Del Diario de Ida Jaxon («El Libro de Tía)»
Presentado en la III Conferencia Global sobre el Período de Cuarentena en Norteamérica
Centro para el Estudio de las Culturas y Conflictos Humanos
Universidad de Nueva Gales del Sur, República Indoaustraliana
16-21 de abril de 1003 d.V.
[Empieza el extracto]
… y se hizo el caos. Han transcurrido tantos años, pero jamás olvidas una visión semejante, los miles de personas, todas aterrorizadas, apretujadas contra las verjas, los soldados y perros intentando tranquilizar a la gente, los disparos lanzados al aire. Y yo, con no más de ocho años de edad, con mi maletita, la que mi mamá me había preparado la noche antes, sin dejar de llorar, porque sabía lo que estaba haciendo, enviarme lejos de ella para siempre.
Los brincos habían tomado Nueva York, Pittsburg y el D.C. Casi todo el país, por lo que puedo recordar. Yo tenía familiares en todos esos lugares. Había muchas cosas que no sabíamos. Por ejemplo, qué había ocurrido en Europa, Francia o China, aunque oí a mi padre hablar con otros hombres de la calle sobre el hecho de que el virus era diferente allí, que mataba sin más a todo el mundo, y por lo tanto supongo que era posible que Filadelfia fuera la última ciudad del mundo poblada de gente en aquel momento. Estábamos en una isla. Cuando pregunté a mi mamá por la guerra, explicó que los brincos eran personas como tú y yo, pero enfermas. Yo también había estado enferma, así que me llevé un susto de muerte cuando dijo eso. Me puse a llorar como una desesperada, pensando que un día me despertaría y la mataría a ella y a mi padre y a mis primos como hacían los brincos. Me abrazó con fuerza y me dijo: «No, Ida, es diferente, no es lo mismo, calla y deja de llorar», y así lo hice. Pero durante un tiempo no entendí muy bien por qué había una guerra y soldados por todas partes, si la gente sólo padecía carraspera o algo por el estilo en la garganta.
Así los llamábamos, brincos. Vampiros no, aunque la palabra se oía con frecuencia. Así los llamaba mi primo Terrence. Me lo enseñó en un tebeo que tenía, una especie de libro ilustrado, si no recuerdo mal, pero cuando pregunté a mi padre sobre eso y le enseñé los dibujos me dijo que no, que los vampiros eran una invención, hombres apuestos y educados con traje y capa, y que eso de allí era real. No era un cuento. Ahora se los llama de muchas maneras, por supuesto, voladores y pitillos y beodos y virales y toda la pesca, pero nosotros los llamábamos brincos por lo que hacían cuando te cazaban. Brincaban. Mi padre dijo que daba igual cómo los llamara, que eran unos hijos de puta malvados. «Tú quédate dentro como dice el ejército, Ida». Me sorprendió oírle hablar de aquella manera, porque mi padre era diácono de la Iglesia episcopaliana metodista africana, y nunca lo había oído hablar así, ni utilizar palabras de ese tipo. La noche era lo peor, sobre todo aquel invierno. No teníamos las luces que hay ahora. No había mucha comida, salvo la que nos daba el ejército, ni ningún tipo de calefacción, salvo si encontrabas algo para quemar. El sol se ponía y sentías el miedo, que se abría como la tapa de algo. No sabíamos si aquélla sería la noche en que llegarían los brincos. Mi padre había atrancado las ventanas de nuestra casa y llevaba una pistola encima toda la noche, sentado a la mesa de la cocina a la luz de la vela, escuchando la radio, tal vez bebiendo un poco. Había sido oficial de comunicaciones en la armada y entendía de esas cosas. Una noche entré y lo encontré llorando. Sentado con la cara en las manos, estremecido y llorando, con las mejillas surcadas de lágrimas. No sé qué fue lo que me despertó, salvo quizá los ruidos que hacía. Mi padre era un hombre fuerte, y me dio vergüenza verlo en ese estado. «¿Qué pasa, papá, por qué lloras así, te ha asustado algo?», le pregunté. Y él negó con la cabeza y respondió: «Dios ya no nos quiere, Ida. Tal vez hemos hecho algo. Pero no nos quiere. Nos ha abandonado». Entonces entró mi madre y le dijo: «Cállate, Monroe, estás borracho», y me llevó a la cama de nuevo. Así se llamaba mi padre, Monroe Jaxon III. Mi mamá era Anita. En aquel momento no lo sabía, pero creo que aquella noche estaba llorando porque se había enterado de lo del tren. Aunque también pudo haber sido por otra cosa.
