23

Era verano otra vez y estaba sola. Sola, sin nadie, salvo por las voces que oía, por todas partes y a su alrededor.

Recordaba gente. Recordaba al Hombre. Recordaba al otro hombre, su mujer, el chico, y después a la mujer. Recordaba a algunos más que a otros. No recordaba a nadie. Recordaba haber pensado un día: «Estoy sola. Sólo existo yo». Vivía en la oscuridad. Aprendió a caminar con luz, aunque no era fácil. Durante un tiempo le causó dolor, la hizo enfermar.

Caminó y caminó. Siguió las montañas. El Hombre le había dicho que siguiera las montañas, que corriera y siguiera corriendo, pero un día las montañas terminaron. Ya no había montañas. Jamás pudo volver a encontrar las mismas. Algunos días no iba a ningún sitio. Algunos días fueron años. Vivía aquí y allí, con éstos y con aquéllos, con el hombre y su mujer y el chico, y después con la mujer, y por fin con nadie. Algunas personas eran amables con ella, antes de morir. Otras no. Era diferente, decían. No era como ellos, no era de ellos. Era diferente y estaba sola y no había otros como ella en el mundo. La gente la expulsaba o no, pero al final siempre moría.

Soñaba. Soñaba con voces, y con el Hombre. Durante meses o años oyó al Hombre en el aullido del viento y el arañar de las estrellas si prestaba atención, y su corazón anhelaba su afecto. Pero con el paso del tiempo su voz se mezcló en su memoria con las voces de los otros, los soñadores, allí y no allí, como si la oscuridad fuera una cosa pero sin serla, una presencia y una ausencia unidas. El mundo era un mundo de almas soñadoras que no podían morir.

«Tengo el suelo bajo mis pies, tengo el cielo sobre mi cabeza, están los edificios vacíos y el viento y la lluvia y las estrellas, y por todas partes las voces, las voces y la pregunta —pensó—. ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy?»

No les tenía miedo, aunque el Hombre sí, y también los otros, el hombre y su esposa y el chico, y después la mujer. Había intentado alejar a los soñadores del Hombre, y lo había conseguido. La seguían con su pregunta, arrastrándola como una cadena, como aquella del cuento del fantasma que había leído, Jacob Marley. Durante un tiempo pensó que eran fantasmas, pero no lo eran. No tenía nombre para ellos. No tenía nombre para ella, para lo que era. Una noche despertó y los contempló a su alrededor, sus ojos ansiosos, que brillaban como brasas en la oscuridad. Recordó el lugar porque era un establo, hacía frío y llovía fuera. Sus rostros se congregaron a su alrededor, sus rostros soñadores, tan tristes y perdidos, como el mundo solitario que recorría. La necesitaban para que contestara a la pregunta. Percibió su olor sobre ella, el aliento de la noche, y de la pregunta, una corriente en la sangre.

—¿Quién soy? —le preguntaron.

«¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy?»

Entonces huyó de aquel lugar. Huyó y continuó huyendo.

Las estaciones cambiaban. Desfilaban y desfilaban, y seguían desfilando. Hacía frío y después no. Las noches eran largas y después no. Cargaba a la espalda una mochila con las cosas que ella necesitaba, así como las cosas que quería conservar, porque significaban un consuelo. La ayudaban a recordar, a conservar en la mente el tiempo de los años, tanto los buenos como los malos. Cosas como la historia del fantasma Jacob Marley. El relicario de la mujer, que le había quitado del cuello después de que la mujer muriera de la forma que todas las personas lo hacían, con gran alboroto. Un hueso del campo de huesos y una piedra de la playa donde había visto el barco. Comía de vez en cuando. Algunas cosas que encontraba en las latas ya no eran buenas. Abría una lata con la herramienta de su mochila y un terrible hedor se elevaba de dentro, como las entrañas de los edificios donde los muertos yacían en filas o no, y sabía que no podía comer aquélla, sino que debería comer otra. Durante un tiempo tuvo el mar a su lado, enorme y gris, y una playa de piedras lisas acariciadas por las olas, y altos pinos que extendían sus largos brazos sobre la superficie del agua. Por la noche veía girar las estrellas, veía la luna alzarse y descender sobre el mar. Era la misma luna que flotaba sobre todo el mundo, y fue feliz en ese lugar durante un tiempo. Fue en ese lugar donde vio el barco. «¡Hola!», gritó, porque no había visto a nadie en muchísimo tiempo, y sólo de verlo se alegró. «¡Hola, barco! ¡Hola, barco grande, hola!» Pero el barco no le contestó con palabras. Se alejó durante unos días, más allá del borde del mar, y después volvió, moviéndose sobre las mareas de la luna por la noche. Como el sueño de un barco sin que nadie lo soñara excepto ella. Lo siguió durante días y noches hasta el lugar de las rocas y el puente roto de color sangre, donde su gran proa fue a descansar, entre los demás grandes y pequeños, y para entonces ya sabía que el barco, como sus compañeros subidos a las rocas, estaba vacío y sin gente dentro. Y el mar era negro, con un olor repugnante, como el que salía de las latas cuando no estaban en buen estado. Y también se fue de aquel lugar.

