13

Lacey estaba en el bosque. Se movía en cuclillas, desplazándose de árbol a árbol, lejos de los soldados. El aire era frío y tenue, le perforaba los pulmones. Apoyó la espalda contra un árbol y se permitió respirar.

No tenía miedo. Las balas de los soldados no eran nada. Las había oído silbar a través de la maleza, pero ni siquiera habían pasado cerca. ¡Y eran tan pequeñas! Las balas… ¿Cómo podían hacer daño las balas a la gente? Después de haber hecho tan largo viaje, con tan escasas probabilidades de lograrlo, ¿cómo podían confiar en asustarla con una nimiedad como aquélla?

Se asomó al otro lado del tronco. Vio a través de la maleza el resplandor del puesto de los centinelas, oyó hablar a los dos hombres, sus voces transportadas por la noche sin luna. «Mujer negra, acento raro», decía uno, y el otro repetía una y otra vez: «Mierda, se nos va a caer el pelo por esto. ¿Cómo coño la hemos podido perder, eh? ¿Cómo? ¡Ni siquiera apuntaste!».

Tenían miedo de la persona con la que estaban hablando por teléfono. Lacey sabía que no era nadie, nada. Y los soldados eran como niños, unos descerebrados. Como los del campo, hacía ya tanto tiempo. Recordó cómo, después de tantas horas, habían hecho lo que habían hecho. Creían que le estaban arrebatando algo (lo leyó en las sonrisas oscuras dibujadas en sus bocas, lo saboreó en su aliento agrio sobre su cara), y era verdad, lo habían hecho. Pero ahora los había perdonado y había recuperado aquella cosa, que era la propia Lacey, y más por añadidura. Cerró los ojos. Y pensó lo siguiente:

Mas tú, Yavé, escudo que me ciñes,

mi gloria, el que realza mi cabeza.

A voz en grito clamo hacia Yavé,

y él me responde desde su santo monte.

Selah.

Yo me acuesto y me duermo,

me despierto, pues Yavé me sostiene.

No temo a esas gentes que a millares

se apuestan contra mí por doquier.

¡Levántate, Yavé!

¡Dios mío, sálvame!

Tú hieres en la mejilla a todos mis enemigos,

los dientes de los impíos tú los rompes.

Se estaba desplazando de nuevo entre los árboles. El hombre que había hablado con el centinela por teléfono decía que enviaría más hombres tras ella. Y, no obstante, experimentaba algo parecido al goce, una nueva y ágil energía, más rica y profunda que cualquier otra cosa que hubiera sentido en su vida. Había ido adquiriendo forma durante las semanas de viaje hacia… bien, ¿dónde? No sabía cómo se llamaba. Para ella no era más que el sitio donde estaba Amy.

Había tomado algunos autobuses. Había subido a la parte posterior del camión de alguien con dos perros labradores y una caja con crías de cerdo. Algunos días se había despertado donde estaba, con la conciencia definida de que aquel día tocaba caminar, sólo caminar. Lacey comía de vez en cuando, o si le parecía correcto, llamaba a la puerta de una casa y preguntaba si le permitían que durmiera en una cama. Y la mujer que abría la puerta (porque siempre era una mujer, daba igual a qué puerta llamara) decía que por supuesto podía entrar, y la conducía a una habitación con una cama ya preparada, sin decir ni una palabra al respecto.

Y entonces, un día se puso a subir por una larga carretera de montaña, la gloria de Dios en la luz del sol que la rodeaba, y supo que había llegado.

«Espera —dijo la voz—. Espera a que el sol se ponga, hermana Lacey. El camino te enseñará el camino».

Y así fue: el camino le enseñó el camino. Ahora la perseguían más hombres. Cada paso, cada chasquido de ramita, cada inhalación de aire era como un disparo estruendoso que le revelaba su posición. Estaban desplegados detrás de ella en una amplia hilera de seis, con sus armas apuntadas a la oscuridad, a la nada, a un lugar donde Lacey había estado, pero ya no estaba.

Llegó a un claro entre los árboles. Había una carretera. A la izquierda, a doscientos metros de distancia, se alzaba el puesto de guardia, bañado por un chorro de luz. A la derecha, la carretera se internaba entre los árboles y descendía en picado. El rumor del río llegaba de algún lugar.

Nada le revelaba el significado de aquel lugar, pero sabía que debía esperar. Se tiró al suelo y aplastó el estómago contra la tierra. Los soldados estaban detrás de ella, a cincuenta metros de distancia, y luego cuarenta, y después treinta.

