12

Estaba muerto. Era un hecho incontrovertible. Wolgast lo aceptaba, como aceptaba cualquier realidad de la naturaleza. Cuando todo aquello hubiera terminado, fuera de la manera que fuera, Richards lo conduciría a una habitación, le dedicaría la misma fría mirada final que había dedicado a Price y a Kirk (como un hombre que estuviera llevando a cabo una sencilla prueba de precisión, golpear la bola blanca con el taco o tirar una bola de papel a la papelera), y ahí acabaría todo.

Era posible que Richards se lo llevara al aire libre. A Wolgast le habría gustado ir a algún lugar donde pudiera ver árboles y sentir la luz del sol sobre su piel, antes de que Richards le metiera una bala en la cabeza. Puede que hasta se lo pidiera.

—¿Te importa? —le diría—. Si no es mucha molestia… Me gustaría estar mirando los árboles.

Llevaba veintisiete días en el recinto. Según sus cuentas, era la tercera semana de abril. No sabía dónde estaban Amy ni Doyle. Los habían separado nada más aterrizar. Richards y un grupo de hombres armados se habían llevado a Amy, y otro se había encargado de Wolgast y Doyle, pero también los habían separado. Nadie le había informado, cosa que al principio se le antojó extraña, pero cuando hubo transcurrido tiempo suficiente, Wolgast comprendió el motivo. Oficialmente, no había pasado nada. Nadie iba a informarle, porque la historia era sólo eso, una historia. Lo único que aún le desconcertaba era por qué motivo Richards no le había pegado un tiro todavía.

La habitación donde le habían encerrado era propia de un motel barato, aunque más sencilla. No había alfombra en el suelo, ni cortinas en la solitaria ventana, con pesados muebles institucionales clavados al suelo. Un diminuto cuarto de baño con el suelo frío como el hielo. Un enredo de cables en la pared, donde había estado la televisión. La puerta que daba al pasillo era gruesa, y se abría por fuera mediante un dispositivo automático. Sus únicos visitantes eran los hombres que le llevaban la comida: figuras hoscas y silenciosas vestidas con monos marrón sin distintivos, que dejaban las bandejas con la comida sobre la pequeña mesa donde Wolgast pasaba la mayor parte del día, sentado y esperando. Era probable que Doyle estuviera haciendo lo mismo, siempre y cuando Richards no lo hubiera matado ya.

La vista no era gran cosa, un bosque de pinos desiertos, pero a veces Wolgast se levantaba y pasaba horas mirándolos. Se acercaba la primavera. El bosque estaba empapado de nieve fundida, y a todas partes llegaba el rumor del agua, que goteaba de tejados y ramas, y corría por los canalones. Si se ponía de puntillas, Wolgast distinguía una cerca que atravesaba el bosque, y figuras que se movían junto a ella. Una noche, al principio de la cuarta semana de encarcelamiento, se desencadenó una feroz tormenta, de una fuerza casi bíblica. Los truenos resonaron sobre las montañas toda la noche, y por la mañana, cuando miró por la ventana, vio que el invierno había terminado, barrido por la tormenta.

Al principio, intentó entablar conversación con los hombres que le llevaban la comida, y un pijama limpio y unas zapatillas cada dos días. Les preguntó cómo se llamaban. Pero nadie se había dignado en decir ni una palabra. Sus movimientos eran pesados, torpes e imprecisos, su expresión aturdida y falta de curiosidad, como los muertos vivientes de una película antigua. Cadáveres que se congregaban ante una granja, gimiendo y trastabillando, con los uniformes andrajosos de sus vidas olvidadas. Le gustaban esas películas cuando era adolescente, sin darse cuenta de lo mucho que reflejaban la realidad. ¿Qué eran los muertos vivientes, pensó Wolgast, sino una metáfora del descabellado desfile de la madurez?

Creía posible que la vida de una persona se transformara en una larga serie de errores, y que el final, cuando llegara, fuera un ejemplo más en una cadena de decisiones erróneas. La cuestión era que la mayoría de dichos errores se tomaban prestados de otras personas. Adoptabas sus ideas erróneas y, por el motivo que fuera, las convertías en propias. Ésa era la verdad que había aprendido en el tiovivo con Amy, aunque creía que llevaba un tiempo desarrollándola; más de un año, de hecho. Wolgast tenía tiempo de sobra para dedicar a estas reflexiones. No podías mirar a los ojos de un hombre como Anthony Carter sin ser capaz de descubrir cómo funcionaba eso. Era como si durante aquella noche en Oklahoma hubiera tenido su primera idea verdadera en años. La primera desde Lila, la primera desde Eva. Pero Eva había muerto, tres semanas antes de cumplir un año, y desde aquel día había caminado sobre la tierra como un muerto viviente, o como un hombre que sostuviera un fantasma, el lugar vacío entre sus brazos donde había estado Eva. Por eso había sido tan bueno con Carter y los demás: era como ellos.

