21

Existía una gran diferencia entre el mundo tal como era ahora y el mundo del Tiempo de Antes, pensaba Michael Fisher, y no eran los virales. La diferencia residía en la electricidad.

Los virales constituían un problema, sin la menor duda, unos 42,5 millones de problemas, si los viejos documentos del cobertizo de Maquinaria Pesada, detrás del Faro, eran correctos. Toda la historia de las horas finales de la epidemia estaba a la disposición de Michael el Circuito. CV1-CV13 Resumen nacional y regional de componentes de vigilancia selectos, Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, Atlanta (Georgia); Protocolos de reasentamiento civil para centros urbanos, zonas 6-1, Agencia Federal de Gestión de Emergencias, Washington, D.C.; Eficacia de la protección postcontagio contra fiebre hemorrágica familiar CV en primates no humanos, Instituto de Investigaciones Médicas de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos, Fort Detrick (Maryland). Y así sucesivamente, en la misma línea. Entendía algunos, y otros no, pero todos aportaban la misma información básica: una persona de cada diez. Una persona secuestrada por cada diez que morían. Por lo tanto, si se calculaba una población humana de quinientos millones de personas en el momento del brote (las poblaciones combinadas de Estados Unidos, Canadá y México), y se dejaba de lado, por el momento, lo que hubiera sucedido en el resto del mundo, del cual se sabía muy poco, e incluso dando por hecho la existencia de algún tipo de tasa de mortalidad entre los virales, digamos un modesto 15 por ciento, eso dejaba todavía 42,5 millones de hijos de puta sedientos de sangre dando saltitos entre el istmo de Panamá y el estrecho de Bering, engullendo todo cuanto llevara hemoglobina en las venas y una firma térmica de entre treinta y seis y treinta y ocho grados, es decir, el 99,96 por ciento del reino mamífero, desde las ratas de campo hasta los osos pardos.

Bien, de acuerdo. Eso era un problema.

Pero dadme corriente suficiente, pensó Michael, y podré mantener alejados a los virales eternamente.

El Tiempo de Antes. A veces temblaba sólo de pensar en ello, la gran corriente eléctrica artificial zumbante. Los millones de kilómetros de cable, los miles de millones de amperios de corriente. Las inmensas centrales nucleares que transformaban la energía embotellada del planeta en la eterna pregunta que era un solo amperio de corriente recorriendo una línea, mientras decía: «¿Sí? ¿Sí? ¿Sí?».

Y las máquinas. Las relucientes, prodigiosas, ronroneantes máquinas. No sólo ordenadores, blu-rays y PDA (tenían docenas de dichos aparatos, rapiñados a lo largo de los años cuando se desplazaban montaña abajo, guardados en el cobertizo), sino cosas sencillas, cosas cotidianas, como secadores de pelo, microondas y lámparas incandescentes. Todos instalados, enchufados, conectados a la red.

A veces era como si la corriente estuviera esperándolo allá fuera. Esperando a que Michael Fisher accionara el interruptor y volviera a conectarlo todo, la mismísima civilización humana.

Pasaba demasiado tiempo solo en el Faro. No se podía quejar. Sólo Elton y él, lo que casi siempre era como estar solo, en el sentido social de las cosas. En el sentido de vamos-a-hablar-del-tiempo y qué-hay-para-comer. Él no decía que no.

Michael sabía que había montones de corriente allá fuera. Generadores diésel del tamaño de ciudades enteras. Enormes plantas de gas natural licuado, repletas de gas y a la espera de ponerse en marcha. Kilómetros de paneles solares mirando sin parpadear el sol del desierto. Nucleares de bolsillo zumbando como armónicas atómicas, el calor de las varillas de control amontonándose durante décadas, hasta que un día todo el conjunto atravesara el suelo y estallara en una lluvia de vapor radiactivo, que en algún lugar del espacio, un satélite olvidado mucho tiempo atrás, alimentado por una diminuta pila nuclear, registraría como la agonía final de un hermano moribundo, antes de que también se apagara y cayera a la Tierra como una centella de luz que nadie vería.

Qué desperdicio. Y el tiempo se estaba agotando.

Herrumbre, corrosión, viento y lluvia. Los dientecitos de los ratones, las deyecciones acres de los insectos y las mandíbulas devoradoras de los años. La guerra de la naturaleza contra las máquinas, de las fuerzas caóticas del planeta contra las maquinaciones de la humanidad. La energía que los hombres habían extraído de la tierra volvía a ella de manera inexorable, absorbida como agua por un desagüe. Faltaba poco tiempo para que no quedara ni un solo poste de alta tensión en pie sobre la tierra, si no había sucedido ya.

La humanidad había construido un mundo que tardaría cien años en morir. En sólo un siglo las últimas luces se apagarían.

Lo peor era que él estaría presente cuando ello sucediera. Las baterías se estaban deteriorando. Se estaban deteriorando mucho. Lo veía suceder ante sus ojos, en la pantalla de su viejo tubo de rayos catódicos, curtido en cien batallas, con sus barras verdes zumbantes. ¿Cuál era la duración estimada de las pilas? ¿Treinta años? ¿Cincuenta? El que pudieran contener algún tipo de carga después de casi un siglo era un milagro. Podías mantener las turbinas girando indefinidamente en la brisa, pero, sin baterías que almacenaran y regularan la corriente, bastaría con una sola noche sin viento.

Reparar las baterías era imposible. Las baterías no estaban hechas para ser reparadas. Estaban hechas para ser sustituidas. Podías actualizar el diseño de todas las juntas que quisieras, limpiar la corrosión, y rehacer la instalación eléctrica de los controladores hasta que el rebaño volviera a casa. Todo ello era, básicamente, un trabajo inútil, porque las membranas estaban hechas polvo, y sus senderos de polímeros estropeados por moléculas de ácido sulfónico. Eso era lo que le decía el monitor con aquel levísimo hipido en el día a día. A menos que el ejército de Estados Unidos apareciera con un montón recién salido de la fábrica («¡Eh, chicos, lo sentimos, nos habíamos olvidado de vosotros!»), las luces se apagarían. Un año, dos a lo sumo. Y cuando eso sucediera, sería él, Michael el Circuito, quien tendría que levantarse y decir: «Escuchad todos, voy a daros una noticia muy desagradable. ¿La previsión para esta noche? Oscuridad, con chillidos por doquier. Ha sido divertido mantener las luces encendidas, pero ahora he de morir. Igual que todos vosotros. La única persona a quien se lo había dicho era Theo. No a Gabe Curtis, quien técnicamente era el jefe de Electricidad y Energía, pero que se había largado cuando enfermó, dejando que Michael y Elton se encargaran de todo. Ni a Sanjay, Old Chou o quien fuera. Ni siquiera a Sara, su hermana. ¿Por qué Michael había elegido a Theo? Eran amigos. Theo era jefe del Hogar. Sí, siempre había tenido un toque de melancolía (Michael lo reconocía en cuanto lo veía), y era muy duro decir a un hombre que él y todo el mundo estaban muertos a efectos prácticos. Tal vez Michael estaba pensando en el día en que tendría que explicar la situación, con la esperanza de que fuera Theo quien diera la noticia, o al menos lo apoyara. Incluso para Theo, que estaba mejor informado que la mayoría, las baterías eran más un elemento permanente de la naturaleza que algo artificial, gobernado por leyes físicas. Como el sol y el cielo y las paredes, las baterías existían, simplemente. Las baterías consumían la corriente de las turbinas y la escupían en forma de luces, y si algo iba mal, pues nada, Electricidad y Energía se encargaría de arreglarlo. «¿Verdad, Michael? —había dicho Theo—. Este problema de las baterías, ¿puedes solucionarlo?» Dale que dale con el mismo rollo durante un rato, hasta que Michael, exasperado, había suspirado, negado con un movimiento de cabeza y explicado la situación en cuatro palabras sencillas.

—Theo, no me estás escuchando. No estás escuchando lo que te estoy diciendo. Las-luces-se-apagarán.

