En una noche de verano, durante las últimas horas de su antigua vida, Peter Jaxon (hijo de Demetrius y Prudence Jaxon, de las Primeras Familias; descendiente de Terrence Jaxon, signatario de la Ley Única; bisnieto de la mujer conocida como Tía, la Última de los Primeros; Pescador de Almas, el Hombre de los Días y El Que Aguantó) ocupó su puesto en la pasarela que corría sobre la Puerta Principal, a la espera de matar a su hermano.
Tenía veintiún años, y era centinela, alto aunque no creía que lo fuera, de rostro estrecho, frente despejada, dientes fuertes y la piel del color de la miel tardía. Había heredado los ojos de su madre, verdes con motas doradas. Su pelo, que era el pelo de los Jaxon, áspero y oscuro, lo llevaba retirado de la frente al estilo de la Guardia, sujeto en la base del cráneo con una sola cinta de cuero. Una red de delgadas arrugas se proyectaba desde el rabillo de sus ojos, que escudriñaban la luz amarillenta. En el margen de su sien izquierda asomaba una sola franja gris. Llevaba unos pantalones de tercera mano, con refuerzos en las rodillas y el fondillo, y sujeto a su esbelta cintura un jersey de lana mullida, bajo el cual sentía la capa de sudor sucio que irritaba su piel. Había cogido los pantalones del almacén tres estaciones antes, en Comercio y Manufacturas. Le habían costado un octavo. Había regateado con Walt Fisher a partir de un cuarto, un precio ridículo por un par de pantalones, pero Walt hacía las cosas así, el precio nunca era el precio, y las perneras eran demasiado largas, le venían un palmo grandes, se amontonaban sobre sus pies, calzados con sandalias de lona cortada y neumáticos viejos. Siempre llevaba sandalias cuando hacía calor, o bien iba descalzo, y reservaba su par de botas buenas para el invierno. Apoyada en ángulo contra el borde de la muralla, descansaba su arma, una ballesta. De su cintura, en su funda de piel blanda, colgaba un cuchillo.
Peter Jaxon, de veintiún años, miembro de la Guardia. Caminaba por la muralla como habían hecho su hermano, su padre, y el padre de su padre. Preparado para servir a la Misericordia.
Era el día 63 del verano. Los días todavía eran largos y secos bajo amplios cielos azules, y el aire transportaba el aroma de enebros y pinos. El sol se alzaba dos palmos. El primer toque nocturno había sonado en el Asilo, convocando al turno de noche a la muralla y llamando al rebaño que se hallaba en el Campo de Arriba. La plataforma sobre la que se alzaba (una de las 15 distribuidas a lo largo de la pasarela que circunvalaba la parte superior de la muralla) era conocida como plataforma de tiro 1. Por lo general estaba reservada al comandante de la Guardia, Soo Ramírez, pero esa noche no. Esa noche, así como cada una de las seis últimas noches, era sólo para Peter. Cinco metros cuadrados, rodeada por una red colgante de cable de acero. A la izquierda de Peter, con una altitud de unos treinta metros, se alzaba uno de los doce ensamblajes de luces, hileras de bombillas de vapor de sodio que formaban una parrilla, apagadas ahora en el ocaso del día. A su derecha, suspendida sobre las redes, estaba la grúa con su bloque, aparejo y cuerdas. Peter la utilizaría para descender a la base de la muralla, en el caso de que su hermano regresara.
