Diario de la Guardia
Verano 92
Día 41: Sin señales.
Día 42: Sin señales.
Día 43: 23:06: Viral solitario avistado a 200 m, FP 3. No se acerca.
Día 44: Sin señales.
Día 45: 02:00: Grupo de 3 en FP 6. Un objetivo se separa y trata de subir la muralla. Se lanzan flechas desde FP 5 + 6. Objetivo retrocede. Ningún contacto más.
Día 46: Sin señales.
Día 47: 01:15: el corredor Kip Darrell informa de movimientos al NO del cortafuegos entre FP 9 y FP 10, no confirmado por la Guardia en puesto, declarado oficialmente sin señales.
Día 48: 21:40: Grupo de 3 en FP 1, 200 m. Un objetivo se acerca hasta 100 m, pero retrocede sin luchar.
Día 49: Sin señales.
Día 50: 22:15: Grupo de 6 en FP 7. En busca caza menor, sin acercamiento.
23:15: Grupo de 3 en FP 3. 2 machos, 1 hembra. Enfrentamiento, 1 KO. Abatido en las redes por Arlo Wilson, ayudante de Alicia Donadio, capitán. Eliminación del cuerpo remitida a TP. Avisar a TP de que repare juntura de punto de apoyo agrietada en FP 6. Recibido por Finn Darrell para TP.
Durante este período: 6 contactos, 1 no confirmado, 1 KO. Ninguna alma abatida o secuestrada.
Se somete respetuosamente al Hogar,
S. C. Ramírez, comandante
Cualquier suceso puede correlacionarse de manera significativa en un marco local de acontecimientos, hasta el punto de que la desaparición de Theo Jaxon, Primera Familia y jefe del Hogar, y capitán de la Guardia, podría decirse que se había gestado doce días antes, la mañana del día 51 de verano, después de una noche en que el centinela Arlo Wilson mató a un viral en las redes.
El ataque se había producido a primera hora de la noche desde el sur, cerca de la plataforma de tiro 3. Peter, situado en su puesto del lado opuesto del perímetro de la Colonia, no había visto nada. No recibió un informe completo hasta el amanecer, en el momento en que el destacamento de reemplazo se estaba congregando ante la puerta.
El ataque fue de los más típicos, del tipo que se producía casi todas las estaciones, aunque los más frecuentes eran en verano. Era un grupo de tres, dos machos y una hembra grande. Según Soo Ramírez, y otros que se mostraron de acuerdo, debía de ser el mismo grupo que habían avistado dos veces durante las cinco noches anteriores, acechando cerca del cortafuegos. Solía suceder así, en fases discretas, separadas por varias noches. Un grupo de virales aparecía al borde de las luces, como si examinara las defensas de la Colonia. A continuación se sucedían dos noches sin señales. Entonces volvían a aparecer, esta vez más cerca, y tal vez uno se alejaba de los demás para atraer el fuego, pero siempre retrocedía. Después, durante la tercera noche, se producía un ataque. La muralla era demasiado alta para que ni siquiera el viral más fuerte pudiera salvarla de un único salto. La única forma de ascender era utilizando las junturas situadas entre las planchas a modo de apoyapiés. Las plataformas de tiro, con sus redes de acero colgantes, estaban situadas sobre dichas junturas. Si algún viral consiguiera llegar tan lejos se quedaría cegado y desorientado por las luces. Muchos retrocederían en ese momento. Los que no lo hicieran acabarían colgados de las redes cabeza abajo, lo cual concedía al centinela amplias posibilidades de dispararlos en el punto débil con una ballesta, o bien pasarlos a cuchillo. Muy pocas veces lograba un viral burlar las redes (de hecho, Peter sólo lo había presenciado una vez durante los cinco años que llevaba en la muralla), pero cuando sucedía, eso significaba siempre que el centinela había muerto. Después, tan sólo había que descubrir hasta qué punto estaba debilitado el viral por las luces, cuánto tardaría el centinela en abatirlo y cuántas personas morirían antes de que ello sucediera.
El grupo de aquella noche había corrido hacia la plataforma 6. Había sido un golpe de suerte, o tal vez habían descubierto, en el curso de sus dos apariciones anteriores, el hueco no detectado bajo la plataforma, una grieta de no más de medio centímetro de ancho, causada por el inevitable movimiento de las planchas. Sólo uno había llegado a lo alto. Se trataba de una hembra, un detalle que Peter siempre consideraba curioso, puesto que las diferencias parecían muy leves y no servían de nada, teniendo en cuenta que los virales no se reproducían, hasta donde se sabía. Era grande, de dos metros largos. Lo más notable era que poseía una mata de pelo blanco. Resultaba imposible saber si el pelo indicaba que ya era mayor cuando la secuestraron o si se trataba de un síntoma de algún cambio biológico operado con el paso de los años (se creía que los virales eran inmortales, o algo por el estilo). Pero Peter no conocía a nadie que hubiera visto un viral con pelo. Usó la juntura para escalar a toda velocidad hasta la base de la red. Allí se volvió, saltó de la muralla y aferró el borde exterior del armazón. Todo eso había sucedido en un par de segundos, a lo sumo. Suspendida a veinte metros de distancia del suelo, había balanceado su cuerpo con un veloz movimiento y saltado sobre la red, aterrizando sobre sus pies como garras en el borde de la plataforma, donde Arlo Wilson le había propinado un empujón en el pecho con su ballesta, y luego disparado a quemarropa en el punto débil.
A la luz del amanecer, Arlo refirió esos acontecimientos a Peter y a los demás con todo lujo de detalles. Arlo, como todos los Wilson varones, era muy aficionado a contar buenas historias. No era Capitán, pero lo parecía, un hombretón de poblada barba y brazos poderosos, así como una disposición cordial que transmitía energía y seguridad en sí mismo. Tenía un hermano gemelo, Hollis, idéntico en todos los aspectos, salvo que se afeitaba la cara. La esposa de Arlo, Leigh, era una Jaxon, prima de Peter y Theo, lo cual los convertía también en primos. A veces, por las noches, cuando no estaba en la Guardia, Arlo se sentaba bajo las luces del Solárium y tocaba la guitarra para todo el mundo, viejas canciones populares que había aprendido de un libro abandonado por los Constructores, o iba al Asilo y tocaba para los niños, mientras éstos se preparaban para acostarse, divertidas canciones compuestas por él acerca de una cerda llamada Edna a la que le gustaba chapotear en el barro y comer tréboles todo el día. Ahora que Arlo tenía a su hijo en el Asilo (un trasto lloriqueante llamado Dora), se suponía que serviría dos años más en la muralla antes de dedicarse a otro trabajo más seguro.
El que Arlo se llevara el mérito de haber abatido a la hembra fue pura casualidad, tal como él se apresuraba a aclarar. Cualquier otro habría podido estar en la plataforma de tiro 6. A Soo le gustaba mover a la gente de un lado a otro, de modo que nunca sabías dónde te tocaría estar en una noche determinada. No obstante, Peter sabía que Arlo había tenido algo más que suerte, aunque la modestia de éste le impidiera presumir de ello. Más de un centinela se había quedado de piedra en un momento semejante, y Peter, que nunca había abatido a uno tan cerca, en las redes (siempre había matado a durmientes, a plena luz del día), no estaba seguro de que no le fuera a pasar a él. Por lo tanto, si había sido una cuestión de suerte, todo el mundo tuvo la buena suerte de que Arlo Wilson fuera el protagonista.
Ahora, después de esos acontecimientos, Arlo se encontraba en un grupo congregado ante la puerta, parte del destacamento de reemplazo que se desplazaría hasta la central eléctrica, para sustituir a los equipos de mantenimiento y renovar las existencias. El grupo habitual contaba con seis miembros: un par de centinelas delante y detrás, y en medio, a lomos de mulas, dos miembros del Equipo de Maquinaria Pesada (todo el mundo los llamaba «forzudos»), cuya tarea consistía en mantener las turbinas de viento que alimentaban la electricidad. Una tercera mula tiraba del carrito de provisiones, sobre todo comida y agua, pero también herramientas y odres de grasa. La grasa se fabricaba a partir de una mezcla de harina de maíz y grasa de oveja fundida. Una nube de moscas ya se había reunido alrededor del calor, atraídas por el olor.
En los últimos momentos antes del toque matutino, los dos forzudos, Rey Ramírez y Finn Darrell, revisaron sus provisiones, mientras los centinelas esperaban a lomos de sus monturas. Theo, el oficial al mando, ocupó la primera posición, al lado de Peter. En la retaguardia iban Arlo y Mausami Patal. Mausami era una Primera Familia. Su padre, Sanjay, era jefe del Hogar. Pero el verano anterior se había emparejado con Galen Strauss, lo cual la convertía ahora en una Strauss. Peter todavía no se había hecho a la idea. Galen, de entre todo el mundo. Era un tipo bastante agradable, pero en el fondo un poco indefinido, como si una sustancia esencial no hubiera acabado de madurar por completo en su interior. Como si Galen Strauss fuera una aproximación de sí mismo. Tal vez era su forma de mirarte fijamente cuando hablaba (todo el mundo sabía que estaba mal de la vista), o su aire distraído. Fuera lo que fuera, daba la impresión de ser la última persona a la que Mausami elegiría. Aunque su hermano nunca había abierto la boca, Peter creía que Theo había confiado en emparejarse algún día con Mausami. Theo y Mausami habían crecido juntos en el Asilo, habían sido liberados el mismo año y entrenados para la Guardia. La noticia de su matrimonio con Galen le había afectado mucho. Durante los días posteriores al anuncio, estuvo abatido y apenas habló con nadie. Cuando Peter sacó a colación por fin el asunto, Theo se limitó a decir que lo aceptaba, que suponía que había esperado demasiado. Quería que Maus fuera feliz. Si Galen era el elegido, no había nada más que decir. Theo no era muy propenso a hablar de esas cosas, ni siquiera con su hermano, de modo que Peter se había visto obligado a aceptar su palabra. Pero aun así, Theo no lo había mirado cuando habló.