Estaban sentados en el porche de la pequeña casa de un piso que Michael compartía con Sara (quien estaba ausente aquella tarde, ocupada con el ganado, tomando temperaturas en el Hospital, o visitando a tío Walt para comprobar que comía y se lavaba); en otras palabras, pensando en las musarañas, como siempre. La tarde ya estaba avanzada. La casa se alzaba al borde del prado de hierba corta donde habían sacado los caballos a pastar, aunque los días secos del verano se habían adelantado y el campo era del color de la corteza del pan, más claro en algunos puntos, formando puntos pelados que se cubrían de polvo cuando los atravesabas. Todo el mundo conocía el lugar como la casa Fisher.

—Se apagarán —repitió Theo—. Las luces.

Michael asintió.

—Se apagarán.

—Dos años, dices.

Michael estudió el rostro de Theo, y comprobó que asimilaba la información.

—Podría ser más, pero no lo creo. También podría ser menos.

—Y no puedes hacer nada para solucionarlo.

—Nadie puede.

Theo exhaló un suspiro, como si le hubieran dado un puñetazo.

—Vale, lo he pillado. —Meneó la cabeza—. Vamos, lo he pillado. ¿A quién más se lo has dicho?

—A nadie. —Michael se encogió de hombros—. Tú eres el primero.

Theo se levantó y caminó hasta el borde del porche. Durante un momento, ninguno de los dos habló.

—Tendremos que trasladarnos —dijo Michael—. O encontrar otra fuente de energía.

Theo estaba mirando hacia el campo.

—¿Y cómo sugieres que lo hagamos?

—Yo no sugiero nada. Sólo estoy constatando un hecho. Cuando las baterías bajen por debajo del veinte por ciento…

—Lo sé, lo sé, se acabarán las luces —dijo Theo—. Lo has dejado muy claro.

—¿Qué deberíamos hacer?

Theo lanzó una carcajada desesperada.

—¿Y yo qué coño sé?

—O sea, ¿deberíamos decírselo a la gente? —Michael hizo una pausa, mientras examinaba la cara de su amigo—. Para que pueda prepararse.

Theo pensó un momento. Después, sacudió la cabeza.

Y eso fue todo. No volvieron a hablar del tema. ¿Cuándo había sido? Hacía más de un año, aproximadamente cuando se casaron Maus y Galen, la primera boda en muchísimo tiempo. Resultó extraño, todo el mundo estaba tan feliz, y Michael sabiendo aquella información. La gente estaba sorprendida de que el consorte de Mausami fuera Galen, en lugar de Theo. Sólo Michael conocía el motivo, o al menos lo adivinaba. Había visto la mirada de Theo aquella tarde en el porche. Había perdido algo, y a Michael no le parecía que pudiera recuperarlo.

Sólo cabía esperar. Esperar, y escuchar.

Porque la cuestión era la siguiente: la radio estaba prohibida. El problema, tal como lo entendía Michael, se reducía a demasiada gente. Era la radio lo que había conducido a los Caminantes a la Colonia en los primeros días, algo que los Constructores no habían planificado, puesto que la Colonia no debía durar tanto tiempo como había durado. Por lo tanto, en el año 17 (hacía ya setenta y cinco) se había tomado la decisión de que había que destruir la radio, bajar la antena de la montaña, destruir sus partes a martillazos y dispersarlas en el vertedero.

En su momento, tal vez había sido lógico. Michael comprendía por qué fue posible. El ejército sabía dónde encontrarlos, y quedaba poca comida y combustible, un espacio limitado bajo las luces. Pero ahora no. No, teniendo en cuenta el estado de las baterías, que las luces iban a apagarse. Negrura, chillidos, muerte, etcétera.

Poco después de la conversación de Michael con Theo, pocos días después, creía recordar, se topó con el viejo diario. «Se topó» no era la expresión correcta, a tenor de lo que sucedió después. Era la hora silenciosa que precede al amanecer. Michael había estado sentado ante el panel del Faro como siempre, cuidando de los monitores y leyendo el ejemplar de Profesora de Cómo llamar al bebé (hasta ese punto estaba desesperado por leer algo nuevo; acababa de llegar a la I), cuando, por algún motivo desconocido, ya fuera por nerviosismo, aburrimiento o el inquietante pensamiento de que, si los vientos hubieran soplado de forma algo diferente, sus padres tal vez lo habrían llamado Ichabod (¡Ichabod el Circuito!), la vista se le fue al estante que había encima de su tubo de rayos catódicos, y allí estaba. Un cuaderno, con un delgado lomo negro. Plantado entre los chismes habituales, encajado entre un carrete de hilo de soldadura y una pila de CD de Elton (Billie Holiday Sings the Blues, Sticky Fingers, de los Rolling Stones, Superstars 1 Party Dance Hits, de un grupo llamado Yo Mama, que para Michael sonaba como si un grupo de gente se estuviera gritándose mutuamente, aunque para empezar no entendía nada de música). Michael debía haberlo mirado miles de veces, pero no recordaba haberlo visto antes. Eso era curioso, la idea le hizo pensar. Un libro, algo que no había leído (lo había leído todo). Se levantó y lo sacó de su sitio, y cuando abrió el cuaderno, lo primero que vio, escrito con letra clara, de ingeniero, fue un nombre que le resultaba familiar: Rex Fisher. El bisabuelo (¿tatarabuelo?) de Michael. Rex Fisher, ingeniero jefe de Electricidad y Energía, Primera Colonia, República de California. ¿Qué coño era aquello? ¿Cómo no lo había visto antes? Pasó las páginas, arrugadas debido a la humedad y al tiempo. Su mente sólo tardó un momento en analizar la información, descomponerla y reensamblarla en un todo coherente, que le reveló qué era aquel delgado volumen lleno de tinta. Columnas de números, con fechas escritas al viejo estilo, seguidas de la hora y otro número que, dedujo Michael, era la frecuencia de transmisión, y después, en los espacios de la derecha, breves anotaciones, apenas unas pocas palabras, pero muy sugerentes, historias completas contenidas en ellas: «Señal de socorro automática», «Cinco supervivientes», «¿Militares?» o «Tres en ruta desde Prescott, en Arizona». También había nombres de otros lugares: Ogden, en Utah. Kerrville, en Texas. Las Cruces, en Nuevo México. Ashland, en Oregón. Cientos de dichas anotaciones, que llenaban página tras página, hasta que se interrumpían. La anotación final decía, sin más: «Cesan todas las transmisiones por orden del Hogar».

Un resplandor estaba aclarando las ventanas cuando Michael terminó. Apagó el farol y se levantó de la silla cuando el toque matutino empezó a sonar, tres sólidos repiques seguidos de una pausa de idéntica duración, después tres más por si no habías comprendido el mensaje la primera vez («Ha amanecido; estás vivo»), cruzó el laberíntico desorden de la estrecha habitación, con sus contenedores de plástico llenos de piezas, herramientas diseminadas y platos sucios en pilas precarias (Michael no comprendía por qué Elton no podía comer en el barracón; el hombre era repugnante), se acercó a la caja de fusibles y apagó las luces. Lo movió una oleada de agotada satisfacción, como siempre que sonaba el toque matutino: una noche más de trabajo cumplido, todas las almas sanas y salvas, enfrentadas a un nuevo día. A ver si Alicia y sus cuchillos conseguían eso. (¿Acaso no era cierto que, cuando había levantado la cara y visto el diario, lo había distraído la imagen de Alicia en su memoria, como sucedía con cierta frecuencia? Y no sólo Alicia, sino la imagen concreta de la luz del sol cuando inflamó su pelo en el momento en que salió del arsenal aquella misma noche, al tiempo que Michael descendía por el sendero hacia ella, invisible. Una imagen que, cuando lo pensó de nuevo, era impresionante. Y todo eso a pesar de que Alicia Donadio era, a decir verdad, la mujer más irritante que había sobre la faz de la tierra, y no se podía decir que tuviera mucha competencia). Volvió al panel y siguió los pasos, activar las pilas para que se cargaran, encender los ventiladores y abrir los conductos de ventilación. Los contadores, que se encontraban al 28 por ciento en el tablero, empezaron a parpadear y ascender.

