10

Se desplazaban a toda velocidad, con Wolgast al volante, Doyle a su lado, tecleando furiosamente en su PDA. Llamaba a Sykes para informarle de quién estaba al mando.

—Ni una puta señal.

Doyle tiró la PDA sobre el salpicadero. Se encontraban a unos 23 kilómetros de Homer, en dirección oeste. Los campos se deslizaban sin cesar, bajo el cielo tachonado de estrellas.

—Yo te lo podría haber dicho —dijo Wolgast—. Estamos en el culo del mundo. Y haz el favor de vigilar tu lenguaje.

Doyle no le hizo caso. Wolgast alzó los ojos hacia el retrovisor y vio que Amy le estaba mirando. Sabía que ella también lo sentía: ahora estaban unidos. Desde el momento en que habían bajado del tiovivo, se había puesto de su parte.

—¿Qué más cosas sabes? —preguntó Wolgast—. Supongo que a estas alturas ya da igual si me lo cuentas.

—Tanto como tú. —Doyle se encogió de hombros—. Quizá más. Richards pensaba que tal vez tendrías problemas con esto.

Wolgast se sobresaltó. ¿Cuándo habían hablado? ¿Mientras Amy y él estaban en las atracciones? ¿Aquella noche en Huntsville, cuando Wolgast había vuelto al motel para llamar a Lila? ¿O antes de eso?

—Deberías ir con cuidado. Te lo digo en serio, Phil. Un tipo como ése. Un contratista de seguridad privada. Poco más que un mercenario.

Doyle exhaló un suspiro irritado.

—¿Sabes cuál es tu problema, Brad? No sabes quién está de tu lado. Te concedí el beneficio de la duda allí atrás. Lo único que debías hacer era volver con ella al coche cuando dijiste que lo harías. No te enteras de qué va el rollo.

—Ya me he enterado de bastante.

Una gasolinera apareció ante ellos, un oasis de luz en el desierto. Cuando se acercaron, Wolgast empezó a frenar.

—No te pares, hostia —masculló Doyle—. Sigue conduciendo.

—No llegaremos muy lejos sin gasolina. Nos queda un cuarto de depósito. Podría ser la última gasolinera en mucho rato.

Si Doyle quería ser el jefe, pensó Wolgast, al menos tendría que actuar en consecuencia.

—Estupendo. Pero sólo gasolina. Y los dos os quedaréis en el coche.

Frenaron ante el surtidor. Doyle se apoderó de las llaves en cuanto Wolgast apagó el motor. Luego abrió la guantera y sacó la pistola de Wolgast. Extrajo el cargador, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y devolvió la pistola vacía a la guantera.

—No te muevas.

—Tal vez habría que comprobar también el aceite.

Doyle exhaló un sonoro suspiro.

—Dios bendito. ¿Algo más, Brad?

—Sólo lo digo para que no nos quedemos tirados.

—Estupendo. Lo miraré. Quédate en el coche.

Doyle dio la vuelta al Tahoe y empezó a llenar el depósito. Con Doyle fuera del coche, Wolgast tuvo un momento para pensar, pero estando desarmado y sin las llaves no podía hacer gran cosa. En parte había decidido no tomar demasiado en serio a Doyle, pero en aquel momento la situación estaba como estaba. Tiró de la palanca que había debajo del salpicadero. Doyle se trasladó a la parte delantera del Tahoe y levantó el capó, de modo que desapareció de su vista un momento.

Wolgast se volvió hacia Amy.

—¿Te encuentras bien?

La niña asintió. Sostenía la mochila sobre su regazo. La sobada oreja de su conejo de peluche asomaba por la abertura. A la luz de la gasolinera, Wolgast vio un poco de azúcar en polvo sobre sus mejillas, como copos de nieve.

—¿Aún vamos a ver al médico?

—No lo sé. Ya veremos.

—Tiene una pistola.

—Lo sé, cariño. No pasa nada.

—Mi madre tenía una pistola.

El capó del Tahoe se cerró con estrépito, sin dar tiempo a Wolgast a pensar en qué responder a eso. Sobresaltado, se giró bruscamente a tiempo de ver los tres coches patrulla de la policía estatal que pasaban por delante de la gasolinera en dirección contraria.

La puerta del pasajero del Tahoe se abrió y entró una bocanada de aire húmedo.

—Mierda. —Doyle entregó las llaves a Wolgast y se volvió en el asiento para mirar los coches patrulla—. ¿Crees que nos están buscando?

Wolgast miró de reojo para buscar los vehículos por el retrovisor. Iban a ciento veinte, como mínimo, tal vez más. Podía tratarse de algo normal, un accidente o un incendio. Pero su instinto le decía que no era así. Contó los segundos, y vio las luces desaparecer en la distancia. Había contado hasta veinte cuando vio que daban media vuelta, sin el menor asomo de dudas.

Giró la llave y el motor cobró vida.

—En efecto, nos buscan a nosotros.

Eran las diez, y la hermana Arnette no podía dormir. Ni siquiera podía cerrar los ojos.