Detrás de él, formando una confortable nube de ruido, olores y actividad, se hallaba la Colonia en sí, sus casas, establos, campos, invernaderos y cañadas. Era el lugar donde Peter había vivido siempre. Incluso ahora, vuelto hacia el rebaño que volvía a casa, podía recorrer de memoria cada metro de ella, un plano mental tridimensional con acompañamiento sensorial completo: el Sendero Largo desde la puerta al Asilo, que pasaba por delante del arsenal con su música de martillos sobre metal y el calor del horno; los campos con sus hileras de trigo y judías, las espaldas de los trabajadores inclinadas sobre la tierra negra, mientras labraban y cavaban, y colindantes con los huertos, los invernaderos, el interior oculto por una niebla húmeda; el Asilo, con sus ventanas enladrilladas y filas de alambradas que no conseguían apagar las voces de los Pequeños que jugaban en el patio; el Solárium, una ancha plaza semicircular de losas calcinadas por el sol, donde se celebraban los días de mercado y las asambleas abiertas del Hogar; los corrales, establos, pastos y gallineros, donde destacaban los sonidos y olores de los animales; el almacén, donde Walt Fisher presidía los estantes abarrotados de ropa, comida, herramientas y combustible; la granja, los telares, la central depuradora y el zumbante colmenar; el antiguo aparcamiento de caravanas, donde ya no vivía nadie, y al otro lado, dejando atrás las últimas casas del Barrio Norte y la nave de Maquinaria Pesada, en la base del Cortacircuitos que hay entre la muralla septentrional y la oriental, en una zona de sombras perpetuas, la hilera de baterías, tres bultos grises de metal zumbante envuelto en rollos de cable y tubería, que todavía descansaban sobre las ruedas hundidas de los semirremolques que los habían subido montaña arriba en el Tiempo de Antes.
El rebaño había llegado a la loma. Peter lo contempló desde arriba mientras se acercaba, una masa que balaba y avanzaba a trompicones, como un líquido que ascendiera la colina, seguida por los jinetes, seis en total, alzados sobre sus monturas. El rebaño atravesó al unísono el hueco del cortafuegos, y sus cascos levantaron una nube de polvo. Cuando los jinetes pasaron bajo su puesto, cada uno saludó a Peter con un cabeceo, tal como habían hecho las seis últimas noches.
No intercambiaron palabras. Peter sabía que hablar a alguien que esperaba con la misión de dispensar la Misericordia daba mala suerte.
Uno de los jinetes se desvió: Sara Fisher. Era enfermera, y la propia madre de Peter la había instruido en el oficio. Pero al igual que mucha gente, tenía más de un trabajo. Y la constitución de Sara era ideal para montar a caballo: esbelta pero fuerte, con una presencia física atenta en la silla, y un estilo ágil y veloz con las riendas. Iba vestida, como todos los jinetes, con un jersey holgado sujeto a la cintura sobre mallas de tela vaquera. El pelo, rubio y largo hasta los hombros, estaba peinado hacia atrás, y un solo mechón oscilaba sobre sus ojos, hundidos y oscuros. Un protector de cuero le envolvía el brazo izquierdo desde el codo a la muñeca. El arco, de un metro de largo, iba cruzado en diagonal sobre su espalda, como una sola ala que se agitara. Decían que su caballo, un ejemplar castrado de quince años conocido como Dash, la prefería por encima de los demás, de modo que erguía las orejas y meneaba la cola si alguien intentaba montarlo. Pero a Sara no. Bajo la autoridad de Sara se movía con una elegancia receptiva, y daba la impresión de que caballo y amazona compartían los pensamientos, hasta transformarse en un solo ser.
Mientras Peter miraba, ella atravesó de nuevo la puerta, a contracorriente, y salió a terreno descubierto. Peter descubrió el motivo: un solo cordero, una cría nacida a finales de primavera, se había desviado de su camino, atraído por una parcela de hierba de verano que había nada más cruzar el cortafuegos. Sara dirigió su caballo hacia el diminuto animal, descabalgó y con un hábil movimiento colocó al animal de espaldas y ató sus patas tres veces. Los últimos miembros del rebaño estaban cruzando la puerta, una ola de caballos, ovejas y jinetes que se encaminaban hacia los rebaños, siguiendo la curva de la muralla occidental. Sara se incorporó y alzó la cabeza hacia el lugar donde Peter estaba parado sobre la pasarela. Sus ojos se encontraron un momento sobre el espacio. En cualquier otra ocasión, pensó que ella habría sonreído. Mientras Peter miraba, Sara abrazó el cordero contra el pecho y lo depositó sobre la grupa del caballo, sujetándolo con mano firme mientras se volvía en la silla. Sus ojos se encontraron por segunda vez, el tiempo suficiente para comunicar una frase: «Yo también espero que Theo no venga». A continuación, y antes de que Peter pudiera meditar sobre el mensaje, Sara espoleó al caballo, atravesó la puerta y lo dejó solo.