Sólo el buen Señor sabe por qué perdonó a Filadelfia durante tanto tiempo. Ya apenas me acuerdo, salvo la sensación, de vez en cuando. Pequeñas cosas, como salir con mi padre de noche para comprar hielo en la esquina, y mis amigos del colegio Joseph Pannell, y una niña pequeña llamada Sharise que vivía en la esquina de la manzana, las dos podíamos pasarnos horas jugando. La busqué en el tren, pero no la encontré.
Recuerdo dónde vivía. West Laveer, 2121. Había una universidad cerca, y tiendas, y calles bulliciosas y toda clase de gente que iba de un lado a otro todo el día. Y recuerdo una vez que mi padre me llevó al centro, lejos de nuestro barrio, en autobús para ver los escaparates de Navidad. No podría tener más de cinco años en aquella época. Pasamos con el autobús por delante del hospital donde trabajaba mi padre, haciendo rayos X, que eran imágenes fotográficas de los huesos de la gente. Trabajaba en eso desde que terminó el servicio militar y conoció a mi mamá, y siempre decía que era un trabajo perfecto para un hombre como él, ver el contenido de las cosas. Le habría gustado ser médico, pero hacer rayos X era lo más parecido. Me enseñó los escaparates de las tiendas, adornados para Navidad, con luces y nieve y árboles y figuras que se movían dentro de ellos, elfos y renos y todo eso. Nunca he sido más feliz que en aquel momento, un espectáculo tan bonito, parados en el frío como estábamos, los dos juntos. Íbamos a comprar un regalo para mamá, me dijo, su manaza sobre mi cabeza, una bufanda o unos guantes. Las calles estaban atestadas de gente, mucha gente, de edades y aspecto diferentes. Me gusta pensar en eso incluso ahora, enviar mi mente hacia aquel día. Ya nadie se acuerda de la Navidad, pero era un poco como la Primera Noche de ahora. No recuerdo si llegamos a comprar la bufanda y los guantes. Supongo que sí.
Ahora todo eso ha desaparecido. Y las estrellas. De vez en cuando pienso que eso es lo que más añoro del Tiempo de Antes. Desde la ventana de mi dormitorio miraba por encima de los tejados de los edificios y las casas y las veía, aquellos puntos de luz en el suelo, colgando como si el mismísimo Dios hubiera adornado el cielo para Navidad. Fue mi mamá quien me dijo los nombres de algunas, y que si las mirabas un rato empezabas a distinguir imágenes, cosas sencillas como cucharas y gente y animales. Yo pensaba que podías mirar las estrellas y ver a Dios. Como mirarlo a la cara. Era necesaria la oscuridad para verle bien. Quizá se olvidó de nosotros y quizá no. Puede que fuéramos nosotros quienes nos olvidáramos, cuando ya no pudimos ver las estrellas. A decir verdad, es lo único que me gustaría ver otra vez antes de morir.
Había otros trenes, creo. Nos dijeron que salían trenes de todas partes, de las demás ciudades que los enviaban antes de que llegaran los brincos. Tal vez la gente habla así cuando está asustada y se aferra a la última brizna de esperanza. No sé cuántos llegaron a su destino. Algunos iban a California, otros a lugares cuyo nombre no recuerdo. Sólo habíamos oído hablar de uno, durante los primeros tiempos. Antes de que existieran los Caminantes y la Ley Única, cuando la radio todavía estaba permitida. Creo que estaba en Nuevo México. Pero le pasó algo a sus luces y ya no volvimos a saber nada más de él. Por lo que me han dicho Peter, Theo y los demás, creo que somos los únicos que quedamos.
Pero yo quería escribir sobre el tren, Filadelfia y todo lo que ocurrió aquel verano. La gente estaba fatal. El ejército estaba por todas partes, no sólo soldados, sino tanques y otras cosas por el estilo. Mi padre decía que estaban para protegernos de los brincos, pero para mí no eran más que hombres grandes con fusiles, la mayoría blancos, y mi padre siempre me había dicho: «Busca el lado positivo, Ida, pero no confíes en el hombre blanco». Lo decía así, como si todos fueran un solo hombre, aunque eso parece muy raro ahora, por supuesto, con toda la gente mezclada como está. Es probable que quienquiera que esté leyendo esto ni siquiera sepa de qué estoy hablando. Conocíamos a un tipo de nuestra calle al que mataron por intentar cazar un perro. Imagino que pensó que comerse un perro era mejor que nada. Pero el ejército le disparó y lo colgó de una farola de Olney Avenue con un letrero prendido en el pecho que rezaba SAQUEADOR. No sé qué estaba intentando saquear, salvo quizá un perro que estaba medio muerto de hambre y, de todos modos, iba a morir.
