Cuando todo el tiempo expiró, y el mundo perdió su memoria, y el hombre que era se había perdido de vista como un barco en la lejanía, rodeando el filo de la tierra con su antigua vida encerrada en la bodega; y cuando las estrellas remolineantes contemplaron la nada, y la luna en su arco ya no recordaba su nombre, y todo cuanto quedaba era el gran mar de ansia sobre el que flotaba eternamente, todavía, en su interior, en el lugar más profundo, era esto: un año. La montaña y las estaciones que se sucedían, y Amy. Amy y el año de Cero.
Llegaron al campamento a oscuras. Wolgast condujo el último kilómetro poco a poco, siguiendo los haces de los focos cuando se abrían paso entre los árboles, frenaba para salvar los peores baches, las rodadas profundas de la escorrentía del invierno. Las ramas extendidas como dedos, preñadas de humedad, arañaron el techo y las ventanillas cuando pasaron. El coche era un trasto, un anticuado Toyota Corolla de llantas enormes y chillonas, y un cenicero lleno de colillas amarillentas. Wolgast lo había robado en un aparcamiento de caravanas situado en las afueras de Laramie, dejando el Lexus con las llaves en el encendido y una nota sobre el salpicadero: «Quédeselo, es suyo». Un chucho encadenado, demasiado cansado para ladrar, había contemplado la maniobra con desinterés, mientras Wolgast arrancaba el motor, y después transportaba a Amy desde el Lexus al Toyota Corolla, donde la había tendido sobre el asiento posterior, sembrado de envoltorios de comida basura y paquetes de cigarrillos vacíos.
Por un momento, Wolgast deseó poder estar presente para ver la cara del propietario cuando despertara por la mañana y encontrara su viejo coche reemplazado por un sedán deportivo de 80.000 dólares, como la calabaza de Cenicienta convertida en una carroza. Wolgast nunca había conducido nada semejante. Confió en que el nuevo propietario, fuera quien fuera, se regalase el placer de conducir el coche al menos una vez, antes de descubrir una forma de hacerlo desaparecer con sigilo.
El Lexus pertenecía a Fortes. Había pertenecido, se recordó Wolgast, porque Fortes estaba muerto. Fortes, James B. Wolgast nunca había sabido su nombre, hasta que leyó la tarjeta de matriculación. Una dirección de Maryland, lo que debía significar el USAMRIID, o quizá los Institutos Nacionales de Salud. Wolgast había tirado el documento por la ventanilla a un campo de trigo, cerca de la frontera de Colorado con Wyoming. Pero había guardado el contenido de la cartera encontrada en el suelo, junto al asiento del conductor: algo más de seiscientos dólares en metálico y una Visa Titanium.
Pero eso había sucedido horas antes, el transcurso del tiempo exagerado por la distancia recorrida. Colorado, Wyoming e Idaho, este último en una oscuridad absoluta, entrevisto tan sólo gracias a los focos del Corolla. Habían atravesado Oregón al amanecer de la segunda mañana, cruzado las mesetas arrugadas del árido interior a medida que el día avanzaba. Estaban rodeados de campos desiertos y colinas doradas azotadas por el viento, donde florecía la artemisa púrpura. Para mantenerse despierto, Wolgast conducía con las ventanillas abiertas, y el interior del coche se llenaba de su dulce perfume: el olor de la infancia, de casa. A media tarde notó que el motor del Corolla se forzaba: habían empezado, por fin, a ascender. Cuando la oscuridad cayó, la cordillera de las Cascadas salió a su encuentro, una masa melancólica que aserraba los rayos del sol poniente e iluminaba el cielo occidental en un abrasador collage de rojos y púrpuras, como una pared de vidrieras. En lo alto, brillaba el hielo sobre las puntas rocosas.
—Amy —dijo—. Despierta, cariño. Mira.
Amy estaba tumbada en el asiento trasero, cubierta con una manta de algodón. Aún estaba débil, había dormido durante la mayor parte de los dos últimos días. Pero daba la impresión de que lo peor había quedado atrás. Su piel presentaba un aspecto mejor, y la palidez cerúlea de la fiebre había desaparecido. Aquella mañana había mordisqueado un bocadillo de huevo y tomado unos sorbos de leche chocolatada que Wolgast había comprado en un autoservicio. Algo curioso: era muy sensible a la luz del sol. Daba la impresión de que le causaba dolor físico, y no sólo en los ojos. Todo su cuerpo la rechazaba, como si sufriera una descarga eléctrica. En una estación de servicio le había comprado unas gafas de sol, rosa, como de estrella de cine, las únicas lo bastante pequeñas para sostenerse sobre su nariz, y una gorra con el logo de John Deere para que se la encasquetara sobre los ojos. Pero incluso con la gorra y las gafas, apenas había asomado la cabeza de debajo de la manta en todo el día.
Al oír su voz, la niña se levantó pese al sueño que la embargaba y miró por el parabrisas. Todavía con las gafas de sol rosa, entornó los ojos para protegerlos de la luz del sol y se masajeó las sienes. El viento que entraba por las ventanillas agitó sus largos mechones de pelo alrededor de la cara.
—Hay mucha… luz —dijo en voz baja.
—Las montañas —explicó Wolgast.
Condujo los últimos kilómetros guiado por el instinto, siguiendo carreteras carentes de indicaciones que le adentraron todavía más en los pliegues boscosos de las montañas. Un mundo oculto: adonde iban no había ciudades, ni casas, ni gente. Al menos, así lo recordaba. El aire era fresco y olía a pino. El indicador de gasolina estaba casi a cero. Pasaron ante una tienda que Wolgast recordaba vagamente, aunque el nombre no le resultaba familiar (ARTÍCULOS DE CONFECCIÓN / PERM. CAZA Y PESCA MILTON), y empezó la ascensión final. Tres bifurcaciones después se encontraba al borde del ataque de ansiedad, convencido de que se había extraviado, cuando una serie de pequeños detalles parecieron presentarse ante él como surgidos del pasado: cierta elevación de la carretera, un fugaz vistazo de un cielo tachonado de estrellas cuando doblaron una curva, y después, bajo las ruedas del Toyota, la acústica expansiva del aire libre cuando cruzaron el río. Como cuando era pequeño, con su padre al lado, camino del campamento.
