El verano terminó, llegó el otoño, y el mundo los dejó en paz.
Las primeras nieves cayeron la última semana de octubre. Wolgast estaba cortando leña en el patio cuando vio por el rabillo del ojo los primeros copos que caían, gordas plumas ligeras como polvo. Se había subido las mangas de la camisa para trabajar, y cuando paró para alzar la cara y sentir el frío en su piel húmeda, se dio cuenta de lo que estaba pasando, la llegada del invierno.
Clavó el hacha en un tronco, volvió a casa y gritó:
—¡Amy!
Ella apareció en lo alto de la escalera. Su piel veía tan poco la luz del sol que era blanca como la porcelana.
—¿Has visto la nieve?
—No lo sé. ¿Es posible?
—Bien, ahora está nevando. —Rió y percibió la satisfacción en su voz—. No querrás perdértelo. Vamos.
Cuando la hubo vestido (con chaqueta y botas, pero también con gafas de sol y gorro, más una espesa capa de filtro solar sobre cada centímetro de piel expuesta), la nieve caía en grandes cantidades. La niña salió a la blancura remolineante, con movimientos pomposos, como un explorador que estuviera pisando un nuevo planeta.
—¿Qué te parece?
Amy inclinó la cabeza y sacó la lengua, un gesto instintivo para atrapar y saborear la nieve.
—Me gusta —anunció.
Tenían refugio, comida y calefacción. En otoño había hecho dos viajes más a Milton’s, consciente de que, en cuanto el invierno llegara a la carretera, no podrían pasar, y se llevó toda la comida restante. A base de racionar los alimentos enlatados, la leche en polvo, el arroz y las judías, Wolgast creía que su almacén podría durar hasta la primavera. El lago estaba lleno de peces, y en una de las cabañas había encontrado un barreno. Por consiguiente, pergeñar sedales sería tarea fácil. El depósito de propano estaba a medias. Bien, el invierno. Le dio la bienvenida, sintió que su mente se relajaba y adoptaba su ritmo. Al fin y al cabo, no había aparecido nadie. El mundo se había olvidado de ellos. Estaban aislados juntos, sanos y salvos.
Por la mañana había una capa de treinta centímetros de nieve alrededor de la cabaña. El sol brillaba entre las nubes. Wolgast dedicó la tarde a desenterrar la leña, abrió un sendero que la comunicaba con la casa, y después otro hasta la pequeña cabaña que pensaba utilizar como heladera, ahora que había llegado el frío. Vivía una existencia casi por completo nocturna (era más sencillo adaptarse al horario de Amy), y el reflejo del sol sobre la nieve parecía cegarlo, como si fuera una explosión que estuviera obligado a presenciar. Eso debía de sentir Amy en todo momento, incluso con luz más suave. Cuando caía la oscuridad, los dos volvían a salir.
—Te voy a enseñar a hacer ángeles de nieve —dijo Wolgast. Se tendió de espaldas. Sobre él, un cielo repleto de estrellas. Había descubierto en Milton’s un tarro lleno de cacao en polvo, del que no había hablado a Amy, pues su plan era reservarlo para una ocasión especial. Esa noche secarían su ropa húmeda en la estufa, se sentarían acariciados por su resplandor y beberían cacao caliente—. Mueve tus brazos y piernas —le dijo—, así.
Ella se sentó sobre la nieve a su lado. Su cuerpo diminuto era tan ligero y ágil como el de una gimnasta. Movió sus flexibles miembros adelante y atrás.
—¿Qué es un ángel?
Wolgast pensó un momento. En ninguna de sus conversaciones había surgido nada por el estilo.
—Bien, es una especie de fantasma, supongo.
—Un fantasma. Como Jacob Marley.
Habían leído Cuento de Navidad, o mejor dicho, Amy se lo había leído. Desde aquella noche de verano en que había descubierto que la niña sabía leer (y no sólo leer, sino leer bien, con sentimiento y expresión), Wolgast se había limitado a escuchar.
—Sí, supongo. Pero no tan aterrador como Jacob Marley. —Seguían acostados, el uno al lado del otro, sobre la nieve—. Los ángeles son… Bien, supongo que son como fantasmas buenos. Fantasmas que nos vigilan desde el cielo. O al menos, eso cree alguna gente.