Una noche oímos un gran estruendo, y luego otro y otro, y aviones que pasaban aullando sobre nuestras cabezas, y mi padre me dijo que habían volado los puentes, y durante todo el día siguiente vimos más aviones y percibimos el olor de fuego y humo, y supimos que los brincos estaban cerca. Ardían zonas enteras de la ciudad. Fui a la cama y desperté más tarde al oír la alarma de un despertador. Nuestra casa se componía de cuatro habitaciones y las voces se oían en todas partes, no podías estornudar en una habitación sin que alguien te dijera «Jesús» desde otra. Oí que mi mamá lloraba y lloraba, y mi padre le decía: «No puedes, hemos de ser fuertes, Anita», y cosas por el estilo, y después la puerta de mi habitación se abrió y vi a mi padre parado en el umbral. Sostenía una vela y nunca en mi vida había visto aquella expresión en su cara. Como si hubiera visto un fantasma, y el fantasma era él. Me vistió a toda prisa debido al frío y dijo: «Sé buena, Ida, y di adiós a tu madre», y cuando lo hice ella me abrazó durante un buen rato, llorando con tal sentimiento que me duele sólo de pensar en ello, incluso ahora, después de tantos años. Vi la maletita junto a la puerta y dije: «¿Vamos a algún sitio, mamá? ¿Nos marchamos?». Pero ella no me contestó, siguió llorando y llorando, sin dejar de abrazarme, hasta que mi padre la obligó a soltarme. Después nos fuimos, mi padre y yo. Sólo los dos.
No me di cuenta de que estábamos en plena noche hasta que estuvimos fuera. Hacía frío y viento. Caían copos, y pensé que era nieve, pero cuando lamí uno que había caído en mi mano comprendí que eran cenizas. Se notaba el olor del humo, y me picaban los ojos y la garganta. Tuvimos que caminar mucho, casi toda la noche. Las únicas cosas que se movían en la ciudad eran los camiones del ejército, algunos con altavoces encima y voces que salían de ellos, diciendo a la gente que no robara, que mantuviera la calma y hablando de la evacuación. Vimos algunas personas, pero no muchas, aunque veíamos más y más a medida que avanzábamos, hasta que las calles estuvieron tan abarrotadas que nadie podía dar un paso más. Nadie decía ni una palabra, todos caminaban en la misma dirección en que lo hacíamos nosotros, cargados con cosas. Creo que ni se me pasó por la cabeza que sólo nos íbamos los Pequeños.
Aún estaba oscuro cuando llegamos a la estación. Ya he dicho una o dos cosas sobre eso. Mi padre me dijo que debíamos llegar temprano para evitar las colas, siempre había odiado las colas, pero daba la impresión de que la mitad de la ciudad había tenido la misma idea. Esperamos mucho rato, pero las cosas se estaban poniendo feas, se palpaba en el ambiente. Como una tormenta que se aproximara, el aire zumbaba y restallaba. La gente estaba demasiado asustada. Se declaraban incendios y los brincos se aproximaban, eso era lo que decía la gente. Oíamos grandes estruendos a lo lejos, como truenos, y aviones que pasaban volando sobre nuestras cabezas a toda velocidad. Y cada vez que veías uno, tus oídos zumbaban y escuchabas una detonación un segundo después, y la tierra se estremecía bajo tus pies. Algunas personas llevaban pequeños con ellas, pero no todas. Mi padre me aferraba la mano con fuerza. Había una abertura en la verja por la que los soldados dejaban pasar a la gente, y por ahí debíamos entrar nosotros. Estaba tan lleno de gente apretujada que apenas podía respirar. Algunos soldados llevaban perros. «Pase lo que pase, no te sueltes, Ida —dijo mi padre—. No te sueltes.»
Llegamos lo bastante cerca para ver el tren que había debajo de nosotros. Estábamos en un puente y las vías corrían debajo. Intenté seguir su longitud con la mirada, pero no pude, de largo que era. Daba la impresión de alejarse hacia el horizonte, cien vagones de longitud. No se parecía a ningún tren que hubiera visto. Los vagones no tenían ventanillas, y de los lados salían grandes postes con redes colgando, como las alas de un pájaro. En el techo había soldados con grandes fusiles en jaulas metálicas, como las que utilizas para los canarios. Al menos, pensé que eran soldados, porque llevaban trajes plateados metálicos para protegerse de los incendios.
