22

—Lo que no entiendo es por qué los tres no estáis muertos —estaba diciendo Theo.

El grupo estaba sentado a la larga mesa de la sala de control, todos excepto Finn y Rey, quienes habían vuelto al barracón para dormir. La descarga de adrenalina de Peter se había disuelto, y el dolor del tobillo, que nunca había creído que pudiera romperse, había remitido. Alguien había roto un pedazo de hielo de los condensadores, y Peter lo sostenía, envuelto en un paño empapado, sobre la articulación lesionada, con la pierna apoyada sobre una silla. El hecho de que acabara de matar a Zander Phillips, un hombre a quien había conocido, no había despertado todavía ninguna emoción concreta en él. La información era demasiado extraña como para asimilarla. Pero Zander aún tenía la llave de la central colgada del cuello, así que no cabía duda acerca de su identidad. No había tenido otra elección, por supuesto. Zander se había transformado. En un sentido estricto, el viral que había intentado entrar en la escotilla ya no era Zander Phillips. Y ahora Peter no podía aplacar la sensación de que, en el último instante antes de apretar el gatillo, había detectado una mirada de reconocimiento en los ojos del viral; una mirada que incluso era de alivio.

Después del ataque, Theo había cuestionado el comportamiento de Caleb, aunque había sido cuidadoso. La historia del muchacho no añadía gran cosa, pero estaba claro que sufría de agotamiento y se había expuesto al clima del exterior. Tenía los labios hinchados y agrietados. Presentaba un gran moratón en la frente y los pies sembrados de cortes. Lo que más parecía apenarle era la pérdida de sus zapatillas. Eran unas Nike negras y recién estrenadas, explicó, dentro de su caja del Footlocker de las galerías comerciales. Se le habían soltado mientras corría a través del valle, pero estaba tan asustado que apenas se dio cuenta.

—Te conseguiremos un par nuevo —le había prometido Theo—. Háblame de Zander.

Caleb comía mientras hablaba, masticaba enormes galletas y se las trasegaba con sorbos de agua. Bien, todo era normal, explicó Caleb, hasta hacía seis días, cuando Zander había empezado a comportarse de una manera… extraña. Muy extraña. Incluso para Zander, que ya era decir. No quería ir más allá de la verja, y no pegaba ojo en todo el día. Se pasaba la noche levantado, paseando de un lado a otro de la sala de control, mascullando por lo bajo. Caleb pensaba que llevaba demasiado tiempo en la central, y que Zander se recuperaría cuando apareciera el equipo de reemplazo.

—Un día me dice que vamos a salir al campo, según él para cargar el carro y tenerlo preparado. Yo estaba comiendo, y él aparece y me suelta eso. Quiere cambiar uno de los reguladores de la sección oeste. «Bien —le digo—, pero ¿cuál es la gran emergencia? ¿No es un poco tarde para salir al campo?» Tenía la mirada de un loco, y olía fatal. O sea, hedía. «¿Te encuentras bien?», le pregunto, y va él y me contesta: «Ponte el equipo y vámonos».

—¿Y eso cuándo ocurrió?

Caleb tragó saliva.

—Hace tres días.

Theo se inclinó hacia adelante en su silla.

—¿Has estado fuera tres días?

Caleb asintió. Se había terminado la galleta y estaba atacando un plato de pasta de soja, que cogía con los dedos.

—Salimos con la mula, pero ahora viene lo bueno. No vamos al campo oeste. Vamos al campo este. Allí no funciona nada desde hace años. Sólo hay fluorescentes muertos. Y está lejísimos, dos horas con el carro, como mínimo. Es más de mediodía, nos va a ir de un pelo. «Escucha, Zander, el oeste está por allí, tío, ¿qué coño hacemos aquí? ¿Quieres que nos maten, o qué?» Llegamos a la torre y dice que quiere repararla, y es un trasto oxidado de arriba abajo. Averiado por completo. Lo veo desde el suelo. Cambiar el regulador no servirá de nada. Pero él quiere hacerlo, de modo que subo el culo por la escalerilla, fijo el cabestrante y empiezo a quitar la antigua cubierta, trabajando lo más deprisa posible. «Vale, esto es absurdo, me parece que nos estamos jugando el cuello por nada, pero a lo mejor él sabe algo que yo ignoro», pienso. En cualquier caso, fue entonces cuando oí el chillido.

—¿Zander chilló?

Caleb negó con la cabeza.

—La mula. No bromeo, sonó como un chillido. Nunca había oído algo semejante. Cuando bajé la vista, se estaba desplomando como un saco de piedras. Tardé un segundo en comprender lo que estaba viendo. Era sangre. Un montón. —Se secó la boca pálida con el dorso de la mano y apartó a un lado el plato de pasta vacío—. Zander siempre decía que esto sabía a pelotas. «¿Cuándo has comido pelotas, Zander?», le preguntaba yo. Pero después de tres días, no está nada mal.

Theo lanzó un suspiro de impaciencia.

—Por favor, Caleb. La sangre…

El muchacho tomó un largo sorbo de agua.

—Vale, vale. La sangre. Zander está arrodillado al lado de la yegua y yo grito: «Zander, ¿qué coño ha pasado?». Cuando se levanta, veo que va desnudo hasta la cintura, tiene un cuchillo en la mano y está cubierto de sangre. No había detectado las señales. Me quedan unos cinco segundos antes de que suba la escalerilla y venga a por mí. Pero no lo hace. Se queda sentado en la base de la torre, a la sombra de uno de los puntales, donde no puedo verle. «Zander —le grito—, escúchame, tienes que resistir. Yo estoy solo aquí arriba». Pienso que, si consigo que se recupere un rato, podré escapar.

—No lo entiendo —dijo Alicia, frunciendo el ceño—. ¿Cuándo se infectó?

—Ésa es la cuestión —continuó Caleb—. Yo tampoco lo sé. Estuve con él todo el día.

—¿Y por la noche? —insinuó Theo—. Dices que no dormía. Tal vez salió.

—Supongo que es posible, pero ¿para qué? Además, no parecía diferente, aparte de la sangre.

—¿Y sus ojos?

—Nada. No estaban anaranjados, por lo que pude ver. Era muy raro, os lo repito. Estoy atrapado en la torre, con Zander al pie, tal vez secuestrado y tal vez no, pero en cualquier caso oscurecerá a la larga. «Zander —grito—, escucha, voy a bajar, sea como sea». No voy armado, sólo llevo la llave inglesa, pero tal vez pueda dejarlo inconsciente con ella y huir. También tengo que arrebatarle la llave. No lo veo desde la escalerilla, de modo que cuando estoy a tres metros del pie, decido que voy a saltar. Ya he inclinado la cabeza, pero imagino que ya estoy muerto. Salto con la llave preparada, pero de pronto desaparece. Me la han arrebatado de la mano. Zander está detrás de mí. Entonces va y me dice: «Vuelve a subir».

—¿«Vuelve a subir»? —preguntó Arlo.

Caleb asintió.

—Eso dijo, no es coña. Y si había perdido la chaveta, yo no lo sabía, pero llevaba un cuchillo en la mano, la llave inglesa en la otra, y sin la llave no podría volver a entrar en la central. Le pregunto: «¿Qué quieres decir con que vuelve a subir?», y él dice: «Estarás a salvo si vuelves arriba. Y eso hice». —Caleb se encogió de hombros—. Y allí he estado durante los últimos tres días, hasta que os vi en la carretera del Este.