Oh, todo lo que había sucedido era espantoso, simplemente espantoso. Primero, los hombres que habían venido en busca de Amy, que la habían engañado, y engañado a todo el mundo, aunque la hermana Arnette seguía sin entender cómo podían ser al mismo tiempo del FBI y secuestradores. Y después, aquel terrible incidente en el zoo, los gritos y los chillidos y todo el mundo corriendo, y Lacey abrazando a Amy de aquella manera, negándose a soltarla. Durante las horas que habían pasado en la comisaría, el resto del día, no las habían tratado como a delincuentes, pero tampoco les habían hablado de la forma a la que la hermana Arnette estaba acostumbrada, como si las acusaran de algo, con el detective repitiendo las mismas preguntas una y otra vez. Y después, los reporteros y los camiones con las cámaras alineados en la calle ante la casa, los enormes focos que bañaban las ventanas delanteras a medida que caía la noche, el teléfono que sonaba sin parar hasta que la hermana Claire terminó por desenchufarlo.

La madre de la niña había matado a alguien, un chico. Eso le había dicho el detective. El detective se llamaba Dupree. Era un joven con perilla, y le hablaba con cortesía, con un leve acento de Nueva Orleans, lo cual significaba que debía ser católico, pero ¿acaso no había sido eso lo que pensó la hermana Arnette de los otros dos que habían aparecido en la puerta de su casa? Wolgast y el más joven, el guapo. Había vuelto a ver sus rostros en el vídeo granulado que Dupree le mostró. Habían tomado esas imágenes en algún lugar de Misisipi cuando, supuso, pensaban que nadie estaba mirando. ¿Acaso no había pensado que eran agradables, porque parecían agradables? Y la madre, le había dicho el detective Dupree, la madre era una prostituta. «Porque fosa profunda es la prostituta, y estrecho pozo, la mujer ajena. Se pone al acecho, como un bandido, y multiplica la infidelidad de los hombres». Proverbios, 17, 27-28. «Pues miel destilan los labios de la extraña, su paladar es más suave que el aceite; pero al fin es amarga como el ajenjo, mordaz como espada de dos filos. Sus pies descienden a la muerte, sus pasos se dirigen al infierno».

Al infierno. Tan sólo las palabras consiguieron que la hermana Arnette se estremeciera en su cama. Porque el infierno era real, era un lugar real, donde las almas atormentadas se retorcían en su agonía eternamente. Ésa era la clase de mujer que Lacey había dejado entrar en su cocina, que había pisado el suelo de aquella casa no hacía más de treinta y seis horas. Una mujer cuyos pasos se dirigían al infierno. La mujer había seducido a aquel chico (la hermana Arnette no quería imaginar cómo), y después le había disparado, le había disparado con una pistola en la cabeza, y después entregado la niña a Lacey mientras escapaba, una niña que llevaba en su interior Dios sabía qué. Pues eso era cierto. Poseía algo… sobrenatural. No era agradable pensar en ello, pero no tenía más remedio que hacerlo. ¿Cómo explicar, si no, lo que había sucedido en el zoo, todos los animales corriendo y montando tal jaleo?

Todo aquello era espantoso. Espantoso, espantoso, espantoso.

Arnette intentó obligarse a dormir, pero no lo consiguió. Aún podía oír el zumbido de los generadores de las furgonetas a través del velo de sus ojos cerrados, el resplandor hambriento de los focos. Si encendía la televisión, sabía lo que encontraría: reporteros con sus micrófonos, hablando en tono engolado y señalando la casa donde Arnette y las demás hermanas intentaban dormir. La escena del crimen, la habían llamado, las últimas novedades en esa sensacional historia de asesinatos y secuestros, en la que estaban implicados agentes federales, aunque Dupree había prohibido terminantemente a las hermanas que hablaran de eso con nadie. Cuando las hermanas volvieron a casa en la furgoneta de la policía que las había trasladado desde la comisaría, todas ellas mudas de agotamiento, para encontrarse con los camiones de televisión, al menos una docena, alineados en el bordillo de delante de la casa, como si se tratara de un circo, fue la hermana Claire quien observó que no sólo se trataba de las cadenas locales de Memphis, sino que habían llegado desde Nashville, Paducah y Little Rock, e incluso desde San Luis. En cuanto enfilaron el camino de entrada, los reporteros se abalanzaron sobre la furgoneta, apuntando sus luces y cámaras y micrófonos, y ladrando sus furiosas preguntas incomprensibles. Esa gente carecía de decencia. La hermana Arnette estaba tan asustada que se puso a temblar. Había sido necesario recurrir a dos agentes de policía para echar a los reporteros de la propiedad y para que las hermanas pudieran entrar en la casa.

—¿Es que no se dan cuenta de que son monjas? ¿Para qué quieren molestar a un puñado de monjas? Todo el mundo atrás, pero ya.

Sí, el infierno existía en realidad, y Arnette sabía dónde estaba. Ahora estaba en él.

Después se habían sentado juntas en la cocina. Ninguna de ellas tenía hambre, pero necesitaban estar en algún sitio, todas salvo Lacey, a quien Claire había llevado a su habitación para que descansara. Era extraño, pero, de todas ellas, Lacey parecía la menos afectada por lo que había sucedido aquella tarde. Llevaba horas sin dirigir apenas la palabra a nadie, ni a las monjas ni a Dupree. Se había quedado sentada con las manos enlazadas sobre el regazo, mientras las lágrimas rodaban sobre sus mejillas. Pero entonces había ocurrido algo peculiar: los oficiales de policía le habían pasado la cinta de Misisipi, y cuando Dupree congeló la imagen de los dos hombres, Lacey avanzó y miró con fijeza el monitor. Arnette ya había dicho a Dupree que eran ellos, tenía buena vista y no albergaba la menor duda en su mente de que eran ellos, los dos que habían ido a la casa para apoderarse de la niña. Pero la expresión de Lacey, que reflejaba sorpresa, aunque no exactamente (Arnette pensó en la palabra «estupor»), los había animado a esperar.