Momentos después, llegaron a un claro entre los árboles. Al lado de la carretera se alzaba un letrero castigado por el clima: CAMPAMENTO BEAR MOUNTAIN, y debajo, colgando de un par de cadenas oxidadas: SE VENDE, con el nombre de una agencia inmobiliaria y un número de teléfono de una centralita telefónica de Salem. El letrero, como tantos que Wolgast había visto en la carretera, estaba acribillado a balazos.
—Hemos llegado —dijo.
El camino de entrada al campamento, de un kilómetro y medio de longitud, seguía la cima de un alto dique que dominaba el río, rodeaba un grupo de peñascos y les internaba en la arboleda. Sabía que el lugar estaba cerrado desde hacía años. ¿Seguirían en pie los edificios? ¿Qué encontrarían? ¿Las ruinas calcinadas de un incendio devastador? ¿Tejados podridos y hundidos bajo el peso de la nieve invernal? Pero entonces, al salir de los árboles, apareció el campamento: el edificio que los chicos llamaban la Casa Vieja (porque entonces ya era vieja), y detrás de ella y a su alrededor, las cabañas y edificios anejos más pequeños, una docena en total. Al otro lado había más bosque y un sendero que descendía hasta el lago, 80 hectáreas de silencio cristalino, contenido por un dique de tierra en forma de frijol. Cuando se acercaron a la casa, los faros del Toyota resbalaron sobre las ventanas delanteras, y recrearon por un momento la ilusión de luces encendidas en el interior, como si esperaran su llegada, como si no hubieran atravesado el país, sino retrocedido en el tiempo, salvado el abismo de treinta años, cuando Wolgast era un niño.
Frenó el coche ante el porche y apagó el motor. Experimentó, aunque fuera extraño, el ansia de rezar una oración de gracias, para agradecer de alguna manera su llegada. Pero habían pasado muchos años desde que lo hiciera por última vez, demasiados. Bajó del coche y salió al asombroso frío. Su aliento formó chorros equinos alrededor de la cara. Estaban a principios de mayo, y el aire todavía parecía conservar el recuerdo del invierno. Se acercó al maletero y lo abrió. Cuando lo había abierto por primera vez, en el aparcamiento de un Wal-Mart, al oeste de Rock Springs, había descubierto que estaba lleno de latas de pintura vacías. Ahora contenía provisiones: ropa para ambos, comida, artículos de tocador, velas, pilas, cámping gas y botellas de propano, diversas herramientas básicas, un kit de primeros auxilios y un par de sacos de dormir desinflados. Lo suficiente para establecerse, aunque no tardaría en tener que bajar de la montaña. Gracias al resplandor de la bombilla del maletero, localizó lo que buscaba y subió al porche.
El picaporte de la puerta principal cedió con un fuerte tirón de la palanca para desmontar neumáticos del Toyota. Wolgast encendió su linterna y entró. Si Amy despertaba sola, tal vez se asustaría, pero quería echar un vistazo rápido para comprobar que no existía el menor peligro. Probó el interruptor de la luz que había junto a la puerta, pero no pasó nada; la corriente estaba desconectada, sin duda. Habría un generador de reserva en alguna parte, aunque necesitaría combustible para lograr que funcionara, y aun en ese caso no era seguro que lo lograra. Paseó la linterna alrededor de la sala. Había una colección caótica de sillas y mesas de madera, una cocina de leña de hierro forjado, un escritorio de oficina metálico apoyado contra la pared y, encima, un tablón de anuncios, vacío salvo por una sola hoja de papel, arrugada a causa del tiempo. Las ventanas estaban desprotegidas, pero el cristal había resistido. El espacio estaba cerrado herméticamente y se conservaba, y cuando la estufa de leña funcionara se calentaría enseguida.
Dirigió la linterna hacia el tablón de anuncios. BIENVENIDOS, CAMPISTAS. VERANO DE 2014, ponía el papel, y debajo, ocupando el resto de la página, una lista de nombres (los habituales Jacob, Joshua y Andrew, pero también un Sacha e incluso un Akeem), cada uno seguido por el número de la cabaña que le habían asignado. Wolgast había ido tres años seguidos, y durante el último (el verano en que había cumplido doce años) trabajó de ayudante de monitor, durmió en una cabaña con un grupo de niños pequeños, muchos de ellos afligidos por una nostalgia de su hogar que los debilitaba casi tanto como una enfermedad. Entre los que se pasaban llorando toda la noche, y las excentricidades nocturnas de sus torturadores, Wolgast apenas había pegado ojo en todo el verano. Y sin embargo, nunca había sido tan feliz. Aquellos días fueron, en muchos sentidos, los mejores de su infancia, tiempos dorados. Al otoño siguiente sus padres se lo llevaron a Texas y empezaron todos sus problemas. El propietario del campamento era un tal señor Hale, un profesor de biología de instituto con la voz profunda y la caja torácica abombada de un defensa de rugby, cosa que había sido en otro tiempo. Era amigo del padre de Wolgast, aunque, hasta donde él recordaba, éste jamás había reconocido dicha amistad.
El señor Hale vivía arriba con su esposa durante los veranos, en una especie de apartamento. Eso era lo que Wolgast andaba buscando. Atravesó una puerta giratoria para salir de la zona común y se encontró en la cocina: armaritos de madera rústicos, un tablero del que colgaban ollas y cacerolas oxidadas, un fregadero con una bomba anticuada, y un horno y una nevera con la puerta entreabierta, todo alrededor de una amplia mesa chapada en pino. Todo estaba cubierto de una gruesa capa de polvo. El horno era un antiguo aparato comercial de metal blanco, con un reloj delante, cuyas manecillas se habían detenido en las tres y seis minutos. Giró uno de los mandos y oyó el silbido del gas.
De la cocina salía una estrecha escalera que conducía al segundo piso, una madriguera de diminutas habitaciones encajadas bajo el alero. Casi todas estaban vacías, pero en dos de ellas descubrió un par de catres, con los colchones vueltos hacia la pared. Y eso no era todo. En una de las habitaciones, sobre una mesa de caballete situada junto a la ventana, descubrió un aparato lleno de cuadrantes e interruptores; lo tomó por una radio de onda corta.