Así era Theo. Como su padre, un hombre poco expresivo, que se comunicaba mediante el silencio tanto como con palabras. Y cuando, en los días posteriores, Peter recordó aquella mañana en la puerta, acabó preguntándose si su hermano había sufrido una alteración, si había revelado algún indicio de que supiera, como al parecer lo había intuido su padre, lo que iba a sucederle, que se marchaba por última vez. Pero no pasó nada. La mañana se desarrolló como de costumbre, un destacamento de reemplazo habitual, Theo sentado sobre su montura con la impaciencia de siempre, manoseando las riendas.
A la espera del toque que señalara su partida, con la montura moviéndose nerviosa debajo de él, Peter dejaba que su mente se perdiera en esos pensamientos (cuya relación sólo llegaría a comprender después), cuando levantó los ojos y vio que Alicia se dirigía hacia ellos a pie desde el arsenal con paso decidido. Esperaba que se detuviera ante la montura de Theo (dos capitanes conferenciando, tal vez para comentar los acontecimientos de la noche y la posibilidad de montar una caza de pitillos para ahuyentar al resto del grupo), pero no ocurrió nada de eso. Pasó de largo junto a Theo y se encaminó a la retaguardia del grupo.
—Olvídalo, Maus —dijo Alicia con brusquedad—. No vas a ir a ningún sitio.
Mausami paseó la mirada a su alrededor, un gesto de estupor que Peter reconoció como falso al instante. Todo el mundo decía que Maus tenía suerte por haber heredado los rasgos de su madre: el mismo rostro ovalado y el lustroso pelo negro que, cuando lo soltaba, caía hasta sus hombros en una ola oscura. Pesaba más que muchas mujeres, pero la mayor parte era músculo.
—¿De qué estás hablando? ¿Por qué?
Alicia apoyó las manos sobre sus esbeltas caderas. Incluso a la fría luz del amanecer, su pelo, ceñido en una larga trenza, desprendía reflejos rojizos teñidos de miel. Como siempre, llevaba tres cuchillos en el cinto. Todo el mundo decía en broma que aún no se había emparejado porque dormía con los cuchillos encima.
—Porque estás embarazada —anunció Alicia—. Por eso.
Un silencio lleno de sorpresa cayó sobre el grupo. Peter no pudo evitarlo. Se volvió en la silla y dejó que sus ojos se posaran un momento sobre el estómago de Mausami. Bien, si estaba embarazada aún no se notaba, aunque era difícil detectarlo debajo de la tela holgada del jersey. Miró a Theo, cuyos ojos no traicionaron nada.
—Vaya, vaya —dijo Arlo. Sus labios se curvaron en una amplia sonrisa dentro del círculo de su barba—. Me estaba preguntando cuándo os decidiríais.
Las mejillas color cobre de Mausami se tiñeron de un púrpura intenso.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¿Tú quién crees?
Mausami desvió la vista.
—¡No me jodas! Lo mataré, lo juro.
Theo se había vuelto en la silla para mirar a Mausami.
—Galen tiene razón, Maus. No puedo permitir que nos acompañes.
—¿Qué sabrá él? Hace un año que intenta apartarme de la muralla. No puede hacerlo.
—Galen no ha hecho nada —intervino Alicia—. He sido yo. Estás fuera de la Guardia, Maus. Se acabó, y no hay más que hablar.
Detrás de ellos, el rebaño estaba bajando por el sendero. Al cabo de unos momentos, se habría transformado en un ruidoso caos de animales. Mientras miraba a Mausami, Peter se esforzó por imaginarla como madre, pero no lo consiguió. Era tradición que las mujeres descansaran cuando llegaba el momento. Incluso muchos hombres lo hacían cuando sus mujeres quedaban embarazadas. Pero Mausami era una centinela de pies a cabeza. Mejor que la mitad de los hombres, conservaba la cabeza fría en momentos de crisis, cada movimiento sereno y decidido. Como Diamante, pensó Peter. Veloz cuando necesitaba que lo fuera.
—Deberías estar contenta —dijo Theo—. Es una gran noticia.
Una expresión de desdicha se pintó en su cara. Peter vio que sus ojos estaban anegados en lágrimas.
—Por favor, Theo. ¿Me imaginas sentada en el Asilo, haciendo calceta? Creo que me volveré loca.
Theo extendió la mano hacia ella.
—Maus, escucha…
Mausami lo rechazó.
—No, Theo. —Volvió la cara para secarse los ojos con el dorso de la mano—. Muy bien, chicos, el espectáculo ha terminado. ¿Contenta, Lish? Ya has conseguido lo que deseabas. Me voy.
Dio media vuelta y se alejó al galope.
Cuando ya no podía oírle, Theo enlazó las manos sobre el cuerno de la silla y miró a Alicia, quien estaba secando un cuchillo con el dobladillo del jersey.
—Podrías haberte esperado a que volviéramos.
Alicia se encogió de hombros.
—Un pequeño es un pequeño, Theo. Conoces las normas tan bien como cualquiera. Además, si quieres que te diga la verdad, me irritó bastante que no me lo dijera. No podía mantenerlo en secreto. —Hizo girar la hoja alrededor de su dedo índice y la envainó—. Es por su bien. Ya lo comprenderá.
Theo frunció el ceño.
—No la conoces como yo.
—No voy a discutir contigo, Theo. Ya he hablado con Soo. No hay nada más que hablar.
El rebaño se estaba impacientando. La luz de la mañana proyectaba un resplandor uniforme. En cualquier momento sonaría el toque matutino y las puertas se abrirían.
—Necesitaremos un cuarto —dijo Theo.
Una sonrisa iluminó el rostro de Alicia.
—Es curioso que digas eso.
Alicia Cuchillos. Era la última Donadio, pero todo el mundo la llamaba Alicia Cuchillos. La Capitana Más Joven desde el Día.
Alicia era pequeña cuando sus padres fueron asesinados en la Noche Oscura. Desde aquel día fue el Coronel quien se ocupó de ella, la tomó bajo su protección como si fuera su hija. Sus historias estaban inextricablemente unidas, porque fuera quien fuera el Coronel (y había muchas discusiones al respecto), había modelado a Alicia a su imagen y semejanza.
Su historia era vaga, más mito que realidad. Se decía que un día había aparecido como caído del cielo ante la Puerta Principal, armado con un rifle descargado y con un largo collar de objetos afilados y centelleantes que resultaron ser dientes, dientes de virales. Si alguna vez había tenido un nombre, nadie lo sabía. Era, simplemente, el Coronel. Algunos decían que era un superviviente de los Asentamientos de Baja, y otros, que pertenecía a un grupo de virales nómadas. Si Alicia conocía la historia auténtica, nunca se la había contado a nadie. El Coronel no se casó nunca y vivió solo en la pequeña cabaña que había construido bajo la muralla oriental a base de restos desechados. Declinó todas las invitaciones a integrarse en la Guardia, y en cambio eligió trabajar en el colmenar. Se rumoreaba que conocía una salida secreta que utilizaba para cazar, que abandonaba a hurtadillas la Colonia justo antes de amanecer para atrapar virales cuando salía el sol. Pero nadie lo había visto hacerlo.
Había otros como él, hombres y mujeres que por un motivo u otro no se casaban y vivían solos, y el Coronel tal vez se habría refugiado en el anonimato del ermitaño de no ser por los acontecimientos de la Noche Oscura. Peter sólo tenía seis años en aquel tiempo. No estaba seguro de si sus recuerdos eran reales, o sólo historias que la gente le había contado, embellecidas por su imaginación con el transcurso de los años. De todos modos, estaba seguro de acordarse del terremoto. Siempre se producían terremotos, pero ninguno como el que había sacudido la montaña aquella noche, cuando los niños se estaban preparando para ir a la cama, un solo y enorme temblor, seguido por un minuto entero de sacudidas tan violentas que dio la impresión de que la tierra se partía en dos. Peter recordaba la sensación de impotencia que experimentó cuando lo levantaron, arrojado como una hoja al viento, y después los gritos y chillidos, Profesora aullando sin cesar, y el estruendo y el sabor a polvo en la boca cuando la muralla occidental del Asilo se vino abajo. El terremoto se había desencadenado justo después del ocaso y se había llevado por delante la red eléctrica. Cuando los primeros virales atravesaron el perímetro, no les quedó más remedio que incendiar el cortafuegos y replegarse hasta los restos del Asilo. Muchos de los muertos habían quedado atrapados bajo los cascotes de sus casas. Por la mañana, se habían perdido 162 almas, incluidas nueve familias enteras, así como la mitad del rebaño, casi todos los pollos y todos los perros.
Muchos de los supervivientes debían sus vidas al Coronel. Él solo había abandonado la seguridad del Asilo en busca de supervivientes. Cargó a muchos heridos a la espalda y los trasladó al Almacén, donde resistió los ataques de los virales durante toda la noche. Ese grupo incluía a John y Angel Donadio, los padres de Alicia. De las casi dos docenas de personas a quienes rescató, ellos fueron los únicos que murieron. A la mañana siguiente, cubierto de sangre y polvo, el Coronel había entrado en lo que quedaba del Asilo, tomado a Alicia de la mano y anunciado: «Yo me ocuparé de la niña», y regresado con Alicia pisándole los talones. Ninguno de los adultos presentes en la sala había sido capaz de reunir fuerzas para oponerse. Aquella noche se había convertido en huérfana, como muchos otros, y los Donadio eran Caminantes, no Primeras Familias. Si alguien deseaba cuidar de ella, parecía un trato razonable. Pero también era cierto, o al menos eso dijo la gente en aquel tiempo, que en la conformidad de la niña habían intuido la mano del destino, cuando no la liquidación de una deuda cósmica. Alicia estaba destinada a ser de él.