Se preguntó dónde estaría Amy, y qué sería de ella. Confió en que no se sintiera sola y asustada. Más aún, se aferraba a la idea con el fervor de una oración, y procuraba hacerlo con su mente. Se preguntó si volvería a verla algún día, y la idea lo impulsó a levantarse de la silla y acercarse a la ventana, como si pudiera encontrarla allí fuera, en las sombras cambiantes de los árboles. Y transcurrieron más horas, el paso del tiempo marcado sólo por la luz cambiante de la ventana y las idas y venidas de los hombres de las comidas, que casi siempre se quedaban sin tocar. Todas las noches dormía de un tirón sin soñar, y se despertaba aturdido por la mañana, con los brazos y piernas pesados como hierro. Se preguntó cuánto tiempo más le quedaba.

Entonces, la mañana del trigésimo cuarto día, alguien fue a verlo. Era Sykes, pero diferente. El hombre a quien había conocido hacía un año era vivaz y pulcro. Pero ese hombre, aunque vestía el mismo uniforme, daba la impresión de haber dormido bajo un puente de la autopista. Tenía el uniforme arrugado y manchado. Las mejillas y la barbilla, cubiertas de una barba gris de varios días. Sus ojos estaban tan inyectados en sangre como los de un boxeador después de unos cuantos asaltos de un combate muy desigual. Se dejó caer pesadamente ante la mesa a la que estaba sentado Wolgast. Enlazó las manos, carraspeó y habló.

—He venido a pedir un favor.

Hacía días que Wolgast no pronunciaba ni una palabra. Cuando intentó contestar, notó la tráquea como si estuviera obturada por culpa de la falta de uso. Su voz salió en un graznido.

—Estoy harto de hacer favores.

Sykes contuvo el aliento. Proyectaba un olor rancio, a sudor reseco y poliéster viejo. Por un momento, dejó que sus ojos vagaran alrededor de la diminuta habitación.

—Es probable que todo esto te parezca un poco… ingrato. Lo admito.

—Que te den por el culo.

Wolgast experimentó un gran placer al decir esto.

—He venido a por la niña, agente.

—Se llama Amy —replicó Wolgast.

—Sé cómo se llama. Sé mucho de ella.

—Tiene seis años. Le gustan los crepes y las atracciones de las ferias. Tiene un conejo de juguete llamado Peter. Eres un gilipollas sin corazón, ¿lo sabías, Sykes?

Sykes sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta y lo dejó sobre la mesa. Dentro había dos fotografías. Una era de Amy, tomada, supuso Wolgast, en el convento. Debía de ser la misma que acompañaba a la alerta ámbar. La segunda era una foto de anuario de instituto. La mujer de la foto debía de ser la madre de Amy. El mismo pelo moreno, la misma delicada disposición de los huesos faciales, los mismos ojos hundidos y melancólicos, aunque deslumbrados en el instante en que el obturador se abría con una luz cálida y expectante. ¿Quién era esa chica? ¿Tenía amigos, familia o novio? ¿Una asignatura favorita en el colegio? ¿Un deporte que amara y dominara? ¿Guardaba secretos, una historia personal que nadie conocía? ¿Qué esperaba de la vida? Estaba situada en posición tres cuartos con respecto a la cámara, mirando por encima de su hombro derecho, ataviada con lo que parecía un vestido de fiesta, azul claro. Llevaba los hombros desnudos. Al pie de la foto, una leyenda rezaba: MASON CONSOLIDATED HIGH SCHOOL, MASON, IA.

—Su madre era una prostituta. La noche antes de abandonar a Amy en el convento, disparó contra un tipo en el jardín delantero de la sede de una fraternidad. Oficialmente.

Wolgast quiso contestar: «¿Y qué?». ¿Acaso era culpa de Amy? Pero su ira se aplacó al ver la imagen de la mujer de la fotografía (que ni siquiera era una mujer, tan sólo una muchacha). Tal vez Sykes ni siquiera estuviera diciendo la verdad. Dejó la foto sobre la mesa.

—¿Qué ha sido de ella?

Sykes se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe. Ha desaparecido.

—¿Y las monjas?

Una sombra cruzó el rostro de Sykes. Wolgast adivinó que había dado en el blanco sin querer. Jesús, pensó. ¿También las monjas? ¿Habría sido Richards, u otro?

—No lo sé —contestó Sykes.

—Basta con mirarte —replicó Wolgast—. Sí que lo sabes.

Sykes no dijo nada más al respecto, y su silencio proclamaba: «Wolgast, esta conversación ha terminado». Se frotó los ojos, devolvió las fotos al sobre y lo guardó.

—¿Dónde está?

—Agente, la cuestión es…

—¿Dónde está Amy?

Sykes volvió a carraspear.

—Por eso he venido —dijo—. Ése es el favor. Creemos que Amy se está muriendo.