Peter miró a su hermano, pero la expresión de Theo delataba que no sabía qué deducir de una historia tan extraña como aquélla. ¿Qué había intentado Zander? ¿Lo habían secuestrado o no? Habían transcurrido muchos años, y no quedaba nadie vivo para contarlo, desde que alguien había sido testigo presencial de los efectos de la infección en las primeras fases. Pero corrían montones de historias, sobre todo procedentes de los primeros días, la época de los Caminantes, acerca de comportamientos peculiares, no sólo del ansia de sangre y lo de desnudarse de manera espontánea, que todo el mundo reconocía como síntomas. Frases extrañas, discursos en público y el frenesí de las hazañas atléticas. Se decía que un caminante había irrumpido en el almacén y devorado comida hasta reventar. Otro había matado a sus hijos en la cama antes de autoinmolarse. Un tercero se había desnudado, subido a la pasarela a plena vista de la Guardia, y recitado a pleno pulmón todo el discurso de Gettysburg (que colgaba una copia en la pared de una de las aulas del Asilo), así como unos cuantos versos del «Al pasar la barca me dijo el barquero», antes de precipitarse al suelo desde una altura de 25 metros.

—¿Y los pitillos?

—Bueno, eso es lo más curioso. Es como dijo Zander. No había ninguno. Al menos, ninguno cercano. Los vi una vez durante la noche, en el valle, pero me dejaron en paz. No les gusta cazar en el campo de turbinas. Zander creía que el movimiento les daba por el culo, de modo que quizá tenga algo que ver, no lo sé. —El muchacho hizo una pausa. Peter se dio cuenta de que el lastre que suponía su odisea se estaba imponiendo por fin—. En cuanto me acostumbré, todo fue bastante placentero. Ya no volví a ver a Zander. Lo oía, merodeando al pie de la torre. Pero nunca me contestó. Pero entonces ya había llegado a la conclusión de que la única posibilidad que me quedaba era esperar a que vinieran refuerzos y pudiéramos huir.

—Así que nos viste.

—Me desgañité, creedme, pero imagino que estabais demasiado lejos para oírme. Fue entonces cuando me di cuenta de que Zander había desaparecido. Y también la mula. Los virales debieron de llevárselos a rastras. En aquel momento, sólo quedaba un palmo de sol, como mucho. Pero me había quedado sin agua, y nadie había ido a buscarme al campo del este, de modo que decidí bajar y correr. Llegué a unos mil metros, cuando de repente aparecieron pitillos por todas partes. «Ya está, hasta aquí he llegado», pensé. Me escondí bajo la base de una de las torres y esperé la muerte. Pero, por algún motivo, se mantuvieron a distancia. No puedo deciros cuánto tiempo esperé allí, pero cuando me asomé habían desaparecido, no había ni un pitillo a la vista. Sabía que la puerta ya estaría cerrada, pero pensé que podría entrar de algún modo.

Arlo se volvió hacia Theo.

—No tiene ningún sentido. ¿Por qué lo dejaron en paz?

—Porque lo estaban siguiendo —intervino Alicia—. Los vimos desde el tejado. Tal vez lo estaban utilizando como cebo, para atraernos. ¿Desde cuándo hacen eso?

—No lo hacen. —La expresión de Theo se endureció. Se puso tenso en su silla—. Escuchad, me alegro de que Caleb se haya salvado, no me entendáis mal. Pero cometisteis una hazaña estúpida, los dos. Si la central se quedara desconectada, y si las luces se apagasen, eso afectaría a todo el mundo. No sé por qué debo explicaros esto, pero por lo visto es necesario.

Peter y Alicia guardaron silencio. No había nada que decir. Era cierto. Si el rifle de Peter se hubiera desviado unos centímetros a la izquierda o la derecha, ahora estarían todos muertos. Había sido un golpe de suerte, y él lo sabía.

—Nada de eso explica cómo se infectó Zander —prosiguió Theo—. O qué estaba haciendo cuando abandonó a Caleb en la torre.

—A la mierda todo —dijo Arlo, y se dio una palmada sobre las rodillas—. Lo que de veras quiero saber es lo de las armas. ¿Cuántas hay?

—Doce cajas, bajo las escaleras —contestó Alicia—. Y seis más en la zona de ventilación del tejado.

—Y ahí es donde van a quedarse —dijo Theo.

Alicia rió.

—No lo dirás en serio.

—Ya lo creo que sí. Piensa en lo que ha estado a punto de ocurrir. Con el corazón en la mano, ¿me vas a decir si habríais salido sin esos rifles?

—Puede que no. Pero Caleb está vivo gracias a ellos. Y me da igual lo que digas, me alegro de que saliéramos. No sólo son armas, Theo. Están flamantes.

—Lo sé —dijo Theo—. Las he visto. Lo sé todo sobre ellas.

—¿De veras?

Él asintió.

—Por supuesto.

Nadie habló durante un momento. Alicia se inclinó hacia adelante sobre la mesa.

—¿De quién son esas armas?

Pero fue a Peter a quien Theo contestó.

—De nuestro padre.

Así pues, durante las últimas horas de la noche, Theo contó la historia. Caleb, incapaz de mantener los ojos abiertos un solo minuto más, se había ido a los barracones a dormir, y Arlo había abierto una botella de un licor que llamaban brillo, como hacían a veces al terminar la noche en la muralla. Sirvió dos dedos, a cada uno en su copa, y fueron pasándosela por toda la mesa.

Había una antigua base del Cuerpo de Marines al este de allí, explicó Theo, a unos dos días a caballo. Un lugar llamado Veintinueve Palmeras. Había desaparecido casi todo, sepultado por las dunas. Era casi imposible localizarlo, a menos que conocieras su emplazamiento exacto. Su padre había encontrado las armas en un búnker subterráneo, cerradas a cal y canto. No sólo había rifles, sino también pistolas y morteros, ametralladoras y granadas. Había todo un garaje lleno de vehículos, e incluso un par de tanques. No podían mover las armas más pesadas, y la mayoría de los vehículos funcionarían todavía, pero su padre y tío Willem habían estado trasladando los rifles a la central gracias al carro, tres viajes en total, antes de que Willem muriera.

—¿Por qué no se lo dijo a nadie? —preguntó Peter.

—Bien, lo hizo. Se lo dijo a nuestra madre, y a algunos más. No viajaba solo. Supongo que el Coronel lo sabía. Old Chou también, probablemente. Zander tenía que saberlo, puesto que él las custodiaba.

—Pero Sanjay no —intervino Alicia.

Theo negó con un movimiento de cabeza y frunció el ceño.

—Créeme, Sanjay sería la última persona a quien mi padre se lo contaría. No me malinterpretes, Sanjay es bueno en lo suyo, pero ya se oponía con todas sus fuerzas a las marchas, sobre todo después de la muerte de Raj.

—Eso es cierto —dijo Arlo—. Él era uno de los tres.

Theo asintió.

—Creo que a Sanjay siempre le dolió el que su hermano quisiera ir con nuestro padre. Nunca llegué a entenderlo, pero estaban enfrentados desde hacía mucho tiempo. Después de la muerte de Raj, no hizo más que empeorar. Sanjay enemistó al Hogar con nuestro padre, votó para echarlo de jefe y puso fin a las marchas. Fue cuando nuestro padre empezó a marcharse solo.

Peter se llevó la copa de brillo a la nariz, notó que los vapores acres quemaban sus fosas nasales, y la dejó sobre la mesa. No sabía qué era más desalentador: que su padre le hubiera ocultado este secreto, o que lo hubiera hecho Theo.