—¿Y tú?
Wolgast se contuvo. No terminaba de acostumbrarse a la franqueza de Amy. Su falta de inhibiciones se le antojaba, por una parte, muy infantil, pero con frecuencia era cierto que las cosas que decía y las preguntas que formulaba poseían una sinceridad que lindaba con la sabiduría.
—No lo sé. Mi madre sí. Era muy religiosa, muy devota. Mi padre, creo que no. Era un buen hombre, pero era ingeniero. No pensaba así.
Durante un momento ambos guardaron silencio.
—Está muerta —dijo en voz baja—. Lo sé.
Wolgast se incorporó. Amy tenía los ojos cerrados.
—¿Quién es ella, Amy?
Pero en cuanto hizo la pregunta, supo a qué se refería Amy: «Mi madre. Mi madre está muerta».
—No me acuerdo de ella —dijo Amy. Su voz era impasible, como si le estuviera diciendo algo que él ya debería saber—. Pero sé que está muerta.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sentí. —La mirada de Amy se encontró con la de Wolgast en la oscuridad—. Los siento a todos.
A veces, en las horas que preceden al amanecer, Amy soñaba. Wolgast oía sus sollozos en la habitación de al lado, el crujido de los muelles de su catre cuando se removía de un lado a otro. No eran sollozos exactamente, sino murmullos, como voces que hablaran en su sueño. A veces se levantaba y bajaba a la habitación principal de la casa, que tenía amplios ventanales con vistas al lago. Wolgast la observaba desde la escalera. Se quedaba parada unos momentos, al resplandor y el calor de la estufa, con la cara vuelta hacia las ventanas. Era evidente que seguí dormida, y Wolgast sabía que no debía despertarla. Después, daba media vuelta, subía las escaleras y se acostaba.
—¿Cómo los sientes, Amy? —le había preguntado—. ¿Qué sientes?
—No lo sé —había contestado—, no lo sé. Están tristes. Son muchos. Han olvidado quiénes eran.
—¿Quiénes eran, Amy?
Y ella dijo:
—Todos. Son todos.
Wolgast dormía ahora en el primer piso de la casa, en una silla de cara a la puerta. «Se desplazan de noche —le había dicho Carl—, en los árboles. Sólo puedes disparar una vez». ¿Qué eran esas cosas de los árboles? ¿Eran gente, del mismo modo en que Carter había sido una persona en otro tiempo? ¿En qué se habían transformado? Y Amy. Amy, quien soñaba con voces, cuyo pelo no crecía, quien pocas veces parecía dormir (porque era verdad, se había dado cuenta de que sólo lo fingía) o comer. Que sabía leer y nadar como si recordara vidas y experiencias ajenas. ¿Era también una de ellos? El virus estaba inactivo, había dicho Fortes. ¿Y si no era así? ¿Estaría enfermo Wolgast? Pero no lo estaba. Se sentía como siempre, o sea, perplejo, como un hombre en un sueño, perdido en un paisaje de señales carentes de sentido. El mundo tenía una finalidad que él no entendía.
Entonces, una noche de marzo, oyó un motor. La nieve era abundante y profunda. Brillaba la luna llena. Se había quedado dormido en la silla. Cayó en la cuenta de que había estado oyendo, mientras dormía, el sonido de un motor que descendía por el largo camino que conducía a la casa. En su sueño (una pesadilla), ese sonido se había convertido en el rugido de las hogueras del verano, que quemaban el bosque mientras avanzaban en su dirección. Había estado corriendo con Amy a través del bosque, rodeados de humo y fuego, y la había perdido.
Un fogonazo de luz en las ventanas, y pasos en el porche, pesados, irregulares. Wolgast se levantó al instante, todos sus sentidos en estado de alerta. Sujetaba la Springfield en la mano. Quitó el seguro del arma. La puerta se estremeció cuando alguien la golpeó con fuerza tres veces.
—Hay alguien fuera.
La voz de Amy. Wolgast se volvió y la vio parada al pie de las escaleras.
—¡Arriba! —Wolgast le habló con un susurro ronco—. ¡Deprisa!
—¿Hay alguien ahí? —Una voz de hombre en el porche—. ¡Veo humo! ¡Me alejaré!
