deseara menos que las responsabilidades cotidianas de dirigir el cotarro. Y sin embargo, Peter había intuido que había una corriente subterránea bajo la superficie de la conversación. Tenía la clara impresión de que lo estaban manipulando, de que todo el mundo sabía algo que él ignoraba.

Se colgó al hombro la bolsa (que estaba prácticamente vacía, en cuyo caso ¿por qué se había molestado?), y decidió que no iría enseguida a los barracones, sino que seguiría el sendero en dirección contraria.

La Lápida de la Noche Oscura se erigía al otro extremo de la plaza. Era un pedrusco de granito en forma de pera, el doble de la altura de un hombre, de color blanco grisáceo con motas similares a joyas de cuarcita rosa, sobre cuya superficie se habían grabado los nombres de los desaparecidos y muertos. Para eso había ido. Había 162 nombres; habían tardado meses en grabarlos. Las dos familias Levine y Darrell al completo. Todo el clan Boyes, nueve en total. Una gran cantidad de Greenberg, Patal, Chou, Molyneau, Strauss y Fisher, y dos Donadio, los padres de Lish, John y Angel. Los primeros Jaxon cuyos nombres estaban grabados en la lápida eran Darla y Taylor Jaxon, los abuelos de Peter, que habían muerto entre los escombros de su casa, bajo la muralla septentrional. A Peter no le costaba pensar en ellos de viejos, puesto que llevaban muertos quince años, la totalidad de sus vidas relegadas a una época anterior a su memoria, una región de la existencia pretérita para Peter. Pero, en realidad, Taylor no tenía más de cuarenta años en el momento del terremoto, y Dora, la segunda esposa de Taylor, tan sólo treinta y seis.

En un principio, la Lápida había sido consagrada en exclusiva a honrar a las víctimas de la Noche Oscura, pero desde entonces había parecido normal continuar la costumbre, y consignar en su memoria a los muertos y desaparecidos. Peter vio que ya habían añadido el nombre de Zander. No estaba solo. Venía a continuación de su padre y su hermana, y de la mujer con quien, recordó Peter, Zander había estado casado años antes. Parecía impropio de Zander hablar con alguien, y mucho menos casarse, hasta el punto de que Peter se había olvidado de ella. La mujer, que se llamaba Janelle, había muerto al dar a luz a su hijo, unos meses antes de la Noche Oscura. El bebé aún no había recibido nombre, por lo tanto no había nada que escribir, y su breve estancia en la tierra terminó sin que quedara constancia de ella.

—Si quieres, puedo encargarme de grabar el de Theo.

Peter giró en redondo y vio a Caleb detrás de él, calzado aún con las zapatillas de deporte amarillas. Le venían demasiado grandes, y daba la impresión de que tenía los pies palmeados. Al mirarlo, Peter sintió un prurito de culpabilidad. Las enormes y ridículas zapatillas de Caleb constituían la prueba (la única prueba, en realidad) del aciago episodio del centro comercial. Pero también cayó en la cuenta de que, si Theo las hubiera visto, habría prorrumpido en carcajadas. Habría descubierto la gracia mucho antes que Peter.

—¿Te encargaste tú del nombre de Zander?

Caleb encogió los hombros.

—Soy muy bueno con el cincel. Supongo que no podía encargarse nadie más. —El muchacho hizo una pausa y miró detrás de Peter. Durante un instante, sus ojos parecieron nublarse—. Es estupendo que dispararas como lo hiciste. Zander odiaba a los virales. Pensaba que la peor cosa del mundo era que lo secuestraran a uno. Me alegro de que no fuera uno de ellos demasiado tiempo.

Peter lo decidió entonces. No escribiría el nombre de Theo en la Lápida, ni tampoco lo haría otro. Al menos, hasta que estuviera seguro.

—¿Dónde te alojas? —preguntó a Caleb.

—En los barracones. ¿Dónde, si no?

Peter alzó un hombro para indicar la mochila.

—¿Te importa si te acompaño?

—Como quieras.

Sólo más tarde, después de que Peter hubiera sacado sus pertenencias de la bolsa y se hubiera tendido por fin en el colchón, hundido y demasiado blando, cayó en la cuenta de que los ojos de Caleb habían escudriñado la Lápida. No lo hizo en busca del nombre de Zander, sino más arriba, donde había un grupo de tres (Richard y Marilyn Jones), y debajo, Nancy Jones, la hermana mayor de Caleb. Su padre, que era mecánico, había muerto a consecuencia de una caída desde las luces durante las primeras y frenéticas horas de la Noche Oscura. Su madre y su hermana habían muerto en el Asilo, aplastadas por el techo al derrumbarse. Caleb tenía escasas semanas de vida.

Fue entonces cuando comprendió por qué Alicia lo había conducido al tejado de la central eléctrica. No tenía nada que ver con las estrellas. Caleb Jones era un huérfano de la Noche Oscura, al igual que ella. Nadie iba a defenderlo, salvo Alicia.

Había llevado a Peter al tejado para esperar a Caleb Jones.