Se volvió y miró a Elton, que daba la impresión de estar dormitando en su silla, aunque a veces costaba saberlo. Dormido y despierto, los ojos de Elton siempre eran iguales, dos delgadas franjas de jalea amarilla, asomadas a través de unos párpados perpetuamente húmedos que nunca lograban cerrarse del todo. Sus pálidas manos estaban enlazadas sobre la curva del estómago, los auriculares, como siempre, ceñidos a los costados de su cabeza escamosa, proyectando la música que escuchaba toda la noche. Los Beatles. Boyz-B-Ware. Art Lundgren y su All-Girl Polka-Party Orchestra (lo único que a Michael le gustaba un poco).

—¿Elton? —No obtuvo respuesta. Michael alzó un poco la voz—. ¿ELTON?

El anciano (Elton tenía cincuenta años, como mínimo) cobró vida.

—No me jodas, Michael. ¿Qué hora es?

—Relájate. Ha amanecido. La noche ha terminado.

Elton hizo girar la silla, los goznes chirriaron, y depositó los auriculares sobre los pliegues de su cuello.

—Entonces, ¿por qué me has despertado? Estaba llegando a lo bueno.

Después de los CD, las incursiones nocturnas de Elton en aventuras sexuales imaginarias constituían su pasatiempo favorito: sueños con mujeres, muertas hacía mucho tiempo, que contaba a Michael con pelos y señales, afirmando que eran recuerdos de cosas que le habían pasado en sus años de juventud. Todo chorradas, imaginaba Michael, puesto que Elton apenas salía del Faro, y al verlo ahora, con su cabeza casposa, la barba enmarañada y los dientes grisáceos, cuajados de restos de una comida engullida tal vez dos días antes, Michael no entendía cómo podía todo aquello ser posible.

—¿No quieres que te lo cuente? —El anciano arqueó las cejas de manera sugerente—. Era el sueño del heno. Sé que ése te gusta.

—Ahora no, Elton. He… descubierto algo. Un libro.

—¿Me has despertado porque has encontrado un libro?

Michael se desplazó en su silla a lo largo del panel y depositó el libro en el regazo del anciano. Elton pasó los dedos sobre la superficie, sus ojos sin vida vueltos hacia arriba, y después se acercó la cubierta a la cara y la olió durante largo rato.

—Yo diría que es el diario de tu abuelo. Este trasto ha estado vagando por aquí durante años. —Se lo devolvió a Michael—. No puedo decir que lo haya leído. ¿Has encontrado algo interesante?

—Elton, ¿qué sabes de eso?

—No sabría decirlo. Las cosas tienen la propiedad de aparecer cuando las necesitas.

Fue entonces cuando Michael comprendió por qué no había visto el libro antes. No lo había visto porque no estaba allí.

—Tú lo pusiste en el estante, ¿verdad?

—La radio está prohibida ahora, Michael. Ya lo sabes.

—Elton, ¿has hablado con Theo?

—¿Theo qué?

Michael sintió que su irritación aumentaba. ¿Por qué no podía contestarle el hombre ni una sola pregunta?

—Elton…

El anciano le interrumpió con la mano levantada.

—De acuerdo, no te sulfures. No, no he hablado con Theo. Aunque supongo que tú sí. No he hablado con nadie, excepto contigo. —Hizo una pausa—. Michael, te pareces a tu viejo más de lo que crees. Tampoco sabía mentir.

Michael no se sorprendió. Se derrumbó en su silla. En parte estaba contento.

—¿La situación es muy grave? —preguntó Elton.

—No es buena. —Se encogió de hombros. Por algún motivo inescrutable, se miró las manos—. La número 5 es la peor, y la 2 y la 3 van algo mejor que las demás. Tenemos carga irregular en la 1 y la 4. Esta mañana había 28 en el tablero, y nunca por encima de 55 cuando el primer toque.

Elton asintió.

—Bien, habrá apagones dentro de seis meses, y fallo total dentro de treinta. Más o menos lo que tu padre había calculado.

—¿Lo sabía?

—Tu viejo era capaz de leer esas baterías como si fueran un libro, Michael. Lo vio venir hace mucho tiempo.

Conque se trataba de eso… Su padre lo había sabido, y su madre seguramente también. Un terror familiar despertó en su interior. No quería pensar en esto, no quería.

—¿Michael?

Respiró hondo para serenarse. Un secreto más a cuestas. Pero haría lo que siempre hacía, ocultar la información de su interior mientras pudiera.

—Bien —dijo Michael—, ¿cómo se fabrica una radio?

La radio no era el problema, explicó Elton. El problema era la montaña.

La señal original se había enviado mediante una antena que se alzaba en el pico de la montaña. Un cable aislado, de cinco kilómetros de largo, había corrido a lo largo de la línea eléctrica para conectarla con el transmisor del Faro. La Ley Única lo había derribado y destruido todo. Sin antena, estaban aislados por completo del este, y cualquier señal que pudieran recibir sería barrida por las interferencias magnéticas de las baterías.

Eso les dejaba dos opciones. Ir al Hogar y pedir permiso para colocar una antena en la montaña, o no decir nada y tratar de enviar la señal de otra forma.

Al final no hubo discusión. Michael no podía pedir permiso sin explicar el motivo, lo cual implicaba revelar al Hogar el problema de las baterías. Y contarles lo de las baterías estaba descartado, porque todo el mundo se enteraría, y en cuanto sucediera, lo demás dejaría de tener importancia. Michael no sólo estaba a cargo de las baterías, sino que era el pegamento de esperanza que fusionaba el lugar. No podías decir a la gente que las probabilidades se habían agotado. Lo único que podía hacer era encontrar alguien vivo allí fuera (encontrarlo mediante la radio, lo cual significaría que tenía electricidad y, por tanto, luz), antes de decir una palabra a nadie. Y si no encontraba nada, si el mundo estaba en verdad desierto, entonces lo que iba a suceder sucedería de todos modos. Era mejor que nadie lo supiera.

Puso manos a la obra aquella misma mañana. En el cobertizo, apilado entre antiguos tubos de rayos catódicos, CPU, televisores de plasma, y contenedores con teléfonos móviles y blu-rays, había un antiguo receptor estéreo (que sólo tenía frecuencias AM y FM, pero podía abrirlas) y un osciloscopio. Un cable de cobre que subía por la chimenea haría las veces de antena. Michael acomodó las tripas del receptor en un chasis de CPU con el fin de camuflarlo (la única persona que podía fijarse en la aparición de otra CPU sobre el mostrador era Gabe, y por lo que Sara le había dicho, el pobre tipo no volvería nunca), y enchufó el receptor al panel, utilizando el puerto de audio. El sistema de control de baterías tenía un programa sencillo, y con algo de trabajo fue capaz de configurar el ecualizador para filtrar el ruido de las baterías. No podrían transmitir, carecía de transmisor y tendría que imaginar una forma de construir uno de la nada. Pero de momento, con un poco de paciencia, podría recibir cualquier señal decente procedente del oeste.

No encontraron nada.

Oh, había mucho que oír. Una sorprendente gama de actividad, desde ULF (ultra baja frecuencia) hasta microondas. La torre para teléfonos móviles alimentada por un panel solar activo. Energía geotérmica que todavía alimentaba la red. Incluso un par de satélites, todavía en órbita, que transmitían sus saludos cósmicos y debían de preguntarse adónde habían ido todos los habitantes del planeta Tierra.

Era todo un mundo oculto de ruido eléctrico. Y nadie, ni una sola persona, en casa.

Día tras día, Elton se sentaba ante la radio, con los auriculares ceñidos a la cabeza, sus ojos ciegos vueltos hacia arriba. Michael aislaba una señal, limpiaba el ruido y la enviaba al amplificador, donde la filtraba por segunda vez para desviarla hacia los auriculares. Al cabo de un momento de intensa concentración, Elton cabeceaba, tal vez dedicaba un momento a dar tirones a su barba poblada de migas, y después anunciaba con su voz dulce:

—Algo débil, irregular. Tal vez una antigua señal de socorro.

O bien:

—Una señal terrestre. Tal vez una mina.

O bien, con una brusca sacudida de cabeza:

—Aquí no hay nada. Sigamos adelante.

Se pasaban sentados los días y las noches, Michael ante el tubo de rayos catódicos, Elton con los auriculares pegados a la cabeza, mientras su mente parecía flotar entre las señales perdidas de su especie casi desaparecida. Siempre que encontraba una, Michael la apuntaba en su cuaderno de bitácora, anotaba la hora, la frecuencia y todo lo demás. Después volvían a repetir la rutina.