—¿Por qué escondió los fusiles? —preguntó—. ¿Por qué no los llevó a la montaña?

—¿Para hacer qué? Piensa en ello, hermano. Todos os oímos fuera. Según mis cuentas, los dos disparasteis treinta y seis balas para matar ¿a cuántos? ¿Dos virales? ¿De entre cuántos? Esos fusiles durarían una estación si los entregáramos a la Guardia. La gente dispararía contra su propia sombra. Joder, la mitad de las veces se dispararían entre ellos. Creo que eso era lo que más temía.

—¿Cuántos quedan? —preguntó Alicia.

—¿En el búnker? No lo sé. No lo he visto nunca.

—Pero sabes dónde está.

Theo bebió un poco de brillo.

—Sé lo que estás insinuando, y ya puedes parar. Nuestro padre, bien, tenía ideas. Lo sabes tan bien como yo, Peter. No podía aceptar el hecho de que somos los únicos que quedamos, y de que no hay nadie más ahí fuera. Y si podía encontrar otros, y si tenían armas…

Su voz enmudeció.

Alicia se enderezó en la silla.

—Un ejército —dijo, y su vista resbaló sobre todos ellos—. Es eso, ¿verdad? Quería formar un ejército. Para luchar contra los pitillos.

—Lo cual es absurdo —dijo Theo, y Peter percibió amargura en su voz—. Absurdo y demencial. El ejército tenía fusiles, y ¿qué fue de ellos? ¿Vinieron a buscarnos? ¿Con fusiles, cohetes y helicópteros? No, no lo hicieron, y yo te diré por qué. Porque están todos muertos.

Alicia se quedó impertérrita.

—Bien, me gusta —dijo—. Joder, creo que es una gran idea.

Theo lanzó una carcajada amarga.

—Sabía que te gustaría.

—Y creo que no estamos solos —dijo Alicia con firmeza—. Hay más. Ahí, en alguna parte.

—¿Es eso cierto? ¿Por qué estás tan segura?

Alicia se quedó sin palabras de repente.

—Por nada —dijo—. Lo estoy, así de claro.

Theo frunció el ceño y dio vueltas al contenido de su taza.

—Puedes creer lo que te dé la gana —dijo en voz baja—, pero eso no lo convierte en realidad.

—Nuestro padre lo creía —observó Peter.

—Sí, hermano, en efecto. Y consiguió que lo mataran. Sé que no hablamos de eso, pero la verdad es ésa. Defiendes la Misericordia y te imaginas algunas cosas, créeme. Nuestro padre no se marchó para rendirse. Quien piense eso es que no sabe nada de él. Se marchó porque no podía soportar la ignorancia, ni un minuto más de su vida. Era valiente, y estúpido, y obtuvo su respuesta.

—Vio a un caminante. En Milagro.

—Quizá. Si quieres saber mi opinión, vio lo que deseaba ver. Y tampoco importa. ¿Qué diferencia supondría el que hubiera un caminante?

—Donde hay uno, hay más —dijo Peter.

A Peter lo desanimó la desesperación de Theo. No parecía derrotado sino a punto de desertar.

—Pitillos, hermano. Eso es lo que son. Ni todos los fusiles del mundo pueden cambiarlo.

Por un momento, nadie habló. La idea flotaba en el aire, tácita pero palpable. ¿Cuánto tiempo les quedaba antes de que las luces se apagaran? ¿Antes de que nadie se acordara de cómo repararlas?

—No lo creo —dijo Arlo—. Y tampoco creo que tú lo hagas. Si eso es todo cuanto hay, ¿qué sentido tiene todo esto?

—¿Sentido? —Theo clavó la vista en su taza de nuevo—. Ojalá lo supiera. Supongo que el sentido es que sigamos con vida. Mantener las luces encendidas lo máximo posible. —Se llevó el brillo a los labios y la vació de un solo trago—. Por cierto, falta poco para el amanecer. Dejemos dormir a Caleb, pero despertemos a los demás. Tenemos que ocuparnos de los cadáveres.

Había cuatro. Encontraron tres en el patio y uno, Zander, en el tejado, tendido cara arriba sobre el hormigón junto a la escotilla, sus miembros desnudos formando una X de aspecto sorprendente. La bala del rifle de Peter le había volado la tapa de los sesos, que pendía de un colgajo de piel. El sol de la mañana ya había empezado a marchitarlo. Una fina niebla grisácea se estaba levantando de su carne ennegrecida.

Peter se había acostumbrado a la apariencia de los virales, pero aún le resultaba inquietante ver a uno de cerca. La forma en que parecían pulirse las facciones, alisadas hasta adquirir cierta blandura infantil; la dilatación de manos y pies, con sus dedos prensiles y las garras afiladas como navajas; la gruesa musculatura de las extremidades y el torso, y el largo cuello rotatorio, y los dientes plateados que poblaban la boca como púas de acero. Con botas y guantes de goma, y un trapo alrededor de la cara, Finn utilizó una larga horca para levantar la llave de su cuello y dejarla caer en un cubo metálico. Empaparon la llave en alcohol y le prendieron fuego, y después la dejaron secar al sol. Lo que las llamas no habían matado, lo harían los rayos del sol. Después depositaron a Zander, cuyo cuerpo estaba rígido como un tronco, sobre una lona alquitranada de plástico, que doblaron a su alrededor hasta convertirla en un tubo. Arlo y Rey lo alzaron hasta el borde del tejado y lo dejaron caer al patio.

Cuando hubieron arrastrado a los cuatro al otro lado de la verja, el sol estaba en su apogeo. Peter, apoyado sobre una tubería, vio desde el lado donde soplaba el viento que Theo vertía alcohol sobre los cuerpos. Se sentía inútil, pero tenía el tobillo lesionado y no podía ayudar mucho. Alicia estaba de centinela; sostenía un rifle. Caleb se había despertado por fin y había salido a vigilar a los demás. Peter vio que calzaba un par de botas altas de cuero.

—Eran de Zander —explicó Caleb. El muchacho se encogió de hombros, con un leve aire de culpabilidad—. Su par extra. No creo que le importara.

Theo extrajo una lata de cerillas de su bolsa y se bajó la mascarilla. En la otra mano sostenía una antorcha. Unos enormes círculos de sudor manchaban su camisa en la garganta y las axilas. La camisa era una vieja del almacén, cuyas mangas habían desaparecido mucho tiempo antes, con el cuello raído. En el bolsillo del pecho, bordado con letras curvas, se veía el nombre Armando.

—¿Alguien quiere decir algo?

Peter pensó que debería, pero no pudo encontrar las palabras. El haber visto el cuerpo en el tejado no había cambiado esa inquietante sensación de que, al final, Zander le había facilitado las cosas, de que Zander todavía era Zander. Pero todos los cuerpos de la pila habían sido personas antes. Tal vez uno de ellos era Armando.

—Muy bien, lo haré yo —dijo Theo, y carraspeó—. Zander, eras un buen ingeniero y un buen amigo. Nunca insultaste a nadie, y te damos gracias por eso. Que duermas bien.

Después, encendió la cerilla, la acercó a la antorcha hasta que prendió y la apoyó en la pila.

La piel se volatilizó enseguida como papel, seguida por el resto. Los huesos se derrumbaron y estallaron en nubes de ceniza. Todo acabó en un minuto. Cuando las últimas llamas se extinguieron, tiraron los rescoldos con palas en el pozo poco profundo que Rey y Finn habían cavado, y depositaron una capa de tierra encima.