En la cabaña que el Coronel tenía bajo la muralla, y más tarde, cuando se hizo mayor, en los fosos de adiestramiento, le enseñó todas las cosas que había aprendido en las Tierras Oscuras, no sólo a luchar y matar, sino también a rendirse. Pues era eso lo que había que hacer: cuando los virales llegaban, le enseñó el Coronel, tenías que decirte: «Ya estoy muerta». La niña había aprendido bien las lecciones. Con ocho años ya era aprendiz en la Guardia, muy pronto superó a todos los demás en su destreza con el arco y el cuchillo, y a los catorce estaba en la pasarela, trabajando de corredora, desplazándose de una plataforma de tiro a otra. Una noche, un grupo de seis virales (siempre se desplazaban en múltiplos de tres) atacó la muralla meridional, justo cuando Alicia se dirigía hacia ellos por la pasarela. Como corredora, Alicia no debía entrar en combate, sino limitarse a correr y dar la alarma. En cambio, eliminó al primero arrojando un cuchillo que le atravesó el punto débil, cargó su ballesta y derribó al segundo en el aire. Liquidó al tercero con otro cuchillo, utilizando su peso para hundirlo bajo su esternón cuando cayó sobre ella, sus rostros tan cercanos que percibió el olor de la noche sobre ella mientras el viral moría. Los otros tres huyeron de vuelta a la muralla y a la oscuridad.
Nadie había matado a tres sin ayuda de nadie, y mucho menos una muchacha de quince años. Alicia se quedó en la Guardia desde aquel día. Cuando cumplió veinte años, el puesto de capitana era suyo. Todo el mundo esperaba que cuando Soo Ramírez dimitiera, Lish ocuparía su lugar como comandante. Y desde aquella noche había llevado siempre encima tres cuchillos.
Se lo contó a Peter una noche bajo las luces, cuando los dos estaban haciendo guardia. El tercer viral. Fue cuando pasó, cuando ya se había rendido. Aunque Alicia era la jefa de Peter, habían forjado un vínculo que parecía dejar de lado la cuestión de la autoridad. Peter sabía que ella quería dejar claro que se lo estaba contando porque eran amigos. Ni el primero ni el segundo, explicó, sino el tercero. Fue cuando supo con absoluta certeza que estaba muerta. Y lo extraño fue que, en cuanto lo supo, le resultó fácil desenvainar el segundo cuchillo. Todo su miedo se había evaporado. Su mano encontró un cuchillo como si deseara que lo sujetara, y cuando el monstruo cayó sobre ella, lo único que pensó fue: «Bien, ya está. Aunque vaya a salir por la puerta del mundo, tú me acompañarás». Como si fuera una realidad, como si ya hubiera sucedido.
El rebaño ya se había ido cuando Alicia volvió en su montura, con una pequeña bolsa de tela y una cantimplora de agua colgando de la silla. Alicia no tenía casa propiamente dicha. Había muchas casas vacías, pero ella prefería alojarse en un pequeño cobertizo metálico detrás del arsenal, donde tenía un catre y algunas escasas pertenencias. Peter sabía que no dormía más de dos horas seguidas, y si alguna vez iba en su búsqueda, el último lugar donde debía mirar era el arsenal. Siempre estaba en la muralla. Portaba un arco, más ligero que una ballesta y más cómodo para montar a caballo, pero no llevaba escolta. El arco sólo era para presumir. Theo se ofreció a cederle la primera posición, pero Alicia rechazó el ofrecimiento y ocupó el puesto de Mausami en la retaguardia.
—No te preocupes por mí. Sólo he salido a tomar un poco el aire. Es absurdo confundir la cadena de mando. Además, prefiero ir con ese gigantón de ahí. Habla tanto que me mantiene despierta.
Peter oyó suspirar a su hermano. Sabía que Theo consideraba insoportable a Alicia en ocasiones. Debería preocuparse un poco más, había dicho a Peter más de una vez, y era cierto: su confianza en sí misma bordeaba la imprudencia. Theo se volvió en su silla y miró más allá de Finn y Rey, quienes habían demostrado una indiferencia absoluta durante toda la escena. Era un asunto de Vigilantes, que viajaban con ellos. ¿Qué más les daba?
—¿Te parece bien, Arlo? —preguntó Theo.
—Claro que sí, primo.
—¿Sabes una cosa, Arlo? —preguntó Alicia, y su estado de ánimo exuberante prestó alegría a su voz—. Siempre me he preguntado si es verdad que Hollis se afeitó la barba para que Leigh pudiera diferenciaros.
Todo el mundo sabía que, cuando eran más jóvenes, los dos hermanos Wilson habían intercambiado novias más de una vez, en teoría sin que ninguna de ellas se diera cuenta.
Arlo le dedicó una sonrisa de complicidad.
—Tendrías que preguntárselo a Leigh.
El momento de charlar había terminado. Se estaban retrasando. Theo dio la orden, pero al acercarse a la puerta oyeron un grito desde atrás.
—¡Esperad! ¡Esperad en la puerta!
Peter se volvió y vio a Michael Fisher, que corría hacia ellos. Michael era un ingeniero jefe de Electricidad y Energía. Al igual que Alicia, era joven para el trabajo, sólo dieciocho años, pero todos los varones Fisher habían sido ingenieros, y Michael había sido entrenado por su padre nada más salir del Asilo. Nadie entendía bien qué hacían los ingenieros (Electricidad y Energía era, con mucho, el más especializado de todos los oficios), más allá del hecho de que mantenían las luces encendidas, las baterías en funcionamiento, la corriente subiendo por la montaña, una hazaña que parecía tan notable como mágica, y al mismo tiempo de lo más corriente. Al fin y al cabo, las luces se encendían noche tras noche.
—Me alegro de haberos alcanzado. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. ¿Dónde está Maus? Pensaba que iba con vosotros.
—No te preocupes por eso, Circuito —dijo Alicia. Su montura, una yegua de color castaño llamada Omega, estaba pateando el polvo, ansiosa por ponerse en marcha—. Theo, ¿podemos irnos, por favor?
Un destello de exasperación cruzó el rostro de Michael. En tales momentos, sus ojos se entornaban bajo la mata de cabello rubio, sus pálidas mejillas enrojecían, y conseguía aparentar todavía menos años de los que tenía. No dijo nada, sino que avanzó para entregar a Theo el objeto que llevaba: un rectángulo de plástico verde con puntos metálicos relucientes adornando la superficie.
—De acuerdo —dijo Theo, y le dio vueltas en la mano para examinarlo—. Me rindo. ¿Qué estoy mirando?
—Se llama placa madre.
—Eh —dijo Alicia—, vigila tu lenguaje.
Michael se volvió hacia ella.
—No te iría mal prestar un poco más de atención a nuestro método de mantener las luces encendidas.
Alicia se encogió de hombros. Su rivalidad mutua con Michael era de sobra conocida. Los dos se peleaban como ardillas.
—Aprietas un botón y se encienden. ¿Qué hay que entender?
—Basta, Lish —dijo Theo. Miró a Michael—. No le hagas caso. ¿Necesitas una de estas cosas?
Michael indicó la placa para enseñarle.
—¿Ves el cuadradito negro? Es el microprocesador. Da igual lo que haga. Busca estos mismos números si es posible, pero cualquier cosa que acabe en nueve debería ser suficiente. Es probable que puedas encontrar la misma exacta en casi todos los ordenadores de mesa, pero las cucarachas se comen el pegamento, de modo que intenta encontrar uno que esté limpio y seco, sin deyecciones. Podrías buscar en las oficinas que hay en el extremo sur de las galerías comerciales.
Theo examinó la placa una vez más antes de guardarla en la bolsa de la silla.
—De acuerdo. No es un viaje de saqueo, pero si podemos encontrar un hueco lo haremos. ¿Algo más?
Michael frunció el ceño.
—Un reactor nuclear nos sería muy útil. O unos tres mil metros cúbicos de hidrógeno de ión negativo en una membrana de intercambio de protones.
—Oh, por el amor de Dios —gimió Alicia—, habla en cristiano, Circuito. Nadie entiende qué narices estás diciendo. Theo, ¿podemos irnos, por favor?
Michael dirigió a Alicia una última mirada de irritación, antes de volver la vista hacia Theo.
—Sólo la placa madre. Consigue más si puedes, y recuerda lo que he dicho acerca del pegamento. Por cierto, Peter…
La atención de Peter había derivado hacia la puerta abierta, donde las últimas ovejas eran todavía visibles como una nube de polvo a la luz de la mañana, que se desplazaba sobre la colina en dirección al Campo de Arriba. Pero no estaba pensando en el rebaño. Había estado pensando en Mausami, en la expresión de pánico que había puesto cuando su hermano extendió la mano hacia ella, como si tuviera miedo de permitir que la tocara, que fuera demasiado insoportable.
Alejó la imagen de sí y devolvió la mirada a Michael.
—Mi hermana me ha pedido que te transmita un mensaje —dijo Michael.
—¿Sara ha hecho eso?
—Ve con cuidado —dijo Michael, y se encogió de hombros.
La central eléctrica estaba a cuarenta kilómetros, casi todo un día a caballo. Al cabo de una hora de marcha el grupo guardó silencio, incluso Arlo, adormecido por el calor y la perspectiva del día que les esperaba. Habían desaparecido partes de la carretera que bajaba la montaña, y tuvieron que detenerse para conducir a los animales a través de las estaciones de servicio. La grasa había empezado a apestar, y Peter se alegró de ser el primero de la fila, lejos del olor. El sol brillaba en lo alto, la atmósfera era irrespirable, sin la menor brisa. El suelo del desierto brillaba bajo sus pies como metal batido.
Se detuvieron a mediodía para descansar. El equipo de Maquinaria Pesada dio de beber a los animales, mientras los demás ocupaban posiciones sobre un saliente rocoso situado encima del carro, Theo y Peter a un lado, Arlo y Alicia en el otro, con el fin de escudriñar la linde del bosque.
—¿Ves allí?
Theo estaba usando los prismáticos y señaló hacia la sombra de los árboles. Peter hizo visera con las manos para proteger los ojos del resplandor.
—No veo nada.
—Ten paciencia.
Peter lo vio entonces. A doscientos metros de ellos, un movimiento apenas discernible, apenas un crujido, en las ramas de un pino alto, y una suave lluvia de agujas. Peter respiró hondo, con el deseo de que no fuera nada. Entonces, se repitió.