Elton era ciego de nacimiento, de modo que Michael no sentía pena por él, por eso no. Ser ciego era una de las características de Elton. Había sido obra de la radiación. Los padres de Elton eran caminantes, integrados en la Segunda Oleada que había llegado, hacía cincuenta y tantos años, cuando los poblados de Baja fueron invadidos. Los supervivientes habían caminado entre las ruinas radiactivas de lo que había sido San Diego, y cuando el grupo llegó, veintiocho almas, las que todavía podían tenerse en pie cargaban con los demás. La madre de Elton estaba embarazada, y deliraba a causa de la fiebre. Dio a luz justo antes de morir. Su padre habría podido ser cualquiera. Nadie sabía cómo se llamaban.

Y en conjunto, Elton lo llevaba bien. Tenía un bastón que utilizaba cuando salía del Faro, cosa poco frecuente, y parecía satisfecho de pasar sus días ante el panel, siendo de utilidad de la única forma que sabía. Aparte de Michael, sabía más de baterías que nadie, una hazaña milagrosa, teniendo en cuenta que nunca había visto una. Pero según Elton, eso le concedía ventaja. Porque no se dejaba engañar por el aspecto de las cosas.

—Esas baterías son como una mujer, Michael —le gustaba decir—. Tienes que aprender a escucharlas.

La noche del día 54 del verano, cuando estaba a punto de sonar el primer toque nocturno (hacía cuatro noches que el Vigilante Arlo Wilson había matado a un viral en las redes), Michael encendió los monitores de las baterías, una hilera de barras para cada una de las seis pilas. El 54 por ciento en la 2 y la 3, un suspiro por debajo de 50 en la 5 y la 4, 50 justos en la 1 y la 6, y la temperatura de todos en verde, treinta y un grados. Los vientos que soplaban desde la montaña tenían una velocidad fija de 13 kilómetros por hora, con ráfagas de 20. Repasó la lista de control, cargó los capacitores, probó todos los relés. ¿Qué había dicho Alicia? ¿Oprimes el botón y se encienden? Así lo creían los Pequeños.

—Deberías comprobar de nuevo la segunda pila —dijo Elton desde su silla. Se estaba metiendo cucharadas de requesón en la boca.

—A la segunda pila no le pasa nada.

—Hazlo —insistió—. Confía en mí.

Michael suspiró y buscó en la pantalla de nuevo los monitores de baterías. No cabía duda: la carga de la número 2 estaba descendiendo. Primero, 54. Después, 52. La temperatura también estaba subiendo. Le habría gustado preguntar a Elton cómo lo había sabido, pero la respuesta habría sido la de siempre: un enigmático ladeo de cabeza, como si dijera: «Lo he oído, Michael».

—Abre el relé —aconsejó Elton—. Hazlo otra vez, a ver si se estabiliza.

Faltaban escasos momentos para el segundo toque nocturno. Bien, podrían funcionar con las otras cinco pilas en caso necesario, y después tratar de averiguar cuál era el problema. Michael abrió el relé, esperó un momento a que escapara cualquier gas que pudiera albergar la línea, y volvió a cerrarlo. El contador se estabilizó en 55.

—La estática es la clave —dijo Elton, justo cuando sonaba el segundo toque nocturno. Agitó su cuchara—. Ese relé falla demasiado. Deberíamos cambiarlo.

La puerta del Faro se abrió. Elton alzó la cara.

—¿Eres tú, Sara?

La hermana de Michael entró, todavía vestida para montar y cubierta de polvo.

—Buenas noches, Elton.

—¿A qué hueles? —El anciano sonrió de oreja a oreja—. ¿A lilas de la montaña?

Sara se remetió tras la oreja un mechón de pelo empapado en sudor.

—Huelo a ovejas, Elton. Pero gracias. —Habló a Michael, que estaba sentado ante el panel—. ¿Vas a venir a casa esta noche? He pensado que podría cocinar.

Michael pensó que debería quedarse donde estaba, puesto que una de las pilas se estaba portando mal. Además, la noche era el mejor momento para la radio. Pero no había comido en todo el día, y cuando pensó en comida caliente su estómago se puso a rugir.

—¿Te importa, Elton?

El viejo se encogió de hombros.

—Si te necesito, sé dónde localizarte. Vete ahora, si quieres.

—¿Quieres que te traiga algo? —se ofreció Sara, mientras Michael se levantaba de la silla—. Hay mucho en casa.

Pero Elton negó con un movimiento de cabeza, como siempre.

—Esta noche no, gracias.

Cogió los auriculares de su sitio sobre el contador y se los puso. «Me acompaña toda la gente del mundo».

Michael y su hermana salieron a las luces. Después de tantas horas casi a oscuras, Michael se detuvo para parpadear. Siguieron el sendero que discurría entre los almacenes, en dirección a los corrales. El aire estaba impregnado del olor orgánico de los animales. Oyó los balidos de las ovejas y, mientras andaban, el piafar de los caballos en los establos. Mientras continuaban por el estrecho sendero que bordeaba el campo, bajo la muralla meridional, Michael oyó a los corredores que trotaban de un lado a otro por las pasarelas, sus formas silueteadas contra los focos. Michael la observó mientras miraba, con ojos distantes y preocupados, brillantes a causa de la luz que se reflejaba.

—No te preocupes —dijo Michael—. No le pasará nada.

Su hermana no contestó. Se preguntó si le habría oído. No dijeron nada más hasta llegar a casa. Sara se lavó en la bomba de la cocina, mientras Michael encendía las velas. Ella salió al porche trasero y regresó un momento después, con un conejo de buen tamaño agarrado de las orejas.

—¡La leche! —exclamó Michael—. ¿De dónde la has sacado?

El humor de Sara había cambiado. Su rostro enarbolaba una sonrisa de orgullo. Michael vio la herida en el cuello del animal, donde le había alcanzado la flecha de Sara.

—En el Campo de Arriba, por encima de los pozos. Pasaba a caballo y la vi parada en la abertura.

¿Cuánto tiempo hacía que Michael no comía conejo? ¿Cuánto tiempo hacía desde que alguien había visto un conejo? Casi toda la fauna había desaparecido, salvo las ardillas, que parecían multiplicarse a más velocidad de la que los virales empleaban para exterminarlas, y los pájaros más pequeños, los gorriones y reyezuelos, que no querían o no podían cazar.

—¿Quieres limpiarlo? —preguntó Sara.

—No estoy seguro de recordar cómo se hacía —confesó Michael.

Sara compuso una expresión exasperada y extrajo el cuchillo del cinto.

—Estupendo, intenta ser útil y enciende el fuego.

Hicieron un guiso de conejo, con zanahorias y patatas del cubo del desván, y harina de maíz para espesar la salsa. Sara afirmó que era la receta de su padre, pero Michael se dio cuenta de que no estaba segura. Daba igual. La sabrosa carne guisada burbujeaba en el hogar de la cocina, e invadió la casa de un calor acogedor que Michael no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Sara había sacado la piel al patio para limpiarla, mientras Michael vigilaba la cocina, a la espera de su regreso. Ya había dispuesto cuencos y cucharas cuando ella volvió a entrar, secándose las manos con un trapo.

—Sé que no vas a hacerme caso, pero Elton y tú tenéis que iros con cuidado.

Sara sabía lo de la radio. Como siempre estaba entrando y saliendo del Faro, había sido imposible impedirlo. Pero Michael le había ocultado el resto.

—Sólo es un receptor, Sara. Ni siquiera estamos transmitiendo.

—¿Qué captáis, de todos modos?

Sentado a la mesa, Michael se encogió de hombros, con la esperanza de dar por concluida la conversación lo antes posible. ¿Qué podía decir? Estaban buscando al ejército. Pero el ejército estaba muerto. Todo el mundo estaba muerto, y las luces iban a apagarse.

—Sólo ruido, sobre todo.

Ella lo estaba mirando fijamente, con los brazos en jarras dando la espalda al fregadero, a la espera. Como Michael no añadió nada más, suspiró y sacudió la cabeza.

—Bien, no dejéis que os cojan —dijo su hermana.