Estaban apisonando la tierra cuando habló Caleb.

—Sólo quiero decir que creo que se resistió. Habría podido matarme ahí fuera.

Theo dejó la pala a un lado.

—No me malinterpretes —dijo—, pero lo que me preocupa es que no lo hiciera.

Durante los días posteriores, Peter pensó en los acontecimientos de aquella noche y los rememoró. No sólo lo sucedido en el tejado, y la extraña historia de Caleb en la torre, sino también el tono amargo con el que su hermano había hablado de los fusiles. Porque Alicia tenía razón: los fusiles significaban algo. Peter había pensado toda su vida en el mundo del Tiempo de Antes como algo ya desaparecido. Era como si un cuchillo hubiera caído sobre el tiempo y lo hubiera partido en dos mitades, lo que había antes y lo que hubo después. Entre estas mitades no existía ningún puente: habían perdido la guerra, el ejército ya no existía, y el mundo exterior a la Colonia era una tumba abierta de una historia que nadie recordaba. De hecho, Peter no había pensado mucho en lo que su padre iba buscando en la oscuridad exterior. Supuso que se debía a que era evidente lo que buscaba: gente, o más supervivientes. Pero cuando sostuvo uno de los rifles de su padre (e incluso ahora, tendido en el barracón, con el tobillo vendado y recordando la sensación), presintió algo más, como si el pasado y sus poderes lo hubieran permeado. Por lo tanto, tal vez era eso lo que su padre había buscado durante las largas marchas. Había intentado recordar el mundo.

Sin duda, Theo sabía que su padre albergaba una gran generosidad, compartida por todos los hombres que participaban en las largas marchas. Peter había tomado la decisión, mucho tiempo atrás, de no sentir rencor contra Theo por lo que su madre había dicho la mañana en que murió. «Cuida de tu hermano, Theo. No es fuerte como tú». La verdad era la verdad, y a medida que pasaban los años, Peter había descubierto que conocer esa particularidad de sí mismo era soportable. A veces, casi constituía un alivio. Su padre había intentado algo difícil y desesperado, a partir de la fe que los hechos desmentían, y si Theo debía ser el Jaxon que cargara con ese peso (por los dos), Peter podía aceptarlo. Pero cuando le dijo a Arlo que era absurdo, que lo único que podían hacer era mantener las luces encendidas el máximo de tiempo posible (y se lo dijo nada menos que a Arlo, que tenía un pequeño en el Asilo), se dio cuenta de que no conocía a aquel Theo. Algo había cambiado en su hermano. Se preguntó qué sería.

Se quedaron cinco días en la central. Finn y Rey dedicaron el primero a devolver la corriente eléctrica a la verja, y después se pusieron a trabajar en el campo oeste, donde volvieron a engrasar las cubiertas de las turbinas. Arlo, Theo y Alicia se turnaron para acompañarlos en grupos de dos, y siempre volvían bastante antes del ocaso para cerrar la central a cal y canto. Sin nada más en qué ocupar el tiempo, Peter había decidido hacer solitarios con una baraja a la que faltaban tres cartas, y a examinar una caja de libros que había en el almacén. Un conjunto aleatorio de títulos: Charlie y la fábrica de chocolate, Historia del Imperio otomano y Los jinetes de la pradera roja, de Zane Grey (colección Clásicos de la Literatura del Oeste). En la parte posterior de cada libro había una bolsita de cartón, con las palabras PROPIEDAD DE LA BIBLIOTECA PÚBLICA DEL CONDADO DE R IVERSIDE impresas, y contenía una tarjeta con una lista de fechas escritas con tinta borrosa: 7 de septiembre de 2014, 3 de abril de 2012, 21 de diciembre de 2016.

—¿Quién ha traído esto? —preguntó a Theo una noche, después de que el grupo hubiera regresado del campo. Había una pila de libros amontonados junto al catre de Peter.

Theo se estaba lavando la cara en la palangana. Se volvió, mientras se secaba las manos con la pechera de la camisa.

—Creo que llevan aquí mucho tiempo. No sé si Zander leía mucho, de modo que los guardaba. ¿Algo bueno?

Peter alzó el libro que estaba leyendo y le enseñó el título: Moby Dick.

—Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera estoy seguro de que esté escrita en inglés —dijo Peter—. He tardado casi todo el día en leer una página.

Su hermano emitió una risa que sonó como desganada.

—Echemos un vistazo a ese tobillo.

Theo se sentó en el borde del catre de Peter. Tomó con delicadeza el pie de Peter en sus manos y lo giró en la articulación. Los dos apenas habían hablado desde la noche del ataque. Ninguno lo había hecho, en realidad.

—Bien, tiene mejor aspecto. —Theo se masajeó la barbilla, en la que despuntaba una barba incipiente. Peter vio que sus ojos estaban hundidos a causa del agotamiento—. La hinchazón está bajando. ¿Crees que puedes montar?

—Con tal de salir de aquí, me iría a gatas.

Partieron a la mañana siguiente, después de desayunar. Arlo había accedido a quedarse con Rey y Finn hasta que llegara el siguiente grupo de reemplazo. Caleb dijo que él también quería quedarse, pero Theo lo convenció de lo contrario. Con Arlo allí, y mientras no traspasaran los límites de la verja, un cuarto era innecesario. Y Caleb ya había hecho más que suficiente.

La otra cuestión eran los fusiles. Theo quería dejarlos donde estaban. Alicia argumentaba que era absurdo abandonarlos todos. Aún no sabían qué le había pasado a Zander, ni por qué los pitillos no habían matado a Caleb cuando se les presentó la oportunidad. Al final, alcanzaron un compromiso. El grupo regresaría armado, pero esconderían los fusiles extramuros, a buen recaudo. El resto se quedaría bajo las escaleras.

—Dudo que los vayamos a necesitar —dijo Arlo, mientras el grupo estaba montando—. Si aparece algún pitillo, lo mataré con mi verborrea.

Aunque también era cierto que llevaba un rifle cargado al hombro. Alicia le había enseñado a limpiarlo y cargarlo, y le dejó disparar unas cuantas balas en el patio para practicar.

—¡Joder! —había gritado el hombre con su vozarrón; disparó de nuevo y alcanzó la lata que hacía las veces de blanco—. ¡Qué maravilla!

Theo tenía razón, pensó Peter. En cuanto tenías un fusil, costaba soltarlo.

—Hablo en serio, Arlo —advirtió Theo. Los caballos, después de tantos días sin ejercicio, ansiaban ponerse en marcha, se removían bajo ellos, pateaban el polvo—. Algo no va bien. Quedaos dentro de la verja. Encerraos cada noche antes de que caiga la primera sombra. ¿Entendido?

—No te preocupes, primo.

Arlo sonrió a través de su barba, mientras miraba a Finn y Rey, cuyos rostros, pensó Peter, no disimulaban su desesperación. Encerrado en la central con Arlo y sus historias; hasta era posible que les cantara, con guitarra o sin ella. Del cuello de Arlo colgaba la llave que había recuperado del cadáver de Zander. Theo guardaba la otra.

—Vamos, chicos —los jaleó Arlo, y dio una palmada—, daos prisa. Será como una fiesta.

Pero cuando se acercó al caballo de Theo, se puso serio de repente.

—Guárdalo en tu bolsa —dijo Arlo en voz baja, mientras le entregaba una hoja de papel doblada—. Para Leigh y el niño, por si pasara algo.

Theo guardó el papel sin mirarlo.