No permitieron a Wolgast formular más preguntas. No le permitieron hablar con nadie, mirar alrededor o apartarse de la vista de Sykes. Un destacamento de dos soldados lo condujo a través del recinto, bajo la luz húmeda de la mañana. El aire olía y presagiaba la primavera. Después de haber pasado casi cuatro semanas en su habitación, Wolgast se descubrió inhalando aire como si tuviera hambre de él. El sol le hizo daño la vista.

Una vez estuvieron en el Chalé, bajó en ascensor cuatro pisos en compañía de Sykes. Salieron a un corredor vacío, austero y blanco como el de un hospital. Wolgast calculó que estarían a quince metros bajo tierra, quizá más. Fuera lo que fuese lo que la gente de Sykes guardaba allí, debían de querer que toda esa tierra lo mantuviera alejado del mundo de arriba. Llegaron a una puerta que ponía LABORATORIO PRINCIPAL, pero Sykes pasó de largo sin disminuir la velocidad de sus zancadas. Pasaron delante de más puertas, y por fin llegaron a la que Sykes estaba buscando. Deslizó una tarjeta a través del lector y la abrió.

Wolgast se descubrió en una especie de sala de observación. Al otro lado de la amplia ventana, bajo una tenue luz azulada, la forma diminuta de Amy yacía en una cama de hospital, sola. Estaba conectada a un gotero, pero eso era todo. Al lado de su cama había una silla de plástico, vacía. Desde unas vías del techo colgaba un grupo de tubos codificados por color, enrollados como las mangueras neumáticas de un garaje. Por lo demás, la habitación estaba desnuda.

—¿Es él?

Wolgast se volvió y vio a un hombre en el que no se había fijado. Llevaba una bata de laboratorio y pijama verde, como el de Wolgast.

—Agente Wolgast, le presento al doctor Fortes.

Se saludaron con un cabeceo, sin estrecharse las manos. Fortes era joven, aún no habría cumplido la treintena. Wolgast se preguntó si sería médico u otra cosa. Al igual que Sykes, Fortes parecía agotado, exhausto. Tenía la piel grasienta, y necesitaba un corte de pelo y un afeitado. Daba la impresión de que llevaba un mes sin limpiarse las gafas.

—Lleva un chip injertado. Transmite las constantes vitales a aquel panel.

Fortes se lo enseñó: el ritmo cardíaco, la respiración, la presión arterial y la temperatura. La de Amy era de treinta y nueve grados.

—¿Dónde?

—¿Dónde qué?

Los ojos del médico denotaron incomprensión.

—¿Dónde lleva el chip?

—Ah. —Fortes miró a Sykes, el cual asintió. Fortes señaló su nuca—. Subcutáneo, entre la tercera y cuarta vértebras cervicales. La fuente de energía es muy ingeniosa, una diminuta pila nuclear. Como las de los satélites, sólo que mucho más pequeña.

Ingeniosa. Wolgast se estremeció. Amy tenía una fuente de energía nuclear ingeniosa en el cuello. Se volvió hacia Sykes, quien lo estaba observando con cautela.

—¿Es eso lo que les pasó a los demás, a Carter y el resto?

—Eran… preliminares —dijo Sykes.

—¿Preliminares de qué?

El hombre hizo una pausa.

—De Amy.

Fortes explicó la situación. Amy estaba en coma. Nadie se lo esperaba, su fiebre era demasiado alta y había durado demasiado. Los valores de sus riñones e hígado habían descendido.

—Esperábamos que pudieras hablar con ella —dijo Sykes—. Eso ayuda a veces a los pacientes que están en un estado prolongado de inconsciencia. Doyle nos ha dicho que ella está muy…, que conectó contigo.

Una esclusa de aire de dos fases los comunicaba con el cuarto de Amy. Sykes y Fortes le condujeron a la primera cámara. Un biotraje naranja colgaba de la pared, el casco vacío inclinado hacia adelante, como un hombre con el cuello roto. Sykes explicó su funcionamiento.

—Tendrás que ponértelo, y después cubrir todas las costuras con cinta adhesiva. La válvula situada en la base del casco se conecta con esos manguitos del techo. Tienen un código de colores, así que deberías hacerlo sin problemas. Cuando vuelvas, tendrás que ducharte con el traje, y después ducharte otra vez desnudo. Hay instrucciones en la pared.

Wolgast se sentó en el banco para quitarse las zapatillas. Entonces se detuvo.

—No —dijo.

Sykes le miró y frunció el ceño.

—¿No qué?

—No pienso ponérmelo. —Se volvió y miró a Sykes—. No servirá de nada si se despierta y me ve con un traje espacial. Si quieres que entre ahí, lo haré como yo diga.

—Ésa no es una buena idea, agente —dijo Sykes.

Wolgast había tomado su decisión.

—Sin traje, o no hay trato.

Sykes miró a Fortes, que se encogió de hombros.

