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Los incendios llegaron en los días largos y secos del mes de agosto.

Wolgast percibió el olor del humo una tarde, mientras trabajaba en el patio. Por la mañana el aire estaba impregnado de una neblina acre. Subió al tejado para mirar, pero sólo vio los árboles y el lago, las montañas onduladas en la distancia. No tenía forma de saber a qué distancia se hallaban los incendios. El viento podía empujar el humo durante cientos de kilómetros.

Hacía más de dos meses que no bajaba de la montaña, desde su viaje a la tienda de Milton. Habían descubierto una rutina: Wolgast dormía todos los días hasta casi mediodía, y trabajaba fuera hasta el anochecer. Después de cenar y nadar, los dos se quedaban levantados durante la mitad de la noche, leyendo o jugando a juegos de mesa, como si fueran pasajeros en un largo viaje por mar. Había encontrado una caja llena de juegos en una de las cabañas: Monopoly, parchís y damas. Durante un tiempo dejó ganar a Amy, pero descubrió que no era necesario. Era una jugadora astuta, sobre todo de Monopoly, pues compraba propiedad tras propiedad, y calculaba al instante las rentas que producirían y contaba su dinero con regocijo. Boardwalk, Park Place y Marvin Gardens. ¿Qué significaban para ella los nombres de aquellos lugares? Una noche en que se había acomodado para leerle algo (Veinte mil leguas de viaje submarino, que ya habían leído antes, pero que ella deseaba volver a escuchar), ella le arrebató el libro y, a la luz parpadeante de la vela, empezó a leerle en voz alta. Ni siquiera hizo una pausa en las palabras más difíciles del libro, con su sintaxis farragosa y anticuada. Cuando ella se detuvo para pasar página, Wolgast, incrédulo, le preguntó cuándo había aprendido a leer.

—Bien, ya lo habíamos leído —explicó ella—. Supongo que me acuerdo.

El mundo exterior a la montaña se había convertido en un recuerdo, cada día más lejano. No consiguió que el generador funcionara (esperaba poder utilizar la radio de onda corta), y hacía tiempo que había dejado de intentarlo. Si estaba sucediendo lo que él sospechaba, razonó, lo mejor era no saberlo. ¿Qué podría hacer con la información? ¿Adónde podrían ir?

Pero ahora los bosques estaban ardiendo, empujaban una muralla de humo asfixiante desde el oeste. Cuando llegó la tarde del día siguiente, estaba claro que tendrían que marcharse, pues el incendio se dirigía hacia ellos. Si saltaba el río, nada lo detendría. Wolgast cargó el Toyota y depositó a Amy, envuelta en una manta, en el asiento del pasajero. Cogió un paño mojado para cada uno, con el fin de taparse la boca y los ojos irritados.

No habían recorrido ni tres kilómetros cuando vieron las llamas. El humo cortaba la carretera, y el aire era irrespirable, una muralla tóxica. Un viento soplaba con fuerza y lanzaba el fuego hacia la montaña, hacia ellos. Tuvieron que dar media vuelta.

No sabía cuánto tiempo les quedaba hasta que llegara el incendio. No podía mojar el tejado de la casa. Tendrían que esperar. Al menos, las ventanas atrancadas ofrecían cierta protección del fuego, pero al anochecer los dos estaban tosiendo y asfixiándose.

En uno de los edificios anexos había una vieja canoa de aluminio. Wolgast la arrastró hasta la orilla, y después se llevó a Amy. Remó hasta el centro del lago, mientras veía los incendios devorar la montaña en dirección al campamento, una visión de furiosa belleza, como si se hubieran abierto las puertas del infierno. Amy estaba tumbada contra él en el fondo de la canoa. Si tenía miedo, no lo demostraba. No había otra cosa que hacer. Toda la energía del día lo abandonó y, bien a su pesar, cayó dormido.