Comieron sin hablar a la mesa de la cocina. La carne era un poco fibrosa, pero tan deliciosa que Michael no podía reprimir gemidos de placer mientras masticaba. Por lo general no se acostaba hasta después de amanecer, pero habría podido quedarse dormido encima de la mesa, con la cabeza apoyada sobre sus brazos enlazados. Comer guiso de conejo también transmitía algo familiar (no sólo familiar, sino también un poco triste). Solos los dos.

Alzó los ojos y vio que Sara lo estaba mirando.

—Lo sé —dijo ella—. Yo también los echo de menos.

Michael quiso decírselo en aquel momento. Lo de las baterías, y el diario, y su padre, lo que había descubierto. Y todo para que hubiera otra persona que cargara con el peso de aquella información. Pero era un deseo egoísta, y Michael lo sabía, algo que no podía permitirse.

Sara se levantó de la mesa y llevó los platos a la bomba. Cuando terminó de lavar, llenó una olla de barro con los restos del guiso y lo envolvió con un paño grueso para que retuviera el calor.

—¿Se lo llevarás a Walt? —preguntó Michael.

Walter era el hermano mayor de su padre. Como jefe del almacén, estaba a cargo de Comercio y Manufacturas, era miembro de la Junta de Oficios, y también del Hogar (el Fisher vivo más longevo), una tripleta de responsabilidades que lo convertían en uno de los ciudadanos más poderosos de la Colonia, superado tan sólo por Soo Ramírez y Sanjay Patal. Pero también era un viudo que vivía solo (su esposa Jean había muerto durante la Noche Oscura), le gustaba demasiado empinar el codo, y a veces se negaba a comer. Cuando Walt no estaba en el Almacén, se le podía encontrar trasteando con el alambique que guardaba en el cobertizo situado detrás de su casa, o inconsciente en el interior.

Sara negó con la cabeza.

—Creo que en este momento no me apetece ver a Walt. Se lo llevaré a Elton.

Michael escudriñó su rostro. Sabía que estaba pensando otra vez en Peter.

—Deberías descansar un poco. Estoy seguro de que se encuentran bien.

—Van con retraso.

—Sólo un día. Es lo habitual.

Su hermana no dijo nada. Era terrible, pensó Michael, lo que el amor podía hacer a una persona. Le parecía absurdo.

—Escucha, Lish va con ellos. Estoy seguro de que se encuentran sanos y salvos.

Sara frunció el ceño y apartó la mirada.

—Es Lish quien me preocupa.

Se dirigió primero al Asilo, como solía hacer cuando el sueño le era esquivo. Era la cuestión de ver a los niños metidos en sus camas. No sabía si lograba que se sintiera mejor o peor. Pero al menos le hacía sentir algo, además del dolor hueco de la preocupación.

Le gustaba recordar el tiempo que había pasado en aquel lugar cuando era una Pequeña, cuando el mundo se le antojaba un lugar seguro, incluso un lugar feliz, y su única preocupación era saber cuándo irían a verla sus padres, o si Profesora estaba de buen humor o no aquel día, y quién era amigo de quién. Casi no le había parecido extraño que su hermano y él vivieran en el Asilo y sus padres en otra parte (nunca había conocido una existencia diferente), y por la noche, cuando su madre, su padre, o los dos juntos, iban a decirles buenas noches a ella y a Michael, nunca pensaba en preguntarles adónde iban cuando terminaba la visita. «Tenemos que irnos», decían, cuando Profesora anunciaba que había llegado el momento, y aquella sola palabra, «irnos», describía la situación a los ojos de Sara, y seguramente también a los de Michael: los padres venían, se quedaban un rato, y después tenían que irse. Muchos de los mejores recuerdos de sus padres procedían de aquellas breves visitas, cuando les leían un cuento o los arrebujaban en sus catres.

Y entonces, una noche, lo estropeó todo sin querer. «¿Dónde duermes?», preguntó a su madre, cuando se estaba preparando para marchar. «Si no duermes aquí, con nosotros, ¿adónde vas?» Y cuando Sara preguntó eso, dio la impresión de que algo caía tras los ojos de su madre, como una cortina que se corre a toda prisa sobre una ventana. «Oh —dijo su madre con un fruncimiento que Sara detectó como una expresión impostada—, no duermo. El sueño es para ti, Sarita, y para tu hermano, Michael». Y la expresión de su madre cuando dijo estas palabras, creía ahora Sara, consiguió que vislumbrara la terrible verdad.

Lo que decía todo el mundo era verdad: odiabas a Profesora cuando te lo decía. Cuánto había querido Sara a Profesora, hasta aquel día. Tanto como había querido a sus padres, o tal vez más. Se acercaba su octavo cumpleaños. Sabía que iba a suceder algo, algo maravilloso, y que los niños iban a un lugar especial cuando cumplían ocho años, pero nada más concreto que eso. Los que regresaban, para visitar a un hermano pequeño o para llevar a los pequeños recién nacidos, eran mayores, y después de tanto tiempo se habían convertido en personas diferentes por completo, y el dónde habían estado y a qué se dedicaban era un secreto insondable. El hecho de que fuera un secreto convertía en algo especial aquel nuevo lugar que la aguardaba más allá de las paredes del Asilo. Una oleada de impaciencia se abatió sobre ella a medida que se acercaba su cumpleaños. Su emoción era tan intensa que ni se le ocurrió pensar en qué sería de Michael sin ella. El día de su hermano también llegaría. Profesora te advertía de que nunca debías hablar de eso, pero los Pequeños lo hacían, por supuesto, cuando Profesora no estaba presente. En los aseos, en el comedor, o por la noche en la Sala Grande, los susurros se transmitían a través de la hilera de catres, siempre se hablaba de ser libres, y de quién sería el siguiente. ¿Cómo era el mundo fuera del Asilo? ¿Vivía la gente en castillos, como la gente de los libros? ¿Qué animales encontrarían? ¿Podrían hablar? (Los ratones que Profesora tenía enjaulados en el aula siempre mantenían un silencio descorazonador). ¿Qué maravillosos platos comerían, y con qué maravillosos juguetes jugarían? Sara nunca se había sentido tan emocionada, a la espera del día glorioso en que saldría al mundo.

Despertó la mañana de su cumpleaños, llena de optimismo, como si estuviera flotando en una nube de felicidad. Y, no obstante, tendría que contener esta alegría hasta la hora del descanso. Sólo entonces, cuando los Pequeños estuvieran dormidos, Profesora la conduciría al lugar especial. Aunque nadie dijo ni mú, durante la comida de la mañana y la hora del círculo se dio cuenta de que todo el mundo estaba contento por ella, salvo Michael, quien no se esforzaba en disimular su envidia y se negaba a dirigirle la palabra. Si no podía sentirse contento por ella, no iba a permitir que le estropeara su día especial. Sólo después de comer, en el momento en que Profesora llamó a todo el mundo para despedirse, empezó a preguntarse si tal vez sabía algo que ella ignoraba. «¿Qué pasa, Michael? —preguntó Profesora—. ¿No puedes despedirte de tu hermana, no puedes sentirte contento por ella?» Y Michael la miró y dijo: «No es lo que crees, Sara», la abrazó y salió corriendo de la habitación antes de que ella pudiera decir una palabra.

Bien, eso fue extraño, pensó en aquel momento, y también se lo parecía ahora, todavía, después de tantos años. ¿Cómo lo había sabido Michael? Mucho tiempo después, cuando los dos estaban solos de nuevo, ella había recordado esa escena y le había preguntado al respecto.

—¿Cómo lo supiste?

Pero Michael se limitó a sacudir la cabeza.

—Lo sabía, y punto. Los detalles no, pero el tipo de cosa que era, sí. La forma en que papá y mamá nos hablaban por las noches, cuando nos arropaban. Se veía en sus ojos.