—Me había equivocado —dijo Lacey por fin—. No es… él.

—¿Cuál, hermana? —preguntó Dupree con dulzura.

Señaló con el dedo al mayor de los dos agentes, el que había hablado todo el rato, aunque era el más joven, recordó Arnette, quien le había arrebatado a Amy para meterla en el coche. La imagen lo mostraba mirando a la cámara, sosteniendo un vaso de usar y tirar. En la esquina inferior derecha de la pantalla se veía que eran las 6:01 de la misma mañana en que los dos se habían presentado en el convento.

—Él —dijo Lacey, y tocó el cristal.

—¿No se llevó a la niña?

—Por supuesto que lo hizo, detective —afirmó Arnette. Se volvió y miró a la hermana Louise y a la hermana Claire, quienes asintieron—. Todas estamos de acuerdo en eso. La hermana está alterada.

Pero aquello no disuadió a Dupree.

—Hermana Lacey, ¿qué quiere decir?

El rostro de la hermana expresaba una absoluta convicción.

—Ese hombre —dijo—. ¿Lo ve? —Se volvió y miró a todo el mundo. Hasta sonrió—. ¿Lo veis? Él la quiere.

«Él la quiere». ¿Qué había que deducir de eso? Pero eran las únicas palabras que Lacey había pronunciado sobre el asunto, por lo que Arnette sabía. ¿Insinuaba que Wolgast conocía de antes a la niña? ¿Y si fuera el padre de Amy? ¿Todo se reducía a eso? Pero eso no explicaba lo que había ocurrido en el zoo, que había sido algo terrible. Un niño había resultado pisoteado en el caos resultante y estaba en el hospital, y habían abatido a tiros a dos animales, un felino y uno de los monos. Tampoco explicaba lo del chico que había sido asesinado, ni nada de lo demás. Y no obstante, durante el resto de la tarde en la comisaría, entrando y saliendo de varios despachos, contando la historia, Lacey se había quedado sentada en silencio, sonriendo de aquella manera extraña, como si supiera algo que las demás ignoraran.

Todo se remontaba, creía Arnette, a lo sucedido a Lacey hacía tanto tiempo, cuando era una niña en África. Arnette se lo había confesado todo a las demás hermanas, cuando esperaban sentadas en la cocina la hora en que podrían ir a dormir. No tendría que haberlo hecho, pero se lo tuvo que contar a Dupree. En cuanto volvieron a la casa, le salió de sopetón. Una experiencia semejante jamás abandonaba a la víctima, admitieron las hermanas. Se quedaba grabada en su interior para siempre. La hermana Claire (pues no podía ser otra que la hermana Claire, que había ido a la universidad y conservaba en el ropero un bonito vestido y unos zapatos estupendos, como si en cualquier momento fuera a recibir una invitación a una fiesta) sabía cómo se llamaba aquello: trastorno por estrés postraumático. Era lógico, dijo la hermana Claire. Eso explicaba el sentimiento protector de Lacey hacia la niña, y por qué no salía nunca de la casa, y el hecho de que pareciera aislada de todas ellas, viviendo en su seno pero no del todo, como si una parte de ella se encontrara en otro lugar. Pobre Lacey, cargar con tal recuerdo en su interior.

Arnette consultó el reloj: eran las 12:05. El estruendo de los generadores del exterior había cesado por fin. Los equipos de cámaras se habían ido a sus casas. Apartó las mantas y lanzó un suspiro de preocupación. No había forma de negarlo. Todo era culpa de Lacey. Arnette jamás habría entregado la niña a aquellos hombres si Lacey no les hubiera mentido, pero ahora Lacey estaría dormida como un tronco, mientras ella, Arnette, era incapaz de conciliar el sueño. ¿No se daban cuenta las demás hermanas? Pero también estarían durmiendo. Sólo ella, la hermana Arnette, estaba sentenciada a pasar la noche recorriendo los pasillos de su mente.

Porque estaba preocupada. Muy preocupada. Algo no encajaba, dijera lo que dijera la hermana Claire. «No es él. Él la quiere». Aquella extraña sonrisa de complicidad en los labios de Lacey. Dupree había interrogado a fondo a Lacey, le había preguntado qué quería decir, pero Lacey se había limitado a sonreír y repetir las mismas palabras, como si lo explicaran todo. Y se daban de bofetadas con los hechos. Wolgast era el hombre: todas habían estado de acuerdo en ese punto. Wolgast y el otro, el que se había apoderado de la niña, cuyo nombre Arnette recordó por fin: Doyle, Phil Doyle. ¿Adónde habían llevado a la niña, y por qué? Bien, nadie había dicho nada a Arnette. Sentía que Dupree también estaba confuso, por la forma en que no paraba de repetir las mismas preguntas, haciendo chasquear el bolígrafo, con el ceño fruncido, meneando la cabeza con incredulidad, llamando por teléfono, bebiendo taza tras taza de café.