Cuando despertó por la mañana, el campamento seguía en pie. Los incendios no habían saltado el río. El viento había cambiado en algún momento de la noche y empujado las llamas hacia el sur. El aire continuaba impregnado de humo, pero dedujo que el peligro había pasado. Después, esa misma tarde oyeron un gran trueno, como si alguien sacudiese una enorme hoja de hojalata sobre sus cabezas, y una lluvia torrencial los acompañó durante toda la noche. No daba crédito a su buena suerte.

Por la mañana decidió utilizar los últimos litros de gasolina para bajar la montaña y echar un vistazo a Carl y Martha. Esa vez iría con Amy. Después de los incendios, haría todo lo posible por no volver a perderla de vista. Esperó al anochecer y se pusieron en camino.

Los incendios habían llegado cerca. A menos de un kilómetro de la entrada del campamento, el bosque había quedado reducido a ruinas humeantes, y la tierra estaba chamuscada y arrasada, como si se hubiera librado una terrible batalla. Desde la carretera, Wolgast vio cadáveres de animales, no sólo pequeños, como zarigüeyas y mapaches, sino ciervos, antílopes e incluso un oso, hecho un ovillo sobre sí mismo en la base de un árbol de tronco ennegrecido, muerto mientras buscaba en la tierra una bolsa de aire respirable.

La tienda continuaba en pie, incólume. No había luces encendidas, pero no cabía duda de que la corriente eléctrica estaría desconectada. Wolgast dijo a Amy que esperara en el coche, recuperó una linterna y entró en el porche. La puerta estaba cerrada con llave. Llamó con los nudillos, una y otra vez, y llamó a Carl por el nombre, pero no obtuvo respuesta. Por fin, utilizó la linterna para romper la ventana.

Carl y Martha estaban muertos. Se habían acostado juntos en la cama de hospital de Martha, Carl acuclillado contra los hombros, rodeando su pecho con el brazo, como si estuvieran echando una siesta. Podría haber sido el humo, pero el aire de la habitación reveló a Wolgast que llevaban muertos mucho más tiempo. Sobre la mesita de noche había una botella medio vacía de whisky, y al lado un periódico doblado, como el primero que había visto, inquietantemente delgado, con un enorme titular del que desvió la mirada, ya que prefirió guardarlo en el bolsillo para leerlo después. Paró un momento al pie de la cama. Después, cerró la habitación y, por primera vez, lloró.

La furgoneta de Carl seguía aparcada detrás de la tienda. Wolgast cortó un fragmento de manguera, condujo el Toyota hasta la parte de atrás y trasladó el contenido del depósito de la camioneta a su coche. No sabía adónde tendría que ir, pero la temporada de incendios no había terminado. Había sido un error casi fatal el haberse dejado sorprender. Encontró una lata de gasolina vacía en un cobertizo que había detrás de la casa, y cuando el depósito del Toyota estuvo hasta los topes, también la llenó. Después, Amy lo ayudó a examinar las provisiones de la tienda. Se llevó toda la comida, baterías y propano que creyó que podía cargar, lo guardó en cajas y las transportó hasta el coche. Después, regresó a la habitación donde yacían los cadáveres y, con cuidado, conteniendo la respiración, extrajo el 38 de Carl de la funda sujeta al cinto.

Al amanecer, cuando Amy se durmió por fin, Wolgast sacó el periódico del bolsillo de su chaqueta. En esa ocasión, una única hoja, con fecha del 10 de julio, hacía casi un mes. A saber dónde la había conseguido Carl. Tal vez habría ido a Whiteriver, y después, al regresar, basándose en lo que había visto y leído, puso fin a la situación. La casa estaba llena de medicamentos. Le habría resultado muy fácil llevar a la práctica sus propósitos. Wolgast había escondido el periódico en su bolsillo por miedo, pero también a causa de una certeza fatalista sobre lo que descubriría en él. Tan sólo los detalles constituirían una novedad.

CHICAGO CAE

El virus «Vampiro» llega a la Costa Este.
Millones de muertos
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La frontera de la cuarentena se traslada hacia el centro de Ohio.

California se separa de la Unión y jura defenderse por sus propios medios.