—Está cazando, sin salir de la sombra —dijo Theo—. Ardillas, probablemente. No hay mucho más por aquí. El muy hijo de puta debe de tener hambre para salir en un día como éste.
Theo silbó una nota larga y afilada entre dientes para poner sobre aviso a los demás. Alicia se volvió al instante. Theo señaló sus ojos con dos dedos, y después dirigió uno solo hacia la linde del bosque. Después, alzó la mano y formó un signo de interrogación: «¿Lo veis?».
Alicia contestó con el puño cerrado: «Sí».
—Vamos, hermano.
Bajaron por las rocas y se reunieron en el carro, donde Rey y Finn estaban tendidos sobre los odres de grasa, masticando galleta y pasándose entre ellos una jarra de agua de plástico.
—Podremos hacerle salir con una de las mulas —se apresuró a intervenir Alicia. Empezó a dibujar en el polvo con un palo largo—. Cambiar el agua por grasa y acercarla cien metros a los árboles, a ver si muerde el anzuelo. Es probable que ya la haya olido. Disponemos tres posiciones, aquí, aquí y aquí —las dibujó en el polvo—, y lo cazamos en el fuego cruzado. Con este sol, será presa fácil.
Theo frunció el ceño.
—Esto no es una caza de pitillos, Lish.
Por primera vez, Rey y Finn levantaron la vista del carro.
—¿Qué coño? —dijo Rey—. ¿Hablas en serio? ¿Cuántos hay?
—No te preocupes, vamos a irnos.
—Theo, sólo hay uno —dijo Alicia—. No podemos dejarlo ahí. El rebaño sólo está a…, ¿cuánto?…, ¿diez clics?
—Podemos y lo haremos. Y donde hay uno, hay más. —Theo miró a Rey y Finn con las cejas enarcadas—. ¿Estamos preparados para irnos?
—¿Qué más da? —Rey se levantó al instante del suelo del carro—. Anda ya, pero si nadie nos dice nunca nada. Salgamos de aquí.
Alicia los miró otro momento, con los brazos cruzados sobre el pecho. Peter se preguntó si estaría muy enfadada. Pero ella misma lo había dicho, en la puerta: cadena de mando.
—Bien, tú eres el jefe, Theo —dijo.
Continuaron su camino. Cuando llegaron al pie de la montaña, era media tarde. Durante la última hora habían descendido hasta ver el conjunto de turbinas, cientos de ellas esparcidas sobre la parte lisa del paso de San Gorgonio, como un bosque de árboles artificiales. Al otro extremo, una segunda cordillera rielaba en la niebla. Estaba soplando un viento caliente y seco, que les arrebataba las palabras en cuanto las pronunciaban, de modo que era imposible conversar. A cada metro que descendían, el aire era más caliente. Era como si estuvieran penetrando en un alto horno. La carretera moría en la vieja ciudad de Banning. Desde allí, se internarían en la región siguiendo la carretera del Este, otros diez kilómetros hasta la central eléctrica.
—Todo el mundo ojo avizor —gritó Theo, para hacerse oír por encima del viento. Dedicó otro momento a explorar con los prismáticos—. Vamos a acercarnos. Lish delante.
Peter experimentó una fugaz punzada de irritación. Estaba en segunda posición, él debía ocupar la primera, pero dejó morir la sensación sin comentarios. La elección de Theo suavizaría la tensión existente entre Alicia y él, y cuando llegaran a la central eléctrica volverían a ser amigos. Theo le pasó los prismáticos. Alicia espoleó su montura y se adelantó cincuenta metros, y después dejó caer la palma de su mano hasta dejarla paralela al suelo. Un silbido casi de ave entre sus dientes. «Despejado. Adelante».
—Vamos —dijo Theo.
Peter sintió una aceleración en el pecho cuando sus sentidos, embotados por la monotonía del largo descenso de la montaña, revivieron y le aportaron una vívida conciencia de su entorno, como si estuviera presenciando una escena desde varios ángulos al mismo tiempo. Avanzaron a paso acompasado, los arcos preparados. Nadie hablaba excepto Finn, que había bajado del carro y estaba guiando a la mula con la mano, mientras murmuraba palabras tranquilizadoras en su oído. La ruta que seguían era poco más que una pista de tierra, llena de surcos debido a los años que llevaban utilizándola los carros. Peter sentía, como si fuera un hormigueo en sus extremidades, cada sonido y movimiento que emanara del paisaje: el suave aullido del viento a través de una ventana rota, una lona que se agitaba, atorada en un poste de electricidad inclinado, el crujido de un letrero metálico, cuyas palabras se habían borrado hacía mucho tiempo, oscilando de un lado a otro sobre los surtidores de gasolina de un viejo garaje. Pasaron ante un montón de coches oxidados, medio sepultados y retorcidos; una manzana de casas, acechadas por dunas que llegaban casi a los aleros; un cavernoso cobertizo metálico, blanqueado y agujereado, del cual surgían zureos de palomas y, cuando siguieron la dirección del viento, la nube fétida de sus deyecciones.
—Ojo avizor —repitió Theo—. Vamos a cruzar por aquí.
Avanzaron en silencio hacia el centro de la ciudad. Los edificios eran más sólidos aquí, de tres o cuatro pisos, aunque muchos se habían derrumbado, abierto espacios entre ellos y llenado la calle de montículos de restos indiferenciados. Los coches y las camionetas estaban aparcados en ángulos caprichosos a lo largo de la calle, algunos con las puertas abiertas (el momento en que sus conductores huyeron congelados en el tiempo), pero en otros, cerrados a cal y canto bajo el ardiente sol del desierto, se veían los cadáveres resecos conocidos como flacuchos: harapientas masas de huesos encorvadas sobre los salpicaderos o apretadas contra las ventanillas, sus formas marchitas prácticamente irreconocibles como seres humanos, salvo por un mechón de pelo tieso todavía ceñido con una cinta, o el metal reluciente de un reloj sobre una mano desollada que todavía, después de casi cien años, aferraba el volante de una camioneta hundida hasta la parte superior del compartimento de las ruedas en el suelo del desierto. Todo ello inmóvil y silencioso como una tumba, tal como era desde el Tiempo de Antes.
—Me da escalofríos, primo —masculló Arlo—. Siempre me digo que no debo mirar, pero siempre lo hago.
Cuando se acercaron al paso elevado sobre la autopista, Alicia paró en seco. Se volvió con una mano alzada y volvió hacia ellos a toda prisa.
—Hay tres durmientes debajo. Están colgados de las vigas de la parte posterior, sobre la alcantarilla.
Theo asimiló la información con aire inexpresivo. Al contrario que el viral avistado en la carretera de montaña, no era cuestión de enfrentarse a todo un grupo, sobre todo a una hora tan avanzada del día.
—Tendremos que dar un rodeo. El carro no puede pasar sin una rampa. ¿De acuerdo, Lish?
—Esto no admite discusión. Nos acercamos y seguimos.
Se desviaron al este, siguiendo el curso de la autopista a una distancia de cien metros. El sol se alzaba cuatro palmos. Estaban atajando. Sería lento atravesar terreno descubierto con el carro. La siguiente rampa de entrada se encontraba a dos kilómetros de allí.
—Detesto admitirlo —dijo Theo en voz baja a Peter—, pero Lish tenía razón. Cuando regresemos, deberíamos reunir una partida de caza y acabar con ese grupo.
—Si todavía sigue ahí.
Theo frunció el ceño, pensativo.
—Oh, seguirá ahí. Un solo pitillo cazando ardillas es una cosa. Esto es muy diferente. Saben que utilizamos esta carretera.
Lo que los pitillos sabían y no sabían siempre era un enigma. ¿Eran seres que se guiaban sólo por el instinto, o eran capaces de pensar? ¿Eran capaces de trazar planes y estrategias? Y si lo último era cierto, ¿no debía deducirse que, en cierto modo, seguían siendo humanos, las personas que habían sido antes de ser secuestradas? Había muchas cosas incomprensibles. Por ejemplo, por qué algunos se acercaban a la muralla, mientras otros no; por qué un puñado, como el que habían visto en la carretera, se arriesgaba a salir a la luz del día para cazar; si sus ataques, cuando tenían lugar, los dictaba el azar o los espoleaba otra cosa; su forma peculiar de moverse, siempre en grupos de tres, las acciones de sus cuerpos coordinadas mutuamente, como frases de un poema; incluso el número de los que acechaban en la oscuridad. Era cierto que la combinación de las luces y las murallas había protegido a la Colonia durante casi cien años. Daba la impresión de que los Constructores conocían bien al enemigo, o al menos lo bastante. Y no obstante, mientras observaba a un grupo moverse en la periferia de las luces, apareciendo en plena noche para patrullar el perímetro antes de volver adonde fuera, Peter tenía a menudo la clara sensación de estar viendo un solo ser, y de que ese ser estaba vivo, totalmente vivo, dijera lo que dijera Profesora. La muerte tenía sentido para él, el cuerpo unido al alma en vida, y ambos expiraban al morir. Las últimas horas de su madre le habían dado una buena lección. El sonido de sus últimos suspiros entrecortados, y después un repentino silencio: supo que la que había sido esa mujer se había ido. ¿Cómo podía un ser continuar viviendo sin alma?
Llegaron a la rampa. Hacia el norte, en la base de las estribaciones, Peter logró distinguir, a través de la neblina del polvo en suspensión, la larga y baja forma del Empire Valley Outlet Mall. Peter había estado allí montones de veces, en incursiones de rapiña. El lugar había sido saqueado a fondo a lo largo de los años, pero era tan inmenso que siempre podías encontrar algo útil. Habían vaciado The Gap, y también J Crew, así como Williams Somona, el REI y casi todas las tiendas del extremo sur cercano al atrio, pero había un Sears grande con escaparates que ofrecían cierta protección y un JC Penny, con buen acceso al exterior, de modo que se podía salir deprisa, y ambos albergaban cosas utilizables, como zapatos, herramientas y cazuelas. Se le ocurrió la idea de buscar algo para Maus, para el bebé, y tal vez Theo estaba pensando lo mismo. Pero no había tiempo para eso.