—Podría ser… interesante. En teoría, el virus debería estar inactivo a estas alturas. Aunque puede que no.

—¿El virus?

—Supongo que ya lo descubrirás —dijo Sykes—. Déjelo entrar bajo mi responsabilidad. Por cierto, agente, una vez hayas entrado, allá tú. Después de eso, no puedo garantizar nada. ¿Queda claro?

Wolgast asintió. Sykes y Fortes se alejaron de la esclusa. Wolgast se dio cuenta de que no habían esperado que aceptara. En el último instante, Wolgast les llamó.

—¿Dónde está su mochila?

Fortes y Sykes intercambiaron otra mirada de complicidad.

—Espera aquí —dijo Sykes.

Regresó al cabo de unos minutos con la mochila de Amy. Las Supernenas. Wolgast nunca la había examinado, al menos con detenimiento. Había tres, hechas de plástico gomoso y pegadas a la tela tosca de la mochila, los puños alzados mientras volaban. Wolgast abrió la cremallera. Faltaban algunas cosas de Amy, como el cepillo de pelo, pero Peter continuaba dentro.

Clavó la vista en Fortes.

—¿Cómo sabré que no está… inactivo?

—Oh, ya se enterará —contestó Fortes.

Cerraron la puerta a su espalda. Wolgast sintió que la presión caía. Encima de la segunda puerta, la luz pasó de roja a verde. Wolgast giró el pomo y entró.

Una segunda habitación, más larga que la primera, con un grueso desagüe en el suelo y una ducha con alcachofa en forma de girasol, activada por una cadena metálica. Un letrero en la pared contenía las instrucciones que Sykes había indicado. Una larga lista de pasos que terminaban en ponerse desnudo y de pie sobre el desagüe, alzar la boca y los ojos, y después carraspear y escupir. Una cámara lo miraba desde una esquina del techo.

Se detuvo ante la segunda puerta. La luz de encima era roja. Había un teclado sujeto a la pared. ¿Cómo pasaría? Entonces, la luz cambió a verde, como había hecho la primera. Sykes, desde fuera, controlaba el sistema.

Hizo una pausa antes de abrir la puerta. Parecía pesada, de acero reluciente. Como una cámara acorazada, o algo de un submarino. No podía decir exactamente por qué había insistido en no ponerse el biotraje, una decisión que ahora se le antojaba precipitada. ¿Por Amy, como había dicho? ¿O para obtener alguna información, por ínfima que fuera, de Sykes? En cualquier caso, creía haber tomado la decisión correcta.

Giró el pomo, y sintió que se le destapaban los oídos cuando la presión descendió de nuevo.

Grey no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Días y días iguales unos a otros. Se había presentado a su turno, y había bajado en el ascensor al nivel 4 (no había pasado nada después de aquella primera noche: Davis lo había cubierto), cambiado en el vestuario y cumplido con su trabajo, limpiado los pasillos y cuartos de baño, entrado en Contención, y salido seis horas después.

Todo había sido de lo más normal, salvo que aquellas seis horas eran como una hoja en blanco, un cajón vacío de su cerebro. Era evidente que había hecho todas sus obligaciones, entregado sus informes, entrado y sacado las jaulas de conejos, e incluso intercambiado algunas palabras con Pujol o los demás técnicos que entraban. Sin embargo, él no podía recordar nada de nada. Había pasado su tarjeta para entrar en la sala de observación, y al instante siguiente se enteró de que su turno había terminado y estaba saliendo al otro lado.

Pero había algunos detalles sin importancia: cosas fugaces, pequeñas pero brillantes, fragmentos de datos grabados que daban la impresión de captar la luz, como confetis que caían a través de su cerebro durante todo el día. No eran imágenes, nada tan claro y directo como eso, nada a lo que poder aferrarse. Pero había estado sentado en la cantina, o en su habitación, o cruzado el patio en dirección al Chalé, y un sabor le subía a la garganta, notaba una sensación líquida en sus dientes. A veces le afectaba con tal fuerza que le obligaba a parar en seco. Y cuando eso sucedía, pensaba en cosas curiosas, sin relación entre sí, muchas de las cuales estaban relacionadas con Osopardo. Era como si el sabor que notaba en la boca oprimiera un botón que lo impulsara a pensar en su antiguo perro, en el cual, para ser sincero, no había pensado mucho desde hacía años, hasta la noche en que había tenido aquel sueño en Contención y vomitado la cena en el suelo.

Osopardo y su aliento fétido. Osopardo, que subía una cosa muerta a rastras por los peldaños del porche, tal vez un marsupial o un mapache. En aquella ocasión había atacado una madriguera de conejitos bajo el remolque, diminutas bolas de piel de color melocotón, ni siquiera cubiertas de pelo todavía, y había triturado sus pequeños cráneos entre sus molares uno tras otro, como un niño sentado en un cine con una caja de palomitas de maíz.