Oh, podía sentirlos, sentirlos a todos. Podía extender las manos y acariciar la oscuridad y sentirlos en ella, por todas partes. Su doloroso olvido. Su enorme y terrible pesar. Sus interminables interrogantes. Le produjo una pena que era una especie de amor. Como el amor que había sentido por el Hombre, quien, guiado por su amor por ella, le había dicho que huyera y que siguiera huyendo.

El Hombre. Recordaba los incendios y la luz como un sol que estallara en sus ojos. Recordaba su tristeza y el tacto del Hombre. Pero ya no podía oírlo. El Hombre, pensó, se había ido.

Había otros a los que oía en la oscuridad. Y también sabía quiénes eran.

«Soy Babcock».

«Soy Morrison».

«Soy Chávez».

«Soy Baffes-Turrell-Winston-Sosa-Echols-Lambright-Martínez-Reinhardt-Carter».

Pensaba en ellos como los Doce, y los Doce estaban en todas partes, dentro del mundo y detrás del mundo y enhebrados en la oscuridad. Los Doce eran la sangre que corría bajo la piel de todas las cosas del mundo en aquel tiempo.

Todo esto durante años y años. Recordaba un día, el día del campo de huesos, y otro, el día del pájaro, en que no había podido hablar. Fue en un lugar con árboles, muy altos. Allí estaba, una cosita revoloteante en el aire delante de su cara. Sus pies estaban descalzos sobre la hierba al sol, bajo el que había aprendido a andar. Se movía de un lado a otro con un aleteo borroso. Ella miró y miró. Tuvo la impresión de haber estado contemplando el animalito durante muchos días. Pensó en la palabra que lo designaba, pero cuando intentó pronunciarla, se dio cuenta de que había olvidado cómo hacerlo. «Pájaro». La palabra estaba dentro de ella, pero no había puerta para que saliera. «Colibrí». Pensó en todas las demás palabras que sabía y fue igual. Todas las palabras, todas encerradas en su interior.

Y una noche, a la luz de la luna y después de que hubiera transcurrido mucho tiempo, se sentía sola y sin ningún amigo en el mundo que le hiciera compañía, y pensó: «Venid».

Acudieron. Primero uno, luego otro, y más y más.

«Venid a mí».

Salieron de las sombras. Cayeron del cielo y de todos los lugares elevados, y pronto fueron una compañía sin número, como había sido en el granero tanto tiempo antes. Se agruparon a su alrededor con sus rostros soñadores. Los tocó, los acarició, y no se sintió sola. Preguntó: «¿Estamos todos? Porque no he visto a nadie, hombre o mujer, en todos estos años y años. ¿Sólo estoy yo?». Pero por más que preguntara, no tenían respuesta para ella, sólo la pregunta, apremiante y candente.

«Idos», pensó, y cerró los ojos. Y cuando volvió a abrirlos, descubrió que estaba sola.

Así aprendió a hacerlo.

Después, a lo largo de las estaciones de noches y los años de noches, llegó al lugar de la ciudad sepultada, donde a la pálida luz del ocaso vio a los hombres montados a caballo. Seis, sobre seis caballos oscuros de gran musculatura. Los hombres llevaban armas, como los demás hombres que recordaba, después del hombre y su mujer y el niño, y después la mujer. Y se escondió en las sombras, a la espera de que cayera la noche. No sabía qué haría después, pero entonces los olvidadizos acudieron a ella como siempre hacían en la oscuridad, y aunque les dijo que no lo hicieran, se abalanzaron sobre los hombres enseguida y con gran alboroto, y de esta forma los hombres empezaron a morir, hasta contarse tres.