Y después, pese a todas aquellas preocupaciones, sintió que su mente empezaba a relajarse, las imágenes del día empezaban a desenrollarse en su interior como un carrete de hilo y la empujaban hacia el sueño. «Háblenos otra vez de lo que sucedió en el aparcamiento, hermana». Arnette, en la pequeña habitación con un espejo que no era un espejo, ella lo sabía. «Háblenos de los hombres. Háblenos de Lacey». Arnette estaba de cara al espejo. Por detrás de Dupree vio su cara reflejada en él, una cara vieja, arrugada por el tiempo y el agotamiento, los bordes enmarcados por la tela gris del velo, de modo que parecía incorpórea, como si flotara en el espacio. Y detrás, al otro lado del espejo, encima y alrededor de ella, detectó la presencia de una forma oscura que la vigilaba. ¿Quién había detrás de su cara? Oyó la voz de Lacey, Lacey en el aparcamiento, la loca de Lacey, que parecía aislada de todas ellas, sentada en el suelo y abrazando a la niña con ferocidad. Arnette estaba de pie sobre ella, y Lacey y la niña lloraban. «No se la lleven». Su mente siguió el sonido de la voz de Lacey hasta un lugar oscuro.

«No se me lleven, no se me lleven, no se me lleven…»

Una punzada de angustia atravesó su pecho. Se incorporó, con excesiva rapidez. El aire de la habitación se le antojó más ligero, como si todo el oxígeno se hubiera evaporado. El corazón martilleaba en su pecho. ¿Se había dormido? ¿Estaba soñando? ¿Qué pasaba?

Y entonces lo supo, lo supo con certeza. Corrían peligro, un peligro terrible. Estaba a punto de ocurrir algo. No sabía qué. Una fuerza oscura corría suelta por el mundo, y se precipitaba hacia ellas.

Pero Lacey lo sabía. Lacey, que había permanecido tendida en el campo durante horas, sabía lo que era la maldad.

Arnette salió en tromba de su habitación al pasillo. ¡A los sesenta y ocho años, consumida por tamaño terror! ¡Ofrecer la vida a Dios, a su amorosa paz, y llegar a tal momento! ¡Estar a solas en la oscuridad con eso! Una docena de pasos hasta la puerta de Lacey. Arnette giró el pomo, pero la puerta le negó la entrada. Estaba cerrada con llave por dentro. Golpeó la puerta con los puños.

—¡Hermana Lacey! ¡Abra la puerta, hermana Lacey!

Entonces, Claire se materializó a su lado. Iba en camiseta y parecía brillar en el pasillo a oscuras. Una penumbra de crema azulina manchaba su rostro.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

—¡Hermana Lacey, abra la puerta ahora mismo! —Silencio desde el otro lado. Arnette aferró el pomo y lo sacudió como un perro que sujetara un trapo entre los dientes. Golpeó y golpeó—. ¡Obedezca ahora mismo!

Se encendieron luces, se oyeron ruidos de puertas y voces, un gran alboroto a su alrededor. Las demás hermanas habían salido al pasillo también, con los ojos abiertos de par en par, y todo el mundo hablaba a la vez.

—¿Qué pasa?

—No lo sé, no lo sé…

—¿Lacey se encuentra bien?

—¡Que alguien llame al 911!

—¡Abre la puerta, Lacey! —estaba chillando Arnette.

Una fuerza enorme la agarró y luego la apartó de la puerta. La hermana Claire. Era la hermana Claire, quien había agarrado a Arnette por detrás y la había inmovilizado. Notó que sus fuerzas no eran nada si las comparaban con las de la hermana Claire.

—Mirad… La hermana se ha autolesionado…

—¡Dios de los Cielos!

—¡Mirad sus manos!

—Por favor —sollozó Arnette—, ayudadme.

La hermana Claire la soltó. Se hizo un silencio reverente. Cintas púrpura corrían sobre las muñecas de Arnette. Claire tomó uno de los puños de Arnette y lo abrió con delicadeza. La palma estaba ensangrentada.

—Mirad, sólo son las uñas —dijo Claire, y se las enseñó—. Se ha hundido las uñas en las palmas de las manos.

—Por favor —suplicó Arnette, mientras las lágrimas rodaban sobre sus mejillas—, abrid la puerta y mirad.

Nadie sabía dónde estaba la llave. Fue la hermana Tracy la que pensó en sacar el destornillador de la caja de herramientas guardada bajo el fregadero de la cocina y hacer cuña con él en la cerradura. Pero cuando eso sucedió, la hermana Arnette ya había deducido lo que iban a descubrir.

La cama estaba intacta. El aire de la noche movía las cortinas de la ventana abierta.

La puerta se abrió a una habitación vacía. La hermana Lacey Antoinette Kudoto había desaparecido.

Eran las dos de la mañana. La noche avanzaba a paso de caracol.

No había empezado bien para Grey. Después de su encuentro con Paulson en la cantina, Grey había regresado a su habitación de los barracones. Aún le quedaban dos horas hasta el inicio del turno, tiempo más que suficiente para pensar en lo que Paulson había dicho sobre Jack y Sam. La única ventaja era que distraía su mente de lo otro, aquel curioso eco en su cabeza, pero no era bueno quedarse sentado rumiando sobre sus preocupaciones, y a las diez menos cuarto, justo cuando estaba a punto de sufrir un ataque de nervios, se puso la parka y cruzó el recinto en dirección al Chalé. Bajo las luces de la zona de aparcamiento se permitió un último Parliament, tragando el humo, mientras un par de médicos y técnicos de laboratorio, cubiertos con gruesos abrigos de invierno sobre su uniforme, salían del edificio, subían a sus coches y se marchaban. Nadie lo saludó.