—¡Arriba, Amy, ya!
Más golpes en la puerta.
—¡Por el amor de Dios, si alguien me oye que abra la puerta!
Amy subió las escaleras. Wolgast se acercó a la ventana y miró. Ni coche ni camioneta, sino una motonieve, con contenedores sujetos al chasis. A la luz de los faros, al pie del porche, había un hombre con parka y botas. Estaba acuclillado, con las manos sobre las rodillas.
Wolgast se encaminó a la puerta y la abrió.
—Retroceda —advirtió—. Déjeme ver las manos.
El hombre levantó los brazos con movimientos débiles.
—No voy armado —dijo. Estaba jadeando, y fue entonces cuando Wolgast vio la sangre, una franja brillante sobre un lado de la parka. Tenía una herida en el cuello.
—Estoy enfermo —dijo el hombre.
Wolgast alzó el arma.
—¡Largo de aquí!
El hombre cayó de rodillas.
—Jesús —gimió—. Hostia.
Después, inclinó la cabeza hacia adelante y vomitó en la nieve.
Wolgast se volvió y vio a Amy, parada en el umbral.
—¡Entra, Amy!
—No pasa nada, cariño —dijo el hombre, al tiempo que levantaba una mano ensangrentada para saludarla. Se secó la boca con el dorso de la mano—. Haz lo que dice tu papá.
—He dicho que entres, Amy, ahora.
Amy cerró la puerta.
—Así está bien —dijo el hombre. Continuaba de rodillas, de cara a Wolgast—. Ella no debería ver esto. Jesús, estoy hecho una mierda.
—¿Cómo nos ha encontrado?
El hombre sacudió la cabeza y escupió en la nieve.
—No vine en su busca, si se refiere a eso. Seis de nosotros estábamos escondidos a unos sesenta kilómetros al oeste de aquí. El campamento de caza de un amigo. Nos habíamos refugiado en octubre, después de que ellos se apoderaran de Seattle.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Wolgast—. ¿Qué pasó en Seattle?
El hombre se encogió de hombros.
—Lo mismo que en todas partes. Todo el mundo está enfermo, muriendo, despedazándose mutuamente, aparece el ejército, y después puf, la ciudad se evapora entre humo. Algunas personas dicen que es la ONU, o los rusos. Por lo que yo sé, podría ser el hombre de la luna. Nos dirigimos hacia el sur, a las montañas, donde pensábamos pasar el invierno allí y después tratar de llegar a California. Entonces llegaron esos cabrones. Ninguno de nosotros logró disparar. Salí cagando leches, pero uno de ellos me mordió. La muy puta surgió de la nada. No sé por qué no me mató como a los demás, pero dicen que hacen eso. —Esbozó una sonrisa débil—. Supongo que fue mi día de suerte.
—¿Lo siguieron?
—Que me aspen si lo sé. Olí su humo a kilómetro y medio de aquí, como mínimo. No sé cómo lo hice. Como beicon en una sartén. —Alzó la cara con una mirada desdichada—. Por el amor de Dios, se lo suplico. Lo haría yo mismo si tuviera una pistola.
Wolgast tardó un momento en comprender lo que le estaba pidiendo el hombre.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Bob. —El hombre se humedeció los labios con una lengua reseca y gruesa—. Bob Saunders.
Wolgast hizo un gesto con la Springfield.
—Tenemos que alejarnos de la casa.
Se internaron en el bosque, Wolgast a cinco pasos del hombre. Éste avanzaba despacio en la nieve espesa. A cada pocos pasos hacía una pausa para recuperar el aliento, con las manos sobre las rodillas, y respiraba con dificultad.
—¿Sabe qué es lo más divertido? —preguntó—. Yo era actuario. La vida y las víctimas. Si fuma, si conduce sin el cinturón de seguridad, si come Big Macs todos los días…, podría decirle cuándo va a morir, casi el mes exacto. —Se aferró a un árbol para conservar el equilibrio—. Supongo que nadie tuvo en cuenta jamás esta posibilidad, ¿verdad?
Wolgast no dijo nada.
—Lo hará, ¿verdad? —preguntó Bob. Había desviado la vista hacia los árboles.