Peter se preguntó por qué lo hacían, como había hecho todas las noches desde que empezara la guardia. ¿Por qué volvían a casa los que habían sido secuestrados? ¿Qué fuerza alimentaba el misterioso impulso de regresar? ¿Un último recuerdo melancólico de la persona que había sido? ¿Volvían para despedirse? Decían que un viral era un ser sin alma. Cuando Peter cumplió ocho años y lo dejaron salir del Asilo, fue Profesora, cuyo trabajo consistía en eso, quien se lo había explicado todo. En la sangre de aquel ser moraba un bicho diminuto, llamado virus, que le robaba el alma. El virus penetraba a través de una mordedura, por lo general en el cuello, aunque no siempre, y una vez se instalaba dentro de una persona, el alma desaparecía y dejaba el cuerpo atrás, condenado a caminar sobre la tierra para siempre. La persona que era antes ya no existía. Eran las verdades del mundo, la única verdad de la que se derivaban todas las demás verdades. Era como si Peter se estuviera preguntando qué provocaba la caída de la lluvia. Y no obstante, parado en la pasarela mientras descendía el ocaso (la séptima y última noche de la Misericordia, después de la cual su hermano sería declarado muerto, su nombre grabado en la Lápida, sus pertenencias trasladadas al almacén para ser zurcidas, reparadas y redistribuidas en Comercio y Manufacturas), pensó en ello. ¿Por qué regresaban los virales si no tenían alma?
El sol se alzaba un palmo sobre el horizonte, y estaba precipitándose velozmente hacia la línea ondulada donde la falda de la montaña descendía hacia el fondo del valle. Incluso en pleno verano, daba la impresión de que los días concluían así, en una especie de zambullida. Peter se protegió los ojos del resplandor. En algún lugar (pasado el cortafuegos, con su revoltijo de árboles caídos, los pastos del Campo de Arriba, el vertedero, con su pozo y pilas de escombros, y más allá las colinas boscosas) se alzaban las ruinas de Los Ángeles, y todavía más allá, el mar inimaginable. Cuando Peter era pequeño y vivía todavía en el Asilo, había descubierto su existencia en la biblioteca. Aunque hacía mucho tiempo habían decidido que casi todos los libros abandonados por los Constructores carecían en su mayoría de valor, y podían provocar confusión en los Pequeños, que no debían saber nada de los virales ni de lo que había acaecido en el mundo del Tiempo de Antes, permitieron que algunos se quedaran. A veces, Profesora les leía historias sobre niños, hadas y animales parlantes que vivían en un bosque detrás de las puertas de un armario, o les dejaban escoger un libro, mirar las ilustraciones y aprender a leer. Los océanos que nos rodean era el libro favorito de Peter, el que siempre elegía. Era un volumen descolorido, cuyas páginas olían a humedad y eran frías al tacto, la cubierta agrietada sujeta por fragmentos de celo amarillento arrollado. En la portada estaba el nombre del autor, Ed Time Life, y dentro, página tras página de imágenes maravillosas, fotos y mapas. Un mapa se llamaba El Mundo, que era todo, y casi todo el Mundo era agua. Peter pidió a Profesora que lo ayudara a leer los nombres: Atlántico, Pacífico, Índico y Ártico. Se sentaba hora tras hora sobre su esterilla de la Sala Grande, con el libro acunado sobre el regazo, pasaba las páginas, con la vista clavada en aquellos espacios azules de los mapas. El Mundo, dedujo, era redondo, una gran bola de agua (una gota de rocío que surcaba los cielos), y toda el agua estaba comunicada. Las lluvias de primavera y las nieves de invierno, el agua que salía de las bombas, hasta las nubes que veían sobre sus cabezas, todo eso también formaba parte de los océanos. «¿Dónde está el océano?», preguntó Peter a Profesora un día. ¿Podría verlo alguna vez? Pero Profesora se limitó a reír, como hacía siempre que le formulaba demasiadas preguntas, y desechó sus preocupaciones con un movimiento de cabeza. «Puede que exista un océano y puede que no. Sólo es un libro, pequeño Peter. No te preocupes por océanos y esas cosas».