El suelo contiguo a la puerta principal estaba resbaladizo a causa de la nieve. Grey lo pateó con las botas para limpiarlas y se acercó al mostrador, donde el centinela tomó su placa, la pasó por el escáner y le indicó con un ademán que avanzara hacia el ascensor. Ya dentro, oprimió el botón del nivel 3.

—Espera un momento.

Grey se sobresaltó. Richards. Un instante después, entró en la cabina, una nube de aire frío del exterior aferrada todavía a su chaqueta de nailon.

—Grey. —Apretó el botón del nivel 2 y consultó su reloj al instante—. ¿Dónde coño estabas esta mañana?

—Me quedé dormido.

Las puertas se cerraron y la cabina inició su lento descenso.

—¿Crees que estás de vacaciones? ¿Crees que puedes aparecer cuando te dé la gana?

Grey negó con un movimiento de cabeza, la vista clavada en el suelo. El mero sonido de la voz de aquel hombre lo agarrotaba por dentro. Grey no tenía la intención de mirarlo.

—¿Es lo único que se te ocurre decir?

Grey percibió el olor del sudor que le causaban los nervios, un hedor rancio, como de cebollas abandonadas durante demasiado tiempo en el cajón de la nevera. Era probable que Richards también lo notara.

—Supongo que sí.

Richards resopló y no dijo nada. Grey sabía que estaba tomando una decisión.

—Te voy a poner una multa de dos turnos —dijo por fin Richards, con la vista clavada en el frente—. Mil doscientos pavos.

Las puertas se abrieron en el nivel 2.

—Y que no se repita —advirtió Richards.

Salió del ascensor y se alejó a grandes zancadas. Cuando las puertas se cerraron, Grey soltó el aliento que había retenido en el pecho. Mil doscientos pavos: vaya tela. Pero Richards… Ponía a Grey más que un poco nervioso. Sobre todo ahora, después del discursito que Paulson le había soltado en la cantina. Grey había empezado a pensar que tal vez hubiera pasado algo a Jack y Sam, que no sólo habían ahuecado el ala. Grey recordaba aquella luz roja que bailaba en el campo. Tenía que ser cierto: había sucedido algo, y Richards había utilizado aquella luz contra Jack y Sam.

Las puertas se abrieron al nivel 3 y le permitieron ver el destacamento de seguridad, dos soldados con el brazalete naranja de vigilancia. Estaba a bastante profundidad, lo cual siempre le provocaba un poco de claustrofobia al principio. Sobre el escritorio había un gran letrero: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. PELIGRO BIOLÓGICO Y NUCLEAR EN POTENCIA. PROHIBIDO COMER, BEBER O FUMAR. INFORMEN SOBRE CUALQUIERA DE LOS SÍNTOMAS SIGUIENTES AL OFICIAL DE SERVICIO. Y añadía una lista de lo que parecía un caso de gripe estomacal grave, aunque peor: fiebre, vómitos, desorientación y convulsiones.

Entregó su placa al tipo al que conocía como Davis.

—Hola, Grey. —Davis tomó su placa y la pasó bajo el escáner sin molestarse en mirar la pantalla—. Te voy a contar un chiste. ¿Cuántos chicos hiperactivos hacen falta para enroscar una bombilla?

—No lo sé.

—Eh, ¿quieres ir a montar en bicicleta? —Davis rió y se dio una palmada en la rodilla. El otro soldado frunció el ceño. Grey supuso que tampoco había entendido el chiste—. ¿No lo pillas?

—¿Porque le gusta montar en bicicleta?

—Sí, porque le gusta montar en bicicleta. Es hiperactivo. Significa que es incapaz de prestar atención.

—Ah, ya lo pillo.

—Es un chiste, Grey. Se supone que tienes que reírte.

—Es divertido —logró articular Grey—, pero tengo que ir a trabajar.

Davis exhaló un suspiro.

—De acuerdo, espera.

Grey entró en el ascensor con Davis. Éste se quitó del cuello una llave plateada larga y la introdujo en la ranura que había debajo del botón del nivel 4.

—Que te diviertas ahí abajo —dijo Davis.

—Yo me limito a limpiar —contestó Grey nervioso.

Davis frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—No quiero saber nada de eso.

En el vestuario del nivel 4, Grey se quitó el mono para ponerse el pijama y lo cepilló. Había dos hombres, barrenderos como él. Uno se llamaba Jude, y el otro, Ignacio. En la pared había un pizarrón que enumeraba las tareas asignadas a cada trabajador del turno.

Grey había sacado la pajita más larga: lo único que debía hacer aquel día era fregar los pasillos y vaciar la basura, y después hacer de canguro de Cero durante el resto del turno, para ver si comía algo. Sacó el mocho y demás utensilios del armario y se puso a trabajar. A medianoche había terminado. Después se encaminó a la puerta del final del primer pasillo, pasó la tarjeta por el escáner y entró.

La habitación, de unos seis metros cuadrados, estaba vacía. A la izquierda, una esclusa de dos fases conducía a la cámara de contención. Se tardaba diez minutos en atravesarla, más en el trayecto de vuelta, cuando había que ducharse. A la derecha de la esclusa de aire estaba el panel de control. Era un montón de luces, botones e interruptores, la mayoría de los cuales Grey no comprendía y no debía tocar. Encima había una pared de cristal reforzado, oscuro, orientado hacia la cámara.