—Sí —dijo Wolgast—. Lo siento.
—No pasa nada. No se atormente por eso. —Respiraba con dificultad, mientras se humedecía los labios. Dio media vuelta y se tocó el pecho como había hecho Carl, tantos meses antes, para enseñar a Wolgast dónde tenía que disparar—. Justo aquí, ¿vale? Si quiere, antes me puede disparar en la cabeza, pero no olvide meterme otra bala aquí.
Wolgast se limitó a asentir, sorprendido por la franqueza del hombre, su tono práctico.
—Dígale a su hija que lo ataqué —añadió—. No debería enterarse de esto. Y queme el cadáver cuando haya terminado. Gasolina, queroseno, algo inflamable como eso.
Se estaban acercando a la orilla del río. A la luz de la luna, la escena estaba impregnada de un silencio sobrenatural, bañado en azul. Wolgast oyó, bajo la nieve y el hielo, el gorgoteo sereno del río. Un lugar tan bueno como cualquier otro, pensó.
—Dese la vuelta —dijo—. De cara a mí.
Pero el hombre, Bob, no pareció haberlo oído. Avanzó dos pasos más en la nieve y se detuvo. Había empezado a desnudarse, se quitó la parka ensangrentada y la tiró a la nieve, y después se bajó los tirantes de sus pantalones de nieve para levantar la sudadera sobre la cabeza.
—He dicho que se dé la vuelta.
—¿Sabe lo que me jode? —dijo Bob. Se había quitado la camiseta afelpada y arrodillado para desanudarse las botas—. ¿Cuántos años tiene su hija? Siempre quise tener hijos. ¿Por qué no lo hice?
—No lo sé, Bob. —Wolgast alzó la Springfield—. Levántese y póngase de cara a mí, ya.
Bob se levantó. Estaba pasando algo. Estaba toqueteando la herida ensangrentada del cuello. Otro espasmo lo sacudió, pero la expresión de su rostro era plácida, casi sexual. A la luz de la luna, su piel parecía brillar. Arqueó la espalda como un gato, con los ojos nublados de placer.
—Caramba, es estupendo —dijo Bob—. Es algo… muy bueno.
—Lo siento —dijo Wolgast.
—¡Espere! —Bob había abierto los ojos de pronto. Extendió las manos—. ¡Espere un momento!
—Lo siento, Bob —repitió Wolgast, y apretó el gatillo.
El invierno terminó con lluvia. La lluvia cayó sin cesar durante días y días, inundó los bosques, alimentó las aguas del río y el lago, y barrió lo que quedaba de la carretera.
Había quemado el cadáver, siguiendo las instrucciones de Bob. Lo había empapado de gasolina y, cuando las llamas se extinguieron, vertió lejía sobre las cenizas y lo enterró todo bajo un túmulo de piedras y tierra. A la mañana siguiente, registró la motonieve. Los contenedores sujetos al chasis eran latas de gasolina vacías, pero en una bolsa de piel colgada del manillar encontró el billetero de Bob. Un permiso de conducir con la foto de Bob y una dirección de Spokane, las tarjetas de crédito habituales, algunos dólares en metálico, y un carnet de biblioteca. También había una fotografía de estudio: Bob, en camiseta, posaba con una bonita rubia, sin duda embarazada, y dos niños pequeños, una niña con mallas y vestido de terciopelo verde, y un bebé en pijama. Todos sonreían con entusiasmo, hasta el bebé. En el dorso de la fotografía estaba escrito, con letra femenina, «Primera Navidad de Timothy». ¿Por qué había dicho Bob que no tenía hijos? ¿Se había visto obligado a verlos morir, una experiencia tan dolorosa que su mente los había borrado de su memoria? Wolgast enterró el billetero en la ladera de la colina y señaló el lugar con una cruz, que improvisó con un par de palos atados con bramante. No era gran cosa, pero fue lo único que se le ocurrió.