Pero aquella mañana de su liberación, cuando Michael salió corriendo y Profesora la tomó de la mano, no se había planteado muchos interrogantes. Michael era así. Los adioses finales, los abrazos, la sensación de que llegaba el momento. Estaban presentes Peter, Maus Patal, Ben Chou, Galen Strauss, Wendy Ramírez y todos los demás, la tocaban, y decían su nombre. «Acuérdate de nosotros», dijeron. Ella sostenía la bolsa con sus pertenencias, la ropa, las zapatillas y la muñeca de trapo llamada Florence que tenía desde que era pequeña (podías llevarte un juguete), y Profesora la tomó de la mano y salieron de la Sala Grande al pequeño patio bordeado de ventanas en que los niños jugaban cuando el sol estaba alto, con los columpios y balancines, y la pila de neumáticos viejos a los que trepaban, y entraron por otra puerta en una habitación que no había visto nunca. Como un aula, pero vacía, las estanterías desiertas, sin dibujos en las paredes.

Profesora cerró con llave la puerta que había dejado atrás. Una pausa curiosa y prematura. Sara había esperado más. Le hizo varias preguntas a Profesora. ¿Adónde iría? ¿El viaje sería largo? ¿Iría alguien a buscarla? ¿Cuánto tiempo tendría que esperar en esa habitación? Pero dio la impresión de que Profesora no oía sus preguntas. Se acuclilló ante ella y acercó su cara grande y suave a la de Sara.

—Sarita —preguntó—, ¿qué crees que hay ahí fuera? Fuera de este edificio, al otro lado de las habitaciones en que vives ¿Quiénes crees que son los hombres que ves a veces, los que vienen y van de noche, vigilándote?

Profesora estaba sonriendo, pero había algo diferente en su sonrisa, pensó Sara, algo que le dio miedo. No quería contestar, pero Profesora la estaba mirando fijamente, con expresión expectante. Sara pensó en los ojos de su madre, la noche en que le preguntó dónde dormía.

—¿Un castillo? —dijo, porque fue lo único que se le ocurrió, acuciada por un nerviosismo repentino—. ¿Un castillo, con un foso?

—Un castillo —dijo Profesora—. Entiendo. ¿Y qué más, Sarita?

La sonrisa había desaparecido de pronto.

—No lo sé —dijo Sara.

—Bien —dijo Profesora, y carraspeó—. No es un castillo.

Y fue entonces cuando se lo contó.

Al principio, Sara no se lo creyó. Pero no fue exactamente así: fue como si su mente se hubiera partido en dos, y una mitad, la mitad ignorante, que creía que todavía era una Pequeña, sentada en el círculo, jugando en el patio, esperando a que sus padres acudieran a arroparla por la noche, estuviera despidiéndose de la mitad que siempre lo había sabido. Como si estuviera despidiéndose de ella misma. Se sintió mareada y con ganas de vomitar, y entonces se puso a llorar, y Profesora la tomó de la mano, la guió de nuevo por otro pasillo y salieron del Asilo, hasta donde sus padres la estaban esperando para llevarla a casa, la casa en la que Michael y Sara vivían todavía, y cuya existencia había desconocido hasta aquel día.

—No es verdad —estaba diciendo Sara entre lágrimas—, no es verdad.

Y su madre, quien también estaba llorando, la levantó y abrazó, mientras decía:

—Lo siento, lo siento, lo siento. Lo es, lo es, lo es.

Ése era el recuerdo que siempre se reproducía en su memoria cuando se acercaba al Asilo, que ahora le parecía mucho más pequeño que antes, mucho más vulgar. Una vieja escuela de ladrillo con el nombre ESCUELA DE ENSEÑANZA PRIMARIA F.D. ROOSEVELT grabado en piedra sobre la puerta. Desde el sendero vio la figura de un solitario centinela en lo alto de las escaleras principales: Hollis Wilson.

—Hola, Sara.

—Buenas noches, Hollis.

Hollis tenía una ballesta apoyada sobre la cadera. A Sara no le gustaban. Tenían mucha potencia, pero tardabas demasiado en volver a cargarlas, y encima pesaban mucho. Todo el mundo decía que era imposible distinguir a Hollis de su hermano hasta que se afeitó la barba, pero Sara no lo entendía. Incluso de Pequeños (los hermanos Wilson habían llegado tres años antes que ella), siempre había sabido distinguirlos. Lo sabía por pequeñas cosas, detalles en los que una persona tal vez no reparaba a primera vista, como el hecho de que Hollis fuera un poquito más alto, los ojos un poco más serios. Pero para ella estaba muy claro.

Mientras subía las escaleras, Hollis ladeó la cabeza hacia la olla que cargaba Sara, y sus labios se curvaron en una sonrisa.

—¿Qué me traes?

—Guiso de conejo. Pero temo que no es para ti.

El rostro del hombre se llenó de asombro.

—Que me aspen.¿Dónde lo has cazado?

—En el Campo de Arriba.

El hombre lanzó un silbido y meneó la cabeza. Sara leyó hambre en su cara.

—No sabes cuánto echo de menos el guiso de conejo. ¿Puedo olerlo?

Ella apartó el trapo y abrió la tapa. Hollis se inclinó sobre la olla e inhaló por la nariz.

—¿No podría convencerte de que lo dejaras aquí conmigo mientras tú entras?

—Olvídalo, Hollis. Es para Elton.

Un encogimiento de hombros airoso. La insinuación no iba en serio.

—Bien, al menos lo he intentado —dijo Hollis—. Bien, dame tu cuchillo.

Ella desenvainó la hoja y se la entregó. Sólo los centinelas tenían permiso para entrar con armas en el Asilo, y hasta ellos debían evitar que los niños las vieran.

—No sé si te has enterado —dijo Hollis, al tiempo que lo ceñía en el cinto—. Tenemos una nueva residente.

—He estado con el rebaño todo el día. ¿Quién es?

—Maus Patal. Supongo que no es sorprendente. —Hollis indicó el sendero con su ballesta—. Galen acaba de marcharse. Me sorprende que no le hayas visto.

Había estado perdida en sus pensamientos. Si Galen se hubiera cruzado con ella, no lo habría visto. Y Maus, embarazada. ¿Por qué se sorprendía?

—Bien. —Forzó una sonrisa, mientras se preguntaba qué sentía. ¿Era envidia?—. Una gran noticia.

—Hazme un favor y díselo a ella. Tendrías que haberlos oído discutir. Es probable que hayan despertado a la mitad de los Pequeños.

—¿No está contenta?

—Se oía más a Galen, creo. No lo sé. Tú eres una chica, Sara. Dímelo a mí.

—Con halagos no conseguirás nada, Hollis.

El hombre lanzó una carcajada irónica. A Sara le gustaba Hollis, era fácil llevarse con él.

—Sólo estaba pasando el rato —dijo el hombre, e indicó la puerta con la cabeza—. Si Dora está despierta, dile hola de parte del tío Hollis.

—¿Cómo le va a Leigh, ahora que Arlo se ha ido?

—Leigh ya ha pasado por esto. Le he dicho que hay montones de motivos para que no vuelvan hoy.

Sara dejó el guiso en la oficina desierta y fue a la Sala Grande donde dormían los Pequeños. En otro tiempo había sido el gimnasio de la escuela. En la parte delantera de la sala había un escenario, pero las sillas habían sido sustituidas por catres y cunas, ordenados en filas espaciadas con regularidad. Casi todas las camas estaban vacías. Habían transcurrido muchos años desde que el Asilo comenzara a funcionar hasta que alcanzó algo similar al límite de su capacidad. Las cortinas estaban corridas sobre las altas ventanas de la sala. La única iluminación procedía de los estrechos gajos de luz que caían sobre las formas dormidas de los niños. La sala olía a leche, sudor y cabello entibiado por el sol: el olor de los niños al terminar el día. Sara pasó de puntillas entre dos filas de camas y cunas. Kat Curtis, Bart Fisher y Abe Phillips, Fanny Chou y sus hermanas Wanda y Susan, Timothy Molyneau y Beau Greenberg, a quien todo el mundo llamaba «Bobou», una deformación de su nombre que había echado raíces. Las tres jotas, Juliet Strauss, June Levine y Jane Ramírez, la hija menor de Rey.

Sara paró ante una cuna que había al final de la última fila: Dora Wilson, la hija de Leigh y Arlo. Leigh estaba sentada en una silla de enfermería a su lado. Las madres que acababan de parir tenían permiso para quedarse en el Asilo un año, como máximo. Leigh aún estaba algo gorda debido al embarazo. A la pálida luz de la sala, su cara ancha parecía casi transparente, la piel pálida por haber pasado tantos meses encerrada. Sobre el regazo descansaba una gruesa madeja de hilo y un par de agujas. Levantó los ojos de la labor cuando Sara se acercó.