Pero el padre de Peter había visto el océano. Su padre, el gran Demetrius Jaxon, jefe del Hogar, y el tío de Peter, Willem, comandante de la Guardia. Juntos habían liderado las largas marchas y llegado más lejos que nadie, desde antes del Día. Hacia el este, hacia el sol de la mañana, y hacia el oeste, hacia la línea del horizonte y más allá, hasta las ciudades desiertas del Tiempo de Antes. Su padre siempre había regresado con historias de las cosas grandes y terribles que había visto, pero ninguna era más prodigiosa que el océano, en un lugar que él llamaba la Playa Larga.
—Imaginaos —dijo el padre de Peter a los dos (porque Theo todavía estaba con ellos, los dos hermanos Jaxon sentados a la mesa de la cocina de su pequeña casa a la hora del regreso de su padre, escuchando embelesados, bebiendo sus palabras como agua)—, imaginaos un lugar en que la tierra se acaba, y más allá de ese punto una extensión azul infinita, como el cielo vuelto del revés. Y hundidas en él, las costillas oxidadas de grandes barcos, un millar de ellos, como toda una ciudad sumergida obra del hombre, que sobresale de las aguas del océano hasta perderse de vista.
Su padre no era hombre de palabras. Se comunicaba mediante las frases más lacónicas y parcelaba sus afectos de la misma manera; la mano apoyada sobre un hombro, un fruncimiento de ceño en el momento adecuado o, en momentos de aprobación, un breve asentimiento con la barbilla, sustituían a las palabras. Pero las historias de las largas marchas le despertaban la voz. Cuando estabas parado al borde del océano, dijo su padre, sentías la inmensidad del mundo, lo silencioso y desierto que era, la soledad, sin que ningún hombre o mujer lo mirara o pronunciara su nombre durante todos aquellos años.
Peter tenía catorce años cuando su padre regresó del mar. Como todos los varones Jaxon, incluido su hermano mayor Theo, Peter se había preparado para la Guardia, con la esperanza de unirse algún día a su padre y su tío en las largas marchas. Pero eso no llegó a suceder. El verano siguiente, la partida de exploración cayó víctima de una emboscada en un lugar al que su padre llamaba Milagro, en las profundidades de los desiertos orientales. Se perdieron tres almas, entre ellas el tío Willem, y ya no hubo más largas marchas. La gente decía que había sido culpa de su padre, que había ido demasiado lejos, se había arriesgado en exceso, ¿y para qué? Hacía años que no sabían nada de las demás Colonias. La última, Colonia Taos, había caído hacía casi ochenta años. Su transmisión final, que se remontaba a antes de la separación de los oficios y la Ley Única, cuando la radio estaba todavía permitida, comunicaba que su central eléctrica estaba fallando y las luces se estaban apagando. La habrían invadido como a las demás. ¿Qué esperaba lograr Demo Jaxon, abandonando la seguridad de las luces, a veces durante meses seguidos? ¿Qué esperaba encontrar en la oscuridad? Había algunos que todavía hablaban del Día del Regreso, en que el ejército volvería a por ellos, pero durante sus viajes Demo Jaxon nunca se había topado con el ejército. El ejército ya no existía. Habían tenido que morir muchos hombres para descubrir lo que ya sabían.
Y era cierto que, desde el día en que el padre de Peter regresó de la última Larga Marcha, se mostró diferente. Lo embargaba una gran y cansada tristeza, como si hubiera envejecido de repente. Como si una parte de él se hubiera quedado en el desierto con Willem, a quien su padre quería más que a nadie, sabía Peter, más que a él, a Theo o incluso a su madre. Su padre renunció a su cargo en el Hogar y delegó su autoridad en Theo. Empezó a salir solo, acompañando a los rebaños al apuntar el día, y regresaba pocos minutos antes del segundo toque nocturno. Por lo que Peter sabía, nunca decía a nadie adónde iba. Cuando preguntó a su madre, sólo pudo decirle que su padre iba por libre. Cuando estuviera preparado, volvería con ellos.