Wolgast esperaba que llegaran más. Suponía que Bob no era más que el primero. Únicamente abandonaba la casa para llevar a cabo las tareas más imprescindibles, y sólo de día. Siempre llevaba encima la Springfield, y conservaba el 38 de Carl, cargado, en la guantera del Toyota. Cada pocos días ponía en marcha el motor para mantener cargada la batería. Bob había dicho algo acerca de California. ¿Aún se estaba a salvo allí? ¿Había algún lugar seguro? Tenía ganas de preguntar a Amy: «¿Los oyes acercarse? ¿Sabes dónde están?». No tenía un mapa con el que enseñarle dónde estaba California, pero subió con ella al tejado de la casa una noche, poco después del ocaso.
—¿Ves aquella cordillera? —dijo, y señaló hacia el sur—. Sigue mi mano, Amy. Las Cascadas. Si me pasa algo, sigue esa cordillera. Corre y no pares de correr.
Pero pasaban los meses y seguían solos. Dejó de llover, y Wolgast salió de la casa una mañana, para que lo recibieran el sabor y el olor de la luz del sol, y la sensación de que algo había cambiado. Los pájaros cantaban en los árboles. Miró hacia el lago y vio agua donde antes sólo había un sólido disco de hielo. Una dulce neblina verde vestía el aire, y en la base de la casa, una hilera de azafrán brotaba de la tierra. Tal vez el mundo estuviera saltando en pedazos, pero allí estaba el regalo de la primavera, la primavera en las montañas. Desde todas direcciones llegaban sonidos y olores de vida. Wolgast no sabía en qué mes estaban. ¿Abril o mayo? Pero no tenía calendario, y la pila de su reloj, que no llevaba desde otoño, se había agotado.
Aquella noche, sentado en su silla junto a la puerta con la Springfield en la mano, soñó con Lila. En parte sabía que era un sueño sexual, sobre hacer el amor, pero no lo parecía. Lila estaba embarazada, y los dos jugaban al Monopoly. Aquel sueño no transcurría en ningún lugar en concreto. La zona situada más allá de donde ellos se encontraban estaba oculta por la oscuridad, como las regiones escondidas de un escenario. El temor irracional de que su actividad fuera a perjudicar al feto embargaba a Wolgast. «Tenemos que parar —le dijo con vehemencia—, esto es peligroso». Pero ella no pareció oírle. Wolgast tiró los dados y movió su ficha, para luego descubrir que había aterrizado en la casilla con la imagen del policía, que soplaba su pito. «Ve a la cárcel, Brad —dijo Lila, y rió—. Ve directamente a la cárcel». Entonces se levantó y empezó a desnudarse. «No pasa nada, puedes besarme si quieres. A Bob no le importará». «¿Por qué no le importará?», preguntó Brad. «Porque está muerto —contestó Lila—. Todos estamos muertos».
Se despertó sobresaltado, presintiendo que no estaba solo en la habitación. Ladeó la silla y vio a Amy, que le daba la espalda, de cara a los ventanales que dominaban el lago. A la luz de la estufa, vio que levantaba una mano y tocaba el cristal. Se levantó.
—¿Qué pasa, Amy?
Estaba a punto de dar un paso, cuando una luz cegadora, inmensa y pura, abrasó el cristal, y en aquel instante la mente de Wolgast pareció congelar el tiempo. Como el obturador de una cámara, su mente plasmó y retuvo una imagen de Amy, con las manos alzadas hacia la luz, la boca abierta de par en par para lanzar un grito de horror. Una ráfaga de viento estremeció la cabaña, y después, con un estruendo ensordecedor, las ventanas estallaron hacia dentro, y Wolgast se sintió levantado del suelo y arrojado al otro lado de la habitación.
Un segundo después, o cinco, o diez, el tiempo se reordenó. Wolgast se descubrió a cuatro patas, aplastado contra la pared del fondo. Había cristales por todas partes, un millar de fragmentos en el suelo, y sus bordes centelleaban como estrellas destrozadas a la luz alienígena que bañaba la habitación. Fuera, un resplandor bulboso estaba hinchando el horizonte hacia el oeste.
—¡Amy!
Se acercó a la niña, tendida en el suelo.
—¿Te has quemado? ¿Te has cortado?
—¡No veo, no veo!
Se sacudía con violencia, agitaba los brazos ante su cara presa del pánico. Estaba cubierta de fragmentos de cristal, pegados a la piel de su cara y brazos. Y también de sangre, que empapaba su camiseta cuando se inclinó sobre ella y trató de calmarla.