Un letrero se alzaba sobre la arena, en la base de la rampa, inclinado a causa de los vientos imperantes:
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Alicia se acercó a ellos.
—Todo despejado abajo. Será mejor que sigamos.
El estado de la carretera era pasable. Avanzaron a buena velocidad. Un viento achicharrante azotaba el paso. Peter notaba los ojos y la piel chamuscados, como leña a punto de incendiarse. Se dio cuenta de que no orinaba desde que se detuvieron para dar agua a los caballos, y se recordó a sí mismo que debía beber de su cantimplora. Theo escudriñaba con los prismáticos, mientras que sostenía las riendas con la otra mano. Ya estaban lo bastante cerca para que Peter pudiera ver qué turbinas funcionaban y cuáles no. Intentó contar las que funcionaban, pero enseguida rectificó.
La sombra de la montaña había empezado a caer sobre el valle cuando se desviaron de la carretera del Este. Por fin vieron su destino: un búnker de hormigón, medio sumergido en el suelo del valle, rodeado de una verja alta cargada con suficiente electricidad como para electrocutar todo cuanto la tocara y al otro lado el conducto eléctrico, un gran tubo de color herrumbre que ascendía la cara este de la montaña, un muro de roca blanca que formaba una barricada natural. Theo desmontó y se quitó el cordón de cuero del que colgaba la llave alrededor de su cuello. La llave abría un panel metálico montado sobre un poste. Había dos paneles iguales, uno a cada lado de la verja. Dentro había un interruptor para controlar la corriente, y otro para abrir la puerta. Theo interrumpió la corriente y retrocedió cuando la puerta se abrió.
—Vamos.
Contigua a la central había una pequeña cuadra, a la que daba sombra un tejado metálico, con abrevaderos para los caballos y una bomba. Todos bebieron con avidez, dejaron que el agua resbalara por sus mejillas y se mojaron los pelos empapados de sudor. Después, Finn y Rey se encargaron de los animales, y los demás se encaminaron a la escotilla. Theo retiró la llave una vez más. Se produjo un estruendo metálico cuando los cerrojos se abrieron, y todos entraron.
Los recibió un chorro de aire frío, así como el zumbido basal de la ventilación mecánica. El frío repentino consiguió que Peter se estremeciera. Una sola bombilla, dentro de un armazón, proporcionaba la única iluminación al tramo de escaleras metálicas que descendía por debajo del nivel del suelo. Al final había una segunda escotilla, que estaba entreabierta. Daba acceso a la sala de control de turbinas, y a más profundidad todavía se encontraban un barracón, una cocina y habitaciones que alojaban el almacén y la maquinaria. En la parte de atrás, accesible mediante una rampa que conducía al exterior, estaba el establo donde pasarían la noche caballos y mulas.
—¿Hay alguien en casa? —llamó Theo. Abrió la puerta con el pie—. ¡Hola!
No hubo respuesta.
—Theo…
Era Alicia.
—Lo sé —contestó Theo—. Es extraño.
Atravesaron la escotilla con cautela. Sobre la larga mesa que había en el centro de la sala de control había una serie de velas de cera de abeja consumidas y los restos de una comida abandonada a toda prisa: latas de pasta, bandejas de galleta y una olla grasienta de hierro fundido que parecía haber contenido un guiso de carne. Daba la impresión de que nadie había tocado nada desde hacía uno o dos días. Arlo movió su cuchillo sobre la olla y una nube de moscas se dispersó. Pese al zumbido de los ventiladores, la atmósfera era cerrada y maloliente, impregnada del olor a hombres y calefacción. La única luz, un pálido resplandor amarillo, procedía de los contadores del panel de control, que controlaban el flujo de corriente de las turbinas. En la pared, el reloj de la central les dijo la hora: 18:45.
—¿Dónde coño están? —preguntó Alicia—. ¿Me he despistado, o es casi segundo toque?
Atravesaron el barracón y las zonas de almacenamiento, confirmando lo que ya sabían: la central estaba desierta. Subieron por la escalera y salieron de nuevo al calor del día. Rey y Finn estaban esperando a la sombra del toldo del establo.
—¿Tenéis alguna idea sobre adónde pueden haber ido? —preguntó Theo.
Finn había hecho una bola con su camisa para mojarla en el abrevadero, y se estaba secando el pecho y las axilas.
—Falta uno de los carros de herramientas. Y también una mula. —Ladeó la cabeza, miró a Rey, y después a Theo, como si dijera: «Ahí va una teoría»—. Podrían estar aún en las turbinas. A Zander le gusta jugársela a veces.
Zander Phillips era el jefe de la central. No se podía hablar con él de gran cosa, ni tampoco mirarle valía la pena. Tanto tiempo sometido a la acción del sol y el viento lo había secado como una pasa, y los días de aislamiento lo habían convertido en un ser hosco hasta el punto del silencio. Decían que nadie lo había oído pronunciar más de cinco palabras seguidas.
—¿Hasta qué punto se la juega?
Finn volvió a encogerse de hombros.
—Escucha, no lo sé. Pregúntale cuando vuelva.
—¿Quién más hay aquí?
—Sólo Caleb.
Theo salió de la sombra del establo y miró el campo de turbinas. El sol estaba empezando a hundirse detrás de la montaña. Su sombra no tardaría en extenderse sobre el valle hasta las estribaciones del otro lado. Cuando eso sucediera, tendrían que cerrar la escotilla sin más trámites. Caleb Jones no era más que un muchacho, de apenas quince años. Todo el mundo lo llamaba Zapatillas.
—Bien, les queda medio palmo —dijo por fin Theo. Todo el mundo lo sabía, pero era necesario verbalizarlo. Se miraron de uno en uno, un veloz vistazo para verificar que todos habían comprendido el significado—. Vamos a entrar los animales.
Condujeron los animales por la rampa hasta el establo y cerraron el mamparo de cara a la noche. Cuando terminaron, el sol había desaparecido detrás de la montaña. Peter dejó a Arlo y Alicia en la sala de control y fue a reunirse con Theo, que estaba esperando en la puerta, escudriñando el campo de turbinas con los prismáticos. Peter sintió el primer escalofrío de la noche en los brazos, en la piel de la nuca quemada por el sol. Tenía otra vez la boca y la garganta secas, con sabor a polvo y caballos.
—¿Cuánto vamos a esperar?
Theo no contestó. La pregunta era retórica, palabras para llenar el silencio. Había pasado algo, pues, de lo contrario, Zander y Caleb ya estarían de regreso. Peter estaba pensando en su padre, y creía que Theo también: Demo Jaxon, que había ido al campo de turbinas sin dejar rastro por la carretera del Este. ¿Cuánto tiempo habrían esperado aquella noche para cerrar la escotilla a Demo Jaxon?
Peter oyó pasos que se aproximaban, se volvió y vio a Alicia atravesando la escotilla en su dirección. Se puso a su lado y dirigió la mirada hacia el campo en penumbra. Se quedaron callados durante un momento más, viendo la noche descender sobre el valle. Cuando la sombra de la montaña tocó las estribaciones del lado opuesto, Alicia sacó un cuchillo y lo secó en el dobladillo del jersey.
—Detesto decirlo…
—No es necesario. —Theo se encaró con los dos—. De acuerdo, aquí ya hemos acabado. Vamos a cerrar.
El día a día. Ésa era la expresión que utilizaban. Ni pensaban en un pasado que se asemejaba demasiado a una historia de pérdida y muerte, ni en un futuro que tal vez nunca llegaría. Eran 94 almas bajo las luces, que vivían el día a día.
Sin embargo, no siempre era así para Peter. En momentos de ocio, parado sobre la muralla cuando todo estaba en silencio, o acostado en su catre a la espera de que el sueño llegara, se descubría a menudo pensando en sus padres. Aunque algunas personas de la Colonia todavía hablaban del Cielo (un lugar más allá de la existencia física, adonde iba el alma después de la muerte), la idea siempre se le había antojado absurda. El mundo era el mundo, un reino de los sentidos que se podía tocar, saborear y sentir, y Peter pensaba que los muertos, si iban a algún sitio, pasaban a los vivos. Tal vez era algo que Profesora le había dicho. Tal vez se le había ocurrido la idea a él solo. Pero hasta donde podía recordar, desde que había salido del Asilo y averiguado la verdad del mundo, eso era lo que creía. Mientras pudiera conservar a sus padres en la memoria, una parte de ellos seguiría viva. Y cuando él muriera, aquellos recuerdos pasarían de él a otros seres que todavía estaban vivos, de modo que todos (no sólo Peter y sus padres, sino también todos cuantos habían existido antes y los que vendrían después) continuarían viviendo.
Ya no podía recordar los rostros de sus padres. Aquello había sido lo primero en desaparecer, y lo había hecho en cuestión de días. Cuando pensaba en ellos, no era tanto una cuestión de algo visto como de algo sentido, una oleada de sensaciones recordadas que fluía a través de él como agua. El sonido lechoso de la voz de su madre y el aspecto de sus manos, pálidas y de huesos delgados, pero también fuertes, cuando trabajaba en el Hospital, tocando aquí y allá, ofreciendo todo el consuelo que podía. El crujido de las botas de su padre cuando subía la escalerilla hasta la pasarela, una noche en que Peter estaba corriendo entre los puestos, y la forma en que pasó a su lado sin hablar, y sólo reconoció su presencia cuando posó una mano sobre su hombro. El calor y la energía de la sala de estar en los días de las largas marchas, cuando su padre, su tío y los demás hombres se reunían para planificar sus rutas, y más tarde, el sonido de sus voces cuando bebían brillo en el porche hasta bien entrada la noche, contando historias de lo que habían visto en las Tierras Oscuras.