No sé qué fue de mi padre. No te acuerdas de algunas cosas porque tu mente no quiere aceptarlas una vez sucedidas. Recuerdo a una mujer que llevaba un gato en una caja, y a un soldado diciendo: «Señora, ¿qué se cree que está haciendo con ese gato?», y entonces ocurrió algo muy rápido, y creánlo o no, el soldado le disparó allí mismo. Y entonces sonaron más disparos, y la gente se puso a correr, empujar y gritar, y mi padre y yo nos separamos. Cuando busqué a mi padre, su mano ya no estaba. La multitud se movía como un río, me arrastraba con ella. Fue horrible. La gente chillaba que el tren no iba lleno, pero se estaba marchando. Aunque no lo puedan creer, yo había perdido la maleta y estaba pensando en eso: «He perdido la maleta y mi padre se pondrá furioso». Siempre me decía: «Cuida de tus cosas, Ida, no seas descuidada. Trabajamos mucho para comprar las cosas que tenemos, de modo que no las trates de cualquier manera». Así pues, yo pensaba que me había metido en el peor lío de mi vida por culpa de la maleta, cuando alguien me tiró al suelo, y cuando me levanté vi que estaba rodeada de gente muerta. Y uno era un chico a quien conocía del colegio. Vincent Gum, siempre lo llamábamos así, Vincent Gum, con nombre y apellido, y el chico siempre se estaba metiendo en líos por culpa de su vicio de mascar chicle, y siempre tenía uno en la boca en el colegio. Pero ahora tenía un agujero en el centro del pecho y estaba tendido de espaldas en el suelo en un charco de sangre. Del agujero del pecho salía más sangre en burbujitas, como jabón de baño. Recuerdo haber pensado: «Ése es Vincent Gum, y está ahí, muerto. Una bala le ha atravesado el cuerpo y lo ha matado. Nunca más volverá a moverse, hablar o mascar chicle, nada de nada, y se quedará para siempre tirado ahí con esa expresión despistada en su cara».
Yo continuaba en el puente que pasaba sobre el tren, y la gente estaba empezando a saltar. Todo el mundo gritaba. Un montón de soldados disparaba contra ella, como si alguien les hubiera ordenado disparar a lo que fuera. Miré por encima del borde y vi los cadáveres apilados como troncos en una chimenea, y sangre por todas partes, tanta sangre como si hubiera un escape en el mundo.
Alguien me levantó entonces. Pensé que era mi padre, que había logrado encontrarme después de todo, pero no era él, sino otro hombre. Un hombre blanco, grande y gordo con barba. Me alzó por la cintura y corrió hacia el otro lado del puente, donde había una especie de sendero que discurría entre malas hierbas. Estábamos en lo alto de una pared sobre las vías, y el hombre me sujetó por las manos y me bajó, y yo pensé: «Va a soltarme y moriré como Vincent Gum». Estaba mirando al hombre y nunca olvidaré sus ojos. Eran los ojos de una persona convencida de que iba a morir. Cuando miras así, no eres ni joven ni viejo, blanco o negro, ni siquiera hombre o mujer. Nada de eso importa ya. Estaba gritando: «Que alguien la coja, que alguien coja a la niña». Y entonces, alguien agarró mis piernas desde abajo y me bajó, y lo siguiente que recuerdo es que iba en el tren y que éste se estaba moviendo. Y en algún momento pensé que nunca más volvería a verlos, ni a mi mamá, ni a mi padre, ni a nadie a quien hubiera conocido hasta aquel día.
Lo que recuerdo después de eso es más una sensación que algo real. Recuerdo niños llorando, tener hambre, la oscuridad y el calor y el olor de los cuerpos apretujados. Oíamos disparos fuera y notábamos que el calor de los incendios atravesaba las paredes del tren como si todo el mundo ardiera. Llegaron a estar tan calientes que ni siquiera podías tocarlas sin quemarte la piel de la mano. Algunos niños no tenían más de cuatro años, eran unos bebés. Nos acompañaban dos centinelas, un hombre y una mujer. La gente cree que los centinelas eran del ejército, pero no era verdad, eran de la FEMA, la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias. Lo recuerdo porque estaba escrito en letras mayúsculas amarillas en la parte posterior de sus chaquetas. Mi padre tenía parientes en Nueva Orleans, pues se había criado allí antes de hacer el servicio militar, y siempre decía que FEMA significaba «Fix Everything My Ass». No me acuerdo de qué fue de la mujer, pero el hombre era un primera familia, un Chou. Se casó con otra Vigilante, y después de que ella muriera, tuvo otras dos esposas. Una de ellas fue Marie Chou, la abuela de Old Chou.