—¡Quédate quieta, Amy, por favor! Déjame ver si estás herida.
La niña se relajó en sus brazos. Le quitó con suavidad los fragmentos de cristal. No tenía cortes. Se dio cuenta de que la sangre era de él. ¿De dónde salía? Bajó la vista y vio una larga astilla, curvada como una cimitarra, sepultada en su pierna izquierda, a mitad de camino entre la rodilla y la ingle. Dio un tirón: el cristal salió limpiamente, sin dolor. Ocho centímetros de cristal en su pierna. ¿Por qué no lo había sentido? ¿Había sido la adrenalina? Pero en cuanto pensó en ello, llegó el dolor, un tren que entraba en la estación con retraso. Las motas de luz le enturbiaban la visión. Lo sacudió una oleada de náuseas.
—¡No veo, Brad! ¿Dónde estás?
—Estoy aquí, estoy aquí. —Le dolía espantosamente la cabeza. ¿Podías desangrarte hasta morir a causa de una herida como aquélla?—. Intenta abrir los ojos.
—¡No puedo! ¡Me duele!
Tenía quemaduras producidas por el destello, pensó. En la retina, por haber mirado hacia el núcleo de la explosión. Ni Portland, ni Salem, ni siquiera Corvallis. La explosión se había producido hacia el oeste. Una bomba nuclear extraviada, pensó, pero ¿de quién? ¿Cuántas más habían lanzado? ¿Qué pretendían conseguir? Que él supiera, la respuesta era que nada. No era más que otro violento espasmo de la dolorosa extinción del mundo. Cayó en la cuenta de que cuando salió al sol y saboreó la primavera se había permitido el lujo de pensar que habían dejado atrás lo peor, que todo saldría bien. Qué idiota había sido.
Cargó con Amy hasta la cocina y encendió la lámpara. El cristal de la ventana que había sobre el fregadero había aguantado. La sentó en una silla. Encontró una bayeta y la ciñó alrededor de su pierna herida. Amy estaba llorando, con las palmas de las manos apretadas contra los ojos. La piel del rostro y los brazos, que había estado expuesta a la explosión, presentaba un tono rosa intenso, y empezaba a pelarse.
—Sé que duele —dijo Wolgast—, pero tienes que abrirlos. Necesito ver si se te ha clavado algún cristal.
Tenía una linterna sobre la mesa, preparada para examinar sus ojos en cuanto los abriera. Era una emboscada, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Ella negó con la cabeza, y se alejó de él.
—Tienes que hacerlo, Amy. Quiero que seas valiente. Por favor.
Siguieron forcejeando un rato, pero al final se rindió. Dejó que él le apartara las manos y abrió los ojos apenas, pero volvió a cerrarlos.
—¡La luz me hace daño! —lloró.
Llegó a un acuerdo con ella: contaría hasta tres, abriría los ojos, y los mantendría abiertos mientras él volvía a contar hasta tres.
—Uno —empezó—. Dos. ¡Tres!
Amy abrió los ojos, con todos los músculos de la cara tensos a causa del miedo. Wolgast empezó a contar de nuevo, mientras exploraba su cara con el haz de la linterna. Ni cristales, ni señales de heridas visibles. Tenía los ojos intactos.
—¡Tres!
Ella cerró los ojos de nuevo, temblorosa y sollozante.
Gracias al botiquín de primeros auxilios, embadurnó la piel de Amy con crema antiquemaduras, le envolvió los ojos con una venda y la llevó a la cama.
—Tus ojos se pondrán bien —la tranquilizó, aunque no sabía si estaba diciendo la verdad—. Creo que es sólo temporal, a causa del fogonazo.
Estuvo sentado un rato con ella, hasta que su respiración se tranquilizó y comprobó que estaba dormida. Tendrían que marcharse, pensó, poner cierta distancia entre ellos y la explosión, pero ¿adónde irían? Primero, los incendios, y después la lluvia, habían acabado con la carretera. Podrían intentarlo a pie, pero ¿hasta dónde podría llegar, sin apenas poder caminar, guiando a una niña ciega a través de los bosques? Sólo podía confiar en que la explosión hubiera sido de escasa importancia, o se hubiera producido más lejos de lo que sospechaba, o en que el viento hubiera empujado la radiación en otra dirección.