—Hola —dijo en voz baja.

Sara respondió asintiendo en silencio y se inclinó sobre la cuna. Dora, en pañales, estaba dormida de espaldas, con los labios abiertos que dibujaban una delicada O. Roncaba un poco. El suave viento húmedo de su respiración acarició las mejillas de Sara como un beso. «Cuando miras a un bebé dormido, casi puedes olvidarte de en qué mundo vives», pensó.

—No te preocupes, no la despertarás. —Leigh reprimió un bostezo con la mano y prosiguió su labor—. Duerme como un tronco.

Sara decidió no buscar a Mausami. Lo que estuviera ocurriendo entre ella y Galen no era asunto suyo. En cierto modo, sentía pena por Gale. Siempre había sentido debilidad por Maus (era como una enfermedad de la que no podía curarse), y todo el mundo decía que cuando pidió a Maus que se emparejara con él, ella aceptó sólo porque Theo la había rechazado siempre. Eso, o que Theo nunca se lo había pedido, y Maus estaba intentando animarlo. No era la primera mujer que cometía dicha equivocación.

Pero mientras bajaba por el sendero, Sara se preguntó por qué algunas cosas no podían ser más fáciles. Porque eso era lo que pasaba con Peter y ella. Sara lo quería, siempre lo había querido, incluso cuando eran pequeños y estaban en el Asilo. No había forma de explicarlo. Desde que tenía memoria había sentido ese amor, como si los atara un invisible hilo dorado. Era algo más que atracción física: lo que más le gustaba era aquello que albergaba en su interior y que se había roto, el lugar inalcanzable donde albergaba su tristeza. Porque eso era lo que nadie sabía de Peter Jaxon, salvo ella, debido a que lo amaba así: su terrible tristeza. Y no sólo en el devenir cotidiano, la tristeza normal que sentía todo el mundo por las cosas y personas que habían perdido. La de él era algo más. Si pudiera encontrar esa tristeza, creía Sara, y arrancársela, él podría amarla.

Por ese motivo había elegido la profesión de enfermera. Si no podía ser centinela (cosa imposible), el Hospital, cuyo director era Prudence Jaxon, era el siguiente destino favorito. Cerca de cien veces había estado a punto de preguntarle a la mujer qué podía hacer. ¿Qué podía hacer para que su hijo la amase? Pero al final, Sara había guardado silencio. Se había dedicado a aprender su oficio lo mejor posible y esperado a Peter, con la esperanza de que él se daría cuenta de lo que le estaba ofreciendo, sólo por estar en aquella habitación.

Peter la había besado una vez. O quizá fuera Sara quien lo había besado. La cuestión de quién había besado a quién exactamente parecía carente de importancia con relación al hecho. Se habían besado. Era Primera Noche, avanzada y fresca. Todos habían estado bebiendo brillo, escuchando la guitarra de Arlo bajo las luces, y el grupo se dispersó en las horas previas al amanecer. Sara se había encontrado paseando sola con Peter. Estaba un poco mareada a causa del brillo, pero no creía estar borracha, ni tampoco que lo estuviera él. Un silencio nervioso cayó sobre ellos mientras avanzaban por el sendero, no una ausencia de sonido o conversación, sino algo palpable y electrizante, como los espacios que había entre las notas de la guitarra de Arlo. Dentro de esta burbuja de expectación habían paseado juntos bajo las luces, sin tocarse pero comunicados, y cuando llegaron a casa de Sara, sin que ninguno de ambos hubiera reconocido que aquél era su destino (el silencio era una burbuja, pero también un río, que les arrastraba en su corriente), dio la impresión de que nada iba a impedir lo que sucedería a continuación. Ella era feliz, muy feliz. Estaban apoyados contra la pared de la casa, protegidos por las sombras, primero su boca y después el resto de su cuerpo apretados contra ella. No era como los besuqueos que todos habían intercambiado en el Asilo, o los primeros toqueteos torpes de la pubertad (no se desalentaba el sexo, podías abordar a cualquiera que te interesara mínimamente; la regla no escrita era, esto y nada más, todo, al final, semejaba una especie de ensayo), sino algo más profundo, henchido de promesas. Se sintió envuelta en una calidez que casi no reconoció: la calidez del contacto humano, de estar con otra persona, de no estar ya sola. Se le habría entregado en aquel mismo momento, le habría dado lo que él hubiera pedido.

Pero todo terminó. De repente, él se apartó. «Lo siento», murmuró, como si creyera que ella no deseaba el beso, aunque éste tendría que haber disipado sus dudas. Pero algo había cambiado en el ambiente, la burbuja había estallado, y los dos estaban demasiado avergonzados, demasiado nerviosos como para decir algo más. Él la dejó ante la puerta de su casa y ahí acabó todo. No habían estado juntos a solas desde aquella noche. Apenas se habían dirigido la palabra.

Porque ella sabía (lo supo cuando él la besó, y después, y cada vez más a medida que transcurrían los días) que Peter no era de ella, nunca podría serlo, porque había otra. La había sentido como un fantasma entre ambos, en su beso. Todo adquiría lógica, una sensación de desesperación. Mientras lo esperaba en el Hospital, demostrándole lo que era, él había estado en la muralla con Alicia Donadio todo el tiempo.

Ahora, camino del Faro con el guiso, Sara se acordó de Gabe Curtis y decidió parar en el Hospital. Pobre Gabe, sólo tenía cuarenta años y ya había contraído cáncer. No se podía hacer gran cosa por él. Sara supuso que había empezado en el estómago, o tal vez en el hígado. Daba igual. El Hospital, situado al otro lado del Solárium, frente al Asilo, era un pequeño edificio en la parte de la Colonia que llamaban la Ciudad Vieja, una manzana de media docena de edificios que en otro tiempo habían albergado diversos almacenes y tiendas. El edificio que hacía las veces de hospital había sido una tienda de ultramarinos. Cuando el sol de la tarde caía sobre los ventanales de delante de la forma adecuada, todavía se podía distinguir el nombre («MOUNTAIN TOP PROVISION CO., FINE FOODS AND SPIRITS, FUNDADO EN 1996») grabado en el cristal esmerilado.

Un solo farol iluminaba la sala exterior, donde Sandy Chou (a quien todo el mundo la llamaba Otra Sandy, puesto que habían existido dos Sandy Chou, la primera de ellas la esposa de Ben Chou, fallecida al dar a luz) estaba inclinada sobre el escritorio de la enfermera, triturando semillas de diente de león con mano y almirez. El aire estaba impregnado de humedad. Detrás del escritorio, una tetera colocada sobre la estufa estaba proyectando una nube de vapor. Sara dejó a un lado el guiso y apartó la tetera del calor, para luego depositarla sobre un salvamanteles. Volvió al escritorio e inclinó la cabeza hacia el diente de león, que Sandy estaba metiendo en un colador.

—¿Eso es para Gabe?

Sandy asintió. Se creía que el diente de león era un analgésico, aunque lo utilizaban para tratar diversas enfermedades, como resfriados, diarrea y artritis. Sara no podía afirmar que lograra nada, pero Gabe decía que le ayudaba a calmar el dolor, y era lo único que admitía.

—¿Cómo está?

Sandy estaba pasando agua por el colador, que caía en una taza de cerámica, de bordes rotos y desportillados. Llevaba grabadas las palabras FELICIDADES, PAPÁ, con letras escritas con la imagen de imperdibles.

—Estaba dormido hace un rato. La ictericia ha empeorado. Su hijo acaba de marcharse, y Mar está con él ahora.

—Le llevaré té.

Sara cogió la taza y atravesó la cortina. En el pabellón había seis catres, pero sólo uno estaba ocupado. Mar estaba sentada en una silla al lado del catre en que yacía su marido, cubierto por una manta. Delgada, casi como un pajarito, Mar cargaba con el cuidado de Gabe durante los meses de enfermedad, y la carga se hacía patente en las ojeras de insomnio que se acumulaban bajo sus ojos. Tenían un hijo, Jacob, de unos dieciséis años, que trabajaba en la lechería con su madre, un chico voluminoso y corpulento con una perpetua expresión de dulzura ausente, que no sabía leer ni escribir, ni nunca aprendería, y era capaz de llevar a cabo tareas básicas siempre que alguien le dirigiera, una vida dura y desdichada, y ahora aquello. Con más de cuarenta años, y teniendo que cuidar de Jacob, era improbable que Mar volviera a casarse.