Regresó al coche. Amy continuaba durmiendo, acurrucada bajo la manta. La sacudió con dulzura para despertarla.
La niña se levantó y se frotó los ojos.
—¿Dónde estamos?
—En casa —contestó Wolgast.
Pensó mucho en Lila durante aquellos primeros días en la montaña. Por extraño que pudiera parecerle, en sus pensamientos no tenía cabida la curiosidad acerca del mundo y de lo que estaría pasando en aquellos momentos. Dedicaba los días a las tareas domésticas, restaurar el orden en la casa y cuidar de Amy, pero su mente, que tenía libertad para viajar adonde deseara, prefirió trasladarse al pasado, flotando sobre él como un ave encima de una enorme extensión de agua, sin costa a la vista, con la única compañía del distante reflejo de sí mismo en la reluciente superficie.
No era cierto que se hubiera enamorado de Lila nada más conocerla. Pero eso era más o menos lo que había ocurrido. La había conocido un domingo de invierno, cuando entró en urgencias llevado a hombros por dos amigos que olían a sudor de gimnasio. Wolgast no era un gran jugador de baloncesto, no jugaba desde el instituto, pero se había dejado convencer para participar en un torneo de caridad: tres contra tres, media pista, nada excesivo. De manera milagrosa habían superado dos rondas antes de que Wolgast saltara para encestar, y al descender oyera un chasquido en el tendón de Aquiles izquierdo, y luego, deshecho en el suelo (al tiempo que la pelota rebotaba en el aro, lo que hacía más humillante la lesión), un estallido de dolor le inundara los ojos de lágrimas.
El médico de urgencias que lo examinó anunció que se había roto el tendón, y le envió arriba, al traumatólogo. Era Lila. Ella entró en la habitación, mientras con una cuchara introducía los restos de un yogur en su boca, lo tiró al cubo de la basura y se volvió hacia el lavabo para lavarse las manos, todo ello sin que le echara ni un solo vistazo.
—Bien. —Se secó las manos y consultó un momento su tablilla, y después miró a Wolgast, sentado en la mesa. No era lo que Wolgast habría descrito como una belleza clásica, aunque algo en ella le provocó una sensación de déjà vu. Tenía el pelo, que era del color del cacao, recogido en un moño mediante una especie de varilla. Llevaba gafas negras, que resbalaban sobre la pendiente de su estrecha nariz—. Soy la doctora Kyle. ¿Se ha lesionado jugando al baloncesto?
Wolgast asintió contrito.
—No soy un gran deportista —admitió.
En aquel momento, la PDA zumbó en la cintura de la mujer. Ella le dirigió una mirada y frunció el ceño. Después, con serena precisión, apoyó un solo dedo extendido sobre el lugar situado detrás del tercer dedo del pie izquierdo.
—Apriete aquí.
Wolgast lo hizo, o al menos lo intentó. El dolor fue tan intenso que creyó que estaba enfermo.
—¿A qué se dedica usted?
Wolgast tragó saliva.
—Soy policía —logró articular—. Dios, cómo duele.
Ella estaba escribiendo algo en su libreta.
—Policía —repitió—. ¿Qué tipo de policía?
—Del FBI.
Buscó un destello de interés en sus ojos, pero no vio ninguno. Observó que no llevaba alianza en la mano izquierda. Aunque eso no tenía por qué significar nada. Tal vez se la quitara cuando visitaba a sus pacientes.
—Voy a pedir que le hagan una exploración —dijo—, pero estoy segura en un noventa por ciento de que se le ha roto el tendón.
—¿Qué significa eso?
Ella se encogió de hombros.
—Que necesitará cirugía. No le voy a mentir. No es divertido. Llevará un inmovilizador durante ocho semanas, y necesitará seis meses para recuperarse por completo. —Sonrió—. Lamento comunicarle que sus días de baloncestista han terminado.
Le administró algo para el dolor que lo adormeció al instante. Despertó justo cuando lo trasladaban en camilla a hacerse la resonancia magnética. Cuando volvió a abrir los ojos, Lila se encontraba de pie junto a su cama. Alguien lo había tapado con una manta. Consultó el reloj y vio que iban a dar las nueve de la mañana. Llevaba casi seis horas en el hospital.
—¿Sus amigos siguen aquí?
—Lo dudo.
La operación estaba programada para las siete de la mañana siguiente. Tendría que firmar algunos formularios, y después lo llevarían a una habitación donde pasaría la noche. Ella le preguntó si tenían que llamar a alguien.
—Pues no. —Aún notaba la cabeza turbia a causa del Vicodin—. Me parece un poco patético. Ni siquiera tengo gato.
Ella le estaba mirando expectante, como esperando a que dijera algo más. Wolgast estaba a punto de preguntarle si se conocían de antes, cuando ella rompió el silencio con una repentina y brillante sonrisa.
—Bien, estupendo —dijo.
La primera cita tuvo lugar dos semanas después de la operación, y consistió en una comida en la cafetería del hospital. Wolgast, con muletas, la pierna izquierda envuelta en un artilugio de plástico y velcro desde la rodilla hasta el dedo gordo del pie, se vio obligado a esperar en la mesa como un inválido, mientras ella iba a buscar su comida. Ella iba en pijama (tenía guardia aquella noche, explicó, y dormiría en el hospital), pero se había aplicado un poco de maquillaje y rímel, y se había cepillado el pelo.
La familia de Lila era del este, de cerca de Boston. Después de estudiar en la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston (una experiencia horrible, dijo, los cuatro peores años de su vida, de la vida de cualquiera, como si un coche te arrastrara), se había trasladado a Colorado para trabajar de residente en traumatología. Pensó que iba a odiar aquella enorme y anónima ciudad, tan lejos de casa, pero sucedió lo contrario: sólo sintió alivio. Le gustaban la extensión descuidada de Denver, su caótica maraña de autovías e hileras de casas, la amplitud de sus elevadas llanuras y las montañas indiferentes, la forma de hablar de la gente, espontánea y sin pretensiones, y el hecho de que casi todo el mundo procedía de otra parte. Todos eran exiliados, como ella.