Qué curioso: ni siquiera era capaz de afirmar que Osopardo hubiera hecho eso.

Se preguntó si estaría enfermo. El letrero que había sobre la entrada del nivel 3 le ponía nervioso, como nunca le había pasado. Daba la impresión de estarle dedicado en exclusiva a él. CUALQUIERA DE ESTOS SÍNTOMAS… Una mañana, cuando volvía de desayunar, notó un picor en la garganta, como el principio de un resfriado. Al instante siguiente se tapó el estornudo con las manos. Desde entonces tuvo muchos mocos. Ya era primavera. Aún hacía frío por las noches, pero por la tarde llegaban a los diez o quince grados, y todos los árboles estaban floreciendo, una tenue neblina verde, como un brochazo de pintura sobre las montañas. Siempre había sufrido alergia.

Y además, estaba el silencio. Grey tardó un poco en darse cuenta de lo que estaba pasando: nadie decía nada. No sólo los barrenderos, los cuales, para empezar, nunca decían gran cosa, sino también los técnicos y los médicos. No ocurrió de golpe, en el curso de un día, o de una semana. Pero poco a poco, con parsimonia, el silencio había caído sobre el lugar, y lo había sellado como una tapadera. Grey siempre había preferido escuchar. Wilder, el loquero de la cárcel, se lo había dicho: «Eres un buen oyente, Grey». Lo había dicho como un cumplido, pero Wilder estaba enamorado de su voz y se alegraba mucho de contar con un público. De todos modos, Grey echaba de menos el sonido de voces humanas. Una noche, en la cantina, había contado hasta treinta hombres encorvados sobre sus bandejas, y ni uno de ellos decía una palabra. Algunos ni siquiera comían, sino que se limitaban a estar sentados, tal vez acunando entre sus manos una taza de café o té, con la vista clavada en la lejanía. Como si estuvieran medio dormidos.

Pero había una cosa: Grey era un dormilón consumado. Durmió y durmió y durmió. Cuando el despertador sonó a las cinco de la mañana, y luego al mediodía, por si hubiera llegado a tiempo al último turno, dio la vuelta en la cama, encendió un cigarrillo del paquete que descansaba sobre la mesita de noche y se quedó inmóvil unos minutos, mientras intentaba decidir si había soñado o no. Decidió que no.

Después, una mañana, estaba sentado a una mesa de la cantina (tostada con mantequilla, un par de huevos, tres salchichas y un cuenco de sémola; si estaba enfermo, no le había afectado al apetito), y cuando levantó el rostro para asestar el primer mordisco, con la tostada a escasos centímetros de sus labios, vio a Paulson. Estaba sentado frente a él, a dos mesas de distancia. Grey lo había visto de lejos una o dos veces desde la conversación de aquella noche, pero nunca tan de cerca. Paulson tenía delante un plato de huevos, que no había tocado. Su aspecto era horrible, y la piel se veía tan tensa sobre su cara que podía verse el contorno de sus huesos. Durante un instante, apenas un instante, sus miradas se cruzaron.

Paulson desvió la mirada.

Aquella noche, cuando entró a trabajar, Grey interrogó a Davis.

—¿Conoces a ese tal Paulson?

Davis no estaba tan jovial como de costumbre. Habían desaparecido los chistes, las revistas guarras y los auriculares. Grey se preguntó qué haría Davis toda la noche en su puesto. Aunque la verdad era que Grey no tenía ni idea de qué hacía él mismo durante toda la noche.

—¿Qué pasa con él?

Pero Grey no hizo más preguntas. No sabía qué más preguntar.

—Nada. Sólo me estaba preguntando si lo conocías.

—Hazte un favor, mantente alejado de ese capullo.

Grey bajó y se puso a trabajar. No fue hasta más tarde, mientras pasaba el cepillo por la taza de un váter del nivel 4, cuando recordó la pregunta que había querido formular.

«¿De qué tiene tanto miedo?

»¿De qué tiene todo el mundo tanto miedo?»

Lo llamaban Número Doce. No Carter, Anthony o Tone, aunque ahora estaba tan enfermo, tumbado solo a oscuras, que se le antojaba que aquellos nombres y la persona a la que se referían pertenecían a otra persona. Una persona que había muerto, dejando tan sólo esta forma enferma y retorcida.

Tenía la impresión de que había estado enfermo siempre. Ésa era la palabra que le sugería. No que fuera a durar siempre, sino que estaba enfermo de tiempo. Como si la idea del tiempo estuviera imbricada en su interior, en cada célula de su cuerpo, y el tiempo no fuera un océano, como alguien había dicho en una ocasión, sino un millón de diminutas llamas encendidas que nunca se apagarían. La peor sensación del mundo. Alguien le había dicho que pronto se encontraría mejor, mucho mejor. Durante un tiempo se aferró a estas palabras. Pero ahora sabía que no eran más que mentiras.