Cuando Sara se acercó, Mar alzó la vista y se llevó un dedo a los labios. Sara asintió y se sentó en otra silla a su lado. Sandy tenía razón: la ictericia había empeorado. Antes de caer enfermo, Gabe había sido un hombre grande (tan grande como menuda era su esposa), de anchos hombros nudosos y abultados antebrazos hechos para trabajar, además de un vientre redondo que colgaba sobre su cinturón como un saco de comida: un hombre útil a quien Sara no había visto ni una vez en el Hospital, hasta el día en que llegó quejándose de dolor en la espalda e indigestión, disculpándose por ello como si fuera un signo de debilidad, un defecto de carácter antes que la aparición de una enfermedad grave (cuando Sara le palpó el hígado, las yemas de sus dedos registraron al instante la presencia que estaba creciendo en su interior, y comprendió que habría sufrido atroces dolores).

Ahora, medio año después, el hombre que antes era Gabe Curtis había desaparecido, y en su lugar había un cascarón que se aferraba a la vida por pura fuerza de voluntad. Su rostro, antes rutilante, del color de una manzana madura, se había reducido a una colección de líneas y ángulos, como un bosquejo efectuado a toda prisa. Mar le había cortado la barba y las uñas. Sus labios agrietados brillaban a causa de la pomada que le aplicaban, procedente de un pote de boca ancha que descansaba sobre el carrito situado al lado de la cama; era un pequeño consuelo, pequeño e inútil como el té.

Estuvo sentada un rato con Mar, sin que ninguna de las dos hablara. Era posible, pensó Sara, que una vida se prolongara demasiado, como también era posible que terminara demasiado pronto. Tal vez era su temor a dejar sola a Mar lo que mantenía vivo a Gabe.

Por fin, Sara se levantó y dejó la taza sobre el carrito.

—Si se despierta, encárgate de que beba esto —dijo.

De las comisuras de los ojos de Mar colgaban lágrimas de agotamiento.

—Le he dicho que no pasaba nada, y que ya podía marcharse.

Sara tardó un momento en contestar.

—Me alegro de que lo hicieras. A veces es lo que la gente necesita escuchar.

—Es por Jacob. No quiere dejar a Jacob. Le dije que no nos pasaría nada y que podía partir. Eso le dije.

—Sé que saldréis adelante, Mar. —Sus palabras se le antojaron huecas—. Él también lo sabe.

—Es tan tozudo… ¿Has oído eso, Gabe? ¿Por qué tienes que ser siempre tan tozudo?

Después, dejó caer la cabeza sobre las manos y lloró.

Sara esperó un tiempo respetuoso, sabiendo que no podía hacer nada para aliviar el dolor de la mujer. Sara sabía que el dolor era un lugar adonde la gente debía ir sola. Era como una habitación sin puertas, y lo que sucedía en esa habitación, toda la ira y el dolor que sentías, se quedaría allí, y era asunto tuyo exclusivamente y de nadie más.

—Lo siento, Sara —dijo Mar por fin, y sacudió la cabeza—. No tendrías que haber oído eso.

—No pasa nada. No me importa.

—Si se despierta, le diré que viniste a verlo. —Forzó una triste sonrisa entre las lágrimas—. Sé que siempre le caíste bien a Gabe. Eras su enfermera favorita.

Cuando Sara llegó al Faro era medianoche. Abrió con sigilo la puerta y entró. Elton estaba solo, dormido como un tronco ante el panel. Tenía los auriculares ceñidos a la cabeza.

Despertó sobresaltado cuando la puerta se cerró detrás de ella.

—¿Michael?

—Soy Sara.

Se quitó los auriculares, giró en su silla y olfateó el aire.

—¿Qué estoy oliendo?

—Guiso de conejo. Ya estará helado.

—Bien, lo probaré. —Se irguió en su silla—. Acércalo aquí.

Sara lo dejó delante de él. El hombre sacó una cuchara sucia del mostrador encarado hacia el panel.

—Enciende la lámpara, si quieres.

—Me gusta la oscuridad. Si no te importa…

—Me da igual.

Le miró mientras comía durante un rato a la luz del panel. Había algo casi hipnótico en los movimientos de las manos de Elton, que guiaban la cuchara al interior de la olla, y después a su boca impaciente, con delicada precisión, sin ningún gesto superfluo.

—Me estás mirando —dijo Elton.

Sara notó que sus mejillas se incendiaban.

—Lo siento.

El hombre terminó los restos del guiso y se secó la boca con un trapo.

—No tienes que sentir nada. En mi opinión, eres lo mejor que entra en este lugar. Una chica bonita como tú puede mirarme todo lo que le dé la gana.

Ella rió, aunque no sabía si a causa de la vergüenza o de la incredulidad.

—Nunca me has visto, Elton. ¿Cómo puedes saber qué aspecto tengo?

Elton se encogió de hombros, y sus ojos inútiles se alzaron bajo sus párpados caídos, como si, en la oscuridad de su mente, pudiera ver su imagen.

—Tu voz. La forma en que me hablas, la forma en que hablas a Michael. Cómo lo cuidas. Siempre he dicho que la belleza reside en los actos.

Sara se oyó suspirar.

—A mí no me parece así.

—Confía en el viejo Elton —dijo el hombre, y lanzó una silenciosa carcajada—. Alguien va a quererte.

Siempre que estaba con Elton se sentía mejor. Para empezar, le encantaba flirtear con el mayor descaro, pero ése no era el único motivo. Parecía más feliz que nadie que hubiera conocido. Era verdad lo que Michael le había dicho de él. Su ceguera no era un defecto; tan sólo era algo que lo hacía diferente.

—Acabo de llegar del Hospital.

—Muy propio de ti —dijo el hombre, y cabeceó—. Siempre cuidando de la gente. ¿Cómo está Gabe?

—No muy bien. Tiene un aspecto horrible, Elton. Y Mar lo lleva muy mal. Ojalá pudiera hacer más por él.

—Hay cosas que puedes hacer, y otras que no. El momento de Gabe ha llegado. Has hecho todo lo posible.

—No es suficiente.

—Nunca lo es. —Elton se volvió para tantear el mostrador con las manos, y encontró los auriculares, que ofreció a Sara—. Ya que me has traído un regalo, yo tengo uno para ti. Algo que te levantará el ánimo.

—Elton, no tengo ni idea de lo que estabas escuchando. Para mí, todo es estática.

En su rostro se formó una sonrisa cautelosa.

—Haz lo que te digo. Y cierra los ojos.

Notó los auriculares tibios contra sus oídos. Presintió que Elton estaba moviendo las manos sobre el panel. Entonces, oyó música. Pero no la música que ella conocía. Primero percibió un sonido lejano y hueco, como el aliento del viento, y detrás de él se elevaron notas agudas, como trinos de pájaros, que parecían bailar dentro de su cabeza. El sonido creció y creció, y dio la impresión de llegar de todas direcciones, y supo lo que estaba escuchando, una tormenta. Hizo memoria para imaginársela, una gran tormenta de música que se derramaba sobre ella. Jamás había oído algo tan hermoso en toda su vida. Cuando las últimas notas se desvanecieron, se quitó los auriculares de sus oídos.

—No lo entiendo —dijo, estupefacta—. ¿Esto ha llegado a través de la radio?

Elton rió.

—Eso sí que sería bueno, ¿eh?

Hizo algo en el panel. Se abrió un cajetín, que escupió un disco plateado: un CD. Nunca les había prestado mucha atención. Michael le había dicho que sólo eran ruido. Tomó el disco y lo sostuvo por los bordes. La consagración de la primavera, de Igor Stravinski. Interpretado por la Orquesta Sinfónica de Chicago, dirigida por Erich Leinsdorf.

—Pensaba que te gustaría oír a qué te pareces —dijo Elton.