—Diez días. Quedaos dentro.

—Diez días, primo.

Salieron al valle. Como no había carro del que tirar, cruzaron los campos en dirección a Banning, rodeando la carretera del Este para ahorrar algunos kilómetros de ruta. Nadie hablaba. Estaban reservando sus energías para el largo viaje que les aguardaba.

Cuando se aproximaron al borde de la ciudad, Theo se detuvo.

—Casi lo había olvidado. —Introdujo la mano en su mochila y extrajo el curioso objeto que Michael le había dado en la puerta, hacía seis días—. ¿Alguien recuerda qué es esto?

Caleb se acercó en su montura y cogió la tarjeta para examinarla.

—Es una placa madre. Chip Intel, serie Pion. ¿Ves el nueve? Eso la identifica.

—¿Entiendes de estas cosas?

—Por fuerza. —Caleb encogió los hombros y devolvió la placa a Theo—. Los controles de las turbinas utilizan Pions. Los nuestros son de tipo militar, pero básicamente son iguales. Son duras como clavos y más veloces que la hostia. Alcanza los dieciséis gigahercios sin aceleración del reloj.

Peter estaba observando la expresión de Theo: no tenía ni idea de lo que quería decir aquello.

—Bien, Michael quiere una.

—Tendrías que haberlo dicho. En la central tenemos de sobra.

Alicia rió.

—Debo decir que me has sorprendido, Caleb. Hablas como Circuito. Ni siquiera sabía que los chiflados como vosotros supiérais leer.

Caleb se removió en la silla para encararse con ella, pero si estaba ofendido, no lo demostró.

—¿Me estás tomando el pelo? ¿Qué otra cosa se puede hacer allí? Zander siempre se estaba escapando a la biblioteca para conseguir más libros. Hay cajas y cajas amontonadas en el cobertizo de las herramientas. Y no sólo libros técnicos. Ese tipo se lo zampaba todo. Decía que los libros eran más interesantes que la gente.

Por un momento, nadie habló.

—¿Qué he dicho? —preguntó Caleb.

La biblioteca se hallaba cerca del Empire Valley Outlet Mall, en el borde norte de la ciudad, un edificio cuadrado y chaparro rodeado de suelo sembrado de malas hierbas altas. Se refugiaron detrás de una gasolinera y desmontaron. Theo sacó los prismáticos de la bolsa de la silla y examinó el edificio.

—Está rodeado de arena. No obstante, las ventanas todavía están intactas sobre el nivel del suelo. El edificio parece cerrado herméticamente.

—¿Ves el interior? —preguntó Peter.

—El sol brilla demasiado, se refleja en los cristales. —Pasó los prismáticos a Alicia y se volvió hacia Zapatillas—. ¿Estás seguro?

—¿De que Zander venía aquí? —El muchacho asintió—. Sí, estoy seguro.

—¿Lo acompañaste alguna?

—¿Estás de coña?

Alicia había subido al tejado de la gasolinera desde un contenedor de basura para ver mejor.

—¿Algo?

Ella bajó los prismáticos.

—Tienes razón, el sol brilla demasiado. Con todas esas ventanas, no se ve nada dentro.

—Eso decía siempre Zander —intervino Caleb.

—No lo entiendo —dijo Peter—. ¿Por qué venía aquí solo?

Alicia bajó. Se frotó las manos en la pechera del jersey para quitarse el polvo y se apartó de la cara un mechón de pelo empapado de sudor.

—Creo que deberíamos echar un vistazo. En pleno día es el momento adecuado.

El rostro de Theo dijo: «¿Por qué será que no me sorprende?». Se volvió hacia Peter.

—¿Y tú qué votas?

—¿Desde cuándo votamos?

—Desde ahora. Si vamos a hacer esto, todo el mundo tiene que estar de acuerdo.

Peter intentó leer en la expresión de Theo, adivinar qué quería hacer él. En la pregunta percibió el peso de cierto desafío. «¿Por qué esto? ¿Por qué ahora?», pensó.

Asintió para expresar su acuerdo.

—De acuerdo, Lish —dijo Theo, y cogió su rifle—. Ya tienes tu cacería de pitillos.

Dejaron a Caleb con los caballos y se acercaron al edificio formando una hilera imprecisa. La arena estaba amontonada contra las ventanas, pero la entrada principal, en lo alto de un breve tramo de escaleras, estaba despejada. La puerta se abrió con facilidad. Entraron. Se encontraron en una especie de vestíbulo. Nada más pasar la puerta, colgaba de la pared un tablón de anuncios cubierto de papeles, desteñidos pero todavía legibles. COCHE EN VENTA, NISSAN SERATA ’14, POCOS KILÓMETROS. ¡PIERDA PESO AHORA, PREGÚNTEME CÓMO! SE BUSCA CANGURO, TARDES, ALGUNAS NOCHES, IMPRESCINDIBLE VEHÍCULO PROPIO. CUENTACUENTOS INFANTILES, MARTES Y JUEVES, 10:30-11:30. Y, más grande que el resto, en una hoja de papel amarillento curvada:

CONSERVEN LA VIDA. QUÉDENSE EN ZONAS BIEN ILUMINADAS.
INFORMEN DE CUALQUIER SÍNTOMA DE INFECCIÓN.
NO DEJEN ENTRAR A DESCONOCIDOS EN CASA.
SÓLO PUEDEN ABANDONAR LAS ZONAS DE SEGURIDAD SI LO ORDENA UNA AUTORIDAD GUBERNAMENTAL.

Entraron en una amplia sala, iluminada por ventanas altas que daban al aparcamiento. El aire estaba cargado y hacía un calor asfixiante.

Había un cadáver sentado a la mesa de recepción.

Daba la impresión de que la mujer (pues Peter dedujo que era una mujer) se había pegado un tiro. Su mano continuaba aferrando el arma, un pequeño revólver, caída sobre el regazo. El cuerpo era de un color marrón, y la piel disecada de la mujer se tensaba sobre los huesos, pero el agujero de bala en la sien se veía sin dificultad. Tenía la cabeza inclinada a un lado, como si hubiera dejado caer algo y lo estuviera mirando.

—Me alegro de que Arlo no esté con nosotros —murmuró Alicia.

Avanzaron en silencio entre las pilas. Había libros diseminados por el suelo, tantos que era como caminar sobre ventisqueros de nieve. Dieron un rodeo para llegar a la parte delantera. Theo señaló las escaleras con el cañón del rifle.

—Ojo avizor.

La escalera se abrían a una amplia sala, inundada de luz solar que se derramaba por las ventanas. Se respiraba una sensación de amplitud: las estanterías habían sido empujadas a un lado con el fin de dejar sitio para las filas de catres que habían ocupado su lugar.

Cada catre albergaba un cadáver.

—Habrá unos cincuenta —susurró Alicia—. ¿Era una especie de hospital?

Theo se internó en la sala, caminando entre las hileras de catres. Una especie de olor almizclado se aferraba al aire. A mitad de la columna, Theo se detuvo al lado de un catre y se agachó para coger un objeto pequeño. Algo flexible, hecho de tela desintegrada. Lo alzó para que Peter y Alicia pudieran verlo. Era un muñeco de peluche.

—Creo que no es lo que pensamos.

Las imágenes comenzaron a tener sentido en la mente de Peter, y formaron un patrón. Los cuerpos menudos. Los animales de peluche y los juguetes asidos por manos diminutas de hueso correoso. Cuando Peter avanzó, notó y oyó un crujido de plástico. Una jeringa. Había docenas, diseminadas en el suelo. El significado de aquello fue como si hubiera recibido un puñetazo.