—Todo me parecía de lo más normal. —Estaba untando un bagel con crema de queso. Era su desayuno, aunque eran casi las ocho de la noche—. Creo que no sabía lo que era la normalidad. Era justo lo que necesitaba una chica nerviosa de Wellesley —explicó.
Wolgast se sentía desesperadamente aventajado, y así se lo dijo. Ella rió, avergonzada, y le tocó la mano un momento.
—No deberías —dijo.
Ella trabajaba mucho. Les resultaba imposible verse de una forma normal, ir a restaurantes o al cine. Wolgast estaba inválido y pasaba los días sentado en su apartamento, nervioso. Después iba en coche al hospital, y los dos cenaban en la cafetería. Ella le dijo que se había criado en Boston, hija de profesores universitarios, le habló del colegio, de sus amigos y estudios, del año que había pasado en Francia, cuando quería ser fotógrafa. Wolgast se formó la idea de que ella había estado esperando que apareciera alguien en su vida para quien todo eso resultara nuevo. Le encantaba escuchar, ser esa persona.
Tardaron casi un mes en cogerse de la mano. Acababan de terminar de cenar, cuando Lila se quitó las gafas, se inclinó sobre la mesa y lo besó. Fue un beso largo y tierno. Su aliento olía a la naranja que acababa de comer.
—Ya está —dijo—. ¿De acuerdo? —Paseó la vista a su alrededor de forma teatral y bajó la voz—. O sea, técnicamente, soy tu médico.
—Mi pierna ya se siente mejor —dijo Wolgast.
Cuando se casaron, él tenía treinta y cinco años, y Lila treinta y uno. Era un día de septiembre. La ceremonia se celebró en Cape Cod, en un pequeño club náutico que dominaba una tranquila bahía, con veleros que oscilaban bajo un cielo azul límpido de otoño. Casi todos los asistentes eran miembros de la familia de Lila, que era gigantesca, como una enorme tribu, tantas tías, tíos y primos que Wolgast fue incapaz de contarlos, ni de recordar sus nombres. Tuvo la impresión de que la mitad de las mujeres habían sido compañeras de piso de Lila en uno u otro momento, y estaban ansiosas por contarle diversas escapadas juveniles que, a la postre, se le antojaron todas iguales. Wolgast nunca se había sentido tan feliz. Bebió demasiado champán y se encaramó sobre una silla para lanzar un brindis largo y sensiblero, aunque totalmente sincero, que culminó cantando, desafinando, una estrofa de «Embraceable You». Todos aplaudieron y rieron, antes de arrojarles una tormenta de arroz. Si alguien sabía que Lila estaba embarazada de cuatro meses, no soltó prenda. Wolgast lo achacó a la reserva de Nueva Inglaterra, pero después descubrió que no le importaba a nadie. Todo el mundo se sentía feliz por ellos.
Con el dinero de Lila (pues, en comparación con los ingresos de ella, los de él eran risibles) compraron una casa en Cherry Creek, un barrio de rancio abolengo con árboles, parques y buenos colegios, y esperaron a que naciera la niña. Sabían que sería niña. Eva era el nombre de la abuela de Lila, un personaje de armas tomar que, según la leyenda familiar, había navegado en el Andrea Doria y salido con un sobrino de Al Capone. A Wolgast le gustaba el nombre, y en cualquier caso, una vez Lila lo sugirió, quedó aceptado. El plan consistía en que Lila trabajara hasta la fecha del parto. Después del nacimiento de Eva, Wolgast se quedaría en casa con ella durante un año, y después Lila trabajaría a media jornada en el hospital cuando él regresara a la Agencia. Era un plan demencial, plagado de problemas en potencia que ambos preveían pero sobre los que no meditaban. De alguna manera, conseguirían sacarlo adelante.
Durante la trigésimo cuarta semana, la presión arterial de Lila subió, y su ginecóloga le ordenó que guardara cama y reposara. Dijo a Wolgast que no se preocupara. No era tan alta como para que la niña corriera peligro. Al fin y al cabo, Lila era médico. Si existía un problema real, se lo diría. A Wolgast le preocupaba el que trabajara demasiado, que pasara tantas horas de pie en el hospital, y se alegró de que se quedara en casa, atendida como una reina, que bajaba las escaleras para comer, ver películas y leer libros.
Entonces, una noche, tres semanas antes de la fecha prevista, Wolgast llegó a casa y la descubrió llorando, sentada en el borde de la cama con la cabeza entre las manos, presa del dolor.
—Algo va mal —anunció.
En el hospital, dijeron a Wolgast que la tensión era de 160/95, un estado conocido como preeclampsia. Ése era el origen de sus jaquecas. Estaban preocupados por la posibilidad de que sufriera una apoplejía, por los riñones de Lila y por los daños que pudiera sufrir el feto. Todo el mundo estaba muy serio, sobre todo Lila, pálida de preocupación. Tendrían que provocar el parto, dijo el médico. Un parto vaginal era lo mejor en casos como aquél, pero si no paría en seis horas, tendrían que proceder a una cesárea.
La sujetaron a un gotero de Pitocin, y a otro de sulfato de magnesio, para impedir apoplejías. Ya pasaba de la medianoche. El magnesio, dijo la enfermera con insultante jovialidad, sería incómodo. Wolgast le preguntó qué quería decir aquello. La enfermera dijo que era difícil de explicar, pero que no le gustaba. La conectaron a un monitor fetal, y después esperaron.
Fue espantoso. Lila, en la cama, gemía de dolor. Wolgast nunca había vivido nada semejante. Le conmovió hasta lo más hondo. Lila dijo que era como si tuviera diminutas hogueras en todo el cuerpo. Como si su cuerpo la odiara. Nunca se había sentido tan desdichada. Si era obra del magnesio o del Pitocin, eso Wolgast lo ignoraba, y nadie quiso contestar a sus preguntas. Empezaron las contracciones, pero la enfermera dijo que no había dilatado lo suficiente. Dos centímetros, como mucho. Pero el ritmo cardíaco del feto era casi inexistente. Wolgast se preguntó hasta cuándo podría prolongarse. Habían asistido a las clases, y obedecido todas las instrucciones. Nadie había dicho que sería así, como ver un accidente de coche a cámara lenta.