Eso era lo que Peter había deseado: sentirse parte del grupo. Ser uno de los hombres de las largas marchas. No obstante, siempre había sabido que eso no sucedería. Cuando escuchaba desde la cama las voces en el porche, su profundo sonido masculino, lo supo. Le faltaba algo. No sabía ponerle nombre, ni tampoco estaba seguro de que lo tuviera. Era algo más que valentía, más que mostrar entusiasmo, aunque eso formaba parte de la historia. La única palabra que se le ocurría era grandeza. Eso era lo que poseían los hombres de las largas marchas. Y cuando llegara el momento de que uno de los chicos Jaxon se uniera a ellos, Peter sabía que su padre llamaría a la puerta de Theo. Se irían sin él.
Su madre también lo había sabido. Su madre, que había soportado con entereza la desgracia de su padre, y después su última marcha, aunque todo el mundo lo sabía, pero nadie osó pronunciar ni una palabra. Su madre, que, al final, incluso cuando el cáncer se lo había arrebatado todo, no había denostado a su padre en ningún momento por abandonarlos. Ahora vivía a su aire. Era verano, como ahora, los días largos y calurosos, cuando ella había quedado postrada en su lecho. Theo ya era centinela; todavía no era Capitán, pero no tardaría en serlo. El deber de cuidar de su madre había recaído en Peter, quien estaba día y noche sentado a su lado, y la ayudaba a comer, vestirse e incluso bañarse, una intimidad embarazosa que ambos habían soportado porque era necesario. Ella tendría que haber ingresado en el Hospital, como era la norma, pero su madre era enfermera jefe, y si Prudence Jaxon quería morir en la cama de su casa, nadie iba a llevarle la contraria.
Siempre que Peter recordaba aquel verano, pensaba que era un período de su vida del que nunca había escapado por completo. Le recordaba una historia que Profesora le había contado en una ocasión acerca de una tortuga que se acercaba a una pared. Cada vez que la tortuga avanzaba, recorría menos distancia, lo cual garantizaba que nunca llegaría a su destino. Así lo sintió Peter mientras veía morir a su madre. Durante tres días había estado entrando y saliendo de un sueño febril, sin apenas pronunciar palabra, y sólo contestaba a las preguntas más sencillas que requería su cuidado. Tomaba algunos sorbos de agua, pero eso era todo. Sandy Chou, la enfermera de guardia, había ido a verla aquella tarde, y le dijo a Peter que estuviera preparado. La habitación estaba a oscuras, la luz de los focos se filtraba hasta convertirse en unas sombras similares a manchas debido al árbol que se alzaba al otro lado de la ventana. Una pátina de sudor brillaba en su frente pálida. Sus manos (las manos que Peter había contemplado durante horas en el Hospital, cuando se dedicaba a sus tareas) yacían inmóviles sobre las mantas, a su lado. Desde el ocaso Peter no había salido de la habitación, por temor a que despertara y se encontrara sola. Peter sabía que la muerte la rondaba, y que era cuestión de horas. Sandy lo había dejado muy claro. Pero lo más revelador era la inmovilidad de sus manos, posadas sobre las mantas, concluidas sus pacientes tareas.
Se preguntó cómo se despediría de ella, cómo le diría adiós. ¿Se asustaría ella cuando lo oyera decir esa palabra? ¿Cómo llenaría el silencio posterior? Aquello no había sido posible en el caso de su padre. En muchos aspectos, eso había sido lo peor. Se había difuminado en el olvido, sin más. ¿Qué habría dicho Peter a su padre de haber podido? Un deseo egoísta, pero de todos modos lo pensó: «Elígeme —habría dicho Peter—. A Theo no. A mí. Antes de irte, elígeme». Veía la escena con mucha claridad en su memoria. Tal como Peter la imaginaba, el sol estaba saliendo. Se hallaban sentados en el porche, solos los dos, su padre vestido para la marcha, sosteniendo su brújula, abriendo la tapa con el pulgar y cerrándola de nuevo, como era su costumbre. Pero la escena no concluía. Nunca había imaginado qué contestaría su padre.
Ahora, su madre estaba muriendo. Si la muerte era una habitación en la que el alma entraba, ella estaba parada en el umbral, pero Peter era incapaz de encontrar palabras para expresarle lo que sentía, cuánto la quería, y que la echaría de menos cuando ya no estuviera. En la familia siempre había sido cierto que Peter era de ella, y que Theo era de su padre. Nunca se dijo nada al respecto. Era un hecho. Peter sabía que se habían producido abortos, y al menos un bebé había nacido con algún defecto y había muerto al cabo de pocas horas. Creía que era una niña. Sucedió cuando Peter era un Pequeño, y todavía estaba en el Asilo, de modo que no lo sabía con certeza. Tal vez era aquélla la pieza que faltaba (no en su interior, sino en el de ella), y el motivo de que siempre hubiera sentido el amor de su madre con tanta fuerza. Él era aquél a quien ella conservaría.
Las primeras y suaves luces de la mañana acariciaron las ventanas cuando percibió un cambio en su respiración, que se atascaba en su pecho como un hipido. Durante un terrible instante creyó que el momento había llegado, pero entonces vio que sus ojos se abrían.
—¿Mamá? —dijo, y la tomó de la mano—. Mamá, estoy aquí.
—Theo —dijo—. ¿Podría verlo? ¿Sabes dónde está?
—Mamá —dijo—, soy Peter. ¿Quieres que vaya a buscar a Theo?
Daba la impresión de estar escudriñando un lugar sepultado en su interior, infinito y sin límites, un lugar de eternidad.
—Cuida de tu hermano, Theo —dijo—. No es fuerte como tú.
Entonces cerró los ojos y no volvió a abrirlos.
Nunca se lo había contado a su hermano. Le parecía absurdo. Había momentos en que pensaba, melancólico, que tal vez la habría entendido mal, o atribuía aquellas últimas palabras al delirio producido por la enfermedad. Pero por más que intentaba interpretarlas de otra forma, las palabras y su significado parecían claros. Después de todo, de los largos días y noches en que la había cuidado, era a Theo a quien había situado junto a su lecho en sus horas finales; había dirigido sus últimas palabras a Theo.
No se dijo nada más acerca del personal de la central que había desaparecido. Dieron de comer a los animales y después se retiraron al barracón, una habitación estrecha y maloliente con literas y colchones manchados rellenos de paja mohosa. Cuando Peter se acostó, Finn y Rey ya estaban roncando. Peter no estaba acostumbrado a acostarse tan temprano, pero llevaba en pie veinticuatro horas seguidas y notó que se adormecía enseguida.
Despertó desorientado, la mente nadando todavía en la corriente de sueños angustiosos. Su reloj interno le dijo que era medianoche o más tarde. Todos los hombres estaban dormidos, pero la litera de Alicia estaba vacía. Avanzó por el pasillo en penumbra hasta la sala de control, donde la encontró sentada a una mesa larga, pasando las páginas de un libro a la luz del panel. El reloj anunciaba las 02:33.
Alicia alzó la vista.
—No entiendo cómo podías dormir con todos esos ronquidos.
Peter se sentó frente a ella.
—La verdad es que no podía. ¿Qué estás leyendo?
Ella cerró el libro y se masajeó los ojos con las yemas de los dedos.
—Que me aspen si lo sé. Lo encontré en el almacén. Hay cajas y cajas llenas. —Lo empujó hacia él—. Adelante, échale un vistazo, si quieres.
Donde viven los monstruos, rezaba el título. Era un volumen delgado, que contenía sobre todo dibujos: un niño disfrazado de animal, con orejas y cola, perseguía a un perrito blanco con un tenedor. Peter pasó las frágiles hojas, que olían a polvo, una a una. Había árboles en la habitación del niño, y después una noche iluminada por la luna, y un viaje por mar hasta una isla plagada de monstruos. Leyó:
Y cuando llegó al lugar donde viven los monstruos, lanzaron sus horribles rugidos, rechinaron sus terribles dientes y pusieron en blanco sus terribles ojos, y exhibieron sus terribles garras hasta que Max dijo: «¡Quietos!», y los domó con el truco mágico de clavar la vista en sus ojos amarillos sin parpadear ni una sola vez, y se asustaron y le llamaron el ser más monstruoso de todos…
—Todo ese rollo de mirarlos a los ojos… —dijo Alicia. Hizo una pausa y ahogó un bostezo con la mano—. No sé de qué puede servir.
Peter cerró el libro y lo dejó a un lado. No sabía qué deducir de lo que había leído, pero así eran casi todas las cosas del Tiempo de Antes. ¿Cómo vivía la gente? ¿Qué comían, vestían o pensaban? ¿Caminaban en la oscuridad, como si no pasara nada? Si no había virales, ¿qué les asustaba?
—Creo que es pura invención. —Se encogió de hombros—. Un cuento. Creo que el niño está soñando.
Alicia arqueó las cejas, con una expresión que parecía significar: «¿Quién sabe? ¿Quién puede decir cómo era el mundo?».
—De hecho, confiaba en que despertaras —anunció, al tiempo que se levantaba de la silla. Levantó un farol del suelo—. Quiero enseñarte algo.
Lo guió a través del barracón hasta una de las habitaciones del almacén. Las paredes estaban forradas de estanterías metálicas, repletas de pertrechos: herramientas grasientas, rollos de cable e hilos de soldadura, jarras de plástico para agua y alcohol. Alicia dejó el farol en el suelo, se acerco a uno de los estantes y empezó a dejar su contenido en el suelo.
—¿Y bien? No te quedes parado ahí.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Y a ti qué te parece? No levantes la voz, no quiero despertar a los demás.
Cuando lo hubieron sacado todo, Alicia le ordenó que se subiera a un extremo del estante, y ella se colocó en el opuesto. Peter observó que la parte posterior del estante era una hoja de contrachapado, que ocultaba la pared de detrás. Apartaron el estante.
Había una escotilla.
Alicia avanzó, giró la rueda y la abrió. Un espacio estrecho, como una tubería, con un tramo de escaleras de caracol que ascendían. Había cajas metálicas apoyadas contra la pared. Las escaleras desaparecían en la oscuridad, a una distancia ignota sobre sus cabezas. El aire estaba viciado e impregnado de polvo.
—¿Cuándo lo descubriste? —preguntó Peter, estupefacto.
—La pasada estación. Una noche estaba aburrida y empecé a fisgonear. Supongo que es una especie de salida de emergencia que dejaron los Constructores. Las escaleras suben hasta una zona de ventilación del tejado.