—Theo, esto es… Son…

No terminó la frase.

Su hermano ya se dirigía hacia la escalera.

—Salgamos de aquí cuanto antes.

No pararon hasta estar fuera. Se detuvieron en el primer peldaño y absorbieron enormes bocanadas de aire. A lo lejos, Peter vio a Caleb de pie sobre el tejado de la gasolinera, escudriñando la escena con los prismáticos.

—Debían de saber lo que estaba sucediendo —dijo en voz baja Alicia—. Decidieron que era mejor así.

Theo se colgó el rifle al hombro y tomó un largo sorbo de agua. Tenía el rostro ceniciento. Peter vio que las manos de su hermano temblaban.

—Maldito sea Zander —dijo Theo—. ¿Para qué coño venía aquí?

—Hay un segundo tramo de escaleras en la parte de atrás —dijo Alicia—. Deberíamos echar un vistazo.

Theo escupió y sacudió la cabeza.

—Déjalo correr, Lish —dijo Peter.

—¿De qué sirve explorar el edificio si no lo exploramos en su totalidad?

Theo se volvió con brusquedad.

—No quiero pasar ni un segundo más en este lugar. —Estaba decidido, y sus palabras querían ser definitivas—. Vamos a prenderle fuego. Sin discusión.

Sacaron libros de las estanterías e improvisaron una pila cerca del mostrador de recepción. El papel prendió enseguida, y las llamas saltaron de libro en libro. Retrocedieron unos cincuenta metros y vieron arder el edificio. Peter tomó un sorbo de su cantimplora, pero nada podía lavar aquel sabor que se le había formado en la boca: el sabor a cadáveres, a muerte. Sabía que lo que había contemplado iba a acompañarlo mientras viviera. Zander había ido allí, pero no en busca de libros. Había ido a ver a los niños.

Y fue entonces cuando la arena amontonada en la base del edificio empezó a moverse.

Alicia, parada a su lado, fue la primera que lo vio.

—Peter…

La arena se hundió. Aparecieron los virales, arañando la arena que había cubierto las ventanas del sótano. Era un grupo de seis, expulsados por las llamas a la cegadora luz del mediodía.

Chillaron. Un gran aullido agudo sacudió el aire con dolor y furia.

La biblioteca estaba envuelta en llamas por completo. Peter levantó el rifle y tanteó en busca del gatillo. Notó sus movimientos vagos, como desenfocados. La escena se le antojaba casi irreal, su mente no encontraba nada a lo que aferrarse. Emergieron más virales a través del espeso humo negro que se elevaba de las ventanas superiores, mientras los cristales estallaban en una lluvia centelleante de astillas, y la piel de los virales ardía, arrastrando líquidas frondas de llamas. Tuvo la impresión de que había transcurrido un enorme período de tiempo desde que levantara el rifle con la intención de disparar. El primer grupo se había refugiado en una zona en sombras, donde los peldaños de la biblioteca se alzaban por encima de la arena, una sola masa acurrucada, con los rostros aplastados contra el suelo, como si fueran pequeños que jugaran al escondite.

—¡Peter, no podemos quedarnos aquí!

Se sacudió el aturdimiento de encima al oír la voz de Alicia. A su lado, Theo apareció, clavado en el sitio, con el cañón del fusil apuntado inútilmente al suelo, el rostro desencajado, los ojos abiertos de par en par e inexpresivos: «¿De qué sirve?».

—Escúchame, Theo —dijo Alicia, al tiempo que le sacudía el brazo con fuerza. Por un momento, Peter pensó que iba a abofetearlo. Los virales que había en la base de las escaleras comenzaban a removerse. Un tic colectivo los sacudió, como una ola que rizara la superficie de un charco de agua—. Tenemos que irnos, pero ya.

Theo desvió la mirada hacia Peter.

—Oh, hermano —dijo—. Creo que la hemos cagado.

—Peter —suplicó Alicia—, ayúdame.

Cada uno lo cogió de un brazo. Cuando estaban a mitad del aparcamiento, Theo se puso a correr solo. La sensación de irrealidad había desaparecido, y fue sustituida por un único deseo: escapar. Doblaron la esquina de la gasolinera y vieron que Caleb huía deprisa a lomos de su caballo. Montaron en sus caballos y se pusieron al galope, siguiendo al muchacho. Peter oyó más explosiones de cristales. Alicia señaló con el dedo y gritó para hacerse oír por encima del viento: el centro comercial. Caleb se dirigía hacia allí. Salvaron a toda velocidad una cadena de dunas y bajaron por una rampa hacia un aparcamiento desierto. Vieron que Caleb saltaba del caballo junto a la entrada oeste del edificio. Le dio una palmada en los cuartos traseros y desapareció por la abertura, mientras el caballo se alejaba al galope.

—¡Adentro! —gritó Alicia. Ahora era ella quien daba las órdenes. Theo no dijo nada—. ¡Soltad los caballos!

Los animales eran un cebo, una ofrenda. No podían despedirse, de modo que desmontaron y salieron disparados al interior. Peter sabía que el mejor sitio sería el atrio. El techo de cristal se había desmoronado, había luz del sol y protección, y podrían organizar algún tipo de defensa. Corrieron por el pasillo en penumbras. La atmósfera era pesada y acre, y las paredes estaban sembradas de moho, con las vigas herrumbradas al descubierto, cables colgantes y tuberías corroídas. Casi todas las tiendas estaban cerradas, pero otras habían quedado abiertas como rostros asombrados, su interior en penumbra atestado de cascotes. Peter vio a Caleb corriendo delante de ellos, mientras gruesos rayos de luz del sol caían sobre el suelo.

Salieron al atrio, a un sol tan brillante que los cegó. La sala era como un bosque. Casi todas las superficies estaban invadidas de gruesas enredaderas verdes. En el centro, un grupo de palmeras se elevaba hacia el techo abierto. Más enredaderas caían de los puntales del techo que quedaban al descubierto, como si fueran rollos de cable vivientes. Se refugiaron detrás de una barricada de mesas volcadas en la base de los árboles. Caleb había desaparecido.

Peter miró a su hermano, acuclillado a su lado.

—¿Te encuentras bien?

Theo asintió vacilante. Todos respiraban a duras penas.

—Lo siento. Lo de ahí atrás. Es que… —Sacudió la cabeza—. No sé. —Se secó el sudor de los ojos—. Yo iré por la izquierda. Quédate con Lish.

Se alejó a toda prisa.

Lish, arrodillada a su lado, comprobó el cargador de su rifle y tiró del cerrojo. Cuatro pasillos desembocaban en el atrio. Si se producía un ataque, llegaría del oeste.

—¿Crees que el sol habrá acabado con ellos? —preguntó Peter.

—No lo sé, Peter. Parecían enloquecidos. Tal vez haya acabado con algunos, pero no con todos. —Enrolló el portafusil alrededor del antebrazo—. Quiero que me prometas algo —dijo—. No quiero ser como ellos. Si es necesario, quiero que te ocupes de eso.

—Vamos, Lish. Ni se te ocurra decirlo.

—Te lo digo en serio —replicó ella—. No vaciles.

No tenían más tiempo para hablar. Oyeron pasos que corrían hacia ellos. Caleb se materializó en el atrio, abrazando un objeto contra su pecho. Cuando saltó detrás de las mesas, Peter vio que era una caja de zapatos negra.