Por fin, poco antes del amanecer, Lila dijo que tenía que empujar. Tenía que. Nadie creía que estuviera preparada, pero el doctor la examinó y descubrió, milagrosamente, que estaba en diez centímetros. Todo el mundo empezó a correr de un lado a otro, reordenando la habitación con todos sus objetos sobre ruedas, calzándose guantes limpios, y plegando una sección de la cama bajo la pelvis de Lila. Wolgast asistía impotente a aquello, un barco sin timón en alta mar. Tomó la mano de Lila mientras empujaba, una, dos y tres veces. Después, todo terminó.
Alguien extendió unas tijeras en ángulo, para que Wolgast cortara el cordón umbilical. La enfermera colocó a Eva en un calentador y le practicaron el test de Apgar. Después puso un gorro sobre la diminuta cabeza de la recién nacida, la envolvió en una manta y se la entregó a Wolgast. ¡Qué asombroso! De repente, todo quedó atrás, el pánico, el dolor y la preocupación, y había una flamante recién nacida en la habitación. Nada en la vida lo había preparado para aquello, el tacto de un bebé, su hija, en sus brazos. Eva era muy pequeña, apenas dos kilos. Su piel era tibia y rosácea (el rosa de los melocotones madurados por el sol), y cuando acercó su cara a la de él, proyectó un olor ahumado, como si la hubieran sacado de una hoguera. Le estaban dando puntos a Lila. Aún estaba aturdida a causa de los fármacos. Wolgast se sorprendió al ver sangre en el suelo, una mancha ancha y oscura debajo de ella. Con la confusión, no se había fijado. Pero Lila estaba bien, dijo el médico. Wolgast le enseñó a su hija, y después abrazó a Eva durante mucho rato, mientras repetía su nombre una y otra vez, antes de que la enfermera se la llevara a la nursery.
Amy iba recuperando las fuerzas día tras día, pero su sensibilidad a la luz no remitía. Wolgast descubrió que en uno de los edificios anexos había pilas de madera contrachapada y una escalerilla, además de un martillo, una sierra y clavos. Tuvo que cortar y medir a mano las tablas, y después subirlas por las escaleras y sujetarlas mientras las clavaba, con el fin de aislar las ventanas del segundo piso. Pero después de la larga ascensión en el recinto (una hazaña que, en comparación, se le antojaba inverosímil), esa tarea doméstica sin importancia no parecía gran cosa.
Amy se pasaba casi todo el día descansando, y se despertaba al anochecer para comer. Le preguntó dónde estaban (en Oregón, explicó él, en las montañas, un lugar donde había acampado de niño), pero nunca por qué. O ya lo sabía, o le daba igual. El tanque de propano de la casa estaba casi lleno. Wolgast preparaba comidas sencillas en la cocina, sopas y guisos de lata, galletitas saladas y cereales con leche en polvo. La provisión de agua del campamento era algo sulfurosa, pero potable, y salía de la bomba de la cocina tan helada que le daba escalofríos. Se dio cuenta enseguida de que apenas había llevado comida. Tendría que bajar pronto de las montañas. Había encontrado en el sótano cajas con libros antiguos, novelas clásicas encuadernadas, mohosas debido a la edad y la humedad, y por la noche se las leía a la luz de una vela: La isla del tesoro, Oliver Twist o Veinte mil leguas de viaje submarino.
A veces, Amy salía de día, si estaba nublado, y lo miraba mientras llevaba a cabo las tareas, cortar leña, reparar un agujero del tejado bajo el alero, o intentar insuflar vida a un antiguo generador de gasolina que había encontrado en uno de los cobertizos. Ella se sentaba en un tocón a la sombra, con gafas y gorra, y una toalla larga sujeta bajo la cinta del pelo para proteger el cuello. Pero esas visitas nunca duraban mucho rato: una hora, y su piel se teñía de un color rosa rabioso, como si se hubiera escaldado con agua caliente, y él la enviaba arriba de nuevo.
Una noche, cuando llevaban casi tres semanas en el campamento, la llevó al lago a bañarse. Aparte de los breves ratos en que ello lo miraba mientras él trabajaba, la niña no había salido de la casa, y nunca muy lejos. Al pie del sendero había un muelle destartalado, que se extendía nueve metros sobre la orilla herbosa. Wolgast se quedó en ropa interior y dijo a Amy que le imitara. Había llevado toallas, champú y una pastilla de jabón.
—¿Sabes nadar?
Amy negó con un movimiento de cabeza.
—Muy bien. Te voy a enseñar.
La tomó de la mano y la condujo hasta el lago. El agua estaba helada. Entraron juntos en las aguas profundas, hasta que a Amy le llegaron al pecho. Wolgast la levantó, la sostuvo en horizontal y le dijo que moviera brazos y piernas.
—Suéltame —dijo ella.
—¿Estás segura?
La respiración de Amy se había acelerado.
—Ajá.
La soltó. Amy se hundió como una piedra. A través de las aguas transparentes, Wolgast vio que había dejado de moverse. Tenía los ojos abiertos y paseaba la vista a su alrededor, como un animal que examinara un nuevo hábitat. Después, con un gracejo sorprendente, extendió los brazos y los movió a su alrededor, giró los hombros y surcó las aguas con diestros movimientos de rana. Un perfecto estilo crol. Un instante después estaba deslizándose sobre el fondo arenoso, fuera de su vista. Wolgast estaba a punto de zambullirse cuando ella emergió a tres metros de distancia, en una zona donde no hacía pie, sonriente y jubilosa.
—Fácil —dijo, mientras movía las piernas—. Como volar.
Wolgast, estupefacto, sólo pudo reír.
—Ve con cuidado —dijo, pero antes de que pudiera terminar la frase, Amy había llenado los pulmones de aire y desaparecido bajo el agua de nuevo.
Le lavó el pelo y procuró explicarle lo demás. Cuando hubieron terminado, el cielo estaba oscuro, virado del púrpura al negro. Las estrellas se podían contar por cientos, y sus luces parpadeantes se reflejaban en la superficie inmóvil del lago. No se oía nada, salvo sus voces, y el latido primigenio del agua del lago contra la orilla. Recorrieron el sendero a la luz de la linterna. Cenaron sopa y galletitas saladas en la cocina, y después la acompañó a su habitación. Sabía que pasaría horas despierta. La noche era su territorio, y también se estaba convirtiendo en el de él. A veces se quedaba levantado la mitad de la noche y le leía.
—Gracias —dijo Amy, mientras Wolgast se acomodaba con un libro: Ana de las Tejas Verdes.
—¿Por qué?
—Por enseñarme a nadar.
—Me pareció que ya sabías. Alguien te habrá enseñado.
Ella recibió aquella afirmación con una expresión de perplejidad.
—No creo —dijo.
Wolgast no supo qué conclusión extraer. Amy constituía un misterio. Parecía encontrarse bien; mejor que bien, de hecho. Con independencia de lo que hubiera sucedido en el recinto, fuera lo que fuera el virus, daba la impresión de haberlo superado. No obstante, el problema de la luz era extraño. Y había más cosas. Por ejemplo, ¿por qué motivo no le crecía el pelo? El cabello de Wolgast le caía por debajo del cuello. Pero Amy, cuando la miraba, parecía siempre igual. Tampoco le cortaba nunca las uñas, ni ella lo hacía. Y, por supuesto, estaba el más profundo de los misterios: ¿qué había matado a Doyle y a todos los demás en Colorado? ¿Cómo era posible que Carter se hubiera plantado sobre el capó del coche, sin ser Carter por completo? ¿Qué había querido decir Lacey cuando anunció que Amy era de él, y que ya sabría lo que debía hacer? La verdad era que lo había sabido hacer. Pero no podía explicar nada de todo aquello.
Más tarde, cuando terminó de leer, le dijo que bajaría la montaña por la mañana. Pensó que Amy se encontraba lo bastante bien como para quedarse sola en la casa. Sólo tardaría una o dos horas. Volvería antes de que ella se diera cuenta, incluso antes de que despertara.
—Lo sé —dijo ella, y Wolgast tampoco supo qué deducir de ello.
Se fue poco después de las siete. Después de tantas semanas de inactividad, recogiendo el polen de los árboles, el Toyota emitió un largo resuello de protesta cuando intentó ponerlo en marcha, pero al final el motor resistió. La niebla matutina que se elevaba del lago comenzaba a disiparse. Empezó el largo descenso por el camino.
La ciudad digna de ese nombre que tenían más cerca se encontraba a 45 kilómetros, pero Wolgast no quería ir tan lejos. Si el Toyota se averiaba, se quedaría aislado, y también Amy. En cualquier caso, el depósito de gasolina estaba casi vacío. Recorrió a la inversa el camino de llegada, y se detuvo en cada bifurcación para poner a prueba su memoria. No vio otros vehículos, lo cual no le sorprendió, en un lugar tan alejado. No obstante, esa ausencia le inquietaba. El mundo al que estaba regresando, aunque fuera durante un breve período de tiempo, se le antojó un lugar diferente que el de hacía tres semanas.
Entonces lo vio: ARTÍCULOS DE CONFECCIÓN / PERM. CAZA Y PESCA MILTON. En la oscuridad, aquella primera noche, le pareció más grande. De hecho, no era más que una pequeña casa de dos pisos, de tablillas maltratadas por la intemperie. Una cabaña en el bosque, como salida de un cuento de hadas. No había más coches en el aparcamiento, aunque sí había aparcada en la hierba de la parte de atrás una vieja furgoneta de mediados de la década de 1990. Wolgast salió del Toyota y se acercó a la puerta principal.
En el porche había media docena de expendedores automáticos de periódicos, todos vacíos, salvo uno: USA Today. Vio el titular en letras grandes a través de la puerta polvorienta, que estaba abierta. Cuando retiró un ejemplar, descubrió que el periódico consistía en dos hojas dobladas. Se paró en el porche y leyó.
CAOS EN COLORADO
El estado de las Montañas Rocosas, asolado por un virus asesino. Se cierran las fronteras.
Se informa de brotes en Nebraska, Utah y Wyoming.
El presidente pone al ejército en estado de alerta y pide a la nación que mantenga la calma ante una «amenaza terrorista sin precedentes»
Washington, 18 de mayo - El presidente Hughes juró anoche tomar «todas las medidas necesarias» para contener la expansión del virus de la llamada «fiebre de Colorado» y castigar a los responsables, y afirmó que «La justa ira de los Estados Unidos de América caerá sin vacilar sobre aquéllos que odian la libertad y los gobiernos ilegales que les dan cobijo».
El presidente hablaba desde el Despacho Oval, en su primer discurso a la nación desde el inicio de la crisis, hace ocho días.
«Existen pruebas irrefutables de que esta epidemia devastadora no es un fenómeno de la naturaleza, sino la obra de extremistas antiestadounidenses, que operan dentro de nuestras fronteras, aunque apoyados por enemigos del exterior —dijo el señor Hughes a una nación angustiada—. Se trata de un crimen, no sólo contra el pueblo de Estados Unidos, sino contra toda la humanidad».
Su discurso llegaba un día después de que se informara sobre los primeros casos de la enfermedad en estados vecinos, pocas horas después de que el señor Hughes ordenara cerrar las fronteras de Colorado y pusiera al Ejército de la Nación en estado de máxima alerta. Todos los desplazamientos aéreos nacionales e internacionales habían sido suspendidos por orden presidencial, lo cual provocó el caos en los centros neurálgicos de transporte, mientras miles de viajeros buscaban otros medios de volver a casa.
Con el objetivo no sólo de tranquilizar a la nación, sino también de replicar a las crecientes críticas de que el gobierno había sido lento a la hora de reaccionar contra la crisis, el señor Hughes dijo a la nación que se preparara para una lucha formidable.
«Esta noche les pido su confianza, su resolución y sus oraciones —dijo el presidente al país—. Haremos todo lo humanamente posible. La justicia será rápida».
El presidente no especificó qué grupos o naciones eran objetivo del escrutinio federal. También declinó extenderse sobre la naturaleza de las pruebas de que disponía la administración que indicaran que la epidemia era obra de terroristas.
Cuando se preguntó al portavoz presidencial, Tim Romer, acerca de una posible respuesta militar, dijo a los reporteros: «En este momento no descartamos nada».
Con arreglo a los informes de funcionarios estatales, hasta el momento han fallecido cincuenta mil personas. No quedó claro cuántas víctimas habían sucumbido a la enfermedad, y cuántas habían muerto debido a los ataques violentos de los infectados. Entre los primeros síntomas de contagio se cuentan los mareos, vómitos y fiebre elevada. Tras un breve período de incubación (apenas seis horas), aparece la enfermedad, acompañada en algunos casos de un notable aumento de la fuerza física y la agresividad.
«Los pacientes enloquecen y matan a todo el mundo —dijo un funcionario del Departamento de Sanidad de Colorado, que pidió conservar el anonimato—. Los hospitales parecen zonas de guerra».
Shannon Freeman, portavoz del Centro de Control de Enfermedades de Atlanta, calificó estos informes de «histeria», pero admitió que las comunicaciones con las autoridades sanitarias de la zona en cuarentena se habían interrumpido.
«Lo que sabemos es que la enfermedad conlleva un índice de mortandad muy elevado, de hasta un 50 por ciento —dijo Freeman—. Aparte de eso, no sabemos qué está sucediendo allí. Lo mejor que se puede hacer en este momento es quedarse en casa».
Freeman confirmó los informes acerca de la existencia de brotes en Nebraska, Utah y Wyoming, pero declinó extenderse más.
«Da la impresión de que está sucediendo algo —y añadió—. Cualquiera que sospeche haberse contagiado ha de presentarse en la comisaría de policía o el servicio de urgencias del hospital más cercanos. Es lo que aconsejamos a la gente en este momento».
Las ciudades de Denver, Colorado Springs y Fort Collins, que están bajo la ley marcial desde el martes, se encontraban casi vacías esta noche, cuando los residentes hicieron caso omiso de las órdenes del gobernador de Colorado, Fritz Millay, de «evacuar el lugar» y huyeron de las ciudades en oleadas. Corren rumores de que el Departamento de Seguridad Nacional había ordenado utilizar la fuerza para alejar a los refugiados de la frontera, pero no han sido confirmados, así como los informes de que unidades de la Guardia Nacional de Colorado habían empezado a evacuar a los enfermos de los hospitales para trasladarlos a un lugar que no se ha revelado.
Había más. Wolgast leyó y releyó los artículos. Estaban rodeando a los enfermos y los ametrallaban. Eso parecía claro, aunque hubiera que leerlo entre líneas. El 18 de mayo, pensó Wolgast. El periódico era de hacía tres días (no, cuatro). Amy y él habían llegado al campamento la mañana del 2 de mayo.
Todo lo que narraba el periódico había sucedido en tan sólo dieciocho días.
Oyó movimientos en la tienda que había detrás de él. Lo estaban observando. Encajó el periódico bajo el brazo, se volvió y atravesó la puerta mosquitera. Era un lugar pequeño, que olía a polvo y a viejo, atestado hasta las vigas de todo tipo de mercancías: útiles de acampada, ropa, herramientas, productos enlatados. Una gran cabeza de ciervo estaba suspendida sobre la puerta, protegida por una cortina de cuentas, que conducía a la parte de atrás. Wolgast recordó los tiempos en que iba allí a comprar caramelos y tebeos. En aquella época, un expositor giratorio se alzaba junto a la puerta: Tales from the Crypt, Los 4 Fantásticos, y la serie del Caballero Oscuro, la favorita de Wolgast.
Detrás del mostrador, sentado en un taburete, había un hombre grande, calvo, con una camisa de franela a cuadros, los vaqueros sujetos por unos tirantes rojos. En la cadera llevaba un revólver del 38, dentro de una funda de cuero. Intercambiaron saludos con la cabeza cautelosos.
—El periódico son dos pavos —dijo el hombre.
Wolgast sacó un par de billetes del bolsillo y los dejó sobre el mostrador.
—¿Tiene algo más reciente que esto?
—Es lo último que he visto —dijo el hombre, al tiempo que guardaba los billetes en la caja registradora—. El repartidor no se deja ver desde el martes.
Lo cual significaba que era viernes. El viernes previo al fin de semana del Memorial Day[2].
Tampoco es que importara demasiado.
—Necesito algunas provisiones —dijo Wolgast—. Municiones.
El hombre lo miró un momento, y enarcó sus pobladas cejas grises.
—¿Qué lleva?
—Una Springfield. Una 459 —dijo Wolgast.
El hombre tamborileó con los dedos sobre el mostrador.
—Bien, echemos un vistazo. Sé que lo lleva encima.
Wolgast extrajo el arma de la espalda. Era la que Lacey había dejado en el suelo del Lexus. El cargador estaba vacío. Wolgast ignoraba si quien disparó había sido ella u otra persona. Tal vez había dicho algo, pero no se acordaba. Con aquel caos, costaba saber quién era quién. En cualquier caso, conocía el arma. La Agencia utilizaba ese modelo. Liberó el cargador y corrió el cerrojo para mostrar al hombre que estaba vacío, y la dejó sobre el mostrador.
El hombre tomó el arma en su manaza y la examinó. Por la forma en que le dio la vuelta, dejando que su acabado reflejara la luz, Wolgast adivinó que el hombre entendía de armas.
—Armazón de tungsteno, boca de expulsión biselada, perno de titanio… Muy bonita. —Miró a Wolgast expectante—. Me atrevería a decir que es usted un federal.
Wolgast compuso su mejor expresión de inocencia.
—Podríamos decir que lo fui. En otra vida.
El hombre sonrió con tristeza. Dejó la pistola sobre el mostrador.
—Otra vida —dijo, y meneó la cabeza con desgana—. Supongo que todos hemos tenido una. Déjeme echar un vistazo.
Atravesó la cortina para ir a la parte de atrás, y regresó al cabo de un momento con una cajita de cartón.
—Esto es todo lo que tengo para la 459. Guardaba algo para un tipo jubilado de la ATF[3], a quien le gusta coger un paquete de doce, ir al bosque y tirar contra las latas mientras las vacía. Lo llama su día de reciclaje. Pero hace tiempo que no lo veo. Es usted la primera persona que se presenta aquí desde hace casi una semana. Será mejor que se la quede. —Dejó la caja sobre el mostrador: cincuenta balas, punta hueca. Inclinó la cabeza hacia el mostrador—. Adelante, en la caja no sirven de nada. Cargue el arma, si así lo desea.
Wolgast liberó el cargador y empezó a colocar las balas.
—¿Puedo conseguir más en algún otro sitio?
—No, a menos que baje hasta Whiteriver. —El hombre se dio dos golpecitos en el esternón con el dedo índice—. Dicen que hay que dispararles aquí. Un solo disparo. Se derrumban como un saco si aciertas. De lo contrario, eres historia. —Lo dijo como si tal cosa, sin miedo o satisfacción, como si estuviera hablando del tiempo—. Da igual que fuera su novia o su abuela. Le chupará la sangre antes de que pueda disparar por segunda vez.
Wolgast terminó de cargar el arma, tiró de la corredera para cargar una bala y comprobó el seguro.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Internet. Hay de todo. —Se encogió de hombros—. Teorías conspirativas, que dicen que es cosa del gobierno. El rollo de los vampiros. Casi todo parece cosa de locos. Cuesta saber lo que son chorradas y lo que no.
Wolgast devolvió el arma a la base de la espalda. Se le pasó por la cabeza preguntar al hombre si podía utilizar su ordenador para ver las noticias, pero ya sabía más que suficiente. Pero se dio cuenta de que era muy posible que supiera más que ninguna otra persona viva. Había visto a Carter y a los demás, y todo lo que eran capaces de hacer.
—Le diré una cosa. Hay un tipo que se hace llamar «el Último Resistente de Denver». Ha colgado un videoblog desde una loma del centro. Dice que está atrincherado con un rifle de gran potencia. Ha filmado buenas tomas, debería ver cómo se mueven esos hijos de puta. —El hombre volvió a darse unos golpecitos en el esternón—. Recuerde lo que le he dicho. Un disparo. De lo contrario, no hará el segundo. Se mueven de noche, en los árboles.
El hombre ayudó a Wolgast a recoger las provisiones y transportarlas al coche: alimentos enlatados, leche en polvo y café, pilas, papel higiénico, velas y combustible. Un par de cañas de pescar y una caja de aparejos de pesca. El sol brillaba en todo su esplendor. A su alrededor, el aire parecía congelado en una inmensa inmovilidad, como el silencio que se hace en un auditorio antes de que la orquesta comience a tocar.
Se dieron un apretón de manos delante del maletero del coche.
—Está en Bear Mountain, ¿verdad? —preguntó el hombre—. Si no le importa que se lo pregunte.
No parecían existir motivos para ocultarlo.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Por el camino del que ha llegado. —El hombre se encogió de hombros—. Allí arriba no hay nada, salvo el campamento. No sé por qué no pudieron venderlo.
—Fui allí de pequeño. Es curioso, pero no ha cambiado nada. Supongo que eso es lo que vale la pena de esos sitios.
—Bien, es usted listo. Es un punto estratégico. No se preocupe, no se lo diré a nadie.
—Usted también debería largarse —dijo Wolgast—. Dirigirse a un punto más alto de las montañas, o ir al norte.
Wolgast lo leyó en los ojos del hombre: estaba tomando una decisión.
—Venga —dijo por fin—. Le enseñaré algo.
Guió a Wolgast al interior de la tienda y atravesó la cortina de cuentas. Detrás estaba la pequeña zona habitable de la tienda. El aire olía a rancio y cerrado, y todas las persianas estaban bajadas. Un aparato de aire acondicionado zumbaba en la ventana. Wolgast se detuvo en el umbral y dejó que sus ojos se adaptaran a la penumbra. En el centro de la habitación había una cama grande de hospital en la que dormía una mujer. La cabecera de la cama estaba elevada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, de modo que pudo ver su cara demacrada, inclinada a un lado, hacia la luz que latía en las ventanas cubiertas por persianas. Su cuerpo estaba cubierto con una manta, pero la delgadez era patente. Sobre una mesita descansaban docenas de frascos de pastillas, gasa y pomada, una palangana de cromo, y jeringas plastificadas. Había un tanque de oxígeno verde claro, aparcado al lado de la cama. Una esquina de la manta, subida, dejaba al descubierto los pies descalzos. Tenía bolitas de algodón encajadas entre los dedos amarillentos. Había una silla al pie de la cama, y sobre ella vio Wolgast una lima de uñas y frascos de esmalte.
—Siempre le gustaba llevar los pies bonitos —dijo el hombre en voz baja—. Se los estaba haciendo cuando usted entró.
Salieron de la habitación. Wolgast no sabía qué decir. La situación era evidente: el hombre y su esposa no irían a ninguna parte. Los dos salieron a la brillante luz del sol que caía sobre el aparcamiento.
—Tiene esclerosis múltiple —explicó el hombre—. Confiaba en quedarme con ella en casa todo el tiempo que fuera posible. Ése fue el acuerdo al que llegamos, cuando empezó a encontrarse mal el pasado invierno. Se supone que enviarán una enfermera, pero no vemos una desde hace una semana. —Removió los pies sobre la grava y carraspeó—. Creo que no habrá más visitas a domicilio.
Wolgast le dijo cómo se llamaba. El hombre era Carl, y su esposa, Martha. Tenían dos hijos adultos, uno en California y el otro en Florida. Carl había sido electricista en Corvallis, en Oregón, hasta que había comprado la tienda y solicitado la jubilación.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Wolgast. Se habían dado un apretón de manos antes, pero volvieron a hacerlo.
—Mantenerse con vida —respondió Carl.
Wolgast estaba regresando al campamento cuando, de repente, pensó en Lila. Eran recuerdos de otro tiempo, otra vida. Una vida que ahora había terminado, para él, para todo el mundo. Pensar en Lila era como despedirse.