La mañana de la última marcha de su padre, Peter (que en aquel tiempo prestaba servicios a la Guardia como corredor) estaba parado sobre la pasarela cerca de la Puerta Principal, cuando vio que su padre se disponía a marchar. Las luces acababan de apagarse. El toque matutino estaba a punto de sonar. Había sido una noche tranquila, sin señales, y durante la hora previa al amanecer había caído una leve nevada. El día amaneció con parsimonia, gris y frío. Cuando el rebaño se estaba congregando en la puerta, el padre de Peter apareció sobre su montura, la gran yegua ruana que siempre montaba, en dirección al sendero. El caballo se llamaba Diamante debido a la marca de su frente, una sola mancha blanca bajo la máscara elegante de su largo copete. No era un animal muy veloz, decía siempre su padre, pero era leal e incansable, y era rápido cuando necesitabas que fuera rápido. Mientras su padre sujetaba las riendas, parado en la retaguardia del rebaño a la espera de que se abriera la puerta, Peter observó que Diamante pateaba la nieve. De las ventanas de su nariz surgían chorros de vapor, que remolineaban como una guirnalda de humo alrededor de su cara larga y serena. Su padre se inclinó y acarició un lado de su cuello. Peter vio que sus labios se movían como si susurrara algo, palabras de aliento, en su oído.
Cuando Peter pensaba en aquella mañana de cinco años antes, todavía se preguntaba si su padre había sido consciente de que lo estaba observando desde la pasarela resbaladiza a causa de la nieve. Pero no había levantado los ojos en ningún momento, ni Peter había hecho nada para advertir a su padre de su presencia. Mientras le veía hablar a Diamante, y acariciaba el costado de su cuello con una mano serena, Peter había pensado en las palabras de su madre, y supo que eran ciertas. Su padre iba por libre. Siempre, en los últimos momentos previos al toque matutino, Demo Jaxon extraía la brújula del bolsillo del cinto y la abría una vez para examinarla, y después la cerraba mientras gritaba la contraseña a los centinelas. «¡Uno fuera!», bramaba con su voz profunda y potente. «¡Uno dentro!», era la respuesta del centinela. Siempre se repetía el mismo ritual, que se observaba de manera escrupulosa. Pero aquella mañana no. Sólo después de que las puertas se abrieran y su padre hubiera pasado en dirección a la carretera de la central eléctrica, lejos de los pastos, Peter cayó en la cuenta de que su padre no portaba arco, y de que la funda de su cinturón estaba vacía.
Aquella noche, el segundo toque sonó sin él. Como Peter averiguaría más tarde, su padre había llevado agua a la central eléctrica a mediodía, y lo vieron por última vez saliendo bajo las turbinas al desierto. Por costumbre, una madre no podía representar a uno de sus hijos, ni una esposa a su marido. Aunque no había nada escrito al respecto, el trabajo de la Misericordia había recaído en una cadena de padres, hermanos e hijos mayores, que llevaban a cabo dicha tarea desde el Día. De modo que Theo sustituyó a su padre, así como Peter sustituiría ahora a Theo, al igual que alguien, tal vez su hijo, sustituiría a Peter si llegaba el día.
Porque si la persona no estaba muerta, si ellos se habían apoderado de él, siempre volvían a casa. Podían pasar tres días, o cinco, o una semana, pero no más de eso. La mayoría eran centinelas, que habían sido capturado en partidas de saqueo o en desplazamientos a la central eléctrica, jinetes que acompañaban al rebaño o a personal de Maquinaria Pesada, que salían a registrar, efectuar reparaciones o transportar basura hasta el vertedero. Incluso a plena luz del día había gente que resultaba muerta o secuestrada. Nunca estabas a salvo por completo mientras hubiera una sombra por la que los virales pudieran moverse. La víctima más joven de la que Peter había oído hablar era la hija pequeña de los Boyes (¿Sharon? ¿Shari?), que contaba nueve años cuando fue secuestrada durante la Noche Oscura. El resto de su familia había sido exterminada, en el terremoto o durante el ataque posterior. Como nadie la representaba, fue Willem, el tío de Peter, quien, en el desempeño de su cargo de comandante, tuvo que ocuparse del espantoso deber. Muchos, como la niña Boyes, se habían transformado por completo cuando regresaban. Otros aparecían en mitad de su acelerada alteración, enfermos y temblorosos, mientras se desgarraban las vestiduras y avanzaban tambaleantes. Los que llevaban más tiempo eran los más peligrosos. Más de un padre, hijo o tío habían muerto de esta manera. Pero generalmente no oponían resistencia. La mayoría se quedaban parados ante la puerta, parpadeando bajo los focos, a la espera del disparo. Peter imaginaba que, en parte, aún seguían siendo lo bastante humanos como para desear morir.