—No me lo puedo creer —dijo Alicia—. ¿Has ido a saquear?

Caleb levantó la tapa y la tiró a un lado. Un par de zapatillas de deporte amarillo estridente, todavía envueltas en papel. Se quitó de una patada las botas de Zander y se calzó las zapatillas.

—Mierda —dijo, con el ceño fruncido—, son demasiado grandes.

Y entonces cayó el primer viral, un movimiento borroso encima, y después, detrás de ellos, precipitándose a través del techo del atrio. Peter rodó a tiempo de ver que izaban a Theo, lo arrojaban a través del cielo raso, el rifle colgando del brazo, mientras sus manos y pies se agitaban en el aire. Un segundo viral, que colgaba cabeza abajo de uno de los puntales del techo, aferró al hermano de Peter por el tobillo como si no pesara nada. El cuerpo de Theo estaba invertido por completo. Peter vio la expresión de su hermano, una expresión de estupor absoluto. No emitía el menor sonido. Su rifle cayó dando vueltas hacia el suelo. Entonces el viral arrojó al hermano de Peter por el hueco del techo y desapareció.

Peter se incorporó, el dedo apretando el gatillo. Oyó una voz, su voz, que gritaba el nombre de su hermano, y el sonido del rifle de Alicia. Había tres virales en el cielo raso, y saltaban de puntal en puntal. Peter detectó por el rabillo del ojo que Alicia empujaba a Caleb por encima de la barra de un restaurante situado en el otro extremo del atrio. Peter disparó por fin, y luego otra vez. Pero los virales eran demasiado veloces. El punto al que disparaba siempre estaba vacío. A Peter le pareció que estaban jugando una especie de juego, como si los invitaran a gastar las municiones. «¿Desde cuándo hacen eso?», pensó, y se preguntó cuándo había oído aquellas mismas palabras.

Cuando el primero saltó, Peter vio con el ojo de su mente las fatales dimensiones del arco que describía. Alicia estaba parada dando la espalda a la barra. El viral caía hacia ella, con los brazos extendidos, las piernas dobladas para absorber el impacto, un ser de dientes, garras y flexible potencia muscular. Justo un segundo antes de que aterrizara, Alicia avanzó y se puso debajo de él con el rifle alejado de su cuerpo, como si fuera una espada.

Disparó.

Una niebla rojiza, una confusión de cuerpos caídos, y el rifle que saltaba al suelo. Durante el tiempo que Peter necesitó para comprender que Alicia no había muerto, ésta ya había vuelto a ponerse en pie. El viral yacía donde la había atacado, con la parte posterior de la cabeza convertida en un cráter de sangre. Ella le había acertado en la boca. Encima de ellos, los otros dos se habían puesto rígidos de golpe, exhibiendo los dientes y mirando hacia Alicia como si una sola cuerda tirara de ellas.

—¡Salid de aquí! —gritó ella, y saltó sobre la barra—. ¡Corred!

Peter obedeció. Corrió.

Había penetrado en las profundidades del centro comercial. Daba la impresión de que no había salida. Todas las salidas estaban atrancadas, bloqueadas por montañas de escombros: muebles, carritos de la compra, cubos llenos de basura.

Y Theo, su hermano, había desaparecido.

Lo único que podían hacer era esconderse. Recorrió la hilera de escaparates hechos añicos, tratando de subir las rejas, pero no había ninguno abierto. Todos estaban cerrados a cal y canto. A través de las tinieblas de su terror emergió una sola pregunta: ¿por qué no estaba muerto ya? Había huido del atrio convencido de que no podría avanzar más de diez pasos. Un fogonazo de dolor, y todo habría terminado. Transcurrió un minuto entero antes de darse cuenta de que los virales no lo perseguían.

Debían de estar ocupados, pensó. Tuvo que aferrarse a una de las persianas metálicas para tenerse en pie. Hundió los dedos entre las lamas y oprimió la frente contra el metal, falto de aliento. Sus amigos estaban muertos. Ésa era la única explicación. Theo estaba muerto, Caleb estaba muerto, Alicia estaba muerta. Y cuando los virales hubieran terminado, cuando hubieran bebido hasta saciarse, irían a por él.

A cazarlo.

Corrió. Por un pasillo y después por otro, pasando ante escaparate tras escaparate. Ya ni se molestaba en probar las persianas. Un único pensamiento ocupaba su mente: salir al exterior, a terreno descubierto. La luz del día lo rodeaba, y tenía una sensación de espacio. Dobló una esquina, patinó sobre las losas y salió a un amplio espacio, similar a una cúpula. Un segundo atrio. La zona estaba despojada de cascotes. La luz del sol descendía en haces brumosos desde un círculo de ventanas elevadas.

En el centro de la sala había un rebaño de caballos, inmóviles.

Estaban congregados en un círculo cerrado bajo una especie de refugio independiente. Peter se quedó de piedra, a la espera de que se dispersaran. ¿Cómo era posible que una manada de caballos hubiera irrumpido en el centro comercial? Avanzó con cautela. Descubrió la verdad: los caballos no eran reales. Era un tiovivo. Peter había visto un dibujo en un libro del Asilo. La base giraba y sonaba una música, y los niños montaban en los caballos, giraban y giraban. Subió a la plataforma. Estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo, que emborronaba sus facciones. Se acercó a uno de los animales y barrió el polvo, hasta dejar al descubierto los colores brillantes, los detalles precisos: las pestañas de los ojos, las ranuras de los dientes, la larga pendiente del hocico y las fosas nasales dilatadas.

En aquel momento sintió un súbito aviso de sus extremidades, como el tacto del metal frío. Alzó la cabeza sobresaltado.

Ante él había una muchacha.

Una caminante.

Habría sido incapaz de calcular su edad. ¿Trece años? ¿Dieciséis? Tenía el pelo largo y oscuro, y enmarañado. Sus pantalones vaqueros estaban cortados en los tobillos y llevaba una camiseta acartonada a causa de la suciedad. Ambas prendas eran demasiado grandes para su cuerpo infantil. Un cable eléctrico hacía las veces de cinturón. Calzaba unas sandalias con margaritas de plástico que sobresalían entre los dedos.

Antes de que Peter pudiera hablar, se llevó un dedo a los labios. «No hables». Se movió con agilidad hacia el centro de la plataforma y se volvió para indicarle con señas que la siguiera.

Los oyó. Entonces hubo un barullo procedente del pasillo y el ruido de las persianas metálicas de los escaparates cerrados.

Los virales se acercaban. Buscaban. Cazaban.

Los ojos de la muchacha eran muy grandes. «Deprisa», dijeron sus ojos. Lo tomó de la mano y tiró de él hacia el centro de la plataforma. Cayó de rodillas y tiró de una anilla metálica. Una trampilla, empotrada en la plataforma. Se metió dentro, hasta que sólo asomó su cara.

«Deprisa, deprisa».

Peter la siguió agujero abajo y cerró la trampilla. Ahora estaban debajo del tiovivo, en un espacio angosto. Unas espadas de luz, adornadas con motas de polvo, caían en ángulo a través de las rendijas de la plataforma, y revelaban el bulto de la maquinaria, y en el suelo, al lado, un petate arrugado. Había botellas de agua de plástico y latas de comida apiladas en filas, con las etiquetas desprendidas hacía mucho tiempo. ¿Vivía la chica allí?

La plataforma se estremeció. La muchacha se había puesto de rodillas. Una sombra se movió sobre ellos. Le estaba enseñando qué debía hacer.