Peter indicó las cajas con el farol.
—¿Qué hay dentro?
—Eso es lo mejor —replicó Alicia con una sonrisa malévola.
Juntos arrastraron una de las cajas sobre el suelo del almacén. Un armario metálico, de un metro de largo y medio de profundidad, con las palabras US MARINE CORPS impresas en un costado. Alicia se arrodilló para abrir los cerrojos y levantó la tapa. Aparecieron esbeltos objetos negros, protegidos por gomaespuma. Peter tardó unos momentos en comprender lo que estaba viendo.
—Hostia puta, Lish.
Ella le pasó un arma. Un rifle de cañón largo, frío al tacto y que olía levemente a aceite. Se le antojó muy ligero en las manos, como fabricado con alguna sustancia que desafiaba a la gravedad. Incluso a la tenue luz del cuarto del almacén, detectó el lustroso brillo en el extremo del cañón. Las armas que había visto eran poco más que reliquias corroídas, rifles y pistolas que el ejército había dejado atrás. La Guardia todavía conservaba algunos en el Arsenal, pero por lo que Peter sabía, todas las municiones se habían agotado hacía algunos años. Peter no había visto en toda su vida algo tan limpio y nuevo, respetado por el tiempo.
—¿Cuántos hay?
—Doce cajas, seis fusiles por caja, algo más de mil balas. Hay seis cajas más en la zona de ventilación.
Todo su nerviosismo se había esfumado, sustituido por un ansia desmesurada de utilizar aquel maravilloso objeto que sostenía en las manos, de sentir su poder.
—Enséñame a cargarlo —dijo.
Alicia tomó el fusil de sus manos y tiró hacia atrás el cerrojo y el cargador. Después, sacó un cargador de balas de la caja, lo colocó delante del guardamonte, lo empujó hacia adelante hasta que encajó y dio a la base dos golpecitos fuertes con la palma de la mano.
—Apúntalo como si fuera una ballesta —dijo, y dio media vuelta para hacerle una demostración—. Es básicamente lo mismo, sólo que un poco más veloz. Mantén tu dedo alejado del gatillo, a menos que quieras disparar. Te entrarán ganas, pero no lo hagas.
Le entregó el rifle. ¡Un arma cargada! Peter lo levantó hasta el hombro, buscó algo en la habitación a lo que valiera la pena apuntar, y eligió por fin un rollo de cable de cobre que había sobre un estante alejado. El ansia de disparar, de experimentar la fuerza explosiva del retroceso en los brazos, era tan intensa que exigió casi un esfuerzo físico alejar el pensamiento de su mente.
—Recuerda lo que he dicho acerca del gatillo —advirtió Alicia—. Tienes veinte balas en cada cargador. Ahora carga este fusil para que yo vea que sabes hacerlo.
Le cambió el rifle cargado por otro sin cargar. Peter se esforzó por recordar los pasos: seguro, cerrojo, cargador y peine. Cuando terminó, propinó al peine dos fuertes golpes, como había visto hacer a Alicia.
—¿Qué te parece?
Alicia lo miraba con aire de aprobación, sosteniendo el rifle con la culata apoyada contra la cadera.
—No está mal. Un poco lento. No lo apuntes hacia abajo, no sea que te vueles el pie.
Peter levantó al instante el cañón.
—Estoy un poco sorprendido. Pensaba que no creías en estas cosas.
Ella se encogió de hombros.
—La verdad es que no. Son chapuceras y ruidosas, y consiguen que te sientas demasiado confiado. —Le pasó un segundo cargador para la bolsa del cinto—. Por otra parte, los pitillos creen en ellas si eres eficaz. —Se dio unos golpecitos sobre el esternón—. Un disparo en el punto débil. A menos de tres metros tienes cierta ventaja, pero no cuentes con ello.
—De modo que ya has utilizado estas armas.
—¿Cuándo he dicho eso?
Peter sabía que no debía insistir. Seis cajas de rifles del ejército. ¿Cómo habría podido reprimirse Alicia?
—¿De quién son estas armas?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Por lo que yo sé, son propiedad del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, como dice en la caja. Deja de hacer preguntas y vamos.
Volvieron a entrar en la escotilla y empezaron a subir. Peter notó que la temperatura aumentaba a cada paso de su ascensión. Diez metros más arriba llegaron a una pequeña plataforma con una escalerilla. En el techo, por encima de sus cabezas, había otra escotilla. Alicia dejó el farol sobre la plataforma, se puso de puntillas y empezó a hacer girar la rueda. Ambos estaban sudando a mares. El aire era casi irrespirable.
—Está atascada.
Peter la ayudó. Con un chirrido herrumbroso, el mecanismo se liberó. Dos giros, tres. La escotilla se abrió sobre sus goznes. El aire frío de la noche penetró por el hueco como una corriente de agua, con olor a desierto, enebro seco y mezquite. Arriba, Peter sólo vio oscuridad.
—Yo primero —dijo Alicia—. Ya te llamaré.
Oyó que sus pasos se alejaban de la abertura. Forzó el oído, pero no oyó ninguno más. Estaban en el tejado, sin luces que los protegieran. Contó hasta veinte, y luego treinta. ¿Debería seguirla?
Entonces el rostro de Alicia apareció sobre él, flotando sobre la escotilla abierta.
—Deja el farol ahí. Todo está despejado. Vamos.
Ascendió la escalerilla y se encontró en un pequeño conducto con tuberías, válvulas y más cajas apiladas contra las paredes. Hizo una pausa y dejó que sus ojos se adaptaran a la luz. Estaba de cara a una puerta abierta. Respiró hondo y avanzó.
Salió a las estrellas.
Primero sintió un golpe en los pulmones, que le robó el aliento del pecho. Una sensación de terror físico en estado puro, como si su pie no hubiera encontrado nada, el cielo de la noche. Se le doblaron las rodillas, y su mano libre apuñaló el aire, en busca de algo a lo que aferrarse, para conseguir una sensación de forma y peso, las dimensiones básicas del mundo que lo rodeaba. El cielo era una cúpula de negrura… ¡y por todas partes, las estrellas!
—Respira, Peter —dijo Alicia.
Estaba a su lado. Se dio cuenta de que había apoyado la mano sobre su hombro. En la oscuridad, la voz de Alicia parecía llegar de muy lejos y de muy cerca al mismo tiempo. Obedeció, y dejó que profundas bocanadas de aire nocturno llenaran su pecho. Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando. Ahora podía distinguir el borde del tejado, que se derramaba en la nada. Estaban en la esquina sudoeste, cerca de la portilla de escape.
—¿Qué te parece?
Durante un largo y silencioso momento su mirada vagó por el cielo. Cuanto más miraba, más estrellas aparecían, abriéndose paso entre la negrura. Allí estaban las estrellas de las que su padre le había hablado, las estrellas que su padre había visto durante las largas marchas.
—¿Lo sabe Theo?
Alicia rió.
—¿Qué sabe Theo?
—La escotilla. Los fusiles. —Peter se encogió de hombros, impotente—. Todo.
—Nunca se lo he enseñado, si te refieres a eso. Supongo que Zander sí, puesto que conoce este lugar palmo a palmo. Pero nunca me ha dicho ni una palabra.
Peter escudriñó el rostro de Alicia. Parecía diferente en la oscuridad: la misma Alicia que siempre había conocido, pero también alguien nuevo. Comprendió lo que había hecho. Lo había reservado para él.
—Gracias.
—No creas que esto significa que somos amigos, o algo por el estilo. Si Arlo hubiera despertado primero, estaría aquí ahora.
Eso no era verdad, y él lo sabía.
—Aun así —dijo.
Ella lo guió hasta el borde del tejado. Estaban encarados al norte, sobre el valle. No soplaba ni una brizna de viento. Al fondo, la forma de las montañas se dibujaba en el cielo como un bulto oscuro alzado hacia una corona reluciente de estrellas. Tomaron posiciones y se tendieron uno al lado del otro, con el vientre apoyado contra el cemento.
—Toma —dijo Alicia, introduciendo la mano en su bolsa—. Te irá bien.
Un visor nocturno. Le enseñó a sujetarlo en lo alto sobre el rifle y ajustar el aumento. Peter puso el ojo en el visor y vio un paisaje de arbustos y rocas, bañado en una luz verde pálido, con una retícula que dividía en dos su visión. Al pie del visor vio una lectura: 212 metros. Los números subían y bajaban cuando movía el rifle de un lado a otro. Increíble.
—¿Crees que siguen vivos?
Alicia tardó un momento en responder.
—No lo sé. Probablemente no. No se pierde nada esperando. —Hizo una nueva pausa. No había gran cosa más que decir sobre el asunto—. ¿Crees que he sido muy dura con Maus hoy?
La pregunta lo sorprendió. Desde que la conocía, Alicia nunca se había pensado las cosas dos veces.
—No, teniendo en cuenta el resultado. Hiciste lo que debías.
—Esa chica es un desastre. No me digas que no.
—Da igual. Tú misma lo dijiste: Maus conoce las normas tan bien como cualquiera.
—Preferiría tenerla a ella antes que a Galen. —Alicia gimió—. Vamos, ese tipo. ¿Qué coño ha podido ver en él?
Peter levantó la cara del visor. El cielo estaba tan cuajado de estrellas que daba la impresión de que podría acariciarlas si levantaba las manos. Nunca había visto nada más hermoso en su vida. Eso lo indujo a pensar en el océano, en los nombres del libro, como la letra de una canción (Atlántico, Pacífico, Índico y Ártico), y en su padre, erguido al borde del mar. Tal vez Tía se refiriese a las estrellas cuando hablaba de Dios. El antiguo Dios, del Tiempo de Antes. El Dios de los Cielos que velaba por el Mundo.
—¿Has…, no sé, pensado alguna vez en ello? —empezó Alicia.
Peter la miró. Alicia tenía el ojo aplicado todavía al visor.
—¿Pensado en qué?
Alicia lanzó una carcajada nerviosa, un sonido que Peter nunca había oído en ella.