Oyó el ruido bajo y tortuoso de un motor diésel, cuyo sonido agudo se calmó cuando el conductor cambió de marcha para ascender la cuesta final. Poco a poco, elevó su morro y su luz hacia ella. Se acuclilló cuando los faros barrieron la cumbre de la colina. Una especie de camión del ejército. El gemido del motor se alteró cuando el conductor cambió de marcha otra vez y empezó a acelerar.

¿Ahora?

Y la voz dijo: «Ahora».

Se levantó y corrió con toda la velocidad que las piernas le permitieron en dirección a la parte posterior del camión. Un parachoques amplio, y encima, una zona de carga abierta, oculta por una lona oscilante. Por un momento dio la impresión de que se había movido demasiado tarde, de que el camión iba a dejarla atrás, pero dio una última carrera y consiguió atraparlo. Sus manos encontraron el borde de la puerta, un pie descalzo y después el otro abandonaron la carretera. Lacey Antoinette Kudoto voló por los aires. Se izó y saltó rodando al interior.

Su cabeza golpeó el suelo del compartimento de carga del camión. Abrió los ojos.

Cajas. El camión iba lleno de cajas.

Avanzó hacia la parte delantera y se aplastó contra la pared trasera de la cabina. El camión aminoró la velocidad cuando se acercó al puesto de guardia. Lacey contuvo el aliento. Podía pasar cualquier cosa. Ya no estaba en sus manos.

Los frenos de aire silbaron. El camión se detuvo.

—Déjame ver las instrucciones.

La voz era la del primer centinela, el que había ordenado a Lacey que se detuviera. Apenas un niño, con un arma. A juzgar por la procedencia de la voz, dedujo que estaba parado sobre el estribo del vehículo. De pronto, el aire se impregnó de olor a tabaco.

—No deberías fumar.

—¿Quién eres, mi madre?

—Léete las instrucciones, cabeza de chorlito. Llevas suficiente armamento para volarnos hasta Marte.

Una risa despectiva desde el asiento del pasajero.

—Allá tú. ¿Has visto a alguien en la carretera?

—¿Te refieres a un civil?

—No, me refiero al abominable hombre de las nieves. Sí, un civil. Una mujer negra, como de 1,65, con falda.

Una pausa.

—Estás de coña, ¿no? —Hizo una pausa—. No hemos visto a nadie. Está oscuro. Yo qué sé.

El centinela bajó del estribo.

—Espera mientras hecho un vistazo a la parte de atrás.

«No te muevas, Lacey —dijo la voz—. No te muevas».

La lona se abrió, se cerró y se abrió de nuevo. Un rayo de luz iluminó la parte posterior del camión.

«Cierra los ojos, Lacey».

Obedeció. Notó que el rayo de la linterna barría su cara una, dos, tres veces.

«Mas tú, Yavé, escudo que me ciñes…»

Oyó dos golpes fuertes en el costado del camión, justo al lado de su oído.

—¡Adelante!

El camión se alejó.

Richards no estaba nada contento. La monja loca… ¿Qué cojones estaba haciendo allí?

Decidió no decírselo a Sykes. Al menos, hasta que hubiera recabado más información. Había enviado seis hombres. ¡Seis! ¡Sólo para cargársela! Pero habían vuelto con las manos vacías. Los había enviado otra vez, para que rodearan el perímetro.

—¡Encontradla! ¡Pegadle un tiro! ¿Tanto cuesta?

El rollo de Wolgast y la niña se había prolongado demasiado. Y Doyle… ¿Por qué seguía con vida? Richards consultó su reloj: eran las 00:03. Recuperó su arma del cajón inferior de su escritorio, comprobó que estaba cargada y la encajó contra su columna vertebral. Abandonó su despacho y bajó por la escalera de atrás hasta el nivel 1, para salir a través de la plataforma de carga.

Doyle estaba retenido en una vivienda civil, la habitación había estado ocupada por uno de los barrenderos muertos. El centinela apostado en la puerta dormitaba en su silla.

—Levántate —ordenó Richards.

El soldado despertó sobresaltado. Sus ojos delataban incomprensión. Daba la impresión de que no sabía dónde estaba. Cuando vio a Richards de pie sobre él, se puso firmes al instante.

—Lo siento, señor.

—Abre la puerta.

El soldado tecleó el código y se apartó.

—Ya puedes irte —dijo Richards.

—¿Señor?

—Si vas a dormir, hazlo en los barracones.

Una expresión de alivio.

—Sí, señor. Lo siento, señor.

El soldado se alejó corriendo por la pasarela. Richards abrió la puerta. Doyle estaba sentado en un extremo de la cama, con las manos enlazadas sobre el regazo, contemplando el cuadrado vacío de la pared donde había estado la televisión. Una bandeja de comida sin tocar descansaba sobre el suelo, y proyectaba un olor a pescado podrido. Cuando Doyle alzó la vista, una sonrisa se insinuó en sus labios.