Era vagamente consciente de que había movimientos a su alrededor, de idas y venidas, de que los hombres provistos de trajes espaciales lo palpaban y le daban inyecciones. Quería agua, tan sólo un sorbo para apagar su sed, pero cuando la pidió, no oyó ningún sonido procedente de sus labios, nada, salvo el rugido y el zumbido en sus oídos. Le habían extraído un montón de sangre. Litros y litros, creía. El hombre llamado Anthony había vendido su sangre alguna que otra vez. Apretaba el balón y veía cómo el balón se llenaba de sangre. Le asombraba su densidad, su intenso color rojo, lo viva que parecía. Nunca le extraían más de medio litro antes de que le dieran las galletas y los billetes doblados y lo despidieran. Pero ahora, los hombres de los trajes llenaban bolsa tras bolsa, y la sangre era diferente, aunque no podía explicar por qué. La sangre de su cuerpo estaba viva, pero creía que ya no le pertenecía. Era de otra persona, o de algo.

Habría sido estupendo morir entonces.

La señora Wood lo había sabido. Y no sólo con respecto a ella, sino también con respecto a Anthony, y cuando pensó en eso, por un momento volvió a ser Anthony. Era estupendo morir. Poseía cierta luminosidad, un dejarse llevar, como en el amor.

Intentó aferrarse a ese pensamiento, el pensamiento que todavía lo convertía en Anthony, pero se le escapó poco a poco, como una cuerda que se le escurriera lentamente entre las manos. Ignoraba cuántos días habían transcurrido. Algo le estaba pasando, pero no lo bastante deprisa para los hombres de los trajes. No paraban de hablar del asunto, le palpaban, inyectaban y extraían más sangre. Y también oía algo más ahora, un suave rumor, como de voces, pero éstas no procedían de los hombres de los trajes. Parecían provenir de muy lejos y de su interior al mismo tiempo. Desconocía las palabras, pero eran palabras, lo intuía. Lo que oía era un idioma, pues poseía orden, sentido y mente, pero no sólo una mente, sino doce. No obstante, una era más que las demás; no más potente, sino más todo. Esa voz, y después, debajo, las demás, doce en total. Y le estaban hablando, lo llamaban. Sabían que estaba allí. Estaban en su sangre y también eran eternas.

Quería contestarles algo.

Abrió los ojos.

—¡Baja la puerta! —gritó una voz—. ¡Se está moviendo!

Las ligaduras no eran nada para él, apenas parecían papeles. Los remaches saltaron de la mesa y salieron volando hacia el otro extremo de la habitación. Primero los brazos, y después las piernas. La habitación estaba a oscuras, pero no ocultaba nada a sus ojos, porque ahora la oscuridad era una parte de él. Y dentro de él, muy al fondo, una inmensa hambre devoradora se estaba despertando. Suficiente para comerse todo el mundo. Para engullirlo todo y sentirse saciado. Para transformar el mundo en eterno, como él.

Un hombre corría hacia la puerta.

Anthony cayó sobre él desde arriba, como una exhalación. Un chillido, y el hombre enmudeció, despedazado en el suelo. ¡La hermosa tibieza de la sangre! Bebió y bebió.

Quienquiera que le hubiese dicho que pronto se sentiría mejor estaba en lo cierto, a fin de cuentas.

Anthony Carter nunca se había sentido mejor que entonces.

Pujol, el maldito capullo, estaba muerto.

Treinta y seis días. Eso era lo que había tardado Carter en moverse, el que más se había hecho esperar desde que habían empezado. Pero, en teoría, Carter era el menos malo del grupo, la última fase antes de que el virus alcanzara su forma definitiva. El virus que había contraído la niña.

A Richards la niña le traía sin cuidado. Sobreviviría o no. Viviría eternamente o moriría antes de cinco minutos. En algún momento, la niña se había convertido en irrelevante para Armas Especiales. Wolgast estaba con ella ahora, hablando, intentando resucitarla. Hasta el momento se encontraba bien, pero si la niña moría, la diferencia sería inexistente.

¿En qué coño había estado pensando Pujol? Tendrían que haber bajado la puerta días antes. Pero al menos, ahora sabían de qué eran capaces estas cosas. El informe de Bolivia ya lo había indicado, pero una cosa muy diferente era verlo con tus propios ojos, ver en un vídeo cómo Carter, aquel hombrecito cuyo CI no superaba los 80 en un día bueno y que, por lo que Richards sabía, se asustaba hasta de su propia sombra, saltaba desde seis metros de distancia, con tal velocidad que dio la impresión de haber rodeado el espacio, en lugar de atravesarlo, y abría en canal a un hombre desde la ingle a las mejillas como si fuera una carta abierta con impaciencia. Cuando todo hubo terminado (en unos dos segundos), tuvieron que deslumbrar a Carter con las luces, con el fin de obligarlo a retroceder hacia un rincón y bajar la puerta.