La cuestión fue que el tren no paró. Por nada del mundo. De vez en cuando, oíamos un gran estruendo y el vagón se estremecía como una hoja en el viento, pero nosotros continuábamos adelante. Un día, la mujer salió del vagón para ayudar con algunos de los demás niños, y volvió llorando. Oí decirle al hombre que los vagones que iban detrás del nuestro habían desaparecido. Habían construido el tren de forma que si los brincos entraban en un vagón, podían dejarlo atrás, y ésas eran las explosiones que habíamos oído, un vagón tras otro desprendiéndose. No quise pensar en esos vagones ni en los niños que iban dentro, y hasta hoy no lo he hecho. De modo que no voy a escribir nada más al respecto.
Lo que querrán saber es qué pasó cuando llegué aquí, y me acuerdo de algo, porque fue así cómo encontré a Terrence, mi primo. No sabía que iba en el tren conmigo: iba en uno de los otros vagones. Y tuvo la suerte de no ir en uno de los vagones de atrás, porque cuando llegamos no había más que tres, y dos casi vacíos. Estábamos en California, dijeron los Vigilantes. California no era un estado como antes, dijeron, sino un país independiente. Nos esperaban unos autobuses que nos conducirían a las montañas, a un lugar seguro. El tren se detuvo y todo el mundo estaba asustado pero emocionado a la vez, bajar del tren después de tantos días, y entonces la puerta se abrió y la luz era tan brillante que todos tuvimos que taparnos la cara con las manos. Algunos niños lloraban porque pensaban que eran los brincos, que los brincos venían a por nosotros, y alguien dijo: «No seáis estúpidos, no son los brincos», y cuando abrí los ojos me quedé aliviada al ver a un soldado parado delante. Estábamos en el desierto. Nos ayudaron a bajar y había muchos más soldados a nuestro alrededor, y una fila de autobuses aparcados en la arena y helicópteros sobrevolando el suelo, levantando polvo y produciendo un ruido ensordecedor. Nos dieron agua para beber, agua fría. En toda mi vida nunca me había sentido tan contenta de probar agua fría. La luz era tan brillante que mis ojos me dolían de pasear la mirada a mi alrededor, pero fue entonces cuando vi a Terrence. Estaba parado en el polvo como los demás, sosteniendo una maleta y una almohada sucia. Nunca he abrazado a un chico con tanta fuerza o durante tanto rato, y los dos reíamos, llorábamos y decíamos: «Mira qué bien». No éramos primos en primer grado, sino más bien en segundo, si no recuerdo mal. Su padre era sobrino de mi padre, Carleton Jaxon. Carleton era soldador en el astillero, y Terrence me contó más tarde que su padre fue uno de los hombres que construyó el tren. Un día antes de la evacuación, el tío Carleton había llevado a Terrence a la estación y lo había dejado en la locomotora, muy cerca del conductor, y le dijo que se quedara allí. No te muevas, Terrence. Haz lo que el conductor te diga. Por eso Terrence estaba conmigo ahora. Era tres años mayor que yo, pero me pareció todavía más mayor en aquel momento, así que le dije: «Cuidarás de mí, ¿verdad, Terrence? Dime que lo harás». Y él asintió y dijo que lo haría, y así lo hizo hasta el día de su muerte. Fue el primer Jaxon que desempeñó el cargo de Hogar, y desde entonces siempre ha habido un Jaxon en el Hogar.