Grey se sentó ante el panel y lo examinó con los infrarrojos. Cero estaba acurrucado en un rincón, lejos de las puertas, que habían dejado abiertas cuando el último turno había entrado los conejos. El carrito galvanizado seguía en su sitio, en mitad de la habitación, con las diez jaulas abiertas. Aún había tres conejos dentro. Grey paseó la mirada alrededor de la habitación. Los demás estaban diseminados, indemnes.

Poco después de la una, la puerta del pasillo se abrió y entró uno de los técnicos, un hombretón hispano llamado Pujol. Saludó a Grey con un cabeceo y miró el monitor.

—¿Sigue sin comer?

Pujol hizo una marca en la pantalla de su PDA. Su tez era de esas que dan la impresión de estar siempre sin afeitar, aunque lo hubiera hecho.

—Me estaba preguntando algo —dijo Grey—. ¿Por qué no se comen el décimo?

Pujol se encogió de hombros.

—¿Y yo qué sé? Quizá lo están reservando para más tarde.

—Yo tenía un perro que lo hacía —dijo Grey.

Pujol hizo más marcas en la PDA.

—Sí, bien. —Se encogió de hombros. La información no significaba nada para él—. Si ves que se decide a comer, llama al laboratorio.

Cuando Pujol se fue, Grey se arrepintió de no haberle hecho otras preguntas que se amontonaban en su mente. Por ejemplo, por qué le daban conejos, o por qué Cero se colgaba del techo como hacía a veces, o por qué a Grey se le erizaba el vello sólo de estar sentado allí. Porque eso era lo que pasaba con Cero, más incluso que con el resto. Estar con Cero era como estar con una persona de verdad en la habitación. Cero tenía una mente, y te dabas cuenta de que aquella mente estaba trabajando. Cinco horas después de que Grey llegara, Cero no se había movido ni un milímetro. Pero la lectura que había debajo del infrarrojo todavía indicaba que su ritmo cardíaco era de 102 pulsaciones por minuto, las mismas que cuando se movía. Grey se arrepintió de no haberse llevado una revista para leer, o quizá un cuaderno de crucigramas, para ayudarlo a mantenerse despierto, pero el incidente con Paulson lo había afectado hasta tal punto que se había olvidado. También tenía ganas de fumar. Muchos tíos fumaban en el váter, no sólo los barrenderos, sino también los técnicos, y hasta uno o dos médicos. Por lo general, se sobrentendía que podías fumar si no eras capaz de aguantarte y no tardabas más de cinco minutos, pero Grey no quería tentar su suerte con Richards, sobre todo después de su encuentro en el ascensor.

Se reclinó en la silla. Cinco horas más. Cerró los ojos.

«Grey».

Los ojos de Grey se abrieron. Se sentó muy tieso.

«Grey. Mírame».

No era que escuchara una voz, no exactamente. Las palabras estaban en su cabeza, casi como si estuviera leyendo algo. Eran palabras de otra persona, pero la voz era la de él.

—¿Quién eres?

En el monitor, la forma brillante de Cero.

«Me llamaban Fanning».

Y entonces Grey lo vio como si alguien hubiera abierto una puerta en su cabeza. Había una ciudad. Una gran ciudad resplandeciente, con tantas luces como si el cielo nocturno hubiera caído a la tierra, envolviendo edificios, puentes y calles. Después, atravesó una puerta y sintió y olió dónde estaba, la dureza del pavimento frío bajo los pies, la suciedad de los gases de escape y el olor de la piedra, la manera en que el aire invernal se movía en los canales que rodeaban los edificios, de forma que siempre notabas una brisa en la cara. Pero no era Dallas, ni ninguna otra ciudad en la que hubiera estado. Era un lugar antiguo, y estaban en invierno. Una parte de él estaba sentado ante el panel del nivel 4, y otra en aquel sitio. Sabía que tenía los ojos cerrados.

«Quiero irme a casa. Llévame a casa, Grey».

Supo que había una universidad. Pero ¿por qué pensaba que estaba viendo una universidad? ¿Y cómo sabía que era Nueva York, donde nunca había estado, pues sólo la había visto en películas, y que los edificios que lo rodeaban eran de un campus, despachos, aulas, dormitorios y laboratorios? Estaba siguiendo un sendero, no caminaba en realidad, sino que se desplazaba sobre él, y la gente lo adelantaba flotando.

«Míralas».

Eran mujeres. Mujeres jóvenes, protegidas con pesadas chaquetas de lana y bufandas ceñidas a la garganta, algunas con sombrero, abundantes mechones de pelo joven flotando como pañuelos de seda bajo estas cúpulas opresivas sobre sus hombros redondeados, expuestas al aire frío de Nueva York en invierno. Sus ojos chispeaban de vida. Reían, con libros apretados bajo sus brazos o contra sus esbeltos pechos, hablaban con voz animada entre sí, aunque no podía oír lo que decían.

«Son bonitas. ¿Verdad que son bonitas, Grey?»

Sí que lo eran. Eran bonitas. ¿Por qué no se había dado cuenta Grey?

«¿No las sientes cuando pasan, no las hueles? Nunca me cansaba de olerlas. El aire que dejaban atrás se endulzaba. Me paraba y lo aspiraba. Tú también las hueles, ¿verdad, Grey? Como a los chicos».

—Los chicos.

«Te acuerdas de los chicos, ¿verdad, Grey?»