Ahora tenían doce. Trece, si se contaba a Fanning. El trabajo de Richards había terminado, o casi. La orden acababa de llegar. El Proyecto Noé pasaba a ser la Operación Arranque. En una semana a partir de entonces trasladarían a los doce fluorescentes a White Sands. Lo que ocurriera después ya no estaba en las manos de Richards.

Las bombas antibúnker definitivas. Así los había llamado Cole, ya entonces, cuando aquello no era más que una teoría, antes de lo de Bolivia, Fanning y todo lo demás.

—Imagínate lo que una de esas cosas podría hacer, pongamos por caso, en las cuevas de las montañas del norte de Pakistán, los extensos desiertos de Irán o los edificios derruidos de la zona libre de Chechenia. Piensa a lo grande, Richards: una buena limpieza desde dentro.

Tal vez Cole lo habría deducido a la larga, pero en su ausencia la idea había cobrado vida propia. Daba igual que el proyecto violara media docena de tratados internacionales. Daba igual que fuera la idea más estúpida que Richards hubiera oído en su vida. Lo más probable era que se tratara de un farol. Pero los faroles, a veces, se convertían en realidad. ¿Alguien era capaz de pensar en serio, siquiera por un momento, que se podían limitar esas cosas a las cuevas del norte de Pakistán?

Le sabía mal por Sykes, y le preocupaba bastante. El tipo estaba hecho un desastre, apenas había salido de su despacho desde que la información había llegado desde Armas Especiales. Cuando Richards le había preguntado si Lear lo sabía, Sykes lanzó una larga y siniestra carcajada.

—Pobre tipo —dijo—. Todavía cree que está intentando salvar el mundo. Y, tal como van las cosas, quizá sea necesario hacerlo. No me puedo creer que esto haya llegado incluso a plantearse.

Unos camiones blindados transportarían a los fluorescentes a Grand Junction. Desde allí serían enviados por tren a White Sands. En cuanto a Richards, estaba planteándose muy en serio comprarse una propiedad en, digamos, el norte de Canadá, cuando todo aquello hubiera concluido de manera satisfactoria.

Los barrenderos serían los primeros en marcharse. Los técnicos y la mayor parte de los soldados también, empezando con los que estaban más jodidos, como Paulson. Después de aquel día en la plataforma de carga y descarga, Richards había estudiado su expediente. Paulson, Derrick G. Edad, veintidós años. Alistado directamente en el instituto de Glastonbury, en Connecticut. Un año en las arenas, y después de vuelta a Estados Unidos. El chico no tenía antecedentes, y además era listo: tenía un CI de 136. No cabía duda de que habría podido ir a la universidad, o al OCS. Llevaba veintitrés meses en el recinto. Lo habían castigado dos veces por dormirse durante la guardia y por uso no autorizado del correo electrónico, pero eso era todo.

Lo que le preocupaba era lo que Paulson sabía, o creía saber. Richards lo había intuido enseguida. No se trataba de algo que Paulson hubiera dicho o hecho, sino de la expresión de Carter cuando Richards abrió la puerta de la furgoneta, como si el pobre tipo hubiera visto un fantasma, o algo peor. Nadie, salvo el personal científico y los barrenderos, pisaba el nivel 4. Sin otra cosa que hacer que vagar entre la nieve, era inevitable que los reclutas se entregaran a diversas conjeturas, conversaciones deshilvanadas en la mesa del comedor. Pero Richards intuía que Paulson había propagado algo más que meras habladurías.

Tal vez Paulson estaba soñando. Tal vez todos estaban soñando.

Si Richards estaba soñando entonces, lo hacía con las monjas. Aquella parte no le había gustado. Hacía tiempo, tanto que se le antojaba otra vida, había ido a un colegio católico. Un puñado de viejas arpías a quienes gustaba abofetear y golpear, pero las había respetado. Se creían lo que decían, y lo hacían. Por lo tanto, disparar contra monjas iba en contra de sus principios. La mayoría estaban dormidas cuando las mató. Pero una se había despertado. La forma en que abrió los ojos le llevó a pensar que lo estaba esperando. Ya se había cargado a dos. Ella era la tercera. Abrió los ojos en la cama y Richards vio, a la pálida luz que entraba por la ventana, que no era un bacalao reseco como las demás, sino que era joven, y no carecía de atractivo. Después cerró los ojos y murmuró algo, quizá una oración, y Richards le disparó a través de la almohada.

Se le había escapado una monja. Lacey Antoinette Kudoto, la chiflada. Había leído su informe psicológico de la diócesis. Nadie creería su historia, y aunque lo hicieran, la cadena se interrumpía en el oeste de Oklahoma con un puñado de policías muertos a tiros por malvados agentes del FBI y un Chevy Tahoe de diez años que había quedado tan maltrecho que, para volver a montarlo, se necesitarían pinzas y mil años.