Se acercó a los cuerpos, a los hombres y también a sus caballos, muertos sin sangre, tal como era el caso en todas las cosas que habían muerto de aquella manera. No se pudo hallar a tres de los hombres, pero el alma de un hombre todavía estaba cerca, vigilando desde algún lugar anónimo sin la forma de las cosas sólidas, mientras ella se inclinaba para mirar su cara y la expresión escrita sobre ella. Era la misma expresión que había visto en la cara del hombre y su mujer y el niño, y después la mujer. Miedo, dolor y resignación. Se le ocurrió que el hombre se había llamado Willem. Y aquéllos que habían atacado a Willem lo sentían, lo sentían mucho, y ella se levantó y les dijo: «No importa, idos y no volváis a hacerlo si podéis evitarlo», aunque sabía que no podrían. No podían evitarlo por culpa de los Doce, que habían llenado sus mentes con sus terribles sueños de sangre y sin respuesta a la pregunta, salvo ésta:

«Soy Babcock».

«Soy Morrison».

«Soy Chávez».

«Soy Baffes-Turrell-Winston-Sosa-Echols-Lambright-Martínez-Reinhardt-Carter».

«Soy Babcock».

«Babcock».

«Babcock».

Los siguió a través de la arena, aunque la luz era demasiado brillante para sus ojos, y algunos días no podía esconderse de ella. Se envolvía en una tela que había encontrado y se ponía las gafas en la cara. Los días eran largos, el sol dibujaba un arco en el cielo y araba la tierra con la larga espada de su luz. Por la noche, el desierto enmudecía y sólo se oía el sonido que emitía ella cuando lo recorría, el latido de su corazón y el mundo soñador que la rodeaba.

Entonces llegó un día en que volvió a ver montañas. Nunca había visto a aquellos hombres montados a caballo, o su lugar de procedencia, aunque algunos tal vez habrían muerto en la ciudad enterrada que se extendía ante ella. El lecho del valle entre las montañas estaba sembrado de árboles que se doblaban con el viento, y allí fue donde se topó con el edificio que albergaba los caballos. Y cuando los contempló en su silencio y soledad pensó que tal vez fueron ésos los caballos que había visto. Los caballos no estaban vivos, pero lo parecían, y su visión procuró paz a su mente y una sensación del Hombre y su afecto, lo cual la indujo a pensar que debería quedarse en aquel lugar, que el tiempo de huir había terminado. Ése era el lugar adonde había ido a descansar.

Pero ahora ese tiempo también había terminado. Los hombres habían regresado por fin montados a caballo y ella había salvado a uno del grupo, había cubierto su cuerpo con el de ella, tal como sus instintos se lo habían dictado en aquel momento, y dijo a los soñadores: «Idos, idos ya y no matéis a éste». Y durante un rato, aquella insistencia había obrado efecto, pero la otra voz que había dentro de sus mentes era fuerte, y también el ansia.

En aquel espacio de oscuridad y polvo debajo de los caballos pensó en aquél a quien había salvado, con la esperanza de que no estuviera muerto, y escuchó los sonidos de los hombres y sus caballos y armas cuando regresaron. Y después de cierto período de días, cuando detectó que no había ni rastro de ellos, partió de aquel lugar tal como había partido de todos los demás, y se adentró en la noche iluminada por la luna de la cual era parte, una e indivisible.

—¿Dónde están? —preguntó a la oscuridad—. ¿Dónde están los hombres montados a caballo a quienes debo ir a buscar? Porque he estado sola todos estos años, no yo sino yo.

Y una nueva voz le contestó desde el cielo nocturno, y dijo: «Ve hacia la luz de la luna, Amy».

—¿Dónde? ¿Adónde debo ir?

«Tráemelos. El camino te mostrará el camino».

Lo haría. Porque había estado sola demasiado tiempo, no yo sino yo, y estaba embargada de una pena y un gran deseo de otros de su especie, porque ya no debía estar sola.

«Ve hacia la luz de la luna y encuentra a los hombres a quienes debería conocer como te conozco a ti, Amy».

Amy, pensó: «¿Quién es Amy?».

Y la voz dijo: «Tú».