India agita el poder de los misiles y amenaza a Pakistán con un ataque nuclear «limitado

Washington, 10 de julio - El presidente Hughes ordenó hoy a las fuerzas militares estadounidenses que abandonaran el perímetro de Chicago, después de que se produjeran numerosas bajas durante la noche, cuando las unidades del ejército y la Guardia Nacional fueron aplastadas por una enorme fuerza de personas infectadas que avanzaban hacia la ciudad.

«Hemos perdido una gran ciudad estadounidense —dijo el señor Hughes en un comunicado oficial—. Nuestras oraciones están con el pueblo de Chicago, y con los hombres y mujeres que han sacrificado sus vidas para defenderlo. Su recuerdo nos sostendrá en esta gran batalla».

El ataque se produjo poco después del anochecer, cuando las fuerzas estadounidenses apostadas a lo largo del nudo sur informaron de que una fuerza de envergadura desconocida se había congregado ante el distrito comercial de la ciudad.

«No cabe duda de que el ataque estaba organizado», declaró el general Carson White, comandante de la Zona Central de Cuarentena, quien calificó el episodio de «inquietante».

«Se ha establecido un nuevo perímetro defensivo en la Ruta 75, desde Toledo a Cincinnati —dijo White a los periodistas la mañana del martes—. Ése es nuestro nuevo Rubicón».

Cuando los reporteros le preguntaron por el número de tropas que estaban abandonando sus puestos, White contestó que «no había oído nada por el estilo», y tachó tales rumores de «irresponsables».

«Son los hombres y mujeres más valientes con los que he tenido el honor de servir a la patria», dijo el general.

Se han detectado brotes de la epidemia en ciudades desde Tallahassee, en Florida, y Charleston, en Carolina del Sur, hasta Helena, en Montana, y Flagstaff, en Arizona, al igual que al sur de Ontario y al norte de México. La Casa Blanca y los centros de control de enfermedades han calculado que las bajas ascienden a unos treinta millones. El Pentágono ha situado la cifra de personas infectadas en unos tres millones.

Amplias zonas de San Luis, abandonada el domingo, estaban ardiendo anoche, así como zonas de Memphis, Tulsa y Des Moines. Observadores in situ informaron de haber visto aviones sobrevolando a baja altura el famoso arco de la ciudad pocos momentos antes de que se declararan los incendios que engulleron poco después la Zona Central. Nadie de la administración ha dado crédito a los rumores de que los incendios fueron provocados por las fuerzas federales con el fin de desinfectar las principales ciudades de la Zona Central de Cuarentena.

La gasolina escasea o es inexistente en todo el país, pues los pasillos de transporte continúan obstruidos por la gente que huye de la epidemia. Es asimismo difícil encontrar comida, así como suministros médicos, desde vendajes a antibióticos.

Muchos refugiados de la nación no tienen adónde ir ni medios para desplazarse.

«Estamos atrapados, como todos los demás», dice David Callahan, delante de un McDonald’s situado al este de Pittsburgh. Callahan se había trasladado en coche con su familia, su mujer y dos hijos pequeños, desde Akron, en Ohio, un viaje que, en circunstancias normales, habría durado dos horas, pero que aquella noche le había costado veinte. Con la gasolina casi agotada, Callahan paró delante de una gasolinera de los alrededores de Monroeville, y descubrió que los surtidores estaban secos y el restaurante se había quedado sin comida dos días antes.

«Íbamos a casa de mi madre, en Johnstown, pero me he enterado de que ha llegado también allí», dice Callahan, mientras un convoy del ejército, compuesto por cincuenta vehículos, pasa por la carretera.

«Nadie sabe adónde ir —dice—. Esos monstruos están por todas partes».

Aunque la enfermedad aún no se ha propagado más allá de Estados Unidos, Canadá y México, naciones de todo el mundo se están preparando para dicha eventualidad. Italia, Francia, España y otros estados europeos han cerrado sus fronteras, mientras que otras naciones han hecho acopio de suministros médicos o prohibido los desplazamientos interurbanos. La Asamblea General de las Naciones Unidas, reunida por primera vez en La Haya desde que abandonó su sede central de Nueva York a principios de la semana pasada, aprobó una resolución de cuarentena internacional, que prohíbe a cualquier buque o avión acercarse a menos de doscientas millas de América del Norte.