Sí, se acordaba de los chicos. Los que volvían a casa a pie desde el colegio, sudando a causa del calor, con las bolsas de libros colgando del hombro, las camisas mojadas pegadas a la piel. Recordaba el olor del sudor y el jabón en su pelo y en su piel, y la media luna de sudor en la espalda, donde las mochilas se habían apretado contra sus cuerpos. Y aquel chico, el rezagado, el que había tomado el atajo, el camino más rápido para volver a casa desde el colegio. Aquel chico, el de la piel bronceada por el sol, el pelo negro aplastado contra la nuca y la mirada clavada en la acera, jugando a algo con las grietas, de modo que no se fijó en Grey al principio, que acechaba a escasa distancia, hasta detenerse. Parecía tan solo…

«Querías amarlo, ¿verdad, Grey? Conseguir que sintiera aquel amor».

Sintió que algo grande y dormido despertaba en su interior. El antiguo Grey. El pánico se apelotonó en su garganta.

—No me acuerdo.

«Sí que te acuerdas. Pero te han hecho algo, Grey. Te han robado esa parte, la parte que sentía amor».

—Yo no… No…

«Sigue en su sitio, Grey. Te la han escondido. Lo sé, porque a mí también me han escondido eso. Antes de convertirme en lo que soy».

—Lo que eres.

«Tú y yo somos lo mismo. Sabemos lo que queremos, Grey. Dar amor. Sentir amor. Chicos…, chicas…, ¿qué más da? Queremos amarlos, porque necesitan amor. ¿Tú lo deseas, Grey? ¿Deseas sentir aquello otra vez?»

Sí. Lo supo en aquel momento.

—Sí. Eso es lo que deseo.

«Necesito volver a casa, Grey. Quiero que me acompañes, para enseñarte».

Grey la vio de nuevo en el ojo de su mente, mientras se alzaba a su alrededor: la gran ciudad, Nueva York. A su alrededor, murmuraba y zumbaba, su energía se transmitía a cada piedra y ladrillo, seguía líneas de conexión invisibles hasta las plantas de sus pies. Estaba oscuro, y pensó que la oscuridad era algo maravilloso, un elemento donde se encontraba a gusto. Fluyó en su interior, ascendió a su garganta y pulmones, una forma fácil de ahogarse. Estaba en todas partes y en ninguna a la vez, no se movía sobre el paisaje sino a través de él, entraba y salía, respiraba la ciudad oscura que también lo respiraba a él.

Entonces la vio. Allí estaba. Una chica. Estaba sola y recorría el sendero entre los edificios del instituto. Había un dormitorio donde los estudiantes reían, una biblioteca de pasillos silenciosos, con los ventanales cubiertos de escarcha, un despacho vacío que una mujer estaba limpiando, mientras escuchaba música de Motown en los auriculares, inclinada para enjuagar la fregona en el cubo. Lo sabía todo, oía las risas, el sonido de quienes estudiaban en silencio y contaban los libros de las estanterías, oía la letra de la canción que canturreaba la mujer del cubo: «Whenever you’re near… Uh-uh… I hear a symphony», y la chica, delante de él, una figura solitaria en el camino, llena de vida. Caminaba hacia él, la cabeza inclinada para protegerla del viento, los hombros alzados en una curva delicada bajo la pesada chaqueta, para decirle que sostenía algo en los brazos. Era la chica, que volvía apresurada a casa. Tan sola. Se había quedado hasta tarde, estudiando las palabras del libro que apretaba contra el pecho, y ahora tenía miedo. Grey sabía que debía decirle algo, antes de que se le escapara. «Te gusta esto, es eso lo que te gusta, yo te enseñaré». Se estaba alzando, y se estaba hundiendo, a punto de caer sobre ella…

«Ámala, Grey. Tómala».

Se sintió mal. Osciló hacia adelante en la silla y en un solo espasmo liberó el contenido de su estómago sobre el suelo: la sopa y la ensalada, la remolacha en vinagre, el puré y el jamón. Con la cabeza entre las rodillas, una larga ristra de baba colgaba de sus labios.

¿Qué demonios? Ay, Dios.

Se enderezó. Su mente empezó a despejarse. Nivel 4. Estaba en el nivel 4. Había pasado algo, pero no recordaba el qué. Había tenido un sueño espantoso, relacionado con huir. Estaba comiendo algo en el sueño; todavía conservaba el sabor en la boca. Un sabor parecido al de la sangre. Se preguntó si se habría mordido la lengua. Y después había vomitado sin más.

Vomitar, pensó, y notó que su estómago se encogía: eso era muy malo. Muy, muy malo. Sabía lo que debía vigilar. Vómitos, fiebre y convulsiones. Incluso un estornudo fuerte surgido de la nada. Los letreros estaban por todas partes, no sólo en el Chalé, sino en los barracones, el comedor, incluso en los váteres. «Si advierten cualquiera de los síntomas reseñados a continuación, informen de inmediato al oficial de servicio…»

Pensó en Richards. Richards, con su luz danzarina, y los llamados Jack y Sam.

Oh, mierda. Oh, mierda, mierda, oh, mierda.