De todos modos, no le había gustado disparar a aquella monja.

Richards estaba sentado en su despacho, contemplando los monitores de seguridad. Eran las 22:26. Los barrenderos entraban y salían de Contención con los carritos de los conejos, pero nadie se los comía. El ayuno había empezado con Cero, pero se había contagiado a los demás desde la aparición de Carter, o tal vez un par de días después. Era intrigante, pero en cualquier caso, si Armas Especiales se salía con la suya, los fluorescentes no tardarían en comer algo. Cuando eso sucediese, Richards confiaba en estar pescando en la bahía de Hudson, o sacando nieve para construir un iglú.

Miró el monitor del cuarto de Amy. Allí estaba Wolgast, sentado a su lado. Habían llevado un lavabo portátil con una cortina de nailon y un catre para que pudiera dormir. Pero no había dormido nada, sino que se había limitado a quedarse sentado a su lado día tras día, tomándola de la mano, hablándole. A Richards le daba igual lo que dijera; sin embargo los miraba durante horas, casi tanto como vigilaba a Babcock.

Devolvió la atención al cuarto de Babcock. Giles Babcock, Número Uno. Babcock estaba colgado cabeza abajo de los barrotes, con los ojos, de un siniestro color anaranjado, clavados en la cámara, moviendo sin cesar las mandíbulas, que masticaban el aire. «Soy tuyo y tú eres mío, Richards. Todos somos de alguien, y yo soy para ti».

«Sí —pensó Richards—. Que te den a ti también».

El comunicador de Richards zumbó sobre su cintura.

—Aquí la puerta principal —dijo la voz que había al otro lado—. Se ha presentado una mujer.

Richards examinó el monitor. Había dos centinelas, uno con el comunicador pegado a la oreja y el otro con el arma descolgada. La mujer estaba parada ante el círculo de luz, alrededor de la garita de la entrada.

—¿Y qué? —dijo—. Deshaceos de ella.

—Ésa es la cuestión, señor —dijo el centinela—. No quiere irse. Tampoco parece que haya venido en coche. Creo que ha venido a pie.

Richards estaba mirando fijamente el monitor. Vio que el centinela dejaba caer el comunicador al suelo y descolgaba el arma.

—¡Eh! —le oyó gritar Richards—. ¡Vuelva aquí! ¡Alto o disparo!

Richards oyó el sonido de su arma. El segundo centinela se puso a correr hacia la oscuridad. Dos disparos más, el sonido ahogado a través del comunicador caído en el barro. Transcurrieron diez segundos, y luego veinte. Después volvieron hacia la luz. Richards dedujo, a juzgar por su lenguaje corporal, que la habían perdido.

El primer centinela recuperó su comunicador del suelo y miró a la cámara.

—Lo siento. Se ha escapado. ¿Quiere que vayamos a buscarla?

Por Dios. Lo que faltaba.

—¿Quién era?

—Una mujer negra, con un acento raro —explicó el centinela—. Dijo que estaba buscando a alguien llamado Wolgast.

No murió. Ni al instante, ni en los días que siguieron. Y al tercer día le contó su historia.

—Érase una vez una niña —dijo Wolgast—. Más pequeña incluso que tú. Se llamaba Eva, y su padre y su madre la querían mucho. La noche después de nacer, su padre la levantó de la cuna de la habitación del hospital, donde todos dormían, y la apretó contra su piel desnuda, y desde aquel momento estuvo dentro de él, sin la menor duda. Su hija estaba dentro de él, en su corazón.

Alguien debía de estar observando, escuchando. La cámara estaba encima de su hombro. Le daba igual. Fortes entraba y salía. Extraía sangre a Amy y le cambiaba las bolsas, y Wolgast habló horas y horas durante el tercer día, se lo contó todo a Amy, la historia que no había contado a nadie.

—Y entonces, algo pasó. Era su corazón. Su corazón, ya sabes. —Le enseñó el lugar del pecho donde estaba—. Su corazón empezó a encogerse. Mientras su cuerpo crecía, su corazón no, y después todo lo demás dejó de crecer también. Habría dado mi corazón de haber podido, porque para empezar era de ella. Siempre lo había sido, y siempre sería de ella. Pero no podía hacerlo, no podía hacer nada, nadie podía, y cuando ella murió, yo morí con ella.

El hombre que era se había esfumado. Y el hombre y la mujer ya no pudieron continuar amándose, porque su amor no era más que tristeza, y echaban de menos a la niña.

Le contó su historia, de principio a fin. Y cuando la historia llegaba a su fin, el día lo hizo también.

—Y entonces llegaste tú, Amy —dijo Wolgast—. Entonces te conocí. ¿Lo comprendes? Era como si ella hubiera vuelto conmigo. Vuelve, Amy. Vuelve, vuelve, vuelve.

Levantó la cara.

Abrió los ojos.

Y Amy también abrió los de ella.