«Tiéndete. Quédate quieto».

Peter obedeció. Entonces, ella se puso encima de él. Notó el calor de su cuerpo, la tibieza de su aliento sobre el cuello. Estaba cubriendo su cuerpo con el de ella. Los virales habían invadido el tiovivo. Notó que sus mentes sondeaban e investigaban, y oyó el suave chasquido de sus gargantas. ¿Cuánto tiempo tardarían en descubrir la trampilla?

«No te muevas. No respires».

Cerró los ojos con fuerza, y se obligó a mantener una inmovilidad absoluta, a la espera del sonido de la puerta al ser arrancada de sus goznes. El rifle estaba en el suelo, a su lado. Tal vez lograría disparar una o dos veces, pero eso sería todo.

Pasaron los segundos. Se produjeron más estremecimientos arriba, la respiración aguda y entusiasta de los virales que percibían el olor humano. Que saboreaban la sangre en el aire. Pero había algo que no iba bien. Presintió su incertidumbre. La muchacha estaba apretada contra él. Lo protegía, le hacía de parapeto. Silencio arriba. ¿Se habrían ido los virales? Transcurrió un minuto, y después otro. Dejó de prestar atención a los virales, intrigado por lo que haría la chica a continuación. Por fin se levantó. Peter se puso de rodillas. Sus rostros estaban separados por escasos centímetros. La suave curva de su mejilla era la de una niña, pero sus ojos no, en absoluto. Percibió el olor de su aliento. Un aroma dulce, como miel.

—¿Cómo has…?

Ella sacudió la cabeza con fuerza para enmudecerlo, señaló el techo y se llevó de nuevo los dedos a los labios.

«Se han ido. Pero volverán».

La muchacha se levantó y abrió la trampilla. Un veloz giro de la cabeza para comunicarle su mensaje.

«Sígueme. Ya».

Salieron a la plataforma del tiovivo. La sala estaba vacía, pero se sentía la presencia demorada de los virales, el aire formaba remolinos invisibles alrededor de los lugares donde habían estado. Le muchacha lo guió a toda prisa hasta una puerta situada al otro lado del atrio. Estaba abierta, calzada con una cuña de hormigón. Entraron y ella dejó que la puerta se cerrara a su espalda. Peter oyó el chasquido de una cerradura.

Negrura.

Un nuevo pánico se apoderó de él, una sensación de desorientación absoluta. Pero entonces notó que ella lo tomaba de la mano. Su presa era fuerte, tranquilizadora. Tiró de él hacia adelante.

«Estás conmigo. Todo va bien».

Peter intentó contar los pasos, pero era inútil. Notó por cómo lo cogía de la mano que debía ir más deprisa, que su vacilación los estaba demorando. Tropezó con algo y el rifle cayó, se perdió en la oscuridad.

—Espera…

Un estrépito detrás, y el gemido del metal al doblarse. Los virales les habían descubierto. Delante distinguió un tenue resplandor de luz del día. Empezó a distinguir su entorno. Estaban en un largo pasadizo de techo alto. Había un coro de esqueletos sonrientes apoyados contra las paredes, sus extremidades retorcidas en lo que semejaban posturas de advertencia. Otro estruendo detrás. La puerta estaba cediendo. El pasillo terminaba en otra puerta, que estaba abierta. Una escalera. Desde arriba llegaba el resplandor amarillento de la luz del día, y el sonido y olor de palomas. En la pared había un letrero: ACCESO A LA ESCALERA.

Se volvió. La muchacha estaba parada en el pasillo, ante la puerta de la escalera. Sus ojos se encontraron un momento. Antes de que transcurriera otro segundo, la muchacha avanzó, se puso de puntillas y apretó su boca cerrada (como un pájaro que bebiera agua) contra su cara.

Sólo eso: lo besó en la mejilla.

Peter estaba demasiado estupefacto para hablar. La muchacha retrocedió en dirección al pasillo en tinieblas. «Vete ya», dijeron sus ojos.

Entonces cerró la puerta.

—¡Eh! —Oyó el chasquido de la cerradura. Peter aferró el pomo, pero no se movió. Aporreó el metal—. ¡No me abandones!

Pero la chica se había ido, un espíritu desaparecido. Vio de nuevo el letrero: ACCESO A LA ESCALERA. Ella quería que fuera hacia allí.

Comenzó a ascender. La atmósfera era abrasadora, casi asfixiante debido al hedor de las palomas. Largas franjas de guano manchaban las paredes e impregnaban la escalera y la barandilla como capas de pintura. Las aves apenas repararon en su presencia, revolotearon de uno a otro lado mientras subía, como si su presencia fuera una mera curiosidad. Tres tramos, cuatro. Estaba jadeando de agotamiento, el repugnante sabor en su boca y nariz era atroz, sentía los ojos irritados como si les hubieran arrojado ácido.

Llegó por fin al final de la escalera. Una última puerta, y en la pared de encima, lejos de su alcance, una ventana diminuta, con los bordes festoneados de cristal roto, amarillento a causa del hollín y el tiempo.

La puerta estaba cerrada con un candado.

Un callejón sin salida. Después de todo, la chica le había conducido hasta un callejón sin salida. Un furioso estruendo metálico sacudió la escalera cuando el primer viral golpeó la puerta de abajo. Las palomas alzaron el vuelo y se dispersaron, y el aire se llenó de remolinos de plumas.

Fue entonces cuando la vio, tan incrustada de guano que se había fundido con la pared que la rodeaba hasta hacerse invisible. Utilizó el codo para romper el cristal, y después liberó el hacha. Se produjo un segundo estrépito abajo. Un empujón más, y los virales atravesarían la puerta e invadirían la escalera.

Peter alzó el hacha sobre la cabeza y la descargó sobre el candado. La hoja rebotó, pero no creyó haber logrado nada. Respiró hondo, calculó la distancia y descargó de nuevo el hacha con todas sus fuerzas. Un buen golpe: el candado se partió y rompió en pedazos. Se apoyó contra la puerta con todas sus fuerzas, y se abrió con un gemido de viejo y herrumbre.

Se encontraba en el tejado situado en la parte norte del centro comercial, encarado hacia las montañas. Cojeó a toda prisa hacia el borde.

La distancia hasta el suelo era de 15 metros, como mínimo. Se rompería la pierna o algo peor.

Se tendió inmóvil sobre el durisol, a la espera de que los virales acabaran con él. No quería que las cosas terminaran así. El codo le sangraba en abundancia, con un reguero de sangre que lo seguía desde la puerta. Aunque no recordaba haber sentido dolor, debía de haberse hecho un corte cuando rompió el cristal. Pero un poco de sangre era una menudencia en momentos como aquél. Al menos, tenía el hacha.

Se estaba volviendo hacia la puerta, dispuesto a abatirla, cuando oyó un grito procedente de abajo.

—¡Salta!

Alicia y Caleb, que habían aparecido montados a caballo por la esquina del edificio. Alicia le hacía señales, con el cuerpo arqueado hacia adelante desde los estribos.

—¡Salta!

Pensó en Theo, que había sido secuestrado. Pensó en su padre, parado al borde del mar, y en el mar y las estrellas. Pensó en la muchacha, que había cubierto su cuerpo con el de ella, la tibieza y el calor de su aliento sobre su cuello y la mejilla, donde lo había besado.

Sus amigos le estaban llamando desde abajo, los virales estaban subiendo la escalera, tenía el hacha en la mano.

«Ahora no —pensó—, todavía no», y cerró los ojos y saltó.