—¿Vas a obligarme a decirlo? En emparejarte, Peter. En tener pequeños.
Sí que lo había hecho. Claro que sí. Casi todo el mundo se emparejaba al cumplir veinte años. Pero trabajar en la Guardia complicaba las cosas, porque había que estar de pie toda la noche, dormir durante casi todo el día, o deambular presa del agotamiento. Pero cuando Peter afrontaba la cuestión con sinceridad, sabía que no era la única razón. La idea tenía algo que se le antojaba imposible. Era aplicable a los demás, pero no a él. Había tenido chicas, además de algunas que habría descrito como mujeres. Cada una había ocupado unos meses de su tiempo, hasta ponerlo en tal estado que apenas podía pensar en otra cosa que no fueran ellas. Pero al final siempre lo había dejado correr, o se descubría dirigiéndolas inexplicablemente hacia alguien a quien consideraba más adecuado.
—La verdad es que no.
—¿Y Sara?
Se puso a la defensiva al instante.
—¿Qué pasa con ella?
—Vamos, Peter —dijo Alicia, y Peter percibió exasperación en su voz—. Sé que ella quiere emparejarse contigo. No es ningún secreto. Ella también es una Primera. Sería una buena pareja. Todo el mundo lo cree.
—¿A qué viene eso?
—Sólo estoy verbalizando algo evidente.
—Bien, pues para mí no lo es tanto. —Hizo una pausa. Nunca habían hablado de esa manera—. Escucha, me gusta Sara, pero no estoy seguro de que quiera emparejarme con ella.
—Pero ¿quieres? Emparejarte, me refiero.
—Algún día. Quizá. ¿Por qué lo preguntas, Lish?
Volvió la cara hacia ella de nuevo. Alicia estaba mirando por el visor hacia el valle, y barría poco a poco la línea del horizonte con el rifle.
—¿Lish?
—Espera. Algo se mueve.
Peter volvió a colocarse en posición.
—¿Dónde?
Alicia levantó enseguida el cañón del rifle y señaló.
—Las dos.
Peter aplicó el ojo al visor: una figura solitaria, que corría desde un grupo de matorrales a otro, cien metros más allá del perímetro de las verjas. Humano.
—Es Zapatillas —dijo Alicia.
—¿Cómo lo sabes?
—Es demasiado pequeño para ser Zander. No hay nadie más ahí fuera.
—¿Va solo?
—No lo sé —dijo Alicia—. Espera. No. Diez grados a la derecha.
Peter miró: había un destello verde en el visor, que saltaba como una piedra sobre el suelo del desierto. Después vio un segundo, y después un tercero, a doscientos metros y acercándose. No acercándose, sino describiendo un círculo.
—¿Qué están haciendo? ¿Por qué no lo capturan?
—No lo sé.
Entonces la oyeron.
—¡Eh! —Era la voz de Caleb, aguda, angustiada y presa del miedo. Estaba corriendo hacia la verja y agitando los brazos—. ¡Abrid la puerta, abrid la puerta!
—Vamos. —Alicia se puso en pie de un salto—. Vamos.
Volvieron corriendo a la zona de ventilación. Alicia abrió enseguida uno de los contenedores que se apilaban junto a la escotilla. Sacó una especie de pistola corta, con un cañón grueso y chato. Peter no tuvo tiempo de hacer preguntas. Corrieron hacia el borde. Alicia apuntó hacia el cielo, por encima del campo de turbinas, y disparó.
La bengala se alzó hacia el cielo, arrastrando una cola sibilante de luz. El instinto le dijo a Peter que no debía mirar, pero no pudo reprimir el impulso, lo hizo y quedó cegado al momento por el centro de la bengala, al rojo vivo. Dio la impresión de que la bengala se detenía en su ápice, suspendida en el espacio. Después, estalló y bañó el campo de luz.
—Le hemos conseguido un minuto —dijo Alicia—. Hay una escalerilla en la parte de atrás.
Se colgaron las armas del hombro. Alicia fue la primera en bajar, sin que sus pies tocaran los escalones. Mientras Peter descendía, ella disparó otra bengala, que describió un arco sobre la central en dirección al campo. Después se pusieron a correr.
Caleb estaba parado al otro lado de la puerta metálica. Los virales se habían dispersado y replegado en las sombras.
—¡Por favor! ¡Dejadme entrar!
—Mierda, no tenemos la llave —dijo Peter.
Alicia apoyó el rifle contra el hombro y disparó al panel. Se produjo un estallido de fuego y ruido. Se elevó una lluvia de chispas cuando el panel saltó del poste.
—¡Vas a tener que trepar, Caleb!
—¡Me electrocutaré!
—¡No, la corriente está cortada! —Miró a Peter—. ¿Crees que está cortada?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
Alicia avanzó y, antes de que Peter pudiera decir algo, apoyó la palma de la mano sobre la verja. No pasó nasa.
—¡Deprisa, Caleb!
Caleb introdujo los dedos entre los alambres y empezó a trepar. Alrededor de ellos, las sombras se espesaron cuando la segunda bala terminó su descenso. Alicia extrajo una nueva bengala de la bolsa del cinto, cargó la pistola y disparó. Salió lanzada con su cola de humo, y estalló sobre ellos en una lluvia de luz.
—Era la última —dijo a Peter—. Nos quedan unos diez segundos antes de que deduzcan que la corriente está cortada. —Caleb seguía escalando la verja—. ¡Mueve el culo, Caleb!
Saltó desde los últimos cinco metros, rodó cuando aterrizó y se puso en pie de un brinco. Tenía las mejillas húmedas de haber llorado, manchadas de tierra y hollín. Iba descalzo. Al cabo de unos segundos volverían a quedarse a oscuras.
—¿Estás herido? —preguntó Alicia—. ¿Puedes correr?
El muchacho asintió.
Corrieron hacia la central. Peter intuyó que los virales les perseguían antes de verlos. Se volvió a tiempo de ver que uno saltaba hacia ellos desde lo alto de la verja. Una ráfaga de disparos resonó junto a su oído: el ser se retorció en el aire y cayó, para luego resbalar sobre el suelo. Alicia disparó tres veces más en rapidísima sucesión.
—¡Sácalo de aquí! —chilló.
Peter corrió con Caleb hacia la escalerilla. Detrás de ellos, Alicia continuaba disparando, y el sonido de sus disparos les llegaba como pequeñas explosiones apagadas que resonaban en el patio. Más virales habían cruzado el perímetro de verjas. Peter se colgó el rifle al hombro, subió las escaleras, y cuando llegó arriba se volvió a mirar. Alicia estaba retrocediendo en dirección a la pared de la central, mientras disparaba hacia las sombras. Cuando su arma enmudeció, la tiró a un lado y empezó a subir. Peter apoyó el rifle contra el hombro, apuntó en la misma dirección y apretó el gatillo. El cañón saltó hacia arriba y sus disparos se perdieron en la oscuridad. Todo su cuerpo se estremeció con la sensación de los disparos, de su fuerza salvaje.
—¡Mira lo que haces! —gritó Alicia, apretando su cuerpo contra la escalerilla—. ¡Y apunta, por el amor de Dios!
—¡Ya lo intento!
Habían salido tres de las sombras, en dirección a la base de la escalerilla. Peter dio un paso a su derecha y apoyó la culata con fuerza contra el hombro. «Apunta como si fuera una ballesta». Tenía muy pocas probabilidades de alcanzarlos, pero quizá podría asustarlos. Apretó el gatillo y ellos se alejaron de un salto, rodaron sobre el terreno y se dispersaron en la oscuridad. Había conseguido unos segundos, como máximo.
—¡Cierra el pico y sube! —gritó.
—¡Lo haré si dejas de dispararme!
Entonces, Alicia llegó arriba. Peter encontró su mano y tiró con fuerza, depositándola sobre la superficie de hormigón del tejado. Caleb les estaba haciendo señas desde la boca de la escotilla.
—¡Detrás de vosotros!
Mientras Alicia se adentraba en la escotilla, Peter se volvió. Un solitario viral se erguía sobre el borde del tejado. Peter levantó el arma y disparó, pero demasiado tarde. El lugar donde se encontraba el ser estaba vacío.
—¡Olvídate de los pitillos! —gritó Alicia desde abajo—. ¡Ven!
Se dejó caer por la abertura, tropezó con Caleb, y éste se dobló bajo él con un gemido. Un dolor agudo recorrió su tobillo cuando pisó la plataforma. El rifle cayó lejos de su alcance. Alicia pasó por encima de ambos y extendió la mano para cerrar la escotilla, pero algo estaba ejerciendo presión desde el otro lado. El rostro de Alicia se tensó a causa del esfuerzo. Sus pies resbalaron en la escalerilla y trató de recobrar el equilibrio.
—¡No… puedo… cerrarla!
Peter y Caleb se pusieron en pie de un salto y empujaron, pero la fuerza del otro lado era demasiado grande. Peter se había hecho algo en el tobillo al caer, pero ahora el dolor era vago, y carecía de importancia. Escudriñó la plataforma en busca de su rifle y lo localizó, en lo alto de las escaleras.
—Suelta —dijo—. Deja caer la escotilla. Es la única forma.
—¿Estás loco? —Pero entonces, en los ojos de Alicia vio que había comprendido su intención—. Bien, hazlo. —Se volvió hacia Caleb, quien asintió—. ¿Preparado?
—Uno… dos…
—¡Tres!
Soltaron la escotilla. Peter saltó a la plataforma, y el dolor estalló en su tobillo cuando entró en contacto con el metal. Cojeó hacia el rifle y giró en redondo, con el cañón apuntado hacia la abertura. No había tiempo de apuntar, pero confió en que no tendría que hacerlo.
No fue necesario. El extremo del cañón atravesó la boca abierta del viral. El cañón lo perforó como una flecha, entre las filas de dientes lustrosos, y se apoyó contra la cresta ósea situada en lo alto de su garganta, y Peter lo miró a los ojos y pensó:
«Quédate quieto», y propinó un fuerte empujón al rifle antes de atravesar el cerebro de Zander Phillips.