A lo largo y ancho de Estados Unidos, las iglesias y sinagogas han informado de récords de asistencia, cuando millones de fieles se han congregado para rezar. En Texas, donde el virus está muy extendido, el alcalde de Houston, Barry Wooten, escritor de éxito y ex líder espiritual de la Iglesia de la Biblia del Santo Esplendor, mayoritaria en la nación, ha declarado la ciudad «Puerta del Cielo», y animado a ciudadanos y refugiados llegados de otros puntos del estado a congregarse en el Reliant Stadium de Houston para preparar «nuestra ascensión al trono del Señor, no como monstruos, sino como hombres y mujeres de Dios».

En California, donde la infección todavía no ha llegado, el Parlamento estatal se reunió anoche en una sesión de urgencia, y aprobó sin más trámites la declaración de independencia de California, por la que dicho estado cortaba sus vínculos con la Unión y se declaraba nación soberana. En su primer acto como presidenta de la República de California, la ex gobernadora Cindy Shaw ordenó que todas las fuerzas militares y policiales estadounidenses quedaran bajo el mando de la Guardia Nacional de California.

«Nos defenderemos, como es el deber de cualquier nación —dijo Shaw al Parlamento, entre aplausos ensordecedores—. California, y todo cuanto defiende, resistirá».

Desde Sacramento, el portavoz de la administración Hughes, Tim Romer, dijo a los informadores: «Esto es absurdo. No es el momento más adecuado para que cualquier gobierno estatal o local tome en sus manos la seguridad del pueblo estadounidense. Nuestra postura es que California sigue siendo parte de Estados Unidos».

Romer también advirtió de que cualquier fuerza militar o policial californiana que se opusiera a los esfuerzos de liberación federales sería objeto de duras sanciones.

«Que nadie se equivoque —dijo Romer—. Serán considerados combatientes enemigos ilegales».

El miércoles, California había sido reconocida por los gobiernos de Suiza, Finlandia, la diminuta república de Palau, en el sur del Pacífico, y el Vaticano.

El gobierno de India, al parecer en respuesta a la salida de las fuerzas militares de Estados Unidos del sur de Asia, repitió ayer sus anteriores amenazas de utilizar armas nucleares contra las fuerzas rebeldes del este de Pakistán.

«Ha llegado el momento de contener la expansión del extremismo islamista —dijo al Parlamento el primer ministro indio Suresh Mitra—. «El cancerbero se ha ido a dormir».

De modo que ya era un hecho consumado, pensó Wolgast. Al final, había sucedido. Conocía una expresión en la que pensó ahora. Sólo la había oído utilizar en el contexto de la aviación, para explicar cómo, en un día por lo demás claro, un avión podía desplomarse desde el cielo de un momento a otro. SPLA. Superado Por Los Acontecimientos. Eso era lo que estaba pasando. El mundo, la raza humana, estaba superado por los acontecimientos.

—Cuide de Amy —había dicho Lacey—. Amy es suya.

Pensó en Doyle, que había depositado en sus manos las llaves del Lexus, y en el beso que Lacey le dio en su mejilla. Pensó en Doyle corriendo detrás de ellos, agitando las manos, mientras gritaba «¡Vete, vete!», y en cómo Lacey saltó del coche para llamar a las estrellas (pues así los consideraba Wolgast, estrellas humanas, provistas de un brillo mortífero) y conseguir que se precipitaran sobre ella.

El tiempo de dormir, de descansar, había terminado. Wolgast se quedó despierto toda la noche, con el 38 de Carl en una mano y la Springfield en la otra. Esa noche había refrescado, la temperatura era inferior a los diez grados, y Wolgast había encendido la estufa de leña para cuando regresaran de la tienda. Sacó el periódico y lo dobló en cuartos, después en octavos, y finalmente en dieciseisavos. Abrió la puerta de la estufa. Después, entregó el periódico al fuego y contempló asombrado la velocidad con que desaparecía.