14

Todo ocurrió muy deprisa. En tan sólo treinta y dos minutos, murió un mundo y nació otro.

—¿Qué has dicho? —preguntó Richards, y entonces oyó (ambos oyeron) el sonido de la alarma. La que nunca jamás debía sonar, un gran zumbido atonal que resonó en todo el recinto, de forma que parecía proceder de todas partes a la vez.

Fallo de seguridad. Contención de sujeto, nivel 4.

Richards se volvió al instante para mirar hacia el Chalé. Una veloz decisión: se volvió para apuntar el arma hacia el lugar donde Doyle había estado.

Doyle se había esfumado.

Maldita sea, pensó, y después lo dijo: «¡Maldita sea!». Ahora eran dos los que andaban sueltos. Inspeccionó el aparcamiento a toda prisa. Había luces encendidas por todas partes, y bañaban el recinto de una fuerte luz diurna artificial. Oyó gritos en los barracones, y soldados que corrían.

No había tiempo para encargarse de Doyle.

Subió corriendo las escaleras del Chalé, dejó atrás al centinela que le estaba chillando algo acerca del ascensor, y bajó al nivel 2. Los pies apenas tocaban los escalones. La puerta de su despacho estaba abierta. Examinó los monitores a toda prisa.

La habitación de Cero estaba vacía.

La habitación de Babcock estaba vacía.

Todas las habitaciones estaban vacías.

Conectó el audio.

—Centinelas, nivel 4, soy Richards. Informen.

Nada, ni una palabra de respuesta.

—Laboratorio principal, informen. Que alguien me diga qué cojones está pasando aquí.

Se oyó una voz aterrorizada. ¿Fortes?

—¡Los han dejado salir!

—¿Quién? ¿Quién los ha dejado salir?

Un estallido de estática, y Richards oyó los primeros chillidos por el audio, y disparos, y más chillidos… Los chillidos que lanzaban los hombres cuando morían.

—¡Hostia puta! —Otro estallido de estática—. ¡Todos andan sueltos! ¡Los cabrones de los barrenderos los han dejado escapar!

Richards conectó enseguida el monitor del puesto de vigilancia del nivel 3. Un gran mural de sangre cubría la pared. El centinela, Davis, estaba derrumbado en el suelo, con el rostro apretado contra las losas, como si estuviera buscando en el suelo un contacto perdido. Apareció un segundo soldado, y Richards vio que era Paulson, esgrimiendo un 45. Detrás de él, las puertas del ascensor estaban abiertas. Paulson miró a la cámara cuando enfundó el arma y extrajo una granada del bolsillo, y después dos más. Tiró de la anilla con los dientes y las arrojó dentro del ascensor. Después miró de nuevo a Richards, quien vio sus ojos vacíos, desenfundó el 45, lo alzó hasta la sien y apretó el gatillo.

Richards lanzó la mano hacia el interruptor que aislaba el nivel, pero era demasiado tarde. Oyó la explosión, que arrasó el hueco del ascensor, y después un segundo estallido, cuando lo que quedaba de la cabina se precipitó al fondo, y todas las luces se apagaron.

Al principio, Wolgast no comprendió lo que estaba oyendo. El sonido de la alarma fue tan repentino, tan absolutamente extraño, que por un momento arrasó todos sus pensamientos. Se levantó de la silla y probó la puerta, pero no tenía pomo. Estaban aislados dentro. La alarma sonaba y sonaba. ¿Se trataba de un incendio? No, razonó, aquello era otra cosa, algo peor. Miró la cámara que colgaba en la esquina.

—¡Fortes! ¡Sykes, maldita sea! ¡Abrid la puerta!

Oyó el sonido de armas automáticas, ahogado por las gruesas paredes. Por un instante, pensó esperanzado en que iban a rescatarlos. Pero eso estaba descartado, por supuesto. ¿Quién los iba a rescatar?

Y entonces, antes de que se le ocurriera otra idea, se oyó un enorme estrépito, un terrible estruendo que terminó con un segundo estrépito, más violento que el primero, el cual trajo consigo un temblor sonoro y profundo, como un terremoto, y la habitación se sumió en la oscuridad.

Wolgast se quedó helado. La negra oscuridad era total, una abrumadora ausencia de luz que le desorientó por completo. Las alarmas también habían enmudecido. Experimentó una ciega urgencia de huir, pero no tenía a donde ir. Daba la impresión de que la habitación se expandía y cerraba sobre él al mismo tiempo.

—Amy, ¿dónde estás? ¡Ayúdame a encontrarte!

Silencio. Wolgast respiró hondo y contuvo el aire.

—Dime algo, Amy. Di lo que sea.

Detrás de él oyó un leve gemido.

—Eso es. —Dio la vuelta, con el oído atento, intentando calcular la distancia y la dirección—. Hazlo otra vez. Te localizaré.

Comenzó a centrarse, y su pánico inicial dio paso a la determinación de llevar a cabo la tarea inmediata. Wolgast avanzó un paso con cautela hacia la voz, y luego otro. Un segundo gemido, apenas audible. La habitación era pequeña, no tendría ni seis metros cuadrados, de modo que no entendía cómo era posible que Amy se le antojara tan lejana en la oscuridad. No volvió a oír disparos, y no llegaba ningún ruido del exterior. Sólo las suaves notas de la respiración de Amy, que lo llamaban.

Wolgast había llegado al pie de la cama y estaba tanteando la barandilla metálica, cuando las luces de emergencia se encendieron, dos rayos procedentes de las esquinas del techo que flanqueaban la puerta. Apenas suficiente para ver algo, pero suficiente. La habitación seguía igual. Lo que estaba sucediendo fuera todavía no los había afectado.

Se sentó al lado de la cama de Amy y le tocó la frente. Todavía tenía fiebre, pero había bajado, y tenía la piel un poco húmeda. Con la electricidad cortada, la bomba del gotero se había parado. Se preguntó qué debía hacer, y decidió desconectarla. Tal vez era una equivocación, pero él no lo creía así. Había visto muchas veces a Fortes y a los otros cambiar el gotero, y conocía el ritual. Ajustó la abrazadera, cortó el paso de líquido y retiró la larga aguja del tope de goma situado en lo alto del tubo hundido en la piel de su mano. Con el gotero desconectado no había motivos para dejarlo puesto, de modo que se lo extrajo con delicadeza. La herida no sangró, pero por si acaso la cubrió con gasa y esparadrapo del carrito de suministros. Después esperó.

Pasaban los minutos. Amy se revolvió en la cama, como si estuviera soñando. Wolgast tuvo la curiosa intuición de que, si pudiera ver lo que ella soñaba, sabría qué estaba pasando fuera. Pero también se preguntó si eso importaba. Estaban bajo tierra, aislados. Era como si estuvieran encerrados en una tumba.

Wolgast se disponía a renunciar a todo y abandonarse a su suerte cuando oyó un silbido detrás de él: la presión estaba igualándose. Recuperó las esperanzas. A fin de cuentas, había llegado alguien. La puerta se abrió y reveló la presencia de una figura solitaria, en la penumbra, la cara oculta por las sombras, y vestido con ropa de calle. Cuando el hombre se apartó del reflejo de las luces de emergencia, Wolgast vio quién era. Aquel hombre no le sonaba de nada. El extraño tenía el cabello largo, desarreglado e indómito, surcado por algunos flecos canosos. Una incipiente y tosca barba trepaba por sus mejillas. Su bata de laboratorio estaba arrugada y llena de manchas. El hombre se acercó al lado de la cama de Amy con el mismo aire de preocupación que tendría la víctima de un accidente, o el testigo de alguna terrible catástrofe. Durante un tiempo no hizo ademán de darse por enterado de la presencia de Wolgast.

—Ella lo sabe —murmuró mientras contemplaba a Amy—. ¿Cómo es posible que ella lo sepa?

—¿Quién demonios es usted? ¿Qué está pasando aquí?

El hombre seguía aparentando que no lo oía. De su persona parecía irradiar un aire que no podía ser de este mundo, una tranquilidad casi fantástica.

—Es extraño —dijo al cabo de un momento. Suspiró y se tocó la barba, mientras barría la sala de aislamiento con la mirada—. Todo esto. ¿Era esto… lo que yo quería? Quería que hubiera uno. Pero en cuanto vi y supe cuáles eran sus planes, cómo terminaría todo, quise que hubiera al menos uno.

—¿De qué está usted hablando? ¿Dónde está Sykes?

El extraño pareció advertir por fin la presencia de Wolgast. Lo miró de cerca, el rostro surcado por un repentino fruncimiento de ceño.

—¿Sykes? Ah, está muerto. A decir verdad, creo que todos están muertos, ¿no le parece?

—¿Qué quiere usted decir con que están muertos?

—Que están muertos, que se han ido, tal vez hechos trizas. Eso, los más afortunados, en cualquier caso. —Asintió con un leve deje de esperanza—. Debería haberlo visto, el modo en que caían en picado de los árboles. Como murciélagos. Lo cierto es que deberíamos haber visto venir todo esto.

Wolgast estaba totalmente perdido.

—Perdone, no tengo ni idea… ¿De qué me está hablando?

El extraño se encogió de hombros.

—Bueno, ya se enterará. Antes de lo que cree, siento decirlo. —Volvió a mirar a Wolgast—. ¡Vaya modales los míos! Tendrá que perdonarme, agente Wolgast. Ha pasado mucho tiempo. Soy Jonas Lear. —Le lanzó una sonrisa compungida—. Podría decirse que soy la persona que está al mando de todo esto. O no. Dadas las circunstancias, creo que ya no hay nadie al mando.

Lear. Wolgast trató de hacer memoria, pero el nombre no le decía nada.

—Oí una explosión…

—Sí —interrumpió Lear—. Debe de haber sido en el ascensor. Me imagino que fue uno de los soldados. Pero yo estaba encerrado en el congelador, de modo que no vi esa parte. —Lear suspiró con fuerzas y barrió la habitación con la mirada otra vez—. Encerrarme en el congelador… No fue lo que se dice un momento de gran heroísmo, ¿verdad, agente Wolgast? Ojalá hubiera otra silla aquí, ¿sabe? Me gustaría sentarme. No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que me senté.

Wolgast se puso en pie al instante.

—Tome la mía, por Dios. Pero dígame qué está pasando, por favor.

Pero Lear sacudió la cabeza, y su pelo grasiento onduló.

—No nos queda tiempo, me temo. Tenemos que irnos. Se acabó, ¿verdad, Amy? —Miró de nuevo la forma dormida y le tocó con suavidad la mano vendada—. Por fin ha terminado.

Wolgast fue incapaz de contenerse.

—¿Qué es lo que ha terminado?

Lear alzó la vista. Tenía los ojos anegados en lágrimas.

—Todo —contestó.

Lear los guió por el pasillo. Wolgast cargaba en brazos a Amy. El aire olía a quemado, a plástico fundido. Cuando doblaron la esquina en dirección al ascensor, Wolgast vio el primer cadáver.

Era Fortes. No quedaba gran cosa de él. Su cuerpo parecía destrozado, como si lo hubiera arrastrado algún ser enorme. La sangre coagulada brillaba bajo el latido de las luces de emergencia. Más allá de Fortes había otro, o al menos eso pensó Wolgast. Tardó un momento en comprender que estaba viendo otros fragmentos de Fortes.

Amy tenía los ojos cerrados, pero Wolgast hizo lo posible por taparlos, y le apretó la cara contra su pecho. Después de Fortes había dos cadáveres más, o tres, era difícil precisarlo. El suelo estaba resbaladizo por la sangre, y notó que sus pies patinaban en ella y en la grasa de los restos humanos.

Habían volado el ascensor y sólo quedaba el hueco, su oscuro interior iluminado por chispas danzarinas de cables rotos. Las pesadas puertas metálicas habían sido lanzadas al otro lado del pasillo y atravesado la pared opuesta. Bajo la luz que caía en ángulo desde los focos de emergencia, Wolgast vio dos hombres muertos más, soldados, aplastados por fragmentos de la puerta. Un tercero estaba apoyado contra la pared, sentado como un hombre que estuviera haciendo la siesta, salvo por el hecho de que descansaba sobre un charco de su propia sangre. Su rostro se veía demacrado y reseco, y el uniforme le colgaba suelto sobre el cuerpo, como si fuera de una talla demasiado grande.

Wolgast apartó la vista.

—¿Cómo vamos a salir de aquí?

—Por aquí —dijo Lear. Su estupor se había disipado. Ahora se mostraba perentorio y decidido—. Deprisa.

Siguieron otro pasillo. Todas las puertas estaban abiertas, pesadas puertas metálicas, idénticas a las del cuarto de Amy. Y en el suelo del corredor, más cadáveres, pero Wolgast no quiso (ni pudo) contarlos. Las paredes estaban sembradas de agujeros de bala, el suelo repleto de cartuchos, cuyos casquillos metálicos centelleaban.

Entonces un hombre salió de una puerta. Dando tumbos. Un hombre grande y fofo, como los que habían llevado la comida a Wolgast, aunque no reconoció su cara. Con una mano se tapaba un profundo corte del cuello, y la sangre le corría por los dedos, apretados contra la carne. Su camisa, una bata de hospital blanca como el pijama de Wolgast, era un reluciente peto de sangre.

—Hola —dijo—. Hola.

Miró a los tres, y después a un lado y otro del pasillo. Daba la impresión de que no se había fijado en la sangre, o que no le importara.

Wolgast no supo qué decir. Con una herida como ésa, el hombre debería estar muerto ya. Wolgast no podía creer que siguiera en pie.

—¡Aaay! —dijo el hombre, y se tambaleó—. Tengo que sentarme.

Se deslizó pesadamente hasta el suelo y dio la impresión de que su cuerpo se replegaba sobre sí mismo, como una tienda sin varillas. Respiró hondo y miró a Wolgast. Su cuerpo se estremeció.

—¿Estoy… dormido?

Wolgast no dijo nada. La pregunta se le antojó absurda.

Lear le tocó el hombro.

—Déjelo, agente. No hay tiempo.

El hombre se humedeció los labios. Sus ojos habían empezado a cerrarse, sus manos estaban caídas sobre el suelo, como guantes vacíos, a ambos lados.

—Porque he venido a decirles que he tenido el peor sueño de mi vida. Me dije: «Grey, estás teniendo el peor sueño de la historia».

—No creo que fuera un sueño —dijo Wolgast.

El hombre reflexionó y sacudió la cabeza.

—Me lo temía.

El hombre se estremeció de nuevo, con un violento espasmo, como si le hubiera alcanzado un rayo. Lear tenía razón: no podían hacer nada por él. El hombre, Grey, estaba agonizando. La sangre de su cuello había virado a un tono negroazulado intenso.

—Lo siento —dijo Wolgast—. Tenemos que irnos.

—Usted cree que lo siente —dijo el hombre, y dejó que su cabeza cayera contra la pared.

—Agente…

Pero la mente de Grey parecía estar en otra parte.

—No fui yo solo —dijo, y cerró los ojos—. Fuimos todos.

Continuaron a toda prisa, hasta una habitación con taquillas y bancos. Un callejón sin salida, pensó Wolgast, pero Lear extrajo una llave del bolsillo y abrió una puerta que anunciaba: MAQUINARIA.

Wolgast entró. Lear se puso de rodillas y utilizó una navaja para forzar un panel metálico. Éste se soltó de un par de goznes, y Wolgast se agachó para mirar dentro. La abertura no tendría más de un metro cuadrado.

—Sigan recto unos nueve metros, y encontrarán un cruce. Una tubería conduce arriba. Hay unas escaleras de mantenimiento dentro. Llega hasta la superficie.

Eran por lo menos quince metros, y tenía que subir unas escaleras en la oscuridad más absoluta cargado con Amy en brazos. Wolgast no creyó que pudiera conseguirlo.

—Tiene que haber otra forma.

Lear negó con un movimiento de cabeza.

—No la hay.

El hombre sostuvo a Amy mientras Wolgast entraba en el conducto. Sentado, con la cabeza agachada, podría tirar de Amy sosteniéndola por la cintura. Se enderezó hasta colocar las piernas rectas, y Lear colocó a Amy entre ellos. Daba la impresión de estar a punto de despertarse. A través de su delgada bata, Wolgast notó el calor de la fiebre que proyectaba su piel.

—Recuerde lo que he dicho. Diez metros.

Wolgast asintió.

—Tenga cuidado.

—¿Qué mató a esos hombres?

Pero Lear no contestó.

—No se aparte de ella —dijo—. Ella es fundamental. Ahora, váyase.

Wolgast empezó a avanzar, sujetando por la cintura a Amy con una mano, y con la otra internándose en el conducto. Sólo cuando el panel se cerró a su espalda cayó en la cuenta de que Lear no había tenido la menor intención de acompañarlos.

Los fluorescentes estaban por todas partes. Invadían todo el recinto. Richards oyó chillidos y disparos. Sacó más cargadores de su escritorio y subió corriendo las escaleras que conducían al despacho de Sykes.

La habitación estaba vacía. ¿Dónde estaba Sykes?

Tenían que establecer un perímetro. Repeler a los fluorescentes al interior del Chalé y echar el cerrojo. Richards salió del despacho de Sykes con el arma en alto.

Algo se movía en el pasillo.

Era Sykes. Cuando Richards lo alcanzó, se había desplomado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared. Su pecho subía y bajaba como el de un corredor de fondo, y su rostro estaba perlado de sudor. Presentaba un amplio desgarrón en el brazo, justo por encima de la muñeca, del que manaba abundante sangre. Su pistola, una 45, estaba caída en el suelo, cerca de su palma vuelta hacia arriba.

—Están por todas partes —dijo Sykes, y tragó saliva—. ¿Por qué no me mató? El hijo de puta me miró.

—¿Cuál era?

—¿Y qué coño importa eso? —Sykes se encogió de hombros—. Tu amigo. Babcock. ¿Qué os lleváis entre manos? —Un profundo temblor lo recorrió—. No me encuentro muy bien —dijo, y vomitó.

Richards dio un salto atrás, pero demasiado tarde. El aire olía a bilis, y a algo más, elemental y metálico, como tierra removida. Richards notó la humedad a través de sus pantalones, sus calcetines. Sabía sin mirar a Sykes que el vómito iba acompañado de sangre.

—¡Joder!

Apuntó con su arma a Sykes.

—Por favor —dijo Sykes, una negativa, o tal vez una afirmación, pero en cualquier caso Richards pensó que le estaba haciendo un favor cuando apuntó el cañón al centro de su pecho, el punto preciso, y después apretó el gatillo.

Lacey vio al primero salir por una ventana de arriba. ¡Qué velocidad! ¡Como la mismísima luz! ¡Se movía como lo haría un hombre si estuviera hecho de luz! Todo terminó en un instante, saltó desde el tejado, surcó el aire por encima del recinto y aterrizó sobre un bosquecillo situado a cien metros de distancia. Un destello de luminiscencia temblorosa del tamaño de un hombre, como una estrella fugaz.

Había oído la alarma cuando el camión penetró en el recinto. Los dos hombres de la cabina habían discutido un momento (¿deberían largarse?), y Lacey había aprovechado aquel momento para salir disparada al bosque. Fue entonces cuando vio al demonio que volaba desde la ventana. Las copas de los árboles sobre los que había aterrizado absorbieron su peso con un estremecimiento.

Lacey vio lo que estaba a punto de suceder.

El conductor del camión abrió la puerta posterior del vehículo. Armamento, había dicho el centinela. ¿Pistolas? El camión iba lleno de pistolas.

Las copas de los árboles se movieron de nuevo. Una franja verde cayó hacia él.

«¡Oh! —pensó Lacey—. ¡Oh! ¡Oh!»

Entonces surgieron más. Salieron del edificio, a través de sus ventanas y puertas, se lanzaron al aire. Diez, once y doce. Y también había soldados por todas partes, que corrían, chillaban y disparaban, pero sus balas no conseguían nada. Los demonios eran demasiado veloces, o bien las balas no les hacían nada. Uno a uno, los demonios cayeron sobre los soldados y éstos murieron.

Para eso había venido: para salvar a Amy de los demonios.

«Deprisa, Lacey. Deprisa».

Salió de la linde del bosque.

—¡Alto!

Lacey se quedó de piedra. ¿Debería levantar las manos? Apareció un soldado procedente del bosque, donde se había escondido, pensó. Era un buen chico, que cumplía lo que consideraba su deber. Procuraba no tener miedo, aunque era evidente que estaba asustado. Notaba el miedo que proyectaba, como oleadas de calor. No sabía lo que estaba a punto de pasarle. Sintió una tierna compasión.

—¿Quién eres?

—No soy nadie —dijo Lacey, y entonces el demonio cayó sobre él (antes de que pudiera apuntar su arma, antes de que pudiera pronunciar la palabra empezada mientras moría), y Lacey corrió hacia el edificio.

Cuando llegó a la base del tubo, Wolgast estaba sudando y su respiración era agitada. Una tenue luz caía sobre ellos. Muy arriba, distinguió los haces gemelos de la luz de emergencia, y todavía más arriba, las palas inmóviles de un ventilador gigante. El pozo de ventilación central…

—Amy, cariño —dijo—. Amy, tienes que despertarte.

Los ojos de la niña se abrieron y volvieron a cerrarse. Wolgast le guió los brazos alrededor de su cuello y se levantó. Notó que los pies de Amy se ceñían alrededor de su cintura. Pero notó que carecía de fuerzas.

—Tienes que agarrarte, Amy. Por favor. Es necesario que lo hagas.

Su cuerpo se tensó en respuesta. Pero de todos modos, Wolgast tuvo que utilizar uno de sus brazos para aguantar su peso. Eso sólo le dejaba una mano libre para subir las escaleras, para izarlos a ambos. Jesús.

Se volvió hacia las escaleras y apoyó el pie en el primer peldaño. Era como un problema de un test psicotécnico:

Brad Wolgast está sujetando a una niña. Ha de subir una escalerilla, de quince metros, dentro de un pozo de ventilación mal iluminado. La niña está semiinconsciente, en el mejor de los casos. ¿Cómo salvará Wolgast ambas vidas?

Entonces comprendió cómo podría hacerlo. De escalón en escalón, utilizaría la mano derecha para izarlos, encajaría ese mismo codo a través de la escalerilla, apoyaría el peso de Amy sobre su rodilla al tiempo que cambiaba de mano y ascendía otro peldaño. Después, la mano izquierda, luego la derecha, y así sucesivamente, trasladando el peso de Amy entre ellas, escalón a escalón hasta llegar al final.

¿Cuánto pesaba Amy? ¿Veinte kilos? Suspendidos, en el momento en que cambiara de manos, de la fuerza de un solo brazo.

Wolgast empezó a subir.

Richards dedujo que los chillidos y los disparos significaban que los fluorescentes estaban fuera.

Sabía lo que le había sucedido a Sykes. Era muy probable que le pasara a él también, puesto que Sykes había vomitado sobre él su maldita sangre infectada. Dudaba de vivir lo suficiente para que eso le importara.

«Eh, Cole —pensó—, sanguijuela, pedazo de mierda. ¿Era esto lo que tenías en mente? ¿Es ésta tu Pax Americana? Porque yo sólo veo un posible desenlace».

Richards sólo deseaba una cosa en aquel momento. Un mutis elegante, con una buena actuación al final.

La entrada delantera del Chalé era una masa de cristal destrozado y agujeros de bala, las puertas colgando de sus goznes. Había tres soldados muertos en el suelo. Daba la impresión de que, en mitad del caos, habían sido víctimas del fuego amigo. Tal vez se habían disparado mutuamente a propósito, sólo para acelerar el desenlace. Richards levantó la mano y miró su Springfield. ¿Por qué creía que serviría de algo? Los rifles de los soldados tampoco servían de nada. Necesitaba algo más grande. El arsenal estaba al otro lado del recinto, detrás de los barracones. Tendría que correr.

Asomó la cabeza y echó un vistazo a los terrenos del recinto. Al menos, las luces continuaban encendidas. Bien, pensó. Mejor hacerlo ahora que después, pues lo más probable es que no hubiera un después. Salió corriendo.

Los soldados estaban por todas partes, dispersos, corriendo, disparando contra nada, unos contra otros. Ni siquiera fingían plantear una defensa organizada, ni mucho menos atacar el Chalé. Richards corrió a toda la velocidad que le permitían sus piernas, esperando que una bala le alcanzara en cualquier momento.

Se encontraba a mitad del recinto cuando vio el camión. Estaba aparcado en el borde del aparcamiento, con las puertas abiertas. Sabía lo que había dentro.

A fin de cuentas, quizá no tendría que llegar al otro lado del recinto.

—Agente Doyle.

Doyle sonrió.

—Lacey.

Se hallaban en el primer piso del Chalé, en una habitación pequeña repleta de escritorios y archivadores. Doyle estaba esperando allí desde que comenzó el tiroteo, escondido detrás de un escritorio. Esperaba a Lacey. Se puso en pie.

—¿Sabe dónde están?

Lacey hizo una pausa. Tenía arañazos en la cara y el cuello, y fragmentos de hojas en el pelo.

Asintió.

—Yo… la oí —dijo Doyle—. Durante todas estas semanas. —Algo enorme estaba a punto de estallar en su interior. Las lágrimas se agolparon en su garganta—. No sé cómo lo hice.

Ella tomó las manos de él entre las suyas.

—No era a mí a quien oía, agente Doyle.

Al menos, Wolgast no podía mirar abajo. Sudaba copiosamente, las palmas de las manos y los dedos resbalaban en los escalones a medida que iba subiendo. Sus brazos temblaban a causa del agotamiento. Notaba el hueco de los codos, con el que aferraba los peldaños cada vez que cambiaba de manos, desgastado hasta el hueso. Sabía que, en un momento determinado, el cuerpo llegaba a su límite, una línea invisible que, una vez cruzada, no permitía la vuelta atrás. Expulsó el pensamiento de su mente y subió.

Los brazos de Amy, enlazados detrás de su cuello, no cedían. Ascendieron juntos, peldaño a peldaño.

El ventilador estaba más cerca. Wolgast percibía una leve brisa, fría y con olor a noche, que bañaba su cara. Torció el cuello para ver si había aberturas en el lado del tubo.

Vio una a tres metros por encima de él. Al lado de la escalerilla había un conducto abierto.

Primero metió a Amy. De alguna manera se las arregló para sostener su propio peso sobre la escalerilla, además del de ella, mientras la trasladaba desde la escalerilla al conducto, y después subió él también.

Llegaron a la abertura. El ventilador estaba más alto de lo que había supuesto, otros nueve metros por encima de sus cabezas, como mínimo. Supuso que se hallaban en el primer piso del Chalé. Tal vez debería subir más, y encontrar otra salida. Pero casi se encontraba al límite de sus fuerzas.

Flexionó la rodilla derecha para aguantar el peso de Amy y soltó la mano izquierda. Las yemas de los dedos encontraron un muro de metal frío, liso como el cristal, pero después palparon el borde. Echó la mano hacia atrás. Tres peldaños más bastarían. Respiró hondo y subió, hasta que los dos quedaron justo encima del conducto.

—Amy —dijo con voz ronca. Tenía la boca y la garganta secas—. Despierta. Procura despertarte, cariño.

Notó que su respiración cambiaba contra su cuello cuando intentó despertarse.

—Amy, tendrás que soltarte cuando yo te lo diga. Yo te sostendré. Hay una abertura en la pared. Debes meter los pies dentro.

La niña no contestó. Confió en que le hubiera oído. Intentó imaginar cómo iba a hacerlo, cómo iba a introducirla en el conducto, para luego seguirla, y no pudo. Cualquier otra alternativa estaba descartada. Si esperaba más, se quedaría sin fuerzas.

—Ahora.

Empujó con la rodilla y subió a Amy. Los brazos de la niña soltaron su cuello, y con la mano libre la agarró por la muñeca, la alzó sobre la abertura como un péndulo, y entonces comprendió cómo debía hacerlo: soltó su otra mano, dejó que el peso de Amy le hiciera oscilar hacia la izquierda, hacia el hueco, y después los pies de la niña se deslizaron en el interior del tubo.

Empezó a caer. No dejaba de caer. Pero cuando notó que sus pies perdían contacto con la escalerilla, sus manos arañaron locamente la pared, y sus dedos encontraron una delgada protuberancia metálica que le mordió la piel.

—¡Aaay! —gritó. Su voz resonó por todo el conducto del aire. Parecía como si colgase del lado del conducto del aire valiéndose sólo de la fuerza de voluntad. Los pies le colgaban del aire—. ¡Aaay!

No se explicaba cómo lo había conseguido. Adrenalina. Amy. El hecho de que no quería morir, todavía no. Tiró con todas sus fuerzas, los codos se le doblaron poco a poco y lo izaron de manera inexorable: primero la cabeza, después el pecho, la cintura y el resto se deslizaron en el interior del conducto.

Permaneció inmóvil un momento, cogiendo aire con los pulmones. Alzó la vista y vio una luz delante, una especie de abertura en el suelo. Se giró y sostuvo a Amy como había hecho antes, se deslizó sobre su espalda, y la aferró por la cintura. La luz aumentó de intensidad a medida que se fueron acercando. Llegaron a una rejilla de tablillas.

Estaba cerrada por fuera.

Tuvo ganas de llorar. ¡Tan cerca, y sin embargo tan lejos! Aunque pudiera pasar los dedos a través de las tablas para llegar a los tornillos, carecía de herramientas, no podría abrirla. En cuanto a volver atrás… Era imposible. Se había quedado sin fuerzas.

Oyó movimientos allí donde estaban.

Apretó a Amy contra sí. Pensó en los hombres a quienes había visto: Fortes, el soldado que yacía en el charco de sangre, y el hombre llamado Grey. No quería morir de aquella forma. Cerró los ojos y contuvo el aliento. Los dos estaban en un silencio absoluto.

Entonces oyó una voz, queda e inquisitiva.

—¿Jefe?

Era Doyle.

Uno de los contenedores del camión yacía en el suelo, en la parte posterior del vehículo. Era como si alguien lo hubiera descargado, y después, presa del pánico, lo hubiera dejado caer. Richards buscó en el compartimento de carga y encontró una palanca para desmontar neumáticos.

El gozne cedió con un sonoro chasquido. Dentro, descansando sobre lechos de espuma, había un par de RPG-29. Levantó la rejilla para localizar, debajo, los cohetes: cilindros provistos de aletas, de medio metro de largo y con carga en tándem HEAT, capaces de atravesar el blindaje de un tanque de guerra moderno. Richards había sido testigo de sus posibilidades.

Los había requisado cuando llegó la orden de trasladar a los fluorescentes. Más vale prevenir que curar, había pensado. «Eh, murciélago, laméntate».

Sujetó el primer cohete al lanzador. Al girarlo, emitió el placentero zumbido indicador de que el proyectil se estaba armando. Miles de años de avances tecnológicos, toda la historia de la civilización humana, contenidos en aquel sonido, el zumbido de un HEAT armado. El 29 era reutilizable, pero Richards sabía que sólo conseguiría disparar una vez. Lo cargó todo al hombro, dispuso el mecanismo de mira y se alejó del camión.

—¡Eh! —gritó.

En aquel preciso momento, el sonido de su voz se proyectó hacia la oscuridad y experimentó un frío estremecimiento producido por las náuseas que le subían desde el estómago. La tierra tembló bajo sus pies, como la cubierta de un barco en alta mar. Su cuerpo se cubrió de sudor. Experimentó la urgencia de parpadear, una corriente aleatoria procedente del cerebro. Estaba sucediendo más deprisa de lo que pensaba. Tragó saliva y avanzó dos pasos más hacia la luz, al tiempo que movía el RPG en dirección a las copas de los árboles.

—¡Aquí, gatita, gatita!

Transcurrió un angustioso minuto, en tanto Doyle registraba varios cajones hasta encontrar una navaja. De pie sobre una silla, utilizó la hoja para sacar los tornillos. Wolgast depositó a Amy en los brazos de Doyle, y después saltó al suelo.

Al principio no reconoció a la mujer.

—¿Hermana Lacey?

Sostenía a la niña dormida contra el pecho.

—Agente Wolgast.

Wolgast miró a Doyle.

—No…

—¿Lo entiendes? —Doyle enarcó las cejas. Al igual que Wolgast, iba en pijama. Era demasiado grande, y le colgaba sobre el cuerpo. Lanzó una risita—. Yo tampoco, créeme.

—Este sitio está lleno de hombres muertos —dijo Wolgast—. Algo… No sé. Hubo una explosión.

No sabía explicarse.

—Lo sabemos —dijo Doyle—. Ha llegado el momento de que nos vayamos.

Salieron de la habitación al pasillo. Wolgast supuso que estaban en la parte posterior del Chalé. Reinaba el silencio, aunque oyeron disparos fuera. Sin decir palabra, avanzaron a toda prisa hacia la entrada de delante. Wolgast vio soldados muertos caídos en el suelo.

Lacey se volvió hacia él.

—Cójala —dijo—. Coja a Amy.

Wolgast obedeció. Aún notaba los brazos débiles debido a la ascensión por la escalerilla, pero la apretó contra él. La niña emitió unos gemidos, como si intentara despertarse, en lucha contra la fuerza que la retenía en el mundo crepuscular. Tendría que estar en un hospital, pero aunque pudieran llevarla a uno, ¿qué diría? ¿Cómo explicaría lo sucedido? El aire era gélido cerca de las puertas, y Amy se estremeció en su delgado vestido.

—Necesitamos un vehículo —dijo Wolgast.

Doyle salió por la puerta. Un minuto después, volvió con un llavero. También se había provisto de una pistola, una 45. Condujo a Wolgast y Lacey hasta la ventana y señaló.

—El que hay al borde del aparcamiento, el Lexus plateado. ¿Lo veis?

Wolgast asintió. El coche se encontraba a unos cien metros de distancia, como mínimo.

—Con un coche tan bonito —dijo Doyle—, nadie diría que el conductor se ha dejado las llaves debajo de la visera. —Doyle las dejó caer en la mano de Wolgast—. Quédatelas. Son tuyas. Por si acaso.

Wolgast tardó un momento. Después lo comprendió. El coche era para él, para él y Amy.

—Phil…

Doyle levantó las manos.

—Así ha de ser.

Wolgast miró a Lacey, quien asintió. Después, avanzó hacia él. Besó a Amy, acarició su pelo, y después también le dio un beso a él en la mejilla. Una profunda calma, y una sensación de seguridad pareció recorrer todo su cuerpo desde el lugar en que ella le había besado. Jamás había experimentado nada semejante.

Se alejaron de la puerta, guiados por Doyle. Avanzaron deprisa bajo la protección del edificio. Wolgast apenas podía mantener el paso. Oyó más disparos, pero éstos no parecían dirigidos a ellos. Daba la impresión de que las balas se disparaban hacia los árboles, hacia los tejados, como una especie de celebración siniestra. Cada vez que escuchaba uno, oía un grito, luego sobrevenía un momento de silencio, y después el tiroteo se iniciaba otra vez.

Llegaron a la esquina del edificio. Wolgast vio el bosque al otro lado. En la otra dirección, hacia las luces del recinto, estaba el aparcamiento. El Lexus esperaba en el extremo, dándoles la espalda, sin coches a su alrededor que pudieran protegerlo.

—Tendremos que correr —dijo Doyle—. ¿Preparado?

Wolgast, jadeante, asintió con un esfuerzo.

Después se lanzaron hacia el coche.

Richards intuyó su presencia antes de verlo. Se volvió y agitó el RPG como haría un saltador con la pértiga.

No era Babcock.

No era Cero.

Era Anthony Carter.

Estaba como acurrucado a unos seis metros de distancia. Alzó la cara y torció la cabeza, mientras miraba a Richards como aquilatándole. Parecía un perro. Brillaba sangre en el rostro de Carter, en sus manos como garras, en sus dientes puntiagudos, fila tras fila. Una especie de chasquido surgía de su garganta. Poco a poco, en un gesto de lánguido placer, empezó a levantarse. Richards puso la boca de Carter en el punto de mira.

—Ábrela —dijo, y disparó.

Supo, incluso mientras la granada salía disparada del tubo y la fuerza de la eyección lo empujaba hacia atrás, que había errado. El lugar donde Carter había estado se hallaba desierto. Carter estaba en el aire. Carter estaba volando. Después cayó sobre Richards. La granada se llevó parte de la fachada del Chalé, pero Richards sólo oyó la explosión de una manera vaga (como desde una distancia imposible), mientras experimentaba la sensación, nueva para él, de que le partían por la mitad.

La explosión se le antojó a Wolgast un brillo blanco, un muro de calor y luz que golpeó un lado de su cara como un puñetazo. Lo levantó del suelo y notó que Amy salía despedida. Cayó sobre el pavimento y rodó varias veces, hasta quedar tendido de espaldas.

Le zumbaban los oídos, su aliento parecía encerrado en un tubo, dentro de su pecho. Sobre él vio la negrura aterciopelada del cielo nocturno, y estrellas, centenares y centenares de estrellas, y algunas estaban cayendo.

Pensó: «Estrellas fugaces». Pensó: «Amy». Pensó: «Llaves».

Levantó la cabeza. Amy estaba tendida en el suelo, a escasos metros de distancia. El aire estaba impregnado de humo. A la luz parpadeante del Chalé en llamas, dio la impresión de que estaba durmiendo: un personaje de cuento de hadas, la princesa que se había dormido y era incapaz de despertar. Wolgast se puso a cuatro patas y palmeó frenéticamente el suelo en busca de las llaves. Supuso que uno de sus oídos estaba afectado. Parecía que una cortina había caído sobre el lado izquierdo de su cara y absorbido todos los sonidos. Las llaves. Las llaves. Entonces cayó en la cuenta de que todavía las sujetaba en la mano. No las había soltado en ningún momento.

¿Dónde estaban Lacey y Doyle?

Se acercó a Amy. No parecía que la caída le hubiera provocado daños, ni tampoco la explosión, al menos a simple vista. Pasó las manos por debajo de sus brazos y la apoyó sobre su hombro. Corrió hacia el Lexus.

Se inclinó para depositar a Amy en el interior y acostarla sobre el asiento trasero. Entró y giró la llave. Los faros iluminaron el recinto.

Algo golpeó el capó.

Era una especie de animal. No: se trataba de una especie de cosa monstruosa, que proyectaba una luz verdosa palpitante. Pero cuando vio sus ojos, y lo que contenían, descubrió que aquel extraño ser nuevo que se había posado sobre el capó era Anthony Carter.

Carter se levantó cuando Wolgast encontró la palanca de cambio, dio marcha atrás y aceleró. Wolgast lo vio a las luces del Lexus, rodando sobre el suelo, y después, con una serie de movimientos casi demasiado rápidos para el ojo, lanzarse al aire y desaparecer.

«¿Por el amor de…?»

Wolgast pisó el freno y dio un volantazo a la derecha. El coche giró y giró hasta detenerse, apuntado hacia el camino de acceso. Entonces la puerta del pasajero se abrió: era Lacey. Ella se subió deprisa, sin decir nada. Había franjas de sangre brillante sobre su cara, sobre su camisa. Sostenía una pistola en la mano. La miró, asombrada, y la dejó caer al suelo.

—¿Dónde está Doyle?

—No lo sé —dijo ella.

Dejó el coche en el camino de acceso y pisó el acelerador.

Entonces vio a Doyle. Corría en diagonal en dirección al Lexus, mientras agitaba la 45.

—¡Vete! —estaba gritando—. ¡Vete!

Notaron un golpe estruendoso en el techo del coche, y Wolgast supo que era Carter. Carter estaba sobre el techo del Lexus. Wolgast pisó los frenos de nuevo, y todos salieron lanzados hacia adelante. Carter cayó sobre el capó, pero aguantó. Wolgast oyó que Doyle le disparaba, tres veloces detonaciones. Wolgast vio que una bala alcanzaba a Carter en el pecho, un fogonazo fugaz. Carter apenas pareció darse cuenta.

—¡Eh! —estaba gritando Doyle—. ¡Eh!

Carter se volvió y vio a Doyle. Tirando con fuerza de sí mismo se lanzó desde el capó mientras Doyle disparaba por última vez. Wolgast se volvió a tiempo de ver cómo la criatura que una vez había sido Anthony Carter caía sobre su compañero y lo asía como si fuera una boca gigante.

Todo terminó en un instante.

Wolgast pisó a fondo el acelerador. El coche saltó sobre un tramo herboso, mientras las ruedas desgarraban el aire, y después cayó sobre el pavimento con un chirrido. Se alejaron del Chalé en llamas por el largo camino de entrada, a través del vestíbulo de árboles, el paisaje desfilando a toda velocidad. Primero a 75 kilómetros por hora, luego a 90, y después a 105.

—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó Wolgast a Lacey—. ¿Qué es eso?

—Pare aquí, agente.

—¿Qué? No lo dirá en serio.

—Nos atraparán. Seguirán la sangre. Debe parar el coche ahora. —Apoyó una mano sobre su codo. La presa era firme, insistente—. Por favor. Haga lo que le pido.

Wolgast acercó el Lexus a la cuneta. Lacey se volvió hacia él. Wolgast vio la herida de su brazo, un limpio disparo justo debajo del músculo deltoides.

—Hermana Lacey…

—No es nada —dijo Lacey—. Sólo carne y sangre. Pero yo no iré con ustedes. Ahora lo comprendo.

Tocó de nuevo su brazo y sonrió, una sonrisa final de bendición, triste y feliz al mismo tiempo. Una sonrisa por las penalidades del largo viaje, ahora concluido.

—Cuide de ella. Amy es suya. Usted sabrá lo que hay que hacer.

Después, bajó del coche y cerró la puerta antes de que Wolgast pudiera decir una palabra más.

Wolgast miró por el retrovisor y la vio correr en dirección contraria, agitando los brazos en el aire. ¿Una advertencia? No, los estaba animando a que se lanzaran sobre ella. No había recorrido ni treinta metros cuando una ráfaga de luz salió disparada de los árboles, y después otra, y luego una tercera, tantas que Wolgast se vio obligado a desviar la vista, y pisó el acelerador y se alejó todo lo deprisa que pudo sin mirar atrás ni un solo momento.