Nos cargaron en los autobuses. Todo me parecía diferente con Terrence a mi lado. Me prestó su almohada y me quedé dormida con la cabeza apoyada sobre él. De modo que no puedo decir durante cuánto tiempo estuvimos en los autobuses, aunque no creo que fuera más de un día. Entonces, antes de darme cuenta, Terrence estaba diciendo: «Despierta, Ida, ya hemos llegado, despierta», y al instante noté que el aire olía diferente. Otros soldados nos ayudaron a bajar, y por primera vez vi los muros, y las luces encima de nosotros, que se alzaban sobre los postes, aunque era de día y aún no estaban encendidas. El aire era fresco y luminoso, y tan frío que todos nos pusimos a dar patadas en el suelo, estremecidos. Había ejército por todas partes, y camiones de la FEMA de todos los tamaños llenos de todo tipo de cosas, comida, armas, papel higiénico y ropa, y algunos animales, ovejas, cabras, caballos y pollos enjaulados, e incluso algunos perros. Los Vigilantes nos pusieron en fila como habían hecho antes, tomaron nuestros nombres, nos dieron ropa limpia y nos condujeron al Asilo. La sala que nos asignaron es la que casi todo el mundo conoce, donde todos los Pequeños duermen hasta el día de hoy. Elegí un catre al lado de Terrence y le hice la pregunta que me obsesionaba: «¿Qué es este lugar, Terrence? Tu padre te lo habrá dicho si construyó el tren». Y Terrence se quedó callado un momento y dijo: «A partir de ahora viviremos aquí. Las luces y las murallas nos mantendrán a salvo. A salvo de los brincos, a salvo de todo hasta que la guerra termine. Es como la historia de Noé, y esto es el arca». Le pregunté: «¿Qué arca, de qué estás hablando? ¿Volveré a ver a mi mamá y a mi padre?», y él dijo: «No lo sé, Ida. Pero yo cuidaré de ti, tal como te he dicho». Sentada en la cama del otro lado había una niña que no era mayor que yo, y que no paraba de llorar, y Terrence se acercó a ella y dijo en voz baja: «¿Cómo te llamas? También cuidaré de ti, si quieres», y ella paró de llorar. Era una belleza, estaba más claro que el agua, incluso sucia y exhausta como todos los demás. Tenía una carita de lo más dulce y el pelo tan rubio y lacio como el de un bebé. Asintió y contestó, sí: «Hazlo, por favor, y si no es mucha molestia, cuida también de mi hermano». Y esa chica, Lucy Fisher, se convirtió en mi mejor amiga y Terrence se casó con ella más adelante. Su hermano era Rex, una cosita tan bonita como Lucy, pero en chico, y supongo que ya habrán adivinado que los Fisher y los Jaxon han estado relacionados de una u otra forma desde entonces.
Nadie me dijo que mi trabajo consistiría en recordar todas estas cosas, pero tengo la impresión de que, si no me hubiera puesto manos a la obra, todas se habrían olvidado a estas alturas. No la forma en que acabamos aquí, sino aquel mundo, el mundo del Tiempo de Antes. Comprar guantes y una bufanda por Navidad y recorrer la manzana con mi padre para ir a comprar hielo y sentarse ante una ventana una noche de verano para mirar las estrellas encenderse. Todos están muertos ya, claro, los Primeros. Algunos llevan tanto tiempo muertos, o secuestrados, que nadie se acuerda ya de sus nombres. Cuando pienso en aquellos días no siento tristeza. Sí la siento por la gente desaparecida, como Terrence, que fue secuestrado con veintisiete años, y Lucy, que murió al dar a luz poco después, y Marie Chou, que vivió bastante, pero falleció de una manera que no recuerdo ahora. Apendicitis, creo que era, o cáncer. Lo que cuesta más es pensar en los que se dieron por vencidos, como hicieron muchos a lo largo de los años. Los que se quitaron la vida, por preocupación, tristeza o porque ya no soportaban el peso de aquella vida. Con ellos sueño. Pues dejaron el mundo sin terminar y ni siquiera saben que se han ido. Pero supongo que sentir eso se debe a ser viejo, con un pie aquí y otro allá, todo mezclado en la mente. No queda nadie que conozca mi nombre. La gente me llama Tía, porque nunca pude tener hijos, y supongo que me sienta a la medida. A veces, es como si llevara tanta gente dentro de mí que nunca estoy sola. Y cuando me vaya, me los llevaré conmigo.
Los centinelas nos dijeron que el ejército volvería con más niños y soldados, pero no lo hicieron. Los camiones y autobuses se marcharon, y cuando cayó la oscuridad cerraron las puertas, y entonces se encendieron las luces, brillantes como el día, tan brillantes que ocultaron las estrellas. Era digno de verse. Terrence y yo habíamos salido a mirar, los dos temblando de frío, y supe entonces que había dicho la verdad. Era allí donde viviríamos a partir de aquel momento. Estuvimos juntos, la Primera Noche, cuando las luces se encendieron y las estrellas desaparecieron. Y en todos los años transcurridos desde entonces, años y años y años, nunca he vuelto a ver aquellas estrellas, ni una sola vez.