Su padre no regresó, lo cual significaba que estaba muerto, asesinado por los virales en las Tierras Oscuras, en un lugar llamado Milagro. Su padre había afirmado haber visto a un caminante allí, una figura solitaria que corría entre las sombras dibujadas por la luz de la luna, justo antes de que atacaran los virales. Pero a aquellas alturas, cuando el Hogar e incluso Old Chou se habían opuesto a las largas marchas, y el padre de Peter había caído en desgracia, tras haber renunciado a proseguir sus misteriosas y solitarias expediciones fuera de la muralla, nadie lo había creído. Se trataba de una afirmación osada: sin duda el deseo de Demo Jaxon de continuar las marchas era lo que le había inspirado una declaración tan absurda. El último caminante en llegar había sido el Coronel, casi treinta años antes, y ahora era un anciano. Con su gran barba blanca y el rostro curtido por la intemperie, bronceado como una piel curtida, parecía casi tan viejo como Old Chou, o incluso Tía, la Última de los Primeros. ¿Un solo caminante, después de tantos años? Imposible.
Ni siquiera Peter había sabido qué creer, hasta hacía seis días.
Parado en la pasarela bajo la luz desfalleciente, Peter se descubrió, como le ocurría con tanta frecuencia, deseando que su madre siguiera con vida, para hablar de estas cosas. Había enfermado una estación después de que su padre se marchase por última vez. La aparición de la enfermedad había sido tan gradual que, al principio, Peter no se había dado cuenta de la tos ronca que le nacía en el pecho, ni de lo mucho que estaba adelgazando. Como enfermera, debía saber demasiado bien lo que estaba sucediendo, que el cáncer que se había llevado a tantos se había instalado en su interior, pero había decidido ocultar esa información a Theo y Peter durante el mayor tiempo posible. Al final, no quedaba gran cosa de ella, salvo una fina lámina de piel sobre los huesos, que luchaba por respirar. Una buena muerte, admitió todo el mundo, morir en la cama de su casa como Prudence Jaxon. Pero Peter había estado a su lado en las horas finales y sabía lo terrible que había sido para ella, cuánto había sufrido. No, no existía la buena muerte.
El sol se estaba ocultando tras el horizonte, y dibujaba los últimos tramos de su senda dorada en el fondo del valle. El cielo se había teñido de un negro azulado profundo, que absorbía la oscuridad procedente del este. Peter notó que la temperatura descendía con rapidez y brusquedad. Por un momento, todo pareció sumirse en un silencio vibrante. Los hombres y mujeres del turno de noche estaban subiendo por las escalerillas (Ian Patal, Ben Chou, Galen Strauss, Sunny Greenberg y todos los demás, quince en total, con ballestas y arcos colgados a la espalda), y se llamaban entre ellos mientras avanzaban por las pasarelas hasta los puestos de tiro, mientras Alicia ladraba órdenes desde abajo y espoleaba las piernas de los corredores. La voz de Alicia era un consuelo pequeño pero muy real. Era ella quien había estado al lado de Peter durante todas las noches de espera, lo abandonaba pero nunca se alejaba mucho, para que él supiera que podía contar con ella. Y si Theo regresaba, sería Alicia quien bajaría la muralla con Peter para hacer lo que era debido.
Peter respiró hondo y contuvo el aire. Sabía que las estrellas no tardarían en salir. Tía le había hablado a menudo de las estrellas, al igual que su padre, esparcidas por el cielo como relucientes granos de arena, más estrellas que todas las almas que habían existido, un número imposible de contar. Siempre que su padre le hablaba de ellas, contando historias de las largas marchas y las cosas que había visto, la luz de las estrellas se había encendido en sus ojos.
Pero Peter no vería las estrellas esta noche. La campana empezó a doblar de nuevo, con dos repiques intensos, y Peter oyó a Soo Ramírez gritar desde abajo.
—¡Despejad la puerta! ¡Despejad la puerta para el segundo toque!
Notó un profundo temblor debajo de él cuando las pesas se acoplaron. Con un chirrido metálico, las puertas, de veinte metros de alto y medio de espesor, empezaron a surgir de sus huecos amurallados. Cuando levantó la ballesta de la plataforma, Peter deseó en silencio llegar a la mañana sin dispararla.
Y entonces, las luces se encendieron.