Tenía que proceder con celeridad. Nadie podía descubrir aquel gran charco de vómito en el suelo. Se obligó a calmarse. Tranquilo, Grey, tranquilo. Consultó su reloj: eran las 2:31 de la madrugada. No iba a esperar tres horas y media más. Se levantó, rodeó la inmundicia y abrió la puerta con sigilo. Echó una rápida ojeada al pasillo: no había ni un alma a la vista. Velocidad, ésa era la cuestión: acabar deprisa y salir cagando leches. Daban igual las cámaras. Paulson debía de tener razón. ¿Cómo era posible que alguien las estuviera mirando día y noche sin parar? En el armario de la limpieza encontró un mocho, empezó a llenar un cubo en el fregadero y le echó lejía. Si alguien le veía, diría que había derramado algo, un Dr. Pepper o una taza de café, cosa que en teoría estaba prohibida, aunque la gente lo hacía. Había derramado Dr. Pepper. No podía lamentarlo más. Eso diría.

Tampoco era que estuviera enfermo, de eso estaba seguro, a pesar de los síntomas. Estaba sudado debajo de la camisa, pero sólo era el pánico. Mientras veía llenarse el cubo y lo levantaba, con aquel fuerte olor a cloro que subía del fregadero, su cuerpo se lo estaba comunicando con certeza. Algo le había hecho vomitar, algo del sueño. La sensación perduraba en su boca, no sólo el sabor (un dulzor en exceso pegajoso, tibio, que parecía permear su lengua, garganta y dientes), sino la sensación de carne blanda disolviéndose bajo sus mandíbulas, repleta de zumo. Como si hubiera dado un mordisco a una pieza de fruta podrida.

Arrancó unos cuantos metros de papel higiénico del dispensador, cogió una bolsa protectora y guantes del armario, y lo llevó todo a la habitación. El charco de vómito era demasiado grande como para fregarlo, de modo que se puso de rodillas e hizo lo posible por absorberlo con las toallas, procurando reunir los fragmentos más grandes para recogerlos con los dedos. Lo tiró todo en la bolsa y la cerró con fuerza, y después empapó el suelo de agua y lejía, trabajando en círculos. Tenía pedazos de algo pegados a las zapatillas, y también los desprendió. El sabor de su boca era diferente ahora, como algo echado a perder, y le llevó a pensar en Osopardo, cuyo aliento era así a veces. Era su único defecto, como aquella vez que regresó al remolque apestando a vete a saber qué animal aplastado en la carretera y clavó la cara en la de Grey, sonriente como un perro y enseñando las muelas. Grey no se lo tuvo en cuenta, porque Osopardo no era más que un perro, aunque no le gustara el olor, y menos sobre su boca como ahora.

Se cambió a toda prisa en los vestuarios, tiró el pijama al cubo de la ropa sucia, y subió en el ascensor al nivel 3. Davis estaba en su sitio, reclinado en la silla con los pies sobre la mesa, leyendo una revista, mientras seguía con las botas el ritmo de una canción que sonaba en los pequeños auriculares que tenía metidos en los oídos.

—No sé por qué sigo mirando estas cosas —gritó Davis por encima de la música—. ¿De qué sirve? Nunca saldré de esta bola de hielo.

Davis bajó los pies al suelo y levantó la portada para que Grey la viera: dos mujeres desnudas abrazadas, con la boca abierta y los extremos de sus lenguas tocándose. La revista se llamaba Hoteez. Sus lenguas se le antojaron pedazos de músculo a Grey, algo que pondrías en hielo dentro de un contenedor de una tienda de comida para llevar. La escena consiguió que una nueva oleada de náuseas recorriera su cuerpo.

—Ah, tranquilo —dijo Davis cuando vio la expresión de Grey. Se quitó los auriculares—. Ya sé que no os gustan estas cosas. Lo siento. —Davis se inclinó hacia adelante y arrugó la nariz—. Apestas, tío. ¿Qué es eso?

—Creo que he comido algo en mal estado —dijo con cautela Grey—. Necesito tumbarme un rato.

Davis se encogió, alarmado. Se apartó del escritorio para alejarse de Grey.

—No digas eso, joder.

—Juro que no hay nada más.

—Hostia puta, Grey. —El soldado tenía los ojos desorbitados a causa del pánico—. ¿Qué intentas hacerme? ¿Tienes fiebre o algo?

—Lo vomité todo, nada más. Tal vez me pasé comiendo. Necesito tumbarme un rato.

Davis tardó un momento en pensar, mientras miraba a Grey con nerviosismo.

—Está bien. Os he visto comer, Grey. A todos vosotros. No deberíais poneros tan hasta el culo. Y vuestro aspecto da pena, perdona que te lo diga. No te ofendas, pero estáis hechos una mierda. Creo que debería denunciarte.

Grey sabía que tendrían que aislar el nivel. Eso significaba que Davis también se quedaría aislado. En cuanto a él, ignoraba qué sucedería. No quería pensar en eso. Pero le estaba pasando algo. Había tenido pesadillas antes, pero nada le había hecho vomitar.

—¿Estás seguro? —insistió Davis—. O sea, ¿me lo dirías si te encontraras realmente mal?

Grey asintió. Una gota de sudor resbaló sobre su torso.

—Joder, tío, vaya mierda de día. —Davis lanzó un suspiro de resignación—. De acuerdo, espera. —Tiró a Grey la llave del ascensor y soltó el comunicador de su cinturón—. No dirás que nunca hice nada por ti, ¿verdad? —Habló en el auricular—. ¿Eres el centinela del nivel 3? Necesitamos un barrendero de relevo…

Pero Grey no se había quedado a escuchar. Ya se había ido en el ascensor.