En el botiquín de primeros auxilios encontró una pequeña aguja de coser y un ovillo de hilo negro. Faltaba una hora para el amanecer cuando bajó las escaleras para ir a la cocina. Se sentó a la mesa, iluminado por la lámpara, se quitó el trapo atado y los pantalones empapados en sangre. El corte era profundo pero muy limpio, la piel se veía como papel parafinado roto sobre un filete de carne roja como la sangre. Había cosido botones, incluso una vez el dobladillo de unos pantalones. ¿Sería muy difícil? Bajó del armarito de encima de la pila la botella de whisky que había encontrado en Milton’s, muchos meses antes. Se sirvió un vaso. Se sentó y tomó el licor a toda prisa, inclinó la cabeza hacia atrás para beber sin sentir el sabor, se sirvió un segundo vaso y lo bebió también. Después, se levantó, se lavó las manos en el fregadero, sin prisas, y las secó con un paño. Se sentó de nuevo, enrolló el trapo y se lo puso en la boca. Cogió en una mano la botella de whisky y la aguja de coser en la otra. Lástima que no tuviera más luz. Inhaló aire y lo retuvo. Después vertió whisky sobre el corte.
Ésa fue la peor parte. Después de eso, cerrar la herida fue coser y cantar.
Despertó y descubrió que se había dormido con la cabeza sobre la mesa. La habitación estaba helada, y el aire conservaba un olor extraño, químico, como a neumáticos quemados. Fuera, caía una nieve grisácea. Wolgast salió cojeando al porche. Se dio cuenta de que no era nieve, sino ceniza. Bajó los peldaños. Cayó ceniza sobre su cara y sobre su pelo. No sintió miedo, ni por él ni por Amy. Era un prodigio. Alzó la cabeza y recibió las cenizas. Sabía que estaban pobladas de gente. Una lluvia de cenizas de almas.
Podrían haberse trasladado al sótano, pero daba igual. La radiación estaría por todas partes, en el aire que respiraban, en los alimentos que comían y en el agua que corría desde el lago hasta la bomba de la cocina. Se quedaron en el segundo piso, donde, por lo menos, las ventanas atrancadas ofrecían cierta protección. Tres días después, el día en que quitó a Amy los vendajes (había recuperado la vista, tal como él había prometido), Wolgast empezó a vomitar y no pudo parar. Siguió vomitando incluso después de que sólo pudiera expulsar un delgado moco negro, como alquitrán para techar. La pierna estaba infectada, o al menos la radiación la había afectado. Un pus verdoso manaba de la herida y empapaba los vendajes. Proyectaba un olor asqueroso, un olor que también estaba en su boca, ojos y nariz. Daba la impresión de que le impregnaba el cuerpo.
—Me pondré bien —dijo a Amy, quien, después de todo lo que había sucedido, seguía igual que antes. Su piel escaldada se había desprendido, y debajo aparecía una nueva capa, blanca como leche iluminada por la luna—. Unos días de descanso, y me pondré como nuevo.
Llevó su catre bajo el alero, a la habitación contigua a la de Amy. Notaba que los días pasaban a su alrededor, a través de él. Sabía que se estaba muriendo. El revestimiento de su garganta y estómago, el pelo, las encías que sujetaban sus dientes… Las células de su cuerpo se dividían a toda velocidad y se destruían, ¿o acaso no era ése el efecto de la radiación? Y ahora había llegado a su núcleo, lo estaba tanteando como una gran mano mortífera, negra y de huesos finos. Notaba que se estaba disolviendo como una píldora en agua, un proceso irrevocable. Tendrían que haber intentado huir de la montaña, pero ya era tarde para eso. En la periferia de su conciencia, era consciente de la presencia de Amy, de sus movimientos en la habitación, de que sus ojos vigilantes y demasiado sabios estaban clavados en él. Le acercaba tazas de agua a sus labios agrietados. Se esforzaba por beber, deseaba sentir la humedad, pero sobre todo deseaba complacerla, ofrecerle la tranquilidad de que se recuperaría. Pero no retenía nada.
—Me encuentro bien —le decía ella una y otra vez, aunque tal vez sólo lo estaba soñando. Su voz sonaba muy cerca de su oído. Le acariciaba la frente con un paño. Sentía su aliento suave en la cara, en la habitación en penumbras—. Me encuentro bien.
Era una niña. ¿Qué sería de ella cuando él muriera? Esa niña que apenas dormía o comía, y cuyo cuerpo desconocía el dolor o la enfermedad.
No, ella no moriría. Eso era lo peor, lo más terrible que habían hecho. El tiempo se abría a su alrededor, como olas alrededor de un muelle. Pasaba de largo, mientras Amy continuaba igual. «El total de los días de Noé fue de novecientos cincuenta años». Aunque ignoraba cómo lo habían conseguido, Amy no moriría, no podía morir.
«Lo siento —pensó—. Hice lo que pude y no fue suficiente. Tuve demasiado miedo desde el principio. Si había un plan, no me di cuenta. Amy, Eva, Lila, Lacey… Yo sólo era un hombre. Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento».
Una noche despertó y descubrió que estaba solo. Lo intuyó enseguida: flotaba en el aire una sensación de partida, de ausencia y huida. El mero hecho de alzar las mantas le exigió todas sus fuerzas. El tacto de la tela en su mano era como papel de lija, como púas de fuego. Se sentó, con un esfuerzo monumental. Su cuerpo era una inmensa cosa agonizante que su mente apenas podía contener. Y no obstante, todavía le pertenecía, el mismo cuerpo con el que había vivido todos los días de su existencia. Era extraño morir, sentir que le estaba abandonando. No obstante, otra parte de él siempre lo había sabido.
«Morir —le dijo su cuerpo—. Morir. Para eso vivimos, para morir».
—Amy —dijo, y oyó su voz, un graznido apenas audible. Un sonido débil e inútil, sin forma, que pronunciaba un nombre sin que hubiera nadie en una habitación a oscuras—. Amy.
Consiguió bajar la escalera hasta la cocina y encender la lámpara. Bajo su resplandor tembloroso, todo parecía seguir como siempre, aunque la estancia había cambiado. La misma estancia donde Amy y él habían vivido juntos durante un año, y al mismo tiempo un lugar nuevo por completo. No habría podido decir qué hora era, ni qué día, ni qué mes. Amy se había ido.
Salió dando tumbos al porche y se internó en el bosque oscuro. Un gajo de luna colgaba sobre los árboles, como un juguete infantil suspendido de un cable, una luna sonriente que oscilaba sobre la cuna de un niño. Su luz se derramaba sobre un paisaje de cenizas, todo agonizante, la superficie viviente de la tierra desprendida, que revelaba el núcleo rocoso de todo. Como un decorado, pensó Wolgast, un decorado para el fin de todas las cosas, de todos los recuerdos de las cosas. Atravesó el polvillo blanco quebrado sin rumbo fijo, gritando, llamándola.
Estaba en los árboles, en el bosque, la casa a una distancia inmensa detrás de él. Dudó si sería capaz de orientarse para regresar, pero ya daba igual. Todo había terminado, él estaba acabado. Ni siquiera era capaz de llorar. Al final, pensó, todo se reducía a elegir un lugar. Si tenías suerte, podías lograr eso.
Estaba sobre el río, bajo la luna, entre los árboles desnudos desprovistos de hojas. Cayó de rodillas y se sentó con la espalda apoyada contra uno, y cerró los ojos cansados. Algo se estaba moviendo sobre él en las ramas, pero sólo fue consciente de ello de una forma vaga. Un roce de cuerpos en los árboles. Algo que alguien le había dicho en una ocasión, hacía muchas vidas, acerca de desplazarse en los árboles de noche. Pero recordar el significado de aquellas palabras exigía una fuerza de voluntad que ya no poseía. La idea lo abandonó.
Una nueva sensación lo recorrió, fría y definitiva, como la corriente de aire de una puerta abierta a la hora más profunda del invierno, al espacio silencioso que separa las estrellas. Cuando el amanecer lo encontrara, él ya no estaría. «Amy», pensó, mientras las estrellas empezaban a caer, por todas partes y a su alrededor. Y trató de ocupar su mente únicamente con un nombre, el nombre de su hija, para que lo ayudara a abandonar la vida.
«Amy, Amy, Amy».