—Richards. Hijo de puta.

—Vámonos.

Doyle suspiró y se dio unas palmadas en las rodillas.

—¿Sabes una cosa? Él tenía razón sobre ti. Wolgast, quiero decir. Estaba aquí, sentado, pensando: «¿Cuándo vendrá a verme mi viejo amigo Richards?».

—Si de mí hubiera dependido, habría venido antes.

Tuvo la impresión de que Doyle reprimía una carcajada. Nunca había visto de tan buen humor a un hombre que estuviera a punto de morir. Doyle meneó la cabeza, sonriendo en todo momento.

—Tendría que haber intentado apoderarme de aquellas escopetas.

Richards desenfundó su arma y quitó el seguro.

—Te habría ahorrado tiempo, sí.

Guió a Doyle a través del recinto, hacia las luces del Chalé. Era posible que Doyle se pusiera a correr, pero ¿hasta dónde llegaría? Richards se preguntó por qué no había preguntado por Wolgast o la niña.

—Dime una cosa —dijo Doyle cuando llegaron a la zona de aparcamiento. Todavía había unos cuantos coches, pertenecientes a la gente del turno de noche del laboratorio—. ¿Ya ha llegado?

—¿Quién?

—Lacey.

Richards se detuvo.

—De modo que sí —dijo Doyle, y rió entre dientes—. Deberías verte la cara, Richards.

—¿Qué sabes al respecto?

Una fría luz azul emanaba de los ojos de Doyle. Incluso bajo el resplandor ambiental del aparcamiento, Richards la distinguió. Era como mirar a una cámara justo cuando el obturador se abría.

—Es curioso, ¿sabes? —dijo Doyle, y alzó la cara hacia las formas oscuras de los árboles—. La oí venir.

«Grey».

Estaba en el nivel 4. En el monitor se veía la forma reluciente de Cero.

«Grey. Ha llegado el momento».

Entonces, por fin, lo recordó todo: sus sueños y todas aquellas noches que había pasado en Contención, vigilando a Cero, escuchando su voz, escuchando las historias que contaba. Recordó Nueva York y a la chica y a todas las demás, cada noche una nueva, y la sensación de la oscuridad que se movía a través de él y la dulce alegría de su mandíbula cuando volaba sobre ellos. Era Grey y no era Grey, era Cero y no era Cero, estaba en todas partes y en ninguna. Se levantó y miró el cristal.

«Ha llegado el momento».

Era curioso, pensó Grey. Más que curioso, el concepto de tiempo era extraño. Había pensado que era una cosa, pero en realidad era otra. No era una línea, sino un círculo, y más que eso: era un círculo hecho de círculos hecho de círculos, cada uno montado sobre el otro, de modo que cada momento era el siguiente a cada momento, y todos a la vez. Y en cuanto lo sabías, ya no podías dejar de saberlo. Ahora veía los acontecimientos que iban a tener lugar, como si ya hubieran sucedido, porque en cierto modo así era.

Abrió la esclusa de aire. Su traje colgaba flácido de la pared. Tenía que cerrar la primera puerta para abrir la segunda, y la segunda para abrir la tercera, pero nada decía que tuviera que ponerse el traje, o que tuviera que estar solo.

«La segunda puerta, Grey».

Entró en la cámara interior. Sobre su cabeza, la alcachofa de la ducha colgaba como una flor monstruosa. La cámara lo estaba mirando, pero no había nadie al otro lado. Lo sabía. Y ahora estaba oyendo otras voces, no sólo la de Cero, y supo quiénes eran ellos también.

«La tercera puerta, Grey».

Oh, qué felicidad, pensó. Qué alivio. Ese dejarse llevar. Esa entrega, ese dejarse ir. Día tras día había notado lo que estaba sucediendo, la unión del Grey bueno y el Grey malo, que formaban algo nuevo. Algo inevitable. El siguiente Grey, el que sería capaz de perdonar.

«Yo te perdono, Grey».

Giró el ancho pomo. La puerta estaba abierta. Cero se desenroscó ante él en la oscuridad. Grey notó su aliento en la cara, sobre los ojos, la boca y la barbilla. Notó su corazón martilleante. Grey pensó en su padre, y en la nieve. Estaba llorando, llorando de felicidad, llorando de terror, llorando, llorando y llorando, y cuando el mordisco de Cero encontró el lugar blando de su cuello donde la sangre se movía, supo por fin cuál era el décimo conejo